martes, 30 de abril de 2013

Daga de luz, Bosque amarillo, poemas de Mariana Silvestre, mayo de 2013


DAGA DE LUZ

Soñé  la noche y que envolvía todo con mi negrura.
Las hojas, al verme ,eran sombra de vida.
Me recosté sobre el agua y los peces sintieron mi aliento frío.

A través de la ventana, recorrí las habitaciones hasta llegar al cuarto. Dormida, moviste los dedos como llamándome.

Respirar
                            hablaste del viento y de un camino de piedras iluminado por la luna
                                                                         (un recuerdo que acecha bajo la almohada)
El follaje cubrió la ventana para siempre.
Y un manto negro ahogó tus palabras.
Quise que fueras la noche
                                            Pero una daga de luz
         hizo parir las estrellas.
Supe que no podíamos ser una,
aunque brillara en el negro de sus ojos.



BOSQUE AMARILLO

Hubo una vez un álamo,
perdido entre otros álamos.
Hubo una tarde y un encuentro.

                                  Mirada entre la hojas

Las venas salvajes, laten.
    Sacuden el cuerpo
             hasta  volverlo cenizas.

Hubo otro amor y otro álamo.
círculo de vida.

                       Nieve helada  corrompe los huesos.


Bosque amarillo
con  hojas como lluvia


Hubo noche y silencio.
Susurro del viento,
canción de cuna,
que resuena en la tormenta.

Hubo un amor y un álamo.

Una tarde,
                   en mis preferidas.

lunes, 29 de abril de 2013

El son de las tres, por Roberto Aguilar, abril2013


                                        El son de las tres



                            Iba por el pasillo como una gaviota sin alas. Lo secundaban las águilas y los buitres. La noche, sin estrellas. Una bocanada de viento vino del lado sur. Cerró los ojos mientras sus manos aferradas a los grilletes sangraban por las púas vueltas a sus carnes. Pensó en blanco, luego en gris y, en la mitad del pasillo, las decenas de pasos a su alrededor hacían eco como las montañas de San Martín de lo Andes. Vio un cóndor sobrevolar la luna. Escuchó el tintineo de las gotas sobre el suelo. Pisaba un lago y las lagartijas se le escabullían entre sus zapatos. Una rata se le metió dentro de su remera a rayas. Sintió escalofríos. Abrió los ojos. Ya estaban cerca de una puerta de acero. Un gigante con una carpeta bajo el brazo se adelantó a él y abrió el 
muro. Él se paró de golpe sobre el umbral. La luz, desde adentro, lo encegue-
ció. Era como un sol del mediodía, pero más intensa, más diáfana, tan hiriente como las púas  entre sus muñecas. Se dio vuelta y reparó en sus
guardianes. Todos  vestidos con el color de la noche, aunque de un azul
tan morado como el de los cadáveres. Sus figuras eran efigies egipcias. Sus
caras, mármoles. Se le soltó una lágrima.
Miró de vuelta al frente, a la luz y se quedó ciego.
                                Lo empujaron de atrás.
Se resistió.
                         Abrió de vueltas los ojos,
los volvió a cerrar. Le faltaban dos escalones para bajar del colectivo naran-
ja. Por detrás de él, una mujer blanca de ancha cara le sonrió. Los cordones de sus zapatillas estaban desatados. El también sonrió. Abajo lo esperaba otra señora con los brazos extendidos. Era morocha y soltó una carcajada. Él pensó en el mundo de niños que había dejado atrás. Volvía a su casa y mañana regresaría al juego del despertar, al patio de la escuela y a la amistad agazapada detrás del pizarrón. Le saltaría  a él y a sus compañeritos como un horizonte rojo, extenso, de lado a lado, contra la pared de su aula. Alguien lo empujó con más fuerza y trastabilló hasta una silla de metal. Abrió los ojos y gritó. Lo agarraron de atrás. Lo sentaron sobre el hierro frío y lo llenaron de cinturones alrededor del cuerpo. El sol estaba sobre su cabeza, las estrellas giraban en torno a su cara. La luna desquiciada se metió por una ventanita contra la pared y lo miraba. Vino un cuervo con alas anchas. Llevaba una botella de ron. Lo roció con el líquido.
      Él cerró los ojos,
                los abrió,
los cerró.
      El cuervo se persignó. Se acercó a él y lo tocó con la uña de una de sus patas. Lo sobrevoló. Lo escuchaba graznar. Hasta que, en un golpe de su vuelo fugaz, escapó con la luna detrás de la claraboya. Una mujer con vestido rosa y un clavel en una de sus orejas se abrió pasó entre la multitud de los guardias. Llegó hasta él y lo besó en la boca.
                        Cerró los ojos,
                    los abrió,
los cerró.
     Con la rapidez de una víbora, le corrió la manga de sus remera larga y le inyectó el veneno. Él saltó en convulsiones. La espuma le salía por la boca. Apretó los ojos, luego se mordió los labios. Guardó silencio. Las rocas del mar estaban cerca de él. Las olas eran  intensas. Sintió sus alas. Una nube pasó y se mezcló con su cuerpo. Oyó el grito de su voz contra el eco de las montañas. La noche se hizo día,
           luego noche,
después día.
          El sonido sordo de una campana sonó a destiempo y muy lejos. Alguien tiró una flor sobre su cuerpo. La comió mientras cerraba las orillas de la tierra. Las abría,
                      las cerraba,
las entreabría.     

jueves, 25 de abril de 2013

El Micro-Ondas, por Pablo Cecchi, abril 2013


El Micro-Ondas

Verdes, azules, naranjas, violetas. Sabias princesas del futuro decoran las calles de la ciudad en verano. Con ropas exóticas, resaltan sus atributos. Mis ojos no se detienen, siguiéndolas. Hermosas piernas largas, fornidas, siempre hermosas. Los rostros con facciones de otros mundos adornan la entereza de su ser. Y senos redondos e inmensos se bambolean como pelotas de basket.
Silencios bellos pero asfixiantes e hipnóticos. Hago garabatos rápidos, nerviosos, con colores que se mezclan, contrastan, más y más colores nacen e inundan las hojas, las teles, las pantallas... los cielos.
Demasiados dibujos se apilan en el rincón de mi habitación, los cotejo, cuando puedo, en silencio. Los examino uno por uno, busco tal vez algún secreto. Repletos de colores primarios, secundarios, toda la escala cromática. Hechos con biromes, lápices, crayones (pasteles o no), carbonillas, tintas chinas, óleos, acrílicos, témperas y acuarelas.
Abro la ventana, atisbo cielos púrpuras: furiosos avanzan al galope tirados por miles de caballos que parecen cargar con ríos enteros. La noche sutilmente se nos presenta. La mesa está llena de cosas, trastos, bolsas repletas con comida, libros, un desorden capaz de enloquecer al rey de los cuerdos y a la mejor guitarra de todas, la reina de las cuerdas.
Silencios, la madrugada cayó, pero mi obsesión por el tiempo, no. Cada dos por tres consulto el reloj del microondas: las cuatro y veinte ya, qué tarde, dormir quedará en el olvido esta vez. Cielos, colores, silencios.

