viernes, 31 de agosto de 2012

Nuevos poemas de Mariana Silvestre, agosto 2012


Las siete esposas del juglar

1.
Nunca molesté a los dioses con vagos reclamos.  La corona de flores a mi padre fue la más hermosa - grabada con el símbolo de lo etéreo -
Mis sábanas  huelen a lavanda.
Releo las cartas que mi esposo escribió a la distancia.
Cuando llega él, los años los guardo en un cajón.
La olla se enfría en la ventana.
Una gotita se filtra por las arrugas de mi cara.

2.
Igual a un gato acurrucado junto al hogar.
La última vez, el juglar trajo consigo una cajita de plata. Contó de salones y mujeres refinadas. Sombreros de mil plumas
Bajo el acolchado azul oscuro -la noche  atraviesa la ventana – suave.
Cuando abra la puerta: cierro los ojos.
Indiferente, un gato junto al fuego.
El manto de cielo y la piel esperan.

3.
            Que se detenga el cielo en su girar si hay que contar mis destinos. 
El sol tiñe las hojas. En la lejanía, el camino es luz.
La vida la llevo andando. Por donde quiera que vaya soy mi dios.
El susurro del viento me guía.
Muchas veces nos cruzamos, quién sabe qué nos espera.
Al andar deshago el tiempo.
Un pasito más y el mundo gira a la inversa.

4.
            Las hojas se marchitan a mi lado. El eco de mi sombra lo grita el monte.
            Cuando me encontró el juglar, venía escoltado por una caravana de artistas y bufones.
Y yo sola en el camino, las fisuras se parecían a las líneas de mi mano.
            Ojalá me hubiese dejado morir.
Curó las grietas con agua bendita, pero no siempre hay antídoto para el veneno.

5.
            Sobre el agua veo respirar mi reflejo.
No sé qué cara conocen más de mí y mucho menos las que inventaron. 
Fui señora de reyes, campesina de montes, víbora de agua, pececito de oro.
El viento sacude mi forma sobre el agua.
También fui esposa del juglar.

6.
            El pelo más negro que la noche. Siempre me llamó su preferida. Del pueblo, la más hermosa.
            Cuando escapé con el juglar mi padre inició una guerra.
            Nunca volví a dormir sobre un colchón de plumas. Pero, en las siestas, los pájaros rozan el alma.

7.
            A mi casa se llega atravesando un laberinto. La naturaleza del camino se asemeja a mi casa. 
Hay una zona de pasto verde, virgen (indica que estás llegando). Todos los años la casa se mueve unos metros y el pasto nuevo vuelve a crecer.
 Para llegar se puede tardar una vuelta de sol, depende cuál sea el punto de partida. La primera vez el juglar salió en otoño y llegó en primavera.
            Debajo de la cama, guardo alguna palabra de otoño.

jueves, 30 de agosto de 2012

Nuevos textos de Melisa Ortner, agosto 2012

Mi locura (nadie podría)

Nadie en este mundo podría vivir sin el amor de una abuela sentada en el banco, mientras teje una bufanda del color preferido de los cielos
Nadie, sin las manos puestas en un tarro de dulce de leche
Sin estornudar, tomarse una sopa de letras, sin toser penas de hombres ni haber usado una calculadora.
Sin comerse las uñas y contemplar una hoja en blanco vuelta gris de tanto ser mirada por los ojos bizcos de los demás.
Sin el abrazo de la muerte  por delante de la puerta de tu casa alguna mañana de lluvia y granizo.
Sin el llamado de la tía solterona el día después de que cumpliste años
Sin comer un lemon pie vencido, sin el viento ni las plumas de las palomas engachandas en el aire acondicionado.
Sin los números de goma eva que te preparan en el jardín de infantes, sin tocar el piano, sin  ir al recital de Lennon.
Sin que te duela  el estómago después de comer cuatro mariposas en la cena, sin rascarse la cicatriz los días de humedad
Sin la ensalada de papa y ajo, el chocolate y los colectivos, sin la respiración del perro,
 sin la sorpresa
Sin la sorpresa de encontrarte con la vida sentada en el sillón o adentro de la heladera
La sorpresa delicada de terciopelo en el vestido de tu madre
la sorpresa del horror de las monjas espantadas de tantos brazos congelados en la miel de los cuerpos
las pieles rasguñadas de canciones y  las bocas transpiradas de hospitales sucios de quirófanos blancos pulcros delicados.
la sorpresa de las camas manchadas de azul y de rojo y de naranja, la orquídea vuelta planta venenosa.
las venas hinchadas de clavos de azúcar las ventanas cerradas con sábanas de flores negras de muerte angelical.
El rezo  a la nube con forma de globo aerostático que te lleva bien alto, el grito del bebé estallado de mantas envueltas y jabones sonrientes.
las estrellas guardadas en el cajón del placard, la respiración  trabada en el intento.
la libertad de los conejos acostados uno a uno en el suelo de maíz en el jardín de la casa del vecino mentiroso
la mesa, al hablar con tu gata mientras miran la televisión, los pastos enjaulados de frío
los tiburones en la pileta de la cocina,
la sorpresa las cajas de cemento volando en la cocina, las golondrinas podridas de comer alfajores
los cabellos acariciados por las mujeres violentas que toman sol cuando anochece en los balcones
la vida vestida de negro y peluca blanca con un hacha en la mano y viene hacia mí mientras se ríe y se quiebra de esqueleto de seda
nadie en este mundo podría vivir
sin volverse tan loca como yo.

