LA CAJITA
DE MADERA BARNIZADA
Suelo, de mañana muy temprano,
caminar por las calles de Ciudad Evita, como un ejercicio matinal, muy
recomendado por lo último de la cardiología moderna. Pero ya no sé si lo hago
más por gusto que por preservar mi salud. El verdor de los árboles y de los pastos
es un remanso para mis ojos. Me encanta respirar el perfume de algunos
jacarandes. El aire mañanero
parecería llenarme de vida. Estoy
convencido: la salud no puede llevarse a las trompadas con los gustos. Si la
vida no te diera algunas alegrías entre los gustos que uno prefiere, ¿tendría
sentido?
Ciudad Evita resulta una de zona
urbana predispuesta a los ejercicios al aire libres. Es una ciudad aeróbica,
anticipada 50 años a la problemática del calentamiento global y la preservación
del oxígeno. Sus árboles no son un
regalo de la naturaleza, sus bosques fueron proyectados e implantados por el hombre. Es una demostración palpable de
que se puede ser eficaz cuando
pensamos en el bien de los hombres. Meticulosamente, pergeñaron un pulmón para la metrópolis y su entorno.
Agradezco a quienes diseñaron y
trabajaron por esta riqueza para ser aprovechada colectivamente: esparcidos
y amplios espacios verdes. Varios peregrinos
de caminatas aparecen de la nada en las soleadas mañanas. La caminata es rutinaria
y cada cual diseña su propio itinerario, librado al azar.
Pocos coincidimos en el mismo recorrido.
Nos reconocemos amigos de ese virtual
circuito, sin marcas que nos identifiquen como tales. Vamos con una única
lógica: que no sea ni tan extenso ni tan corto y que, vayas por donde vayas, no
encuentres obstáculos, que nadie te cierre el paso..... Habría muchos más
recorridos. Y hasta superarían estas condiciones, pero la caminata nuestra es
ésta.
Una mañana cualquiera doblé la
calle en una esquina y encontré, en la vereda, plumas de un ave y otros objetos
sueltos sin aparente sentido. Entre ellos, vi una copa medio llena de un
líquido ámbar, quizás vino blanco, encima de una reluciente cajita
de madera. Estaba ante las presencia de
un trabajo de macumba. No sé si otros caminantes la habían descubierto, pasaron de largo y respetaron el mandato
maléfico. Ritos afros con cierta acogida por estos lares en estos últimos
tiempos. La cajita estaba nueva, era una pena que estuviera allí desperdiciada
para el mal.
Por esa época practicaba
asiduamente el ajedrez. Tenía un juego
con las piezas en una bolsita. La caja original del juego, que era de cartón,
había ido a parar a la basura, habiendo
ya cumplido con creces sus servicios. Como yo no creo en intencionadas fuerzas
más allá de la fuerza del hombre, no soy sugestionable-no creo en brujas,
aunque siempre se dice: que las hay las hay- entendí que la lógica de quien
pretendía hacer un daño con el rito de
macumba, a mí no me reconocería. Por más
poderoso que fuera el maleficio, a mí no me alcanzaría. Siempre que alguien me
ha querido dañar, ha tenido un conocimiento de mi persona y yo de ella,
condición que en esta oportunidad no se daba. Por otro lado, tampoco creo
merecer que me agujereen los ojos.
Es
más, escamoteando la verdadera intención, era para mí un verdadero obsequio y
ameritaba corresponderlo. No todo el mal que se pretende termina en un mal
sobre quien uno quiere dañar, ni todo el bien que se anhela para una persona es
finalmente conseguido. Los imponderables
a los deseos de buenaventura a quienes queremos son a veces muy esquivos.
Tomé la linda cajita y me la llevé a casa.
