domingo, 29 de diciembre de 2013

La cajita de madera barnizada, un cuento de Juan Carlos Pedot, diciembre de 2013

                                                         LA CAJITA  DE MADERA BARNIZADA                           


                Suelo, de mañana muy temprano, caminar por las calles de Ciudad Evita, como un ejercicio matinal, muy recomendado por lo último de la cardiología moderna. Pero ya no sé si lo hago más por gusto que por preservar mi salud. El verdor de los árboles y de los pastos es un remanso para mis ojos. Me encanta respirar el perfume de algunos jacarandes. El aire mañanero  parecería  llenarme de vida. Estoy convencido: la salud no puede llevarse a las trompadas con los gustos. Si la vida no te diera algunas alegrías entre los gustos que uno prefiere, ¿tendría sentido?

                Ciudad Evita resulta una de zona urbana predispuesta a los ejercicios al aire libres. Es una ciudad aeróbica, anticipada 50 años a la problemática del calentamiento global y la preservación del oxígeno. Sus  árboles no son un regalo de la naturaleza, sus bosques fueron proyectados  e implantados por  el hombre. Es una demostración  palpable de  que  se puede ser eficaz cuando pensamos en el bien de los hombres. Meticulosamente, pergeñaron  un pulmón para la metrópolis y su entorno. Agradezco  a quienes diseñaron y trabajaron por esta riqueza para ser aprovechada colectivamente: esparcidos y  amplios espacios verdes. Varios peregrinos de caminatas aparecen de la nada en las soleadas mañanas. La caminata es rutinaria y cada cual  diseña su  propio itinerario, librado al azar. Pocos  coincidimos en el mismo recorrido. Nos reconocemos  amigos de ese virtual circuito, sin marcas que nos identifiquen como tales. Vamos con una única lógica: que no sea ni tan extenso ni tan corto y que, vayas por donde vayas, no encuentres obstáculos, que nadie te cierre el paso..... Habría muchos más recorridos. Y hasta superarían estas condiciones, pero la caminata nuestra es ésta.

                Una mañana cualquiera doblé la calle en una esquina y encontré, en la vereda, plumas de un ave y otros objetos sueltos sin aparente sentido. Entre ellos, vi una copa medio llena de un líquido  ámbar, quizás  vino blanco, encima de una reluciente cajita de madera. Estaba ante las presencia  de un trabajo de macumba. No sé si otros caminantes la habían descubierto,  pasaron de largo y respetaron el mandato maléfico. Ritos afros con cierta acogida por estos lares en estos últimos tiempos. La cajita estaba nueva, era una pena que estuviera allí desperdiciada para el mal.

                Por esa época practicaba asiduamente el ajedrez. Tenía  un juego con las piezas en una bolsita. La caja original del juego, que era de cartón, había ido  a parar a la basura, habiendo ya cumplido con creces sus servicios. Como yo no creo en intencionadas fuerzas más allá de la fuerza del hombre, no soy sugestionable-no creo en brujas, aunque siempre se dice: que las hay las hay- entendí que la lógica de quien pretendía hacer un daño con  el rito de macumba, a mí no me reconocería.  Por más poderoso que fuera el maleficio, a mí no me alcanzaría. Siempre que alguien me ha querido dañar, ha tenido un conocimiento de mi persona y yo de ella, condición que en esta oportunidad no se daba. Por otro lado, tampoco creo merecer que me agujereen los ojos.
                Es más, escamoteando la verdadera intención, era para mí un verdadero obsequio y ameritaba corresponderlo. No todo el mal que se pretende termina en un mal sobre quien uno quiere dañar, ni todo el bien que se anhela para una persona es finalmente  conseguido. Los imponderables a los deseos de buenaventura a quienes queremos son a veces muy esquivos.
 Tomé la linda cajita  y me la llevé a casa.

