LA CAMPERA
Primero se olvidó la campera.
Me acuerdo cuando veía a ese hombre
sexy (no era de acá) sentado a la barra, con los antebrazos y una libretita
minúscula de cuero sobre las aureolas pegajosas del mostrador.
Era mayor. Yo (con mi comitiva
adolescente) lo veía desde la otra punta del salón, abstraído, con pose de
ineteresante, único, difuso entre la humareda y el baruyo. Pensaba, qué idiota
–y no le sacaba los ojos de encima–.
Siempre el mismo taburete, la misma
lapicerita diminuta, la mirada impermeable. No tomaba nada.
Se iba al poco tiempo de mi llegada.
Avanzaba hacia la salida con pasos entorpecidos. Empujaba con suaves palmaditas
sobre las espaldas de sus obstáculos (los bendecía con su Providencia ilustrada
para abrirse paso hacia la puerta). Pasaba entre los cuerpos sin girar la mirada
hacia mi lado. Esa vez, buscó su campera y se la llevó.
Las hojas de la puerta se rozaban
melancólicas atrás de su espalda.
Pienso, qué idiota –y no me saco la
mirada de encima–.
Acá, con la hojita pegada a unas
aureolas blanquecinas, dulzonas, tose sensual tinta de birome sobre el reverso
de una servilleta.
CORRESPONDENCIA
Hoy vi al cartero con tus
zapatillas. Las mismas.
Esas gigantes que al principio me
negué a que usaras.
Lanzaba uno, dos, tres sobres
adentro de los buzones, sin mirar los números de las puertas ni aminorar la
marcha. Eso es oficio.
Pero cualquiera recibían noticia. No
todos tienen mi suerte.
El cartero
sintió mi mirada en la nuca y, sólo cuando lo quemó, giró la cabeza –por única
vez– desde la masa de árboles, donde se juntan las dos veredas en el horizonte,
hacia la punta de mis zapatos.
¡Paf!
Suelta una carta pesada sobre un umbral y su pie derecho –sin inclinación del
resto del cuerpo– tira una patada seca, precisa, que desliza el sobre por el resquicio de luz entre
la puerta y el mármol.
Vuelvo la
mirada desde el sobre que acaba de desaparecer tras el agujero y tus zapatillas
–las mismas– ya no están.
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