Cuando
la abrí, estaba casi toda cubierta
de sal gruesa. Surfeando en ese mar de
sal gruesa, como un mar muerto, la foto de una pareja en la playa posaba de
frente a la cámara. El varón era un joven de unos 40 años, un apuesto morocho
al cual le habían perforado los ojos. Era horrible ver ese rostro sin ojos. La
chica, un poco más joven y muy linda. Ninguna de esas personas era de mi
conocimiento. Al lado de la foto, una estampita de Sanlamuerte con su consabida
calavera. Ninguno de esos elementos por sí solos- el que los eligió sabría-
podrían hacer daño a nadie. Juntos, en un rito
como tributo a Sanlamuerte y con el ferviente deseo vengativo de provocar el mal..., quizás lograran su cometido Cobrada la venganza, la
misma persona, en otro contexto, profesaría que perdonar es humano. Cuántos de nosotros no hemos caído en esta contradicción, recitar
una cosa y hacer otra. Parecería que estar atado a estos embrollos y discernir
-sin acertar o no-sobre el bien y el mal es verdaderamente lo humano, apelando
al auxilio de ayuda o sin ella.
Tiré
la sal en el fondo de mi casa, la tierra debe recuperar minerales para
alimentar al césped.
Lavé
la cajita, busqué el juego de ajedrez y me dispuse a estudiar una partida de
libro. Cuando terminé, guardé las piezas como se deben guardar. Se
cuentan, se meten al azar en la cajita. El rey y el peón-solo en un juego puede
ocurrir-duermen en la misma morada. Como
no había terminado de estudiar la
partida ya empezada, al otro día abrí la cajita para reiniciar la partida. Y
grande fue la sorpresa: las piezas se habían ordenado como para empezar
nuevamente el juego. A quien no conoce propiamente el juego se le escurre la
belleza de su dinámica. Pero, con el juego inmóvil, nadie puede ignorar la agradable armonía de las piezas tensionadas, alineadas y preparadas en suspenso al comenzar una partida, Así, se me presentaron las piezas del juego,
como una invitación a la espera de una orden. ¿Sería un mensaje de Sanlamuerte?
¿Una demostración de un poder invisible? ¿Un mandato a no dejar inconclusa una
acción ya comenzada?, ¿o una manera de ordenar la vida de las personas como
escaques de ajedrez?
Cuando al día siguiente, antes
de ir al laboratorio donde trabajaba, hice la rutinaria caminata, de la macumba
no quedaba ningún elemento, ni rastro de
las plumas. No creo que tan rápido la Municipalidad hubiera limpiado los restos. Es más, seguro
fue vigilada y barrida. No habrá caído
bien la injerencia de manos ajenas al interferir prefijados designios.
Cuando llegué al trabajo, decidí
contar mi experiencia y se armó un
verdadero alboroto. A la primera que agarré y le conté lo sucedido fue a la
mucama del laboratorio. Se asombró, se persignó y me retó. Eso no se hace, eso se mira y no se
toca, qué coraje ¡No sabe en el lío que se metió! Solté una carcajada ¡No creo
en esa cosas! Y corrió a contarles a los demás.
“El químico no le teme a nada,
está loco.”
Luego tuve que atender al
farmacéutico Don Gabriel, por una rutina de control de su diabetes. Me
respondió que él creía en Sanlamuerte. Me despistó, ¡un hombre que venía de la ciencia decía esas cosas! Para mí se trataba
de una defección ganada por la superchería. Gabriel agregó que él depositaba
confianza en los instrumentos de diagnóstico de la medicina, pero no tanto en
la medicación prescrita por los médicos. Tal es así que a las pastillas para
controlar su enfermedad las reforzaba con un yuyo- se llamaba pezuña de vaca, creo-registrada en
un supuesto vademécum de hierbas medicinales. Al poco tiempo, su enfermedad se
agravó y falleció. A Don Gabriel no le sirvieron ni sus creencias ni la
ciencia.
Una atmósfera rara me envolvía en los ámbitos donde me burlaba
de este personaje escatológico de
Sanlamuerte. Alguien invisible parecía mover los hilos de mi suerte, aunque más
creo en la maldad de algunas personas, que en cosas raras. Quienes en algún
momento quedaron fuera del camino o fueron desplazados o sufrieron un mal de amor descargan su resentimiento a
raja tabla y eligen la venganza por resarcimiento. Parece de no creer, pero así
es. Creo más en eso, que en espíritus malignos que favorezcan a unos u otros. La
sola exigencia de un ser superior es la
vigencia de ese posible poder, alimentada con ridículos ritos. Sobre tirios y
troyanos, desde las raíces de Occidente, tratamos de jodernos los unos a los
otros, apelando a terceros, dioses o semidioses.