martes, 28 de agosto de 2012

Fragmento de novela de Josefina Bravo, agosto de 2012


Yo no sé tejer ni coser. Pero me encanta reciclar ropa de mi madre y de mi abuela. Ir a la modista, hacer de una pollera un vestido, cortar uno muy largo, entallar una camisa, encontrar en algún lugar remoto de un placard una tela nunca usada para crear.
Me gusta la ropa usada porque tiene historia,
porque tiene vida.
Vi el vestido rojo de la abuela Blanca en algún álbum de fotos y, ahora, frente al espejo, sí, me sienta bien. Y me encanta llevarlo puesto, siento entre los puntos del ruedo, los botones y los pliegues de la tela, secretos escondidos, recuerdos de vida. Es como ir vestida de momentos, vivos mientras los lleve puestos.
Mi abuela Lizzie siempre fue buena sastre. Todavía conserva su máquina, en su departamento de separada y, aun hoy, con más de ochenta años, nos arregla un ruedo o acorta un vestido. Ella siempre confeccionó su propia ropa: trajecitos para trabajar en la oficina del juzgado con tajo atrás (siempre atrás), pantalones, camisas, vestidos. A mí y a mis hermanas- de pequeñas-nos tejía suéteres, pulóveres. Mamá compraba un vestido y ella copiaba el molde para hacernos otros iguales, en distintos colores. Y a mí me tocaba el azul, el rojo me quedaba mal, ya era demasiado colorada.
Mi abuela Lizzie fue y sigue siendo una mujer bellísima, más allá de la edad. Rasgos yugoslavos: blanco rosáceo en la piel, azul oceánico en los ojos. Mujer de huesos grandes, trabajadora y con mucha energía. Sus padres, inmigrantes escapados de la guerra, vinieron a la Argentina en busca de paz.
Sólo tengo ropa de mi madre y de mi abuela materna, Blanca. Le pregunto a mi abuela paterna, mi abuela Lizzie, si ella tiene, guardado en algún lugar, algún vestido de cuando era joven. Le digo, tengo muchos de mi abuela Blanca, quisiera tener también alguno tuyo.
-No -me dice- no guardé nada, siempre regalé todo. No me interesa guardar nada, porque no vivo de recuerdos.
La escucho hablar así y no lo entiendo. En su vida construyó una familia, tuvo un marido, dos hijos. ¿Nunca fue feliz? La miro. En la cara, en las manos y en el cuerpo entero: piel de acordeón. En cada pliegue, oculto por piel en demasía, una música. Música de la infancia, la pubertad, la juventud, la temprana madurez. La música extinta, ahogada entre pliegues de piel. Los años, latigazos en las mejillas, en la nariz deforme, en las orejas que buscan el suelo.
Los ojos, ya sin pestañas, rodeados de piel rojiza, raspada por los años. Los ojos, océanos calmos, ya sin olas, sin siquiera espuma. Los ojos, tristes, hacia atrás, no se alegran; y, hacia adelante, temen.
Los ojos, teñidos de sombra.
Se sostiene a la puerta, como quien se sostiene a la vida. La mano arrugada en el picaporte presiona y los dedos se ponen amarillos. Los hombros caídos, el pecho hacia adentro. Y, en los ojos, un brillo. Sea de tristeza, de amor. ¿Quisieron esos ojos? ¿Amaron con pasión?

lunes, 27 de agosto de 2012

Roberto Aguilar; así comienza una su novela, agosto 2012


                           La perra negra de la puerta



     ¿Qué hay de la perra negra y sus muertos?