Mi señora:
-¡Ponéte la campera!
-¿El bonete en la campera?, ¿qué decís?
-¡Sordo! ¡Que te pongas la campera! ¡Hace mucho frío!

Cielos con colores. Está amaneciendo. Otra vez la televisión atrae mi cuerpo, mi atención hacia ella. Sus brillos, sus colores, no los puedo resistir. Sus reinantes propagandas. O los silencios, que también me consumen o me llevan a avistar cielos, donde mi mente se pierde, donde me pierdo. 

A una, sin tiempo, por Ricardo Varela, abril de 2013


   A UNA , SIN TIEMPO

                            I    
                                      Remuevo los hilos,  
                                      en los pliegues.
                                      Un velo          
                                                         se corre:       
                                     El almendro habita allí desprevenido.
                                     Pedacitos de soles han sembrado su pelo                  
                                                         en dorados.
                                                 Por su boca  -bella daga-
                                      la luna murmura senderos.
                                     
                                     Como flor de luz que retoña,
                                      donde ya no estaba,dejó  hilos.
                              Cerca,                                      desde tan lejos.
                                          A su paso, el aire pliega de placer
                                 
                          II
                                                                        
                          La respiración se acelera.                                 
                          Bebo ese relente tibio.
                                   
               Voy          de             mi               mirada          a               tus                  ojos.                
                    
                      En el crepúsculo,        
                                                                  el silencio grita                                 
                                            de  manos  y hastío.    
                                                   te extraño y                                               
                                                                         escribo, casi sin respirar.
                                       
                                                                    



miércoles, 24 de abril de 2013

Hábitos urbanos, por Francisco Famá, abril de 2013


Hábitos urbanos.

La hora cercana al mediodía encuentra más gente en el centro.
Horacio está parado en una esquina tratan de comunicarse con alguien. Le gusta mirar el puesto de la florista en el centro de la calle.
Ahí va Alberto, apresurado por ganar el lugar donde le gusta esperar a Agustina para el almuerzo.
            Horacio consigue la comunicación en su celular. La joven florista mira directo a su rostro.
Recibe en ese momento una llamada Alberto atiende.
El rubio Horacio trata de ubicarse de un lado a otro dentro del metro cuadrado donde está.
Alberto con el móvil en su oreja responde.
Horacio se inmoviliza al recibir la llamada. La florista le sonríe.
Con su metro ochenta y cinco el delgado Alberto se abre camino entre la gente.
El sol otoñal pincela en matices a las distintas prendas.
Horacio da un giro lento pero definido para quedar frente al sol. La comunicación la sostiene.
Joven y apuesto Alberto se disculpa cada vez que roza a una persona. Sin dejar de mirar al frente como si reconociera a alguien, se quita el saco.
Mira a una señorita delgada dentro de un traje de sastre. Sin soltar el móvil de su mano, Horacio se compara la altura pegándose a ella, una cabeza más alta, él sonríe a alguien que lo observa.
Alberto tropieza sobre alguna baldosa floja. No saca la mirada hacia el frente. Aliviado se para en el lugar que deseaba. Un metro cuadrado de una esquina donde Agustina lo suele encontrar en este horario. La vidriera de la librería de textos le devuelve la imagen.
Con la mirada fija al norte de la calle Horacio de vez en cuando se pone en puntas de pie para ver más entre la gente.
Alberto deja su celular en el bolsillo de su pantalón y continúa con su mirada sobre las cabezas busca a Agustina.
El sol calienta un poco más a esta hora del mediodía. En el ambiente se mezclan los olores de fritura, empanadas y café.
Va con los dedos desde la frente a casi la mitad de la cabeza, Horacio repite este movimiento una, dos, tres y casi una cuarta vez cuando decide sacarse el saco de color marrón claro como su pantalón.
Alberto de un brazo a otro cambia el saco gris para estar cómodo. Ve  hacia el sur de la calle en que Agustina se abre paso entre la gente. Él levanta las cejas en señal de alivio. La gente parece rebotar en cada paso.
Suena el celular de Horacio atiende al instante.
Agustina, con el móvil en su oreja, habla mientras camina.
Alberto la mirada fija y atento al avance de Agustina quien baja la mano con el celular.
Horacio observa su pantalla. Vuelve a mirar entre la gente otra vez en puntas de pie. Ve a la persona y levanta la mano izquierda para que aquella lo ubique. Parece que si una mujer levanta el brazo a modo de respuesta, lo mismo hace otra mujer más adelante que la primera y otra más cerca de Horacio.
Mira la pantalla del celular. Luego lo guarda. Levanta la cabeza, trata de encontrar entre tanta gente a Agustina, se alivia cuando la encuentra. Agustina también sobrepasa a las cabezas de quienes la anteceden.
Acomoda la rubia cabellera  Horacio, esta vez a ritmo con el de los otros.
Agustina sonríe al ver que Alberto la espera en el lugar de costumbre.
Horacio se impacienta al no poder ver a quien busca encontrar, una manada de hombres altos impide la visión detrás. Se abre la fila de hombres altos y ahí detecta a una mano a modo de saludo. Se le dibuja una sonrisa de parejos dientes blancos al joven rubio.
Alberto vuelve a mirar la pantalla, su figura en la vidriera y ve que Agustina está algo más cerca de él.
Pocos pasos hacia Horacio y Sandra avanza al encuentro. Él aspira profundo el dulce aroma de las flores.
El olor a fritura, empanadas y café se acentúa más. Las personas parecen no avanzar y sí permanecer en sus lugares mientras marcan un ritmo de sube y baja con sus cabezas. El sol da de frente a los que caminan hacia el norte desde el sur de la calle.
La mayoría con lentes de sol como los lleva ahora Agustina a pasos de llegar donde esta parado Alberto.
Sandra se para delante del apuesto y rubio Horacio, de su misma altura gracias a los tacos que lleva y le da un beso en la boca. Horacio responde a tan agradable gesto. La florista solo mira.
Alberto se inclina un poco para llegar a los labios de Agustina que se saca los lentes para besarlo. Giran hacia el lado norte de la calle ambos con la mano en la cintura.
Horacio y Sandra se toman de la mano, giran al sur de y caminan junto a la marea humana.
Alberto y Horacio tres veces por semana concurren a la misma esquina sin mirarse siquiera.    

