viernes, 28 de marzo de 2014

2+2, un cuento de Diego Soria, marzo de 2014

2+2


Si todo no fuera tan dos más dos y basta… eso tan implacable que aprendemos en la escuela; si la vida no fuera tan rígida, tan me despierto, tan me voy al trabajo, un beso en la frente y adiós.  ¡Ahhhh!..., si  no fuera imprescindible saber que el 92 sale desde Camino de Cintura y tarda una vida -una vida urgente- en llegar a Retiro; el dolor cuando se atraviesa el Gran Buenos Aires de baches y olores de fábricas, chimeneas humeantes. Nadie las ve hasta que la nariz se frunce en un torbellino de arrugas sobre el ceño, a nadie  le importa, aunque la nariz se achicharre otra vez y arrastre al labio superior en un reflejo de  rechazo que el resto del cuerpo se niega a acompañar. Las cosas están dadas así, no hay que meterle mucho rollo, el olor pasa, el Gran Buenos Aires pasa, todo pasa sin más para quienes habitamos esta porción de espacio y tiempo llamada línea 92.
La oruga verde rechoncha sigue su derrotero lento pero seguro. Devora pasajeros  en cada parada, pequeñas hojitas  alicaídas con rumbo al mismo lugar, a la misma hora todos los días. La oruga engulle a la señora de Camino de Cintura y Richieri, gorda, enorme, todos la miran de soslayo, los grises habitantes del gusano se niegan a moverse una vez aferrados a un pasamano, la gorda empuja, pide perdón, tiene un ambo azul de enfermera, la veremos bajar en Liniers inevitablemente, todos los días. Y también está el estudiante que sube en General Paz y Eva Perón, aferrado a sus libros de anatomía, gesticula incómodo, odia sin dudas el roce con el cuerpo de los otros, pero lo acepta al final, rendido, ante la comodidad de una oruga en la línea 92 a esa hora y a las puertas de la Capital Federal.
La mamá de Lisandro de la Torre y Directorio y sus niños  gemelos llega siempre tarde, cortan el ambiente en gritos agudísimos y hacen sacudir a la oruga y a los pasajeros. La mamá los lleva a la rastra, viaja hasta la Av Rivadavia, donde sube puntual el vendedor de chocolates con la oferta de la semana de vencimiento, grabada a fuego al dorso: el chocolate “Hamlet”, la oferta del año. Dos más dos, más dos.   
Fuera, todo es lo de siempre, una enorme escenografía de edificios a lo largo de la avenida, el mar invertido con sus barcos blancos, lentos, muy lentos, los barcos proyectan sus sombras sobre la iglesia de Flores, ahí donde las viejas se detienen a rezar, a pedir bendiciones y otra más luego
y otra
y otra, siempre es otra, siempre son grises.
Con una mano acarician a San Cayetano y con otra sostienen la bolsa de los mandados. El santo mira hacia arriba, señala hacia arriba, no sé por qué, pero ellas lo acarician y esperan que se cumpla lo deseado, piden a una instancia celeste solo porque no se va a cumplir, por no alterar la normalidad, imagino: si algo cambiase de un día para otro- si el paralitico de la puerta de la iglesia corriese al día siguiente- muchos aullarían del susto. Hasta la oruga verde de la 92 no se animaría a pasar por el frente de aquella plaza. Pero ya sabemos también que los controles estatales volverían todo a la normalidad con su acostumbrada voluntad de cambio.
Mi cuerpo se habituó a esto sin siquiera darme cuenta, quizás la necesidad de marchar como los otros a un trabajo me haya hecho soluble en estas aguas. Mis pies son ahora pedestales a fuerza de  esperar  a la oruga en la ruta; mis brazos, tentáculos para aferrarme  cuando no hay lugar. Otras veces imagino que soy un paracaidista, mochila al hombro a punto de embarcar a Normandía en un C-47. Huelo la combustión de los Pratt & Whitney a punto de acelerar y salir por Camino de Cintura.     
Pero, cuando puedo sentarme, me gusta hacerlo siempre cerca de la puerta. Apoyo la cabeza contra una ventana, siento vibrar el camino y me zumba al oído la idea recurrente de otra realidad paralela a, ¿una realidad?, ¿muchas?, ¿qué es en definitiva una realidad?, ¿la de la gorda enfermera de la avenida o la el estudiante antropofóbico? Me ilusiona  poder escapar de todos ellos con solo rasgar con un dedo el aire, sentir cómo se deshace entre las yemas una fina tela de araña que dé lugar a otro mundo, a diferente a esta avenida, a esta iglesia y a esta oruga de la línea 92 que se arrastra por las calles de Flores.

Todo es igual siempre: la gorda, el estudiante, la oruga, el cielo azul, las viejas que rezan y la mujer que sube en la calle Ramón Falcón, mezcla de estudiante hippie y señora madura. La espero siempre sumido en una rutina recalcitrante como las otras, pero vívida. Ella camina por el pasillo, busca asiento con sus ojos pardos y yo la veo. La recorro con la vista alegre, mientras ella juega con su pañuelo bermellón. Sus labios apretados calculan: dos más dos, cinco. El asfalto negro se abre en fauces babeantes dispuestas a comerse el mundo, este mundo que escapa del libro de Cortázar de Norma. Porque ella se llama Norma, la de pañuelo bermellón, así se me ocurre debe llamarse desde la primera vez que se sentó junto a mí, cuando vi el cielo abrirse como tantas veces lo había imaginado. Un tajo mortal que deja ver sus entrañas de colores vivos al aire y a punto de estallar, en esa esquina de Ramón Falcón donde siempre sube ella, ahí donde dos más dos da siempre lo mismo.

jueves, 27 de marzo de 2014

La edad del imprevisto, un texto de Patricia Tombetta, marzo de 2014

LA EDAD DEL IMPREVISTO
-No confíes en las alas que no coinciden al cerrarse- dijo, por lo bajo, mi abuela, mucho tiempo antes de conocer el poema de Calveyra.
No había existido ninguna belleza en la oración de la mujer. Una sentencia. Alborotó mi corazón recién amanecido mientras mis ojos se perdían en la pequeña cavidad de la almohada. Almohada hecha por la abuela, como casi todo en esa casa. El cubrecamas abrigado, la cortina blanca que no me dejaba dormir a mis anchas, el camisón pesado lleno