     Ladra en el umbral del afuera infinito.
     Gran perra de ubres caídas. Diste de mamar a los hijos de la miseria, amigos del engaño, violadores, asesinos, ladrones de poca monta, a los uruguayos, paraguayos y bolitas. Despreciaste al blanco teñido de pálido rubio con brillantes anillos y un auto en la puerta. Cobijaste a los negros, mulatos quemados por el sol sobre los trabajos inmundos.
   Bienvenidos a la puerta de madera podrida atada con alambres!  Ya nada hay adentro, la pobreza entre geranios, coronas de cristo, amapolas, madreselvas te podés llevar.
     -¿Quién vive? ¿Qué hay? ¿El dueño está?-preguntan las curiosas de los
hipermercados con sus carritos llenos para el año.
     -Ningún amo estuvo, nadie hay.-
     La perra muerta de hambre espera a la mano amiga de las bolas de aire picada para el día. Antes iba a cazar a la jungla de lustrosa porcelana, ahora se queda en la puerta con el hocico marcado de polvo. Entierra sus penas, su gemido da a la luna. Una gigantografía de las muzzas del pizzero la mira desde enfrente. Ella era madre churrasco para sus huérfanos. Ahora desgrana los astros, caen sus luces en su boca abierta a los millones de viajes del viento y el vacío jugoso de la vida y la muerte-.
     Viene la prostituta sedienta de billetes. Busca el timbre. La idiota en—
cuentra un agujero desde donde sale una rata gris mojada por la lluvia. Lleva un collar con fecha de nacimiento y un nombre: Diana.
     Diana camina por el parque roída por las enfermedades del mundo,
cuando la perra la deja salir. La puta  va a buscar clientes a otra parte.
Los negros no están, los comediantes con dólares falsos tampoco
 


                                                                                                          Atrás,
     los besos, los cariños, el abrazo durante la primavera. Nada de eso que-
da.
     Le toca la desgracia a la perra del asfalto.
    Pero llega la noche como lasonrisa en entresueños de un hueso de su última hora. La acaricia. Entonces, rompe los carteles de todos los lugares. Anda por espacios sin límites.
    Es la omega, la constelación de Tauro. Animal de la gente pobre, cachorra del circo, equilibrista, música del llorar bajo la luna cuando los hijos se van.
    Es la dinámica de las calles, la molienda para todos los condenados de este mundo. Levanta la lluvia, vuelven las gotas a su lagrimal. Con sus patas corre las ventiscas de los días, detiene el tiempo de la noche nula.
     Catadora de colores, aromas de cualquier ciudad. Sos la solitaria sin
bautismo, la huérfana sin edad. Te buscan en los rincones, pero desaparecés en el ritmo bestial de la madrugada.
   ¡Ah trabajos devastadores, embrutecedores! Degollás la infancia y el juego más sutil.
      En su olfato está la experiencia de la buena vida. Vieja sin estaciones
ponzoñosas.
     Ayer, Tarzana, Magda, Cuqui, Napoleona.
     Hoy, las pulgas y el látigo  roen tu piel. Sin embargo, vencés a la ladilla de la sangre corredora. Calor, infierno de dar vueltas y vueltas a tu
cola. La atrapás. Rascas los poros corrompidos por las pulgas parecidas a
 tormentas en el desprecio de los ricos, del racismo chupador de la
hermandad de los huesos.
    Hay heridas en tus órganos a la intemperie. Un nido de pájaros rojos atraviesa tu cuello. Peleas con el insomnio, con el cobarde, con todos los dormidos de esta vida.