Comparsas, por Horacio Intorre, abril de 2013


COMPARSAS

                Después de una largo día de trabajo,me senté a descansar y fumar un cigarrillo.Metido en mis pensamientos mirando al suelo,me olvidé por un momento del mundo.
Sentí que alguien me observaba,levanté la vista y vi junto a mi,un enorme cerdo mirar con los  ojos eyectados de sus órbitas,llenos de sangre.
                      No dejaba de mirarme,-Me sentí bastante incomodo-
                     -¿Qué te pasa que mes ves así?-Aflojando el nudo de mi corbata-La ciudad permanecía indiferente-
                     -¿No te diste cuenta?-El calor de enero se hacía isoportable, solo había un poco de frescura a la sombra de los frondosos árboles de la 9 de julio-
                   -¿De qué tengo que darme cuenta?-Las gotas de sudor corrían por mi frente,me sequé con el pañuelo.Deseaba tomar algo fresco-
                  -Ellas nos quieren quitar todo-Mientras se frotaba su enorme abdomen que casi tocaba el piso,y la baba caía por las comisuras-
                -¿Ellas quienes?-Estaba sorprendido-Una ambulancia pasó a toda velocidad, seguro hubo un accidente-
               -Las hienas inmundas,que se ríen sin parar,y danzan en ridículas comparsas-La basura de esta sociedad-Mientras tanto, los gorriones juegan en las copas de los árboles,ellos si son libres.
              -¡Ah,ya te voy entendiendo-¿Pero no te parece que las hienas también tienen derecho a vivir?Y además qué te quitan a vos?-El sol era una puñalada sobre mi cabeza,quería volver a casa-
             -Ya veo,estás de su lado-Mientras mostraba sus enormes colmillos sedientos de sangre-
           -No te equivoques,no estoy  de ningún lado en particular,tan solo intento ser justo-Venía un agradable olor a garrapiñadas,  que un amable viejo preparaba en la esquina de corrientes y Carlos Pellegrini-
              -¿Y te parece justo que nos quieran sacar a nosotros,para darles a esas hienas?-
            -Antes,mucho tiempo antes,ustedes les quitaron todo a ellas,es tiempo ya de repartir algo-¿No te parece?-Tragó saliva,se rascó la cabeza bufando-
            -¡No,no me parece!,ellos son distintos,son una especie inferior a nosotros,no se merecen nada de nada-Y luego vomitó bilis venenosa y maloliente-
            Al rato de estar hablando con este cerdo desagradable y asqueroso,empezaron a llegar desde todas las calles de Buenos Aires,más y más cerdos organizados como un ejército.
          Vociferaban insultos y blasfemias contra las hienas.
          “Que se vaya”,decían algunos,”Que se mueran”,otros,
        “Queremos vivir libres de hienas subversivas”-La cuidad continuaba adormecida,una tenue llovizna alivió algo el calor-
       El hedor a cerdo,pronto se hizo insoportable.
Los gritos sonaban como truenos en una noche de tormenta.
        Los cerdos tomaron la ciudad,se devoraban todo a su paso.Entraron en lugares de comida y se comieron cuanta hiena se les cruzaba en el camino.
          Era un espectáculo aterrador.
         Subían a los colectivos en busca de más hienas que matar.Los niños lloraban asustados.
        Sus madres los protegían como podían,pero algunos eran arrancados de sus brazos,sin piedad
                       La policía no estaba…
       -¿A dónde se Habrán metido?-La lluvia ya era intensa,había refrescado bastante-
      Yo todavía me salvo,¿quizás piensan que soy uno de ellos?-
        Seguían llegando más cerdos,ya era una ciudad de cerdos.
     -No quedó ni una sola hiena-
       Los cerdos se dirigieron presurosos hacia la casa rosada.
     Destruyeron todo a sus paso,y llenaron de veneno las calles.Eso sí,se detuvieron frente a la catedral y rezaron por sus almas puercas.
      Luego tomaron la casa de gobierno y se comieron a todos los que allí estaban.
       Luego, en un breve pero sentida ceremonia,proclamaron al cerdo mayor presidente de la Nación Argentina.
         Ahora,están satisfechos,la paz y el amor reinará sobre es te país.
                          -Las hienas ya no ríen, ni danzan sus  comparsas-


"Bajo tierra" y "La estructura", dos textazos de Gabriela Ramos, marzo 2013


Bajo tierra

            De golpe el tren se detiene. Bajo tierra. El cuero de una cartera contra otra. Una maleta con un bolso. Un collar brilla en los intersticios de la luz. Las voces se hacen lejanas. Hay que bajar por el túnel.

            Abrirán las puertas. Los pasajeros deberán descender en fila.

            Hay un mullido calor.

            -¡Falta el aire!

              Un vestido rosa delata unas piernas sudorosas que se rascan impacientes. Hay una bocina. Tres asientos vacíos.

             Hay un mullido calor.

          Y un silencio.

            -Son los sindicatos
            -Son los sindicatos

            Y un silencio.

