viernes, 28 de septiembre de 2012

Nuevos cuentos de Jazmín Cañete, septiembre 2012




            LA CAMPERA

            Primero se olvidó la campera.
            Me acuerdo cuando veía a ese hombre sexy (no era de acá) sentado a la barra, con los antebrazos y una libretita minúscula de cuero sobre las aureolas pegajosas del mostrador.
            Era mayor. Yo (con mi comitiva adolescente) lo veía desde la otra punta del salón, abstraído, con pose de ineteresante, único, difuso entre la humareda y el baruyo. Pensaba, qué idiota –y no le sacaba los ojos de encima–.
            Siempre el mismo taburete, la misma lapicerita diminuta, la mirada impermeable. No tomaba nada.
            Se iba al poco tiempo de mi llegada. Avanzaba hacia la salida con pasos entorpecidos. Empujaba con suaves palmaditas sobre las espaldas de sus obstáculos (los bendecía con su Providencia ilustrada para abrirse paso hacia la puerta). Pasaba entre los cuerpos sin girar la mirada hacia mi lado. Esa vez, buscó su campera y se la llevó.
            Las hojas de la puerta se rozaban melancólicas atrás de su espalda.
            Pienso, qué idiota –y no me saco la mirada de encima–.
            Acá, con la hojita pegada a unas aureolas blanquecinas, dulzonas, tose sensual tinta de birome sobre el reverso de una servilleta.

           
                                                   CORRESPONDENCIA

            Hoy vi al cartero con tus zapatillas. Las mismas.
            Esas gigantes que al principio me negué a que usaras.
            Lanzaba uno, dos, tres sobres adentro de los buzones, sin mirar los números de las puertas ni aminorar la marcha. Eso es oficio.
            Pero cualquiera recibían noticia. No todos tienen mi suerte.
            El cartero sintió mi mirada en la nuca y, sólo cuando lo quemó, giró la cabeza –por única vez– desde la masa de árboles, donde se juntan las dos veredas en el horizonte, hacia la punta de mis zapatos.
            ¡Paf! Suelta una carta pesada sobre un umbral y su pie derecho –sin inclinación del resto del cuerpo– tira una patada seca, precisa, que  desliza el sobre por el resquicio de luz entre la puerta y el mármol.
            Vuelvo la mirada desde el sobre que acaba de desaparecer tras el agujero y tus zapatillas –las mismas– ya no están. 

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