Adelante,
              ¿hay algo más audaz que ladrar sobre los dolores sin tiempo ni 
forma a orillas de un umbral abierto a quien ya no está? ¿A quién esperás
perra de la puerta? ¿Es algo hermoso que el rimel de los geranios, al caer
sobre la cadera de tu tierra sin cielo, pinte de larvas tu cuerpo de hembra?
      ¡Ah, perra inmunda, perra aguantadora de los males!, ¡cuándo tendrás descanso! Sin embargo, ¿que habrá sido de ella o de él, quien quiso ser tu dueño, tu amo?
     Iluminas todos los ojos,  las bocas, todas las fatigas, el espanto. Tu mirada abierta a las horas, a los dramas de los espacios. Nadacerrás. Rompés las cadenas, nada de miradas bajas, nada de silbidos en la no-
che.
   ¿Acaso le permitiste al viento, tu amigo, ser jinete de tu lomo? ¿Acaso la muerte te llevó a pastar en los campos? Un nuevo tiempo comienza. La era del acariciador con manos de terciopelo vendrá a llevarte bajo la escarcha, sobre tu voz quebrada por el frío. El silencio los unirá y la ternura también. Mientras tanto, caminás sobre la arena, sobre la arcilla, las torturas y la esclavitud ajena. Dejás huellas, ladridos en la eternidad de la cosecha infernal. Calor de las llamas al hogar sin techo, ni paredes. Hay  pan duro por todas partes, quebrado por dientes postizos. Los depredadores andan cerca. Tu lluvia también. Arrasás con el biombo de la ignorancia sobre el arco iris de los desgraciados. Desterrás la tristeza. Triturás el día y te quedás con la noche negra.
          Negra de agonía, negra de desesperanza, tan oscura por derribar
muros de la discordia, de la pereza sin sueños, de la melancolía.
        Y hay un sol más negro que todas las medianoches juntas. Una sombra  tapa la luna,  una sombra aviva la claridad más lúcida en tus imágenes incalculables.
     ¡Benefactora! No curás. Mantenés despierto a los ojos cerrados a la verdad.  Escuchás hablar todas  las voces a la vez de distintos asesinatos. Escándalos en el umbral.
     Gente levantada por tanta miseria, muerte.
     Ecos y aullidos  largados por la perra de la última puerta.

martes, 21 de agosto de 2012

Texto de Ayelén Attías, agosto 2012


Que veinte años no es nada…..

                Era una noche cálida de verano. Toda la familia se había reunido. Los que vivíamos en distintas ciudades, dispersos por el mundo, Buenos Aires, Rafaela, Canberra, en Australia. Estábamos todos, éramos  catorce. Íbamos a pasar juntos el año nuevo, pero los festejos se habían extendido desde el 28 de diciembre hasta los primeros días de enero.  Los chicos jugaban en la pileta, los hombres al ping pong,  los viejos leían o miraban jugar a los chicos, el dueño de casa no había vuelto del trabajo y las mujeres nos disponíamos a preparar la cena.
                Pensamos en un asado, un  buen asado, completo, con provoleta,  achuras, morcilla, chorizo, entraña, tira, todo….Un asado, de esos que preparan los hombres como un ritual, con mucha dedicación y cuidado…. Cuidado masculino, porque acá, en la Argentina, el asado es una potestad masculina. Un vaso de vino, humo, dos o tres hombres alrededor de la parilla- uno con las manos negras- y conversaciones apasionadas, mujeres, fútbol, algo de política. Una típica escena argentina.
                Una típica escena de esas que a veces dan vergüenza y a veces se disfrutan, como lavar el auto en la vereda escuchando el partido, o mirar el futbol en la vidriera de Garbarino…..
                Pero esta no, acá los hombres estaban en otra cosa y la dueña de casa marcaba los ritmos y distribuía tareas. Se disponía a preparar el fuego, no parecía necesitar del género masculino, ni siquiera interrumpió el juego de ping pong. Las otras mujeres, hermanas, primas, la seguíamos,  un poco desorientadas ante la escena.  Algo no entendíamos, algo nos parecía raro, pero seguíamos el juego, no poníamos las reglas, las respetábamos.