            Un anillo refleja la luz, parpadea. Hay bolsos, maletas, hay mochilas. El piso no es de madera y un pie corre a otro. Dos hombros se empujan para recomponerse. Un destello, el tubo de luz  se apaga. Un pasillo  se asoma en la mirada de una vieja . Una puerta parece abrirse. Hay un llanto. Una risa en el tubo de luz. La espalda contra una propaganda. Las letras de un afiche reflejan una gran sombra. El altavoz.
La puerta de salida.
            -¿Por dónde? ¿Por dónde?
             El túnel, los cables, las piernas sudorosas. Un bigote. Un brazo tieso guarda un bolso. Los zapatos. Unos zapatos rojos. Gritos.
             Silencio.
            El tren avanza.
            Suspiros.

           Vuelve a detenerse. No avanza, el tubo de luz, los anillos dorados. Las mochilas. Tres asientos vacíos. Cinco y avanza.

           Por fin avanza.



La estructura

            El cielo está gris. Raúl ve el partido de fútbol desde la escalinata. La pelota toma recorridos aburridos. Insoportables. Nunca le gustó el deporte. Sus compañeros gritan, las voces casi no se escuchan luego de media hora. Piensa: tal vez es mejor irse, escapar por los pasillos, por los cambiadores, surcar las esquinas hasta llegar a la meta. Raúl es presa de todo tipo de orden, indicación, insulto o maltrato.

            Ellos gritan

            Raúl se amarra al gris del cielo, igual al gris de los muros, igual al gris de la camisa del celador. Raúl sabe.

            Sabe tanto Raúl

            Raúl esquiva.

            Raúl esquivo

            Trepa y trepa la escalinata. Está retardado: se encontraba en el segundo escalón y hace media hora llegó al número treinta, pero…

            Sabe que está en el segundo


            Raúl no logra tomar aire, ya en el escalón número cuarenta y  no sabe por qué lo sabe. Raúl se desplaza como una víbora, una víbora que…
            ¡Se hace pelota!

            Raúl ve las ménsulas del gris edificio, el cielo turbio, los delantales tan turbios. Raúl se acurruca sobre el techo del cambiador, se hace pelota, se enrosca, se enreda, se aprieta, se hace nudo, se achica, se mutila, se cae, se envuelve. Se hace víbora.

            ¡La pelota!


            Raúl ya no respira. Entra en las encrucijadas del edificio.
            Ya no oye.
            Es estructura. Y está pintado de gris.


Nimios, por Diego Soria


Nimios

¿Qué dirán de la vida las bocas envidiosas?
Dirán de su  finitud,:
                   Que de piedra,
                                      tu senda,
                        De Sinuoso, su andar,
De amores esquivos,
De trabajos oscuros, 
Hablarán de noches frías,
                        bosques nebulosos,
áridos recodos,
y
apuntarán sus dedos esas bocas nimias,
                   - suspicaces-
 contra la piedra gozada

No dirán:
el escándalo de la vida entre dos grietas,
el dolor hecho tierra,
y las flores, fruto de las penas.

Cruzar el puente, por Diego Soria


Cruzar el Puente



El silencio inunda los rincones de la noche, mientras la sombra uniforma la ciudad; todo se contrae… es la hora de los desahuciados y los locos, de las ánimas náufragas anhelantes de una costa donde sucumbir… nunca ocurre.
-Bulnes y Las Heras, accidente, herido grave -trona la radio.
-Copiado, me dirijo central –contesta B-. Mira a un costado, su compañero duerme rendido como un bicho en una telaraña, piensa.
La ambulancia arranca pesadamente en el asfalto húmedo de la avenida Rivadavia. Las manos huesudas se aferran al volante con ansias, los ojos inyectados en sangre, parecen tragarse la noche entera.  
 Hace 10 diez años, B maneja la ambulancia, navega todas las noches, casi siempre para ser el gondolero de la muerte.
Afuera los fantasmas de la plaza Miserere deambulan sin rumbo bajo la llovizna de la madrugada, solo la sirena de la ambulancia rompe por segundos la monotonía; Las ánimas de la plaza siguen el paso de la ambulancia. Por un instante. Hasta que se pierde avenida abajo, todos saben su significado.
B se hunde más y más en la noche de la av. Rivadavia hasta que gira en Bulnes, cruza el puente sobre las vías, acelera, acelera sin pensar, maneja como un autómata. El viento de la noche, le recorre las vértebras hasta la nuca.
La ambulancia cruza Santa fe como una exhalación.
-¡Aguantá, flaco! -Dice alguien-.
Una pequeña multitud rodea al maltrecho cuerpo.
-¡Aguantá que ya están aquí! -dice otro-
La ambulancia frena junto al cordón.
-¡Está despertando! –Grita una señora en bata-
La noche se va en los ojos de B, lo absorbe todo, el frio asfalto en la espalda ya no le molesta tanto. Cierta paz, lo deja irse en sueños, apenas siente ya la tibieza del faro del auto que lo arrolló. Se hunde en el agua profunda. El náufrago llega a su playa exhausto.
Afuera la noche cobija a sus ánimas.

martes, 23 de abril de 2013

Fina imagen,por Lourdes Landeira, abril 2013


                Tal vez el ocaso espere.
Ahí va mi abuelo, entre todos los grises en el blanco y negro
de fotos
sobre una caja
por un estante
sombras
manchas                        un recuerdo
   Fina imagen de cartón
 brillante y opaca
bajo mi mano.
Ahí va su voz en la mirada abuela
en el silencio madre.

Intacto, roza
mi piel temprana
se despereza y trae vientos
 polvo sin arcoiris.
Él no envejece,                  en su vacío.
Vendrán aires de fuego
Vendrán aires de agua
Entonces,
   sus grises cabalgarán
mares de luz
O  simplemente diré:
 ¡Ahí va el abuelo!, húmeda                  ceniza.