En
el laboratorio se instaló, por un tiempo
prolongado, el tema de Sanlamuerte. Me pasaban cosas que reavivaban el asunto. En ese tiempo se
desencadenó una alergia extraña. Alrededor de los ojos, me salió un antifaz
rojizo. La aureola roja era acompañada por una picazón insoportable y, cuando
la mancha era muy notoria, me daban parte de enfermo para reponerme y evitar
contagios. El comentario más notable era la venganza de Sanlamuerte. ¿Vio,
Juan?, debería restaurar la macumba.
Pero eso era imposible, de los
elementos no quedaba ni el vino ni las plumas.
Era un
hecho, evidencia de esos extraños poderes a los cuales yo tomaba en solfa, no
por el personaje maligno a quien no conocía, sino por la credibilidad que
alguna gente le otorgaba como la
religión del mal. Esa afición hacia
fuerzas oscuras me irritaba. La foto la había perdido, la sal se sumergió en la
tierra, el vino desapareció con la copa. La suerte estaba echada, imposible
reponer la macumba. Aunque me creía inmune a semejantes designios estrafalarios,
era una rara coincidencia la desventura.
Por la alergia me hice una serie de estudios.
No era un problema de piel, nunca se supo qué era, pero se descartó un lupus,
lo más serio que podía afectar mi salud. Y, cuando los comentarios sobre este
enemigo desaparecieron, el rojizo antifaz de mi cara siguió la misma suerte y
mi salud mejoró, creer o reventar.
En esos tiempos compré una remisería funcionando, con su
fondo de comercio y una clientela chequeada. Tenía fe que lo me proponía. Y,
para hacerla más rentable, compré algunos autos, entre ellos, uno nuevo, Okm.
Para mí el negocio era redondo. Como la mayoría de las unidades eran mías, no
había nada que dividir con remiseros. Al poco tiempo comprendí que no entendía
el “metier” de dicho emprendimiento. Al
contrario lo recomendable era primero: que los autos no fueran míos. Segundo:
el control debe primar sobre un pacto de caballeros entre los remiseros y el
dueño, manejo que me superaba. El fracaso fue total: pérdida de clientes
y coches rotos, al Okm me lo robaron y otras lacras. Como yo seguía
trabajando en el laboratorio, ante cada pérdida retroalimentaba el corrillo en
mi trabajo a favor de la vigencia de la mano negra de Sanlamluerte . Desde una simple estampita,
como un aura o una sombra imaginaria,
estaba presente donde yo estaba. Este personaje vivía haciéndome zancadillas.
Y más se reavivaba a medida que más se
hablaba de él. Parecía un aprendiz de político inflado mediáticamente. Más se
instalaba, más demostraba su presencia para el mal. Se percibía que me envolvía una atmósfera
donde, en el centro, estaba mi cuerpo,
acompañado por una presencia
desconocida.
Fracasos tras fracasos, no puedo
atribuir a Sanlamuerte lo que me pasaba. Pero si me lo hubiera topado, le
hubiera dicho: Sanlamuerte, dejáme vivir tranquilo. ¿Qué te hice? Con tu
poder y tu credibilidad popular, tu
magia no va a menguar porque me
agarré la cajita para mi juego de
ajedrez. Te prometo que les digo a mis compañeros “A partir de ahora, creo en
Sanlamuerte”. Así ellos se quedan tranquilos, pues creen que un desequilibrio se ha producido con mi
falta de respeto a lo sobrenatural. Me pongo al servicio de restaurar el
equilibrio y que cada uno siga su camino.
De chico, mi padre me hizo ateo.
