lunes, 22 de junio de 2015

Botella al mar, un cuento de Francisco Oscar Famá, junio de 2015

BOTELLA AL MAR

“Estaba todo programado” -comenzó Osmar- “salí de la Facu y reconocí al grupo de mis amigos. Feliz, levanté los brazos en señal de terminada la carrera. Quería tocar el cielo. ¡Ingeniero Electrónico!” –Dejó de mirarme para fijar la vista sobre un infinito donde buscaba imágenes y continuó- “Caminé con ellos abrazado, alejándonos de la zona destinada al festejo”. –Se quedó en silencio, mientras saboreaba un mate.- “En el estacionamiento seguía abrazándome con uno u otro. De repente, sentí el golpe en mi mollera,” –señaló la calva franciscana- “lo húmedo del viscoso zumo del primer huevo, más la harina, los huevos que se sumaron, manos que no solo fregaban mis ropas, también las que se metían y tocaban mi cuerpo, manos femeninas que embadurnaron mis genitales y mi trasero. Solo corrí a cuantos pude y me fregué contra ellos, risas, empujones, sopapos, hasta terminar en el baúl de un auto, donde me pasearon con música de bocinas por la ciudad. Me dejaron en mi casa, ahí nadie quiso entrar”.
Nos distrajo del relato el aplauso de las hojas entre los álamos y el viento.
“Cuatro horas más tarde, sonó el teléfono. Recostado, me costaba encontrar el auricular. Obvio que no duermo con los lentes puestos,” -me miró y sonrió-“Hola, Ingeniero” –imitó la voz de Marcelo e hizo el gesto de sostener el auricular- “¿qué haces el finde?, me preguntó” –sostuvo la sonrisa.- “Nada, ¿por?” -Me miró como si hubiera estado, en ese mismo momento, en comunicación telefónica con otro. “Armá un bolso, nos vamos todos a la costa. ¿Quiénes son todos? Pregunté a mi amigo. Todos los que estuvimos hoy, las chicas, los chochamus. Somos diez, incluyéndote. ¿A qué hora salimos? En dos horas pasamos por vos y Marcela que está cerca de tu depto.” –bajó la mano como si colgara el auricular simulado con el pulgar y el meñique estirados. “El viaje a Santa Teresita fue una maravilla, viajamos en tres autos. En Dolores, manejé hasta llegar a la casa donde pasaríamos el finde. Disfruté de ver campo y campo, verde en todos los matices. Llegamos bien, a cuatro cuadras de la playa y a ocho del muelle, estaba la casa.” Silencio, tomó el mate mirándome a los ojos y dijo, sin pestañear: “Descansamos ni bien llegamos. Al despertar a la mañana siguiente, salimos en busca de unas facturas. Una ronda, cuatro termos, cuatro mates, paquete de yerba y dos docenas de facturas.”
En eso metió la mano en el paquete de bizcochos, se sirvió y esperó el mate siguiente. La mirada seguía fija en un punto en el horizonte del parque. Lo imité. Sonrió y le dio a la bombilla hasta los dos sorbos finales reglamentarios.
“Mis amigos varones salían más seguido a bailar, cine, cenas, cafés. Yo me la pasaba estudiando. Algunas veces venían a mi depto, hacíamos pizzas, birra, fasos y alguna chica se quedaba a dormir. Ellos me contaban que, en pedo, a cualquiera de ellas le abrían las piernas. Ese mediodía comimos liviano, unos tallarines con una salsa medio lavada que improvisó una de las chicas. Luego, enfilamos a pasar la tarde en la playa. Armamos, con tres sombrillas, unas lonas y broches, una carpa para parar el viento. La mateada se abrió con las parejas del truco. A mí me tocó con Cynthia, muy simpática gordita. Parecía tímida. Nos divertimos mucho. Sonreía cuando le hacía las señas del tres y el dos. Más se rió, cuando le guiñé el ojo por el ancho. Aquella tarde disponíamos del tiempo.”
Se repetían las pausas entre los recuerdos. Los ojos se entristecían a punto de las lágrimas. Recordó algo detrás de un silencio con la mirada al infinito. Sin mirarme, recomenzó:
“Al anochecer volvimos a la casa. En el camino y ya dentro, una vez establecido el orden al único baño, las cargadas a las parejas que habían sido un desastre en el truco.
Salimos a tiempo, antes de que cerraran los comercios, y conseguimos carne para asar, algo de tomates, pan, fernet y Coca. La noche se prestaba para disfrutarla. Se presentaba el cielo muy estrellado, nada de viento. Sin mirarme, su mano derecha palmeó mi pierna unas tres veces. Dio resultado armar parejas del truco, los compañeros charlaban entre ellos y yo, con Cynthia. Cuando el asado estuvo listo, nos sentamos a cenar. Cada uno contaba alguna anécdota, reíamos mucho. Al terminar, decidimos ir a la playa a seguir con el fernet,  la Coca y el hielo. La noche tranquila se prestaba para disfrutarla. Las estrellas nos parecían más grandes que en casa. Nos distrajimos un rato en ubicar grupos y nombres. Hicimos una ronda  donde la arena se sentía tibia y continuamos con las charlas y las risas.”