                                                                                               

                               
                                               


                                                

martes, 16 de abril de 2013

Trébol de cuatro y flores silvestres, por Francisco Famá


Trébol de cuatro y flores silvestres.
            Las hojas caídas sobre la inexistente hierba dentro del monte colorean la mañana otoñal. Las más remolonas se desprenden en remolinos al espeso suelo. Tres niños de diez, ocho y seis años caminan cada uno por una callejuela entre las filas de árboles. Los distrae el viento que levanta un grupo de hojas justo detrás de ellos. Hay un lugar donde el viento parece querer  seleccionar un grupo en especial. Los niños siguen camino, arrastran los pies para ver las ramas secas escondidas debajo de las hojas. El suelo torna desde un ocre a un amarillo casi blanco. Vuelve a soplar el viento y los chicos dirigen la mirada a ese lugar en especial que amontona hojas como si encubriera algo. La mayor de los tres es una niña, el que le sigue un varón y luego la más chica. Los tres de cabellera rubia, ojos celestes los dos mayores y verdes la niña de seis. Dejan las ramas que juntaron en el piso, copian a la mayor y corren los tres hasta el lugar donde el viento levanta, selecciona y acomoda. Comienzan a patear la pequeña montaña de hojas secas, desarman lo armado por el viento. Arremolinan por el aire hojas de varios colores. La niña más chica se agacha a levantar desde el suelo hojas y las tira al aire. Los tres niños ríen, hacen volar cuanta hojas patean o levantan con las manos. Se dirigen al lugar que dejaron las ramas, las cargan debajo de los brazos y caminan sin levantar más. Dan una última mirada donde habían estado jugando. Nuevamente el viento sopla, ordena las hojas como estaban al principio y la figura de la pequeña montaña se deja ver como al primer vistazo. Los niños se quedan mudos. Ven que el viento solo ahí sopla y solo ahí ordena caprichosamente. Hasta elige las hojas. La más pequeña parece asustarse, el varón abre bien los ojos y la mayor solo observa como si conociera el fenómeno. Salen los tres al llano en busca del camino a la casa. Escuchan soplar el viento que amontona más cantidad en el lugar. La niña mayor calma a los hermanos y reanudan la marcha.
            Ya sin la presencia de los niños, el viento bate las hojas hasta juntar el doble. El monte es tupido  de árboles que ya se desprendieron de sus hojas. El suelo da un color especial cuando el sol cuela sus rayos entre los árboles. Casi no hay pájaros. En especial,  roedores, liebres, zorros, gatos del monte, mulitas y lagartos. Todo parece tranquilo en el lugar, salvo el viento y su extraño soplar.
            Ahora comienza a hacerlo de manera constante sobre la cima de la montaña de hojas, sopla y sopla y traslada hojas a los tres montículos espaciados casi a la misma distancia. Sigue soplando hasta armar tres figuras humanas desde los pies a la cintura, parejo. Continúa así desde el lugar donde había amontonado al principio y además desde los alrededores. Completa la figura de tres personas de la misma estatura. Entonces, cesa el viento.
            Quietud.
            Pasa una liebre entre dos figuras y sigue su camino. Comienzan a caminar, dos de ellas lo hacen a la par por el monte y la de la derecha camina alejándose. A una se le presenta el viento, la obliga a regresar. Pero se obstina y sigue  hacia el valle. El viento sopla su enojo, sopla y lo desdibuja. La figura ya no tiene consistencia, solo se ven sus pisadas en la hierba.
            Desde el lugar se ve la casa de los niños, que juegan fuera. Las huellas a campo traviesa son más nítidas cada vez a cada paso. Llega a la casa, avanza entre los niños que corretean delante de la madre de, quien cuelga ropa al viento. Se para delante de una sábana y el viento la pega al cuerpo. Los niños ven la figura humana sin pies, sin cabeza, el torso, los brazos completos y las piernas hasta donde se termina la prenda. Se miran, gritan y corren a esconderse dentro de la casa. Se dan vuelta a ver y la sábana no muestra nada. Las tres caras completan su asombro cuando ven una camisa del papá en un cuerpo sin cabeza,  sin manos y sin piernas. Ríen cuando la figura se coloca un pantalón. Pero sin cabeza, sin manos, sin pies. Ríen tan fuerte detrás de la puerta de entrada, que llaman la atención de los padres quienes se asoman desde la puerta entreabierta.
            La figura salta y cae al piso la ropa desvanecida.  Los niños ríen y acompañan a los padres hasta donde se encuentra la camisa y el pantalón. La madre levanta la ropa, los chicos la tocan y la estrujan para ver que nada hay dentro de ella. La mujer camina, sacude la ropa hasta colgarla en el tendedero. Luego va hacia su esposo, juntos caminan hacia la casa. Los niños dan una última mirada a la ropa colgada. Una mano aparece en el centro de la sábana, se agita a modo de saludo. Los chicos corren hasta la casa y ,allí, detrás de la puerta espían tres caras apiladas de arriba  a bajo.
            De repente, de la nada, aparece una flor amarilla delante del rostro de la niña mayor, un trébol de cuatro hojas delante del rostro del varón y una flor silvestre delante del rostro de la pequeñita. Los tres niños toman la flores, el trébol y cada uno de ellos recibe una caricia en sus cabezas. El viento se hace presente, se miran, ríen. Entran los tres en la casa, cierran la puerta. En el mismo instante se arremolinan hojas, arenilla y unas pisadas  se alejan hacia el monte.      