                Cuando la abrí, estaba  casi toda cubierta de  sal gruesa. Surfeando en ese mar de sal gruesa, como un mar muerto, la foto de una pareja en la playa posaba de frente a la cámara. El varón era un joven de unos 40 años, un apuesto morocho al cual le habían perforado los ojos. Era horrible ver ese rostro sin ojos. La chica, un poco más joven y muy linda. Ninguna de esas personas era de mi conocimiento. Al lado de la foto, una estampita de Sanlamuerte con su consabida calavera. Ninguno de esos elementos por sí solos- el que los eligió sabría- podrían hacer daño a nadie. Juntos, en un rito  como tributo a Sanlamuerte y con el ferviente  deseo vengativo de provocar el mal..., quizás  lograran su cometido Cobrada la venganza, la misma persona, en otro contexto, profesaría que perdonar es humano.  Cuántos de nosotros  no hemos caído en esta contradicción, recitar una cosa y hacer otra. Parecería que estar atado a estos embrollos y discernir -sin acertar o no-sobre el bien y el mal es verdaderamente lo humano, apelando al auxilio de  ayuda o sin ella.


                Tiré la sal en el fondo de mi casa, la tierra debe recuperar minerales para alimentar al césped.

                Lavé la cajita, busqué el juego de ajedrez y me dispuse a estudiar una partida de libro. Cuando terminé, guardé las piezas como se deben guardar. Se cuentan,  se meten al azar en la cajita.  El rey y el peón-solo en un juego puede ocurrir-duermen  en la misma morada. Como no había terminado de estudiar  la partida ya empezada, al otro día abrí la cajita para reiniciar la partida. Y grande fue la sorpresa: las piezas se habían ordenado como para empezar nuevamente el juego. A quien no conoce propiamente el juego se le escurre la belleza de su dinámica. Pero, con el juego inmóvil,  nadie puede ignorar la agradable  armonía de las piezas tensionadas,  alineadas y preparadas en suspenso  al comenzar una partida,  Así, se me presentaron las piezas del juego, como una invitación a la espera de una orden. ¿Sería un mensaje de Sanlamuerte? ¿Una demostración de un poder invisible? ¿Un mandato a no dejar inconclusa una acción ya comenzada?, ¿o una manera de ordenar la vida de las personas como escaques de ajedrez?

                Cuando al día siguiente, antes de ir al laboratorio donde trabajaba, hice la rutinaria caminata, de la macumba no quedaba  ningún elemento, ni rastro de las plumas. No creo que tan rápido la Municipalidad  hubiera limpiado los restos. Es más, seguro fue vigilada y barrida.  No habrá caído bien la injerencia de manos ajenas al interferir prefijados designios.

                Cuando llegué al trabajo, decidí contar mi experiencia  y se armó un verdadero alboroto. A la primera que agarré y le conté lo sucedido fue a la mucama del laboratorio. Se asombró, se persignó y  me retó. Eso no se hace, eso se mira y no se toca, qué coraje ¡No sabe en el lío que se metió! Solté una carcajada ¡No creo en esa cosas! Y corrió a contarles a los demás.
                “El químico no le teme a nada, está loco.”
                Luego tuve que atender al farmacéutico Don Gabriel, por una rutina de control de su diabetes. Me respondió que él creía en Sanlamuerte. Me despistó, ¡un hombre que venía  de la ciencia decía esas cosas! Para mí se trataba de una defección ganada por la superchería. Gabriel agregó que él depositaba confianza en los instrumentos de diagnóstico de la medicina, pero no tanto en la medicación prescrita por los médicos. Tal es así que a las pastillas para controlar su enfermedad las reforzaba con un yuyo-  se llamaba pezuña de vaca, creo-registrada en un supuesto vademécum de hierbas medicinales. Al poco tiempo, su enfermedad se agravó y falleció. A Don Gabriel no le sirvieron ni sus creencias ni la ciencia.

                Una atmósfera rara  me envolvía en los ámbitos donde me burlaba de  este personaje escatológico de Sanlamuerte. Alguien invisible parecía mover los hilos de mi suerte, aunque más creo en la maldad de algunas personas, que en cosas raras. Quienes en algún momento quedaron fuera del camino o fueron desplazados o sufrieron  un mal de amor descargan su resentimiento a raja tabla y eligen la venganza por resarcimiento. Parece de no creer, pero así es. Creo más en eso, que en espíritus malignos que favorezcan a unos u otros. La sola exigencia de un ser superior es  la vigencia de ese posible poder, alimentada con ridículos ritos. Sobre tirios y troyanos, desde las raíces de Occidente, tratamos de jodernos los unos a los otros, apelando a terceros, dioses o semidioses.