                Sin hombres no hay asado, ella pensó.  Con lo que disfrutaba del domingo, del olor a la carne asada, del vino de mesa, de las charlas de sobremesa… Pero no habrá hombres, por mucho tiempo no habrá hombres. Y ella no estaba dispuesta a renunciar a la carne al asador.
                En el convento serán todas mujeres, de domingo a domingo, durante largo tiempo, indefinido, hasta que pueda salir a compartir algún mediodía en familia y papá se atreva a recibirla con el olorcito ese que le cambia el perfume al día, que abre las papilas y las expectativas de un paladar deseoso de placer.
                Qué crimen, pensaban los padres, qué dolor. Una chica tan bonita,  una belleza, alta, delgada, con una figura que podría haber modelado en las mejores pasarelas del mundo.  Una alumna ejemplar en la escuela secundaria, podría haberse destacado en cualquier disciplina científica. Incluso maestra, podría haber sido maestra si quería dedicar su vida al prójimo. Pero no, ella, la hija tan amada, tan bella e inteligente, había elegido encerrarse en un convento a rezar, alejada de todos, de los amigos, de la familia, de los padres. No lo entendían, lloraban cuando imaginaban la casa sin ella, sin sus ruidos, su campera sobre el sillón, su cama sin tender, sus ropas alrededor de la silla del cuarto.  No podían imaginar  ese cuerpo bello, esa figura casi perfecta, escondida detrás de esos hábitos grises, marrones, oscuros, que esconden a la mujer, que anulan la sensualidad,  la individualidad, que las hacen a todas iguales, difíciles de distinguir entre unas y otras.  ¡Tantos novios había tenido!  podría haberse casado con alguno de los hijos de las mejores familias del pueblo.
                Lloraban, pero acompañaban la decisión de su hija.
                Antes de partir hacia el encierro elegido y deseado, ella tenía que llevarse el saber más valioso de su padre, del hombre, del gran hombre de la familia. Él debía transmitirle el más preciado de los saberes. Y así fue como, un domingo especial, el último domingo antes de la partida,  el asado resultó el más especial.  Empezaron de cero: prepararon los brasas, primero con ramitas y diario, despacio, nada de químicas, nada de alcohol u otros trucos de principiantes. Saber de manos expertas,  de años de reiterar el  ritual. Un abanico viejo de la abuela´- un poco roto y manchado de carbón que se guardaba debajo de la parilla- ayudaba a encender. Despacito, de a poco, avivando el fuego, que no se arrebate, que no se queme, que se prenda.
                La carne: la carme es otra ciencia: golpearla, salarla, estirarla y exponerla en la tabla, al lado de la parilla. Sacarle algo de la grasa, no toda.  Con un trocito de esa grasa se limpiaba la parilla, había que pasar esa grasita por cada una de las varillas, dejarlas bien limpias, preparadas para recibir la carne.
                Salarla.
                Saber qué va primero y qué va después, qué más cerca y qué más lejos de las brasas.  Decidir cuánto tiempo va a llevar hacerlo, más lento es mejor, se hace más suave y se hace desear más…. Mientras vamos tomando un vino y transmitiendo ese saber tan experto, tan masculino, como femenino fue el de las mermeladas de la abuela.
                Igual a una despedida; a un legado. Ese fue el sabor, sabor a despedida con transmisión, como  una herencia en vida.

                Todos los domingos las monjitas comían asados, los mejores asados que habían comido en sus vidas. Con vino, con postres ricos, dulces hechos por sus propias manos. 
                Los domingos el convento era una fiesta, una fiesta privada. Le habían pedido al herrero que les enrejó las ventanas que les hiciera una parilla, sencilla, modesta, porque una de las hermanas era una gran asadora.  Preparaban la mesa en el fondo del jardín, amasaban el pan, tenían listo el vino y hasta hacían los quesos de la picada. Mientras algunas se ocupaban de la comida y de la mesa, otras jugaban con la pelota, vóley, basket, o simplemente lanzamientos. Los vecinos escuchaban sus risas,  sentían el olor  y podían imaginar una escena tan familiar en el fondo del convento, como en el fondo de cualquier casa del pueblo.  Era raro, los domingos, fiesta de guardar, pero fiesta al fin. Difícil darse una idea para quienes vivimos afuera, para quienes pensamos que ahí adentro no hay disfrute, no hay placer, no hay fiesta.
Asados de las monjas,  como los mejores asados que alguna vez probaron, como los de los obreros en las obras en construcción, con ese perfume a carne , leña y carbón,  que cada domingo invade terrazas, balcones y fondos, también los fondos del convento.
                Fueron veinte años, infinidad de asados. Asados hechos por mujeres, mujeres con hábito. Mujeres que se negaron a los hombres, pero no a los saberes tradicionalmente masculinos.  Mujeres, que podían dejar sus manos y sus hábitos negros de carbón, a cambio de disfrutar de un buen asado de domingo. Mujeres que, después, debían lavar trabajosamente sus ropas religiosas llenas de olor a humo.
               

                Ella se fue, volvió a hacer su vida fuera del convento. ¿Alguna hermana habrá recibido su herencia.?
                Ahora  nos juntamos en su casa, toda la familia, los de Buenos Aires, los de Rafaela, los Australia, al otro lado del planeta. Y comemos asados, los mejores asados. Después de veinte años,  en esa casa,  el asado es cosa de mujeres.

lunes, 20 de agosto de 2012

Más de Roberto Aguilar, tremenda prosa poética, agosto 2012


   Incendio en sombras, al alba



                      Un pie en el estribo y otro en el suelo o en el andén,
                      el poeta canta y nadie escucha.
                      A veces en el aire los gritos de los niños alivianan
                      los humores del cielo. Otras, en la tierra, sus manos
                      buscan abrigo entre papeles de diarios.
                       Hambre, sed y frío. De cuadra a cuadra
                      el organillero termina la tarde sin un peso en la bolsa
                      Sobre los toldos, piletas de agua a lo largo de la feria:
                      Manteros- gimnastas de la simulación- con una sonrisa
                      en la boca venden las mejores linternas para tu noche ciega.
                      Del otro lado de la calle, corredores de bolsa, alarmas en los
                      Bancos por un dólar que no para. Los ladrones al acecho
                      rompen salideras de la injusticia. No hay tiempo para llegar
                      a ningún lado. Bajo la lluvia el poeta canta,
                      nadie escucha.
                                                                                                 Se va el tren