lunes, 15 de abril de 2013

Artesanal y técnica, por Jazmín Cañete, abril 2103


Artesanal y técnica


            Llegaba otro libro y ya no entraban más.
            Unas manos de hombre lo extendían hacia mí. La tapa dura y brillosa, para arriba, me sonreía arrogante. Las dos manos se aferraban al libro por los costados. Las uñas mordidas, cortísimas, de cutículas al rojo vivo. La más grande –la del dedo gordo, de la mano izquierda–  morada, machucada, reventada, deformada. Negra.
            –¿Te agarraste con la puerta?
            – La pata de la cama.
            –Ah...
            –Tomá. ¿No era el que estabas buscando?
            Otro más de tapa pintada a mano (o hace como si estuviera pintada a mano), con témperas (“óleos” suena mejor), de colores intensos (que sean los MÁS intensos, para demostrar que el artista es un apasionado), todos mezclados (“yuxtapuestos”), no se entiende un carajo, ¿qué es eso?, ¿la vía láctea enredada en un pastizal? En serio, ¿qué mierda es eso?
            Mi sobrinita de cinco años te hace una tapa mejor. ¿Qué es esa nueva moda de estamparme en la cara un dibujito “como de nene” si el libro no es para nenes?
            Porque si mi sobrinita, un día –mientras pinta con una rodilla sobre uno de los almohadones del sillón tirado al piso y la otra lista para pararse, sobre la mesita ratona del living que recibe sin parar las gotitas  deslizadas desde su vaso de chocolatada y que, además, sostiene avergonzada tu libro de mierda sobre una de sus esquinas (en lo más alto de una torre de otros tantos libros que no pienso leer jamás, ni asignarles un lugar definitivo), a punto de dejarlo caer, bah, de tirarlo mejor, tirarlo intencionalmente al abismo que lo separa de mi piso de madera astillada, sin alfombrita de catálogo, sin nada, pe-la-da– levanta la mirada de su hoja y descubre, arriba de la pila, esa tapa con manchas y trazos asínomás, “como de nene”, en esa superficie de cartón liso y despampanante (como sólo puede ser el material con el que se hacen las tapas de los libros para chicos, para ellos ¿no ves?, para ellos nada más), lo va a agarrar con sus manitos pegajosas llenas de manchitas de colores (¡igual que tu dibujo!) y lo va a abrir en una página cualquiera (y no te creas que no sabe leer, ¿tenés alguna idea de las cosas que aprenden los pibes en prescolar? ¡saben decir todos los colores en inglés!) y va a leer justo la parte en la que describís cómo el narco viola a la pendeja amordazada mientras obliga a su papá-traidor a mirarlo, atado desde una silla, para después volverse hacia él y cortarle la lengua, un pedazo del cuero cabelludo y las manos, con secos, concisos golpes de sable ninja, y te detenés párrafos y párrafos, páginas enteras, innecesarias, en describir cómo la chiquita de dieciséis, empapada en lágrimas y saliva, descubre a su padre descuartizado y grita desconsolada porque tu morbosidad le arruinó la vida para siempre, y ¿qué le digo yo a mi sobrinita que, además, se pregunta “por qué no hay más dibujitos adentro”, entre las oraciones?
            Tampoco necesito mirar la foto de la contratapa o la solapa para adivinarlo, sos ese tipo macanudo que saca a pasear al perro y no lleva bolsa para levantar su mierda. Es más,  lo hace cagar en el medio de una bicisenda para que después pase un bicicletista, o un señor en silla de ruedas y se le quede toda la caca blandita de tu Waimaraner Gold pegoteada en la trama de la llanta y tenga que buscar una carilina –si lleva encima–,  o alguna hoja seca –si es otoño– para sacarla. Pero igual se le van a quedar restos marrones en la goma y en las uñas. Ese tipo que todos los viernes al mediodía va a almorzar al bar de abajo con los compañeros de la oficina, pide y come de todo (como si fuera el último día, como si después de eso no hubiera nada, no hubiera –por ejemplo– media jornada de trabajo para terminar), jode a la moza en cada una de sus apariciones con chistes sexuales (realmente bochornosos que ella nunca va a lograr responder porque siempre le cerrarías la boca con otro todavía peor) y no le deja propina (o le deja veinte centavos y un Beldent sin azúcar) cuando el almuerzo salió casi lo mismo que ella hace en el mes. Así que:
            –¿Yo? Imposible. Nunca. Te confundís de persona– pero el hombre desapareció y descubro el libro frío entre mis manos. El libro pintado a mano de niño y yo, solos.
            De pie en el centro de un living desconocido, imaginado, sostengo el pedazo de mierda. Entonces los muebles comienzan a girar, lento, en ronda, alrededor de mi.
            Recuerdo el televisorcito que mi mamá y yo hicimos con una caja de fósforos para Artesanal y Técnica (segundo grado, Señorita Mari, sombra de ojos color turquesa y espacio entre las paletas). En una cara de la caja, mamá había recortado un rectángulo con la trincheta y, en una tira larga de papel, yo dibujé otros rectángulos, uno al lado del otro, del mismo tamaño que el de mamá con los distintos programas de televisión adentro. Una especie de historieta. En cada costado de la caja atravesamos dos palitos y les enrollamos la tira. Para cambiar de canal, los girabas y listo.
            Como en este momento alguien debe estar girando los que hacen desfilar el living ante mis ojos.
            Un cuadro,
una repisa,
            una mesa,
                                    una tele,
una puerta,
             una pecera:
                                    se acercan                    y          se         alejan,
            se agrandan,
se achican,
                        se deforman al pasar delante mío.
¿Soy el ojo en la mirilla de la puerta?
           
            –No puedo quedarme con este libro. No quiero. ¿No te ofendés? Es que no tengo dónde ponerlo, nada más. Me complica. Me estás tirando un fardo enorme. Es enorme este libro. Siempre lo mismo, ¿por qué venís con esto ahora? Vos y tu olfato de mierda para aparecer justo cuando estoy bien. De verdad, yo estaba lo más bien recién. Llevatelo, por favor. No tengo lugar en la biblioteca. Hay lomos para todos lados, verticales, horizontales, en diagonal, todos apretujados. Los de tapa blanda ya están dobladísimos por la presión. Cada vez que quiero sacar uno, se les rompe un pedacito. Este es tapa dura, ya sé, peor todavía. No entra. ¿Me escuchás?

            La única clavada al suelo en el living sin gravedad. Los muebles flotan, hacen círculos, ondas, zig zags alrededor de la mujer con cabeza de ojo.
            El iris rebota desesperado hacia arriba, hacia abajo, hacia arriba, hacia la derecha. Dibuja estrellas en un sólo trazo y nunca las cierra. La inmensa bola blanca de nervaduras rojas se balancea sobre el cuello. Alerta, con miedo.
            Silencio.
            La mujer sostiene un ladrillo de mierda con las dos manos. Las uñas mordidas, cortísimas, de cutículas al rojo vivo. La del dedo gordo, de la mano izquierda, parece machucada. Pero no sé.         No puedo ver bien con la mirilla al revés. 

viernes, 12 de abril de 2013

La cabeza bajo el agua, Por Roberto Aguilar, abril 2013



                                                      La cabeza bajo el agua

I
       Conozco de los muelles
        adioses y esperas infinitas,
              y la cabeza bajo el agua.

         Y las manos gastadas por tanta piedra,
        mentes y espaldas atravesadas por tachuelas,
        horas eternas bajo el látigo del amo.
       


         Y explotados con pan dulces bajo los brazos
         con la certeza de : “un día me iré  
         a saber de jardines,
         el sonido de la lluvia entre sien y sien,
                      un camino mejor
         bajo los pies.”
           