                En el laboratorio se instaló,  por un tiempo prolongado, el tema de Sanlamuerte. Me pasaban cosas que  reavivaban el asunto. En ese tiempo se desencadenó una alergia extraña. Alrededor de los ojos, me salió un antifaz rojizo. La aureola roja era acompañada por una picazón insoportable y, cuando la mancha era muy notoria, me daban parte de enfermo para reponerme y evitar contagios. El comentario más notable era la venganza de Sanlamuerte. ¿Vio, Juan?, debería restaurar la macumba.
                Pero eso era imposible, de los elementos no quedaba ni el vino ni las plumas.
Era un hecho, evidencia de esos extraños poderes a los cuales yo tomaba en solfa, no por el personaje maligno a quien no conocía, sino por la credibilidad que alguna gente le otorgaba como  la religión  del mal. Esa afición hacia fuerzas oscuras me irritaba. La foto la había perdido, la sal se sumergió en la tierra, el vino desapareció con la copa. La suerte estaba echada, imposible reponer la macumba. Aunque me creía inmune a semejantes designios estrafalarios, era una rara coincidencia la desventura.

                 Por la alergia me hice una serie de estudios. No era un problema de piel, nunca se supo qué era, pero se descartó un lupus, lo más serio que podía afectar mi salud. Y, cuando los comentarios sobre este enemigo desaparecieron, el rojizo antifaz de mi cara siguió la misma suerte y mi salud mejoró, creer o reventar.
          En esos tiempos  compré una remisería funcionando, con su fondo de comercio y una clientela chequeada. Tenía fe que lo me proponía. Y, para hacerla más rentable, compré algunos autos, entre ellos, uno nuevo, Okm. Para mí el negocio era redondo. Como la mayoría de las unidades eran mías, no había nada que dividir con remiseros. Al poco tiempo comprendí que no entendía el  “metier” de dicho emprendimiento. Al contrario lo recomendable era primero: que los autos no fueran míos. Segundo: el control debe primar sobre un pacto de caballeros entre los remiseros y el dueño, manejo que me superaba. El fracaso fue total: pérdida  de clientes  y coches rotos, al Okm me lo robaron y otras lacras. Como yo seguía trabajando en el laboratorio, ante cada pérdida retroalimentaba el corrillo en mi trabajo a favor de la vigencia de la mano negra de  Sanlamluerte . Desde una simple estampita, como un aura o  una sombra imaginaria, estaba presente donde yo estaba. Este personaje vivía haciéndome zancadillas. Y  más se reavivaba a medida que más se hablaba de él. Parecía un aprendiz de político inflado mediáticamente. Más se instalaba, más demostraba su presencia para el mal. Se  percibía que me envolvía una atmósfera donde,  en el centro, estaba mi cuerpo, acompañado por  una presencia desconocida.


                Fracasos tras fracasos, no puedo atribuir a Sanlamuerte lo que me pasaba. Pero si me lo hubiera topado, le hubiera dicho: Sanlamuerte, dejáme vivir tranquilo. ¿Qué te hice? Con tu poder  y tu credibilidad popular, tu magia no va a menguar  porque me agarré  la cajita para mi juego de ajedrez. Te prometo que les digo a mis compañeros “A partir de ahora, creo en Sanlamuerte”. Así ellos se quedan tranquilos, pues creen  que un desequilibrio se ha producido con mi falta de respeto a lo sobrenatural. Me pongo al servicio de restaurar el equilibrio y que cada uno siga su camino.