                      Murmullos en la lava, en el fuego de la discordia, los emplea-
                      dos del mes y las princesas arreglan sus cronómetros de ira.
                      Nadie falta a la cita. Todos hablan a la vez. Se desprecian          pobres contra pobres, ricos contra ricos, la cítara, el
                      violín, charango, ruidos contra piano roto. Las amas
                      de casa se apuran a acomodar, limpiar y lustrar las cosas. Pre—
                      paran el día eterno sin sombras. Alguien vomita en la calle, le
                      duelen las tripas, escupe palabras que nadie escucha. El incendio
 no se apaga. Todos quieren quemar la piel del poeta.
                                                           
                                                                         Asoma su caballo.



                     En los teatros al aire libre bañados por luces psicodélicas, el
                     músico pregunta a la muchedumbre de la playa: ‘¿quién está
                     enamorado?’ Ni una mano al viento. Sólo espejitos de colores
                     sobre el mar cielo de una noche herida por fuegos de artificios.
                     En la pasarela una vendedora de humo:
                     ¿Dónde está el poeta?                     
Ríen y el más charlatán mea las ilusiones de los negros vendedo                     res de rosas y los ciegos frente a las olas. A sus espaldas, el pú-
                     blico inunda las calles rumbo al comfort de sus casas. Ale-
                     gría de culos chochos de estar siempre
                     sentados. Lejos, sobre el puente Avellaneda, un loco de la po-
                     breza trastabilla con el primer canto de la tormenta. La bruma
                     de los brarrios grasientos le da en la cara. Su cuerpo baila bajo la
                     luz de las estrellas.

                                                           ¡Ahí vienen el poeta, el caballo y el tren!


                     Una mano del atleta en la paralela, la otra al vuelo de cualquier
                     mirada. El público aplaude. Afuera, en la luna, giros en el aire,  
                     la tierra, el cielo, telones con ríos y mares revueltos, flores hun-
                     didas bajo el asfalto. Los desesperados retuercen sus mentes.
                     Hay gotas de sangre para trabajar. Alguien pondrá una a-
                     cuarela al mediodía de luces rojas y  amarillas. El mundo cae
                     parado. Pájaros gimnásticos de la madrugada buena alucinan
                     con una tierra de alas multiformes. El poeta pinta esto, le pre-
                     gunta  a tu desprecio:
                                                         ‘¿Ves el viaje de mi sueño? ¡Valor!
                     Las raíces de los árboles  escuchan crecer tu tronco en la
                     soledad del espacio.’

                                                       Se van los andenes, los campos y el poeta.        



                     Pero, bajo las sombras de la loca montada al cielo, el zorzal
                     sordo a la noche  te canta sin que la muerte los escuche.



                                                                                                                                                                                      A lo lejos,
                                                           la tierra, el caballo, el tren,
                                                                                  las estaciones arden con
                     música del alba sola.            

                     
        


                      

jueves, 16 de agosto de 2012

Mención en concurso de grabado para la amiga Caro Dieguez!


MENCIÓN  DEL JURADO (diploma) SECRETARIA DE CULTURA DE ENTRE RÍOS  a:

CAROLINA INES DIEGUEZ (Ciudad Autónoma de Buenos Aires)
“Laberintos y entrepuertas”- Calcográfico, fotointaglio, díptico- 1/10-  73 cm x 116 cm- Año 2012.



Felicitaciones, amiga!

miércoles, 15 de agosto de 2012

Nuevos textos de Daniel Milanesi,agosto 2012


 Reverberancia
                                                                            

          Es la cuarta vez que  tiro al cesto los papeles hechos un bollo. Busco librarme de ella, camino alrededor del escritorio, voy hasta la ventana y veo cómo la noche desplaza al día, sin prepotencia, suavemente.

          Fallo.

          En cada cuento, en cada poema,  en lo que escriba, hace su aparición. Repasé durante la tarde los últimos escritos y la vi siempre presente. Ahora que el sol es un recuerdo y la noche, es la estrella que pide a gritos que lo vuelva a intentar, siento miedo de caer en su trampa. Porque es muy buena en mimetizarse, en esconderse en otros personajes. Por suerte me he dado cuenta, me he vuelto hábil para descubrirla.