              Y conozco la espera. El barro en mis zapatos.

II
         Conozco del rumor y el olor nuevo
         de los libros con hojas tan blancas
          y el olor a pino seco  de los viejos.
         Y el fuego y el agua devoradores,
                           funcionarios
                       muertos, entre muertos bajo escombros.
         Mujeres atrapadas,
              entre espejitos de colores.
          El amor,  la ternura y la negación de los
         besos.
         Noches de insomnio, tempestades, la lectura sin libros
         sin luz, sin agua, sin gas ni dinero.
         Conozco de tu odio y del mío,
         la clara inocencia en la cara de un niño
y niños viejos con calculadoras en las manos.

                   III
Los bosques arden
su alma derretida
en la ciudad vacía.
Los campos esperan 
un cielo tranquilo.
Los ricos escupen sobre las flores,
las putas descansan contra los árboles.
Conozco, conocés, las cruces de madera,
los pueblos grises con alumbrados
apagados de noche y bajo las tormentas.
Las vías muertas, estaciones vacías,
asientos mojados por las heridas
de un perro.


                  IV
El sabor es amargo y sin recuerdos.
Alguien puso dos veinte a tus nervios.
Llega el padre para la extremaunción,
                     tus amigos y amigas para cerrar el ataúd,
movés los labios, el color vuelve a las
pupilas.
A todos los echas.
Es de noche. Soñás que conocés el fondo del mar,
                           las siestas, los ojos cerrados,
                           los cuerpos a flote
                           de las gaviotas sobre las olas.
                          
                          
                           A la deriva de los espejos, imagino  reconocerte.







        
       
       

viernes, 5 de abril de 2013

Boda con Pampa, por Josefina Bravo, abril 2013


BODA CON PAMPA

El sol ardía en el pasto amarillo del campo. Adentro de la casa, las mujeres se preparaban para la ocasión. La peluquera hacía bucles y más bucles en la cabellera espesamente negra de la madre. Cerca, en una silla, la hermana se dejaba embellecer el rostro tostado de sol.
Un vaso vacío, cuatro a medio llenar y una botella de agua ondeaban en la mesa ratona. Los rulos dorados de la fotógrafa se iluminaban cada vez al sonido del flash. Unas manos blancas levantaron la botella y vertieron el agua hasta llenar el vaso, que subió hacia unos labios finos, resecos, agrietados. Desparramada en el sillón, la novia miraba el vaso vaciarse en sus narices. El agua, en un recorrido vertical, intentaba apaciguar el sofoco.
En el último sorbo, el vaso brilló con el flash.
Abiertas las ventanas, las cortinas permanecían quietas, el viento no cabía en aquella habitación. La novia transpiraba sentada. Sin mover el aire, un abanico rojo danzaba su número entre las manos pálidas.
Acalorada, dejó el sillón. Sus piernas translúcidas recorrieron el trayecto entre los árboles hasta la hamaca. Apoyó la cola en la madera caliente. Las manos absorbieron el óxido al cerrase en las cadenas. Empujó la tierra con los pies, se daba impulso. Acompañó el cuerpo en el vaivén hasta alcanzar una altura suficiente.

Los pies blancos           quietos             en el aire.
Bajo ellos
-alternativamente-
el pasto amarillo                        y el cielo celeste.