                De chico, mi padre me hizo ateo. Él tenía una militancia solitaria, anticlerical, anarquista y fundamentalista ante todo mito o superstición que vagara en los sectores populares.  Si en alguna conversación, al azar y sin ningún motivo explícito, salía a relucir algún mito o miedo hacia una virtualidad malsana, se ponía como loco y les descerrajaba una perorata a los interlocutores. Meditada, elaborada, orientada ridiculizar los fantasmas y sus frutos: la parálisis o el miedo. Se autoresponzabiilizaba  por la tarea  de derrotarlos, un quijote contra las fantasías que aterrorizan a ciertas personas. Se autoimponía  una cruzada contra los mitos. Bastaba que el tema cobrara  cierto cuerpo en una circunstancial charla y, ante el asombro de los presentes, se despachaba con un discurso cuasi religioso de un fundamentalismo a favor de la razón y de la ciencia. Hablaba de los cepos mentales: a las personas  le retrucaba que era una estupidez clavarse un miedo extra a la vida cotidiana, que eso no te permitía disfrutar de su generosidad.

                Con esos lastres, los fantasma, la luz mala, el diablo-creencia en algunas zonas rurales de Mendoza- los adversarios improvisados no estaban preparados para esta puntual plática y a veces quedaban  sin repuestas .Don Carlos-mi padre- demostraba una superioridad de argumentos, que enmudecía al contrincante  más versado: sospechaba que, aparte de considerar a sus opiniones  muy sólidas, yo las  festejaba y compartía totalmente. Había un plus de ensañamiento sobre lo que él suponía  gente sin defensas, propicia a ser manipulada. Presa de otras  fuerzas más cercanas,  prosaicas,  reales, que sacan provecho de vulnerabilidades ajena, Y ese artero artilugio de asustar a débiles sacaba de quicio a mi padre.  Ya dicho


                Me causaba mucha  gracia todo lo ocurrido con esta supuesta “entidad” que circunstancialmente había entrado en mi vida. Lo mío no pasaba de una simple mofa con la gente crédula.

                Aunque todo resultaba demasiado coincidente . Mientras más me preguntaban los otros por mi suerte, más cosas  raras sucedían alrededor. A mí, poco me importaba qué hicieran los malos. Me sentía inmune, mas una atmósfera rara envolvía al laboratorio,  crédulos e incrédulos centraban sus conversaciones alrededor del tema y hasta percibí que a los olores ácidos, típicos de nuestro laburo, se les sumaba un olor que desconocía, como a una verdura putrefacta.

                Debía cortar de cuajo esta circularidad, no podía conceder a los comentarios  la encarnación de mi  mala suerte. Hubiese sido  una renuncia a la postura heredada de mi padre .
                Proseguir con la mofa también era retroalimentar la creencia en la Sanlamuerte. Dudaba sobre  qué hacer.
                 Por otro lado  Sanlamuerte  reavivó la propia comunidad laboratorio. De pronto, sobre el tema, conversaban personas que antes- por una estupidez, por una mezquindad-vivían peleadas, Casi  al unísono, todos advirtieron que las peleas eran pueriles, cualquier sinrazón  debía ser temporaria. La gente se hablaba, comenzaban con Sanlamuerte y terminaban  en cualquier boludez. Quedaba en mí traer de nuevo a Sanlamuerte, cuando los comentarios decaían. Y, sin darme cuenta, afloraba en mí cierto placer.


                 Se me fue creando un sentimientos complicado: yo estaba en el ojo de este remolino de dime y diretes, había adquirido una relevancia no prevista. Pero, en lugar de sentirme víctima de atávicos maleficios, todo el parloteo no me molestaba. Es cierto: yo era el más  perjudicado,. Pero preponderaba el sentirme con un poder que antes no tenía, jugar con la superchería ajena, dominarla, reinstalarla, mofarme de ella, hacerla crecer denotaba un dominio antes inexistente.  En esa atmósfera un respeto distinto hacia mi persona flotaba en el aire. A mi voluntad mejoraba las amistades o agudizaba los encontronazos del grupo donde realizaba mis tareas.

                En realidad yo era Sanlamuerta. Yo, el nacido de la  hermosa cajita de madera barnizada.




1 comentario:

  1. Me gustó. Simplemente eso. Abrazo literario y de los otros, buen finde2013 y mejor comienzo del 2014. A la cabeza, a los diez a los veinte y a los 365 días que vendrán, en cajita barnizada, o con San la Muerte bailando un corrido.

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