Él tenía una militancia solitaria, anticlerical, anarquista y fundamentalista
ante todo mito o superstición que vagara en los sectores populares. Si en alguna conversación, al azar y sin
ningún motivo explícito, salía a relucir algún mito o miedo hacia una
virtualidad malsana, se ponía como loco y les descerrajaba una perorata a los
interlocutores. Meditada, elaborada, orientada ridiculizar los fantasmas y sus
frutos: la parálisis o el miedo. Se autoresponzabiilizaba por la tarea
de derrotarlos, un quijote contra las fantasías que aterrorizan a
ciertas personas. Se autoimponía una
cruzada contra los mitos. Bastaba que el tema cobrara cierto cuerpo en una circunstancial charla y,
ante el asombro de los presentes, se despachaba con un discurso cuasi religioso
de un fundamentalismo a favor de la razón y de la ciencia. Hablaba de los cepos
mentales: a las personas le retrucaba
que era una estupidez clavarse un miedo extra a la vida cotidiana, que eso no
te permitía disfrutar de su generosidad.
Con esos lastres, los fantasma,
la luz mala, el diablo-creencia en algunas zonas rurales de Mendoza- los
adversarios improvisados no estaban preparados para esta puntual plática y a
veces quedaban sin repuestas .Don
Carlos-mi padre- demostraba una superioridad de argumentos, que enmudecía al
contrincante más versado: sospechaba
que, aparte de considerar a sus opiniones
muy sólidas, yo las festejaba y
compartía totalmente. Había un plus de ensañamiento sobre lo que él
suponía gente sin defensas, propicia a
ser manipulada. Presa de otras fuerzas
más cercanas, prosaicas, reales, que sacan provecho de
vulnerabilidades ajena, Y ese artero artilugio de asustar a débiles sacaba de
quicio a mi padre. Ya dicho
Me causaba mucha gracia todo lo ocurrido con esta supuesta
“entidad” que circunstancialmente había entrado en mi vida. Lo mío no pasaba de
una simple mofa con la gente crédula.
Aunque todo resultaba demasiado
coincidente . Mientras más me preguntaban los otros por mi suerte, más
cosas raras sucedían alrededor. A mí,
poco me importaba qué hicieran los malos. Me sentía inmune, mas una atmósfera
rara envolvía al laboratorio, crédulos e
incrédulos centraban sus conversaciones alrededor del tema y hasta percibí que
a los olores ácidos, típicos de nuestro laburo, se les sumaba un olor que
desconocía, como a una verdura putrefacta.
Debía cortar de cuajo esta
circularidad, no podía conceder a los comentarios la encarnación de mi mala suerte. Hubiese sido una renuncia a la postura heredada de mi
padre .
Proseguir con la mofa también
era retroalimentar la creencia en la Sanlamuerte. Dudaba sobre qué hacer.
Por otro lado
Sanlamuerte reavivó la propia
comunidad laboratorio. De pronto, sobre el tema, conversaban personas que
antes- por una estupidez, por una mezquindad-vivían peleadas, Casi al unísono, todos advirtieron que las peleas
eran pueriles, cualquier sinrazón debía
ser temporaria. La gente se hablaba, comenzaban con Sanlamuerte y terminaban en cualquier boludez. Quedaba en mí traer de
nuevo a Sanlamuerte, cuando los comentarios decaían. Y, sin darme cuenta,
afloraba en mí cierto placer.
Se me fue creando un sentimientos complicado:
yo estaba en el ojo de este remolino de dime y diretes, había adquirido una
relevancia no prevista. Pero, en lugar de sentirme víctima de atávicos
maleficios, todo el parloteo no me molestaba. Es cierto: yo era el más perjudicado,. Pero preponderaba el sentirme
con un poder que antes no tenía, jugar con la superchería ajena, dominarla,
reinstalarla, mofarme de ella, hacerla crecer denotaba un dominio antes
inexistente. En esa atmósfera un respeto
distinto hacia mi persona flotaba en el aire. A mi voluntad mejoraba las
amistades o agudizaba los encontronazos del grupo donde realizaba mis tareas.
En realidad yo era Sanlamuerta.
Yo, el nacido de la hermosa cajita de
madera barnizada.