El molino, quietísimo. Su silencio retumbaba en los oídos de la novia.
Primero llevó la vista y luego su cuerpo hasta el nogal. Verdes, los frutos colgaban de las ramas. En menos de un mes comenzarían a caer sobre el colchón de hojas donde la novia estaba entonces parada, con la mirada hacia arriba. A los higos también les faltaba maduración.
-A ver, más allá, los ciruelos…
No, las ramas estaban demasiado secas, necesitaban una buena podada para seguir dando frutos. La huella, al lado de los frutales, la invitó a una caminata hasta el galpón. Aún bajo la sombra de aquellos árboles, el calor era insoportable. Los pájaros cantaban su ritual de sueño. El sol caía detrás de la manga.
La novia, el vestido de puntillas pegado al cuerpo, se detuvo al límite de la arboleda. Allá, antes de la manga, a un lado del galpón, un hombre moreno y robusto se duchaba al aire libre. De un caño salido de la pared, caía un chorro grueso de agua fría. El hombre perdía las manos en su vasta cabellera negra. Se restregaba la cara, el cuello. Los brazos fuertes, la piel castigada por el sol.
La novia se quedó ahí, parada. Sin mover un músculo. Sólo se movían las gotas de transpiración en su cuerpo, carrera al piso. Tenía la boca seca. Tragó saliva mientras bajaba la mirada.
Un grito y un portazo la hicieron volver en sí. El hombre moreno clavó los ojos negrísimos en ella. La novia se quedó con los últimos rayos de sol en los cachetes y el astro desapareció detrás de la manga, bajo la tierra. Se volvió y corrió de vuelta a la casa, pinchándose los pies con rosetas.
Sintió los ojos de aquel hombre en las espaldas hasta llegar al nogal y perderse detrás del molino. Dejó atrás la hamaca, caminó el último tramo hasta la casa. La respiración agitada, el bombear de la sangre en las extremidades del cuerpo.
Una vez adentro, pidió un instante para ducharse y se prestó a la peluquera y al maquillaje. Alrededor, vestidos coloridos subían por las piernas de la madre y las hermanas.
Los vasos estaban vacíos.
Alguien trajo una nueva botella de agua.
Lento, el pelo se acomodó en el peinado. El maquillaje se estiró hacia los bordes de la cara. La novia llegó hasta la habitación del ventilador, donde el vestido bailaba solo.
El corset la dejó un momento sin aire. El ventilador movía el aliento de la madre y la fotógrafa. Los zapatos se ajustaron a los pies dolientes de pinchazos y, con el ramo de rosas en la mano, estuvo lista.
Las hermanas se preparaban para salir, el padre se ponía la camisa, el hermano buscaba la corbata. La novia, blanca sobre el pasto amarillo, miraba a la fotógrafa preparar la cámara para las fotos. Caminaron hacia el sulki viejo. El ramo goteaba.
-Mirá para allá, sonreí, levantá esa mano. Ahora un poco más allá, mirá las vacas cómo miran. En el guardaganado, otra, levantá el ramo, olelo.
El camino estaba poseado. Adentro de la cuatro por cuatro, entre saltitos, la novia miraba el reloj. Llegaban tarde.
El aire acondicionado, al máximo.
La piel erizada.
El rosario, en las manos.
En la casa del jardín de los sueños, el hombre del sulki, en cuero, fumaba un cigarro. Al verlos llegar, la mujer le alcanzó la camisa negra. La gran panza desaparecía a medida que la mujer prendía los botones.
-Ahora vamos a prender el farolito acá atrás. ¿Viste los corazones lustrados en el recado? Que el padre la espere en la iglesia, acá entramos sólo dos.
Pampa coceaba sin cesar. Se movía adelante y atrás. Las crines negras pegaban en los muslos marrones. El hombre del sulki le hablaba, intentaba tranquilizarlo.
- Sacá la cuatro por cuatro, es el ruido del motor que lo inquieta.
El padre alejó la camioneta y se acercó para subir a la novia al sulki. El calor palpitaba en el cuerpo apretado de la joven. La pollera se le pegaba en las piernas húmedas, la cara le brillaba de transpiración.
Una vez arriba, ramo en mano, un par de fotos –Pampa relinchaba con el flash- y salieron del jardín. Sobre el pavimento, las pezuñas de Pampa hacían un ruido seco. El hombre del sulki, la panza oculta en la camisa, llevaba las riendas en la mano izquierda. Con la derecha, señalaba las ruedas lustrosas, el recado impecable, la madera reluciente.
-Ahora vamos a dar una vuelta al pueblo.
Las casas bajas permitían ver el cielo oscurísimo, sin estrellas. Con la silla en la vereda, los pueblerinos esperaban a la novia. Un viejito le pasaba el mate a la viejita sentada a su lado. Dos casas más allá, tres varoncitos jugaban a la mancha y una nena lloraba en la falda de su madre. La casa de tejas rojas tenía las luces encendidas y, en la vereda de enfrente, tres mujeres cuchicheaban sin parar.
-Saludá, nena.
El hombre del sulki tenía la sonrisa instalada. La novia levantó una mano. Desde adentro de una casa, alguien corrió la cortina para ver. Los viejitos saludaron, los niños corrieron unos metros detrás del sulki, las mujeres frenaron el cuchicheo un segundo para mirar y, enseguida, volvieron a la conversación que las inquietaba. La pequeña llorona se acercó hasta el cordón de la vereda para ver mejor. Sus ojitos negros, hinchados de llanto, la siguieron hasta que el sulki dobló en la esquina siguiente y se perdió de vista.
Al alejarse del farol de la esquina, la oscuridad de la cuadra se sintió en los huesos. Bajaron a la calle de tierra y la temperatura pareció caer. La novia miró el reloj en la muñeca del hombre. Era tardísimo.
Los pasos de Pampa retumban en la tierra húmeda. Su respiración rítmica y las crines en el muslo acompañaban el compás de aquella melodía. El corset del vestido se descosía a cada paso del animal. Las ballenas comenzaban a pinchar la cintura de la novia.
Ya cerca de la esquina, volvieron a subir al asfalto y, con la luz del farol, regresó el calor sofocante de aquella noche de verano.
A ambos lados de la calle, dos filas apretadas de autos estacionados.
Una familia entera en la vereda esperaba ver pasar el carruaje. Una adolescente se cruzó enfrente, donde varias chicas charlaban y se reían.
La iglesia estaba completamente iluminada. Afuera había una multitud. Todos los ojos vueltos hacia aquella joven, vestida de blanco, acercándose en el sulki.
 El andar de Pampa era cada vez más brusco. A cada movimiento, las ballenas del corset se hundían en la panza y la cintura de la novia. El hombre panzón sonreía mientras le daba rienda a Pampa, para que se acercara hasta la entrada a la iglesia. Entre tanto ruido de tacos, flashes y murmullos, Pampa comenzó a cocear. El hombre del sulki le hablaba, luchaba con las riendas para domarlo. No había caso, el caballo se preparaba para relinchar.
-Vamos más adelante, bajemos donde no haya gente –casi gritó la novia.
Los músculos faciales contraídos, los ojos grises desorbitados.
-No, dejame, yo me bajo.
Con su sonrisa siempre instalada, el hombre del sulki descendió de un salto. La gravedad casi lleva la panza al piso, pero ésta volvió a su lugar impulsada por las rodillas del hombre.
Pampa se movía adelante y atrás. Su respiración mantenía en vilo a los invitados en la iglesia. El padre se acercó y estiró los brazos. El novio caminó el altar hasta la puerta, preocupado. El cintillo de perlas del vestido se rompió.
Cayó una al asfalto.
Pampa relinchó, levantó sus patas alto.
El sulki se sacudió.
El peinado de la novia comenzó a deshacerse.
Cayeron tres perlas más
y sonaron como pequeñas campanas.

Las ballenas traspasaron la piel y lastimaron las caderas de la novia, que se miró los pies, con dolor. Pampa volvió a relinchar. Los invitados tomaron distancia. El padre dio un paso hacia atrás y el hombre del sulki cayó de espaldas. Una vez en el piso, la panza se siguió moviendo.
La novia, entre sacudones y lluvia de perlas, vio al novio hacerse espacio entre los invitados, trataba de llegar a ella. Una cincuentona se abanicaba. Una niña en brazos señalaba el sulki y aplaudía alternativamente. La madre se desmayó y las hermanas trataban de darle ánimo.
De repente, el murmullo colectivo se acalló.
El calor de la noche se volvió tan pesado como niño sobre los hombros. Crujió el cielo en un relámpago y la densidad del aire se condensó en un aguacero infernal. Los vestidos se pegaron a los cuerpos de dos amigas de la novia, quienes corrieron iglesia adentro. El novio y tres amigos gritaban sin entenderse alrededor del sulki, querían bajar a la novia.
El cielo se iluminó otra vez.
Pampa volvió a relinchar y salió al galope. Con el sulki a cuestas.

Después fue lo de siempre. La bendición, el saludo a la salida de la iglesia, el ramo por el aire. Y los higos a la espera de un sol largo para madurar.