Por momentos, creí que dejaría de hablar. Se colgaba con la mirada en un punto fijo del parque donde nos habíamos encontrado. Él quiso que lo escuchara allí mismo y no en otra parte.
“Uno a uno los amigos fueron cayendo dormidos, algunos abrazados a sus compañeras de cartas; Cynthia, apoyada sobre mi hombro. Solo la luna llena iluminaba el mar y la playa. Las estrellas titilaban en un azul maravilloso. Abracé a mi compañera para que no se cayera en la arena, miré uno a uno a todos: dormían. Me acomodé, quería quedar frente al mar. Las olas se repetían hasta un borde en la arena. De repente, vi que el mar dejó de hamacar al agua espumosa. Avanzaba  como si hubiera sido un desborde, olas sin cresta se atrevían hasta donde estábamos. Comencé a despertar a mis amigos, nadie respondía, los fui corriendo –a la rastra- a la parte más alta de la duna. Creo que los tomaba de las muñecas. De repente, la luna pareció agrandarse e iluminar más. Miré el mar, la masa de agua no se detenía. Un gigante caminaba hacia la orilla desde dentro, el torrente casi nos tocaba. Insistí en despertar a un compañero, quería tener testigo. El gigante salió del agua y caminó a los zancos, tierra adentro. Se nubló muy de repente y el viento subió arremolinado a las dunas. Me senté sobre la arena para cubrir el cuerpo de Cynthia y, en su abdomen, enterré mi cabeza. La arena golpeaba duro, mis amigos no se daban por enterados. Por momentos levantaba la cabeza para espiar y los cuerpos se veían cubiertos de arena. Espié hacia el mar embravecido.
Y, en eso, el viento dejó de soplar. La luna reapareció. El agua bajó a la playa y continuó hamacando a las espumosas olas. Nosotros quedamos como a cien metros, en la parte más alta. Acomodé a Cynthia quitándole la arena, me puse de pie, miré la huella que había dejado el gigantón. Atisbé el horizonte, una línea naranja me mostraba la redondez del mar. Caminé hasta ver la siguiente huella. Cómo explicarles a mis amigos cuando despertaran. Regresé por ellos, estaban despabilándose, algunos sonreían por ver que amanecía y por lo lejos que estaba el mar. Se quitaban la arena como si nada, uno a uno y ya de pie, se sacudían. Yo los miraba y me parecían extraños. Reían al verse los rostros como milanesas. Quise decirles qué había pasado. El mar estuvo calmo aquella mañana. Dio una casualidad: el gigante caminó por la calle hacia la cual nos conducíamos. Miré a mis amigos, les pregunté si se habían enterado de la tormenta. Nadie contestó, solo reían. Cincuenta metros después de la primera huella, encontramos un auto aplastado. La gente se amontonaba alrededor, las voces decían algo de un tornado, a la madrugada. Cincuenta metros más y una casilla aplastada. Para mí, era lo más exacto, cada cincuenta metros uno de los pies del gigante aplastaba algo o hundía la arena. Mis amigos entraron en la casa, yo caminé con Cynthia y vimos las huellas claramente en el suelo. Nada le dije a ella. No sé si por el miedo o  por qué cosa, ella se abrazó a mí.
 Regresamos a la casa, Cynthia y yo nos acostamos juntos. Mis amigos salieron en busca de víveres. Nos amamos con dulzura.
Dejé pasar una semana y volví a la costa solo. Recorrí el camino del gigante. Cada cincuenta metros, un pie hundido en la tierra, hasta llegar a un río. No sé cuánto caminé, ya era de tarde. Encontré un puente y pasé de lado a ver si continuaban las huellas. No. El gigante se había adentrado en el río por la parte ancha. Medí sus huellas, debía tener una altura de cuarenta metros.
Miré el lento movimiento de la masa de agua, yo buscaba el mar.”

“Se paró junto a la orilla, el agua le daba contra las piernas. Mansa, ella lo recibía. De repente, la fauna se detuvo, dejaron de trinar los pájaros, vacas cercanas al río huían espantadas. Silencio. Un remolino vacío, desde el centro del ancho río, asomó una mano”
En esta parte del relato, Cynthia se puso de pie y dejó caer el mate, los bizcochitos y el termo. Con energía, gesticulaba. Tomó aliento y continuó:
“Él dio dos, tres o cuatro pasos hasta quedar en la palma del gigante. La enormidad cerró la mano para protegerlo. Entonces, se hundieron. El agua marrón volvió a su cauce. Esperé hasta el amanecer. Nadie me hubiera creído todo aquello. Por eso, el cuento”.