         Por eso la vi, en la soledad del hombre de barrio de aquel cuento que tiré primero. Después la encontré en Inés, la del poema. Y en la mirada de asombro de  ese niño. También en los remolinos que el viento del recuerdo levanta en la memoria. Y en los posibles caminos que esperan ser recorridos. Por eso los tiré.

          No puedo seguir repitiéndome. Repitiéndola. No debo.

          No puedo sacarla de mis pensamientos. Irrumpe en mi vida y en mis ficciones. Como el rocío que llena de brillos las opacas hojas del malvón. Calladamente, sin movimientos, aparece.  Terca e insistente, quiere estar en todo.
.
          Los papeles desbordan el cesto. El alba hace su entrada sin estridencias detrás de las escuálidas copas de invierno. El ventanal deja de ser un resguardo, un espacio, y se convierte en una obra paisajista.

          Ya sin fuerzas, con el último café sin tomar –frío sobre la mesa- cierro los cuadernos. La hoja recién escrita se salva - por ahora - del destino de las otras. En un intento por ordenar todo, solo le doy un tímido arreglo al caos, pero no importa. El cansancio se hace presente y reclama atención.

          Mientras suena una canción en la radio - en el borde mismo del abismo del sueño - descubro infiltrada…su presencia en la letra.

martes, 14 de agosto de 2012

Nuevos textos de Maite Puppo, agosto 2012


I
La sombra
              de las hojas
                                 de los árboles
                                                        de mi calle
                                         en la cortina
                                                             de mi ventana
 son un marco  oscuro al
ronquido
                   de mí
al lado del viejo.

Una tarde sin exigencia
                                 nada más lindo que atravesar el marco
hacia el fresco   de un cielito azul
                          entre árboles amigos,
trepo a sus cuerpos de gruesa corteza
                        en una danza desde las entrañas jóvenes, aunque las voces viejas sancionen:
¿No ven que al volar puede lastimarse?
Tan fácil sin marco recorrer sus cuerpos por sus brazos hasta el tope,
hoja  entre sus hojas
                   savia sin ronquidos:
                                                             respiro.

II
Súbitamente me toman entre sus brazos
hacia el tope  
                    el vaivén
                               por los aires
                              
Pero el vértigo en dedos de madera
                     es la afixia
de volver a casa.

Después, me meto en  vacíos de  otros
y recuerdo la mía (mía mi hoja)
entre ronquidos.
Una hoja no sabe de palabras,
                             por eso escribe el poema.

III
Hoja,
presa que corre desquiciada
o yo en su lugar muda .
No pude quitar
los papeles el polvo
ni los cuerpos que llenan la casa

En el cero absoluto
en e l marco,
Y dentro, mis ronquidos,  a tiempo
                                pegajoso , desquiciado:
                                                                           Poema, ¡Habla!

Youtube, autores vistos en clase, Agosto

Cuba
Alejo Carpentier- Libro recomendado: Concierto barroco
http://www.youtube.com/watch?v=9paj2_uWoIM

Perú: José María Arguedas- Libro recomendado:Los ríos profundos

lunes, 13 de agosto de 2012

Nuevos textos de Mónica Maravini, agosto 2012


ROMERO
Caminábamos por los jardines externos de La Alahambra. La mañana era clara y el sol, tibio a esa hora, prometía calor de primavera. Nos habíamos levandtado muy temprano para conseguir entradas. El café, a las apuradas en el hotel, me había sabido a poco. Aún teníamos media hora de espera para ver uno de los lugares más hermosos.
-¡No sólo del país, niña, sino del mundo!-  había exclamado el andaluz que nos sirvió el desayuno.
          Media hora, suficiente para tomar otro café, relajarnos y planificar qué visitaríamos a la tarde.
 Mientras mi amiga fumaba el último cigarrillo, antes de entrar, yo - sentada sobre un banco de piedra- buscaba la forma de llegar, nada menos que a la casa de Federico. En el folleto que nos habían dado en Informaciones podía verse una foto donde geranios y claveles - desde los balcones - y una fila de maceteros con malvones rojo sangre -desde la galería- custodiaban a un limonero, centrado en la pequeña huerta. Ahí estaba yo: atravesaba la puerta de la casa, decidida a buscar algún poema olvidado en los rincones, cuando una voz de mujer me devolvió a La Alahambra.
-¡Que tengas un buen día, guapa! – y, al tiempo que emprendía a hablar sobre lo que parecía ser mi suerte, me extendía unas ramitas verde intenso. 
No era la primera gitana que se nos acercaba. Desde nuestra llegada a España, aparecían, generalmente en las cercanías de las estaciones de trenes. Mujeres y niños piel de aceituna: limpios, pero desalineados. Ellas, al acecho, siempre con las ramitas verdes. Los niños, en bandadas,pedían monedas, caramelos, lo que fuera. Las adolescentes solían andar de a dos y ponían en juego todo su ingenio, querían engrupirte y sacarte dinero. En Madrid dos gitanitas, haciéndose pasar por sordomudas, habían logrado sacarnos unos euros. Otras pretendían que firmáramos una planilla e hiciésemos una donación para la lucha contra el Sida. Una vez que lograban su cometido corrían visiblemente divertidas. Los hombres, en cambio, nunca se dejaban ver.
La mujer frente a mí rondaría los sesenta. Bajita, regordeta, el busto ancho y generoso. Llevaba una pollera plisada hasta los tobillos, una blusa a cuadros y un pañuelo sobre la cabeza. Nada de trenzas, monedas de oro, ni flores jugando en el cabello. Todo en ella era gris, lavado, como si su figura fuera a desvanecerse así como había aparecido. En nada semejaba a las flamencas que la noche anterior habíamos visto bailar en las cuevas del Sacromonte. Tampoco a la mujer de la botella de aceite La Malagueña, con el vestido de lunares y los zapatitos rojos, que tanto había deseado de niña.
-El romero se regala, la suerte no- agregó apenas terminó el monólogo sobre mi persona, donde no faltaban los viajes, los apuestos caballeros que iba a conocer y los recaudos a tomar por la envidia de una mujer rubia, entrada en carnes.
 Sabía que los gitanos eran reacios a responder preguntas, no obstante, después de pagarle por las predicciones, intenté iniciar un diálogo. Y, aunque se la veía inquieta -ni a ellas ni a los vendedores ambulantes se les permitía andar por las inmediaciones, se quedó unos minutos.
Me contó que vivía no lejos de allí, en un complejo de viviendas, cercanas a las chabolas: aunque algunos decían que las cosas estaban cambiando, la mayoría de los hombres andaban parados y la persecución continuaba. Se refirió entonces al incendio de una colonia gitana en las afueras de Nápoles, como represalia al supuesto secuestro de un niño blanco d el cual se culpaba a un joven romaní. Recordé haber escuchado la noticia en la tv del hotel.
          Quiso sabera algo sobre mí: que de dónde venía y hacia dónde iba y cuánto tiempo iba a permanecer en Granada. Entonces, a modo de conclusión, dijo una frase que quedó resonando en los jardines y en mi cabeza:
- Tú eres de aquí.
 Y, antes de que mi amiga viniese a buscarme porque comenzaba nuestra visita guiada, sacó de un bolsillo profundo, que se perdía entre los pliegues de su falda, otra ramita verde.
- Romero santo, santo romero, que se lleve lo malo y te traiga lo bueno.
Y se perdió por los senderos.


Cantes y coplas


Dame un poco de tierra y te devuelvo un patio donde
la luna
baje a bailar bulerías,
con un batir de palmas y acordes de guitarra,
con cantes de otros tiempos y coplas de otros días.

Dame un poco de cielo y te devuelvo un manto
de azul negro azabache y luces que titilan, donde
el lucero
salga y sea el último en irse
y baile sevillanas, fandangos y alegrías.

Dame un poco de viento y te devuelvo
brisa
que apenas acaricie la flor de los naranjos,
que haga correr su aroma, como mecha encendida,
por caminos y campos, arroyos y remansos.
Que traspase los muros y se trepe a las verjas,
que se meta en las camas y embriague a los amantes.

Dame un poco de día y te devuelvo
el sol,
que con hilos dorados descienda hasta la albahaca,
madure el limonero y haga estallar claveles.
Que camine caliente, caliente y amarillo
y que a su paso deje rastros de lumbre y oro.

Dame un poco de tiempo y te devuelvo horas, donde
el agua
resuene y nunca se detenga,
donde olvidar olvidos y entretejer historias,
mientras la muerte espera, para tocar la aldaba.

Verde de luna


En el silencio profundo de la noche
surgen uno a uno los sonidos.
Agua que desborda de las fuentes de piedra,
gotas de rocío que caen en la tierra.

Verde oscuridad,
verde de luna,
desciende un manto sobre el río.

A tientas voy por las calles estrechas,
los faroles se apagan,
se cierran los postigos.

El búho vela, para que nada altere
la muerte calma de un sueño adormecido.
Solos mis pasos
y el agua de las fuentes.
Sola mi alma
 y la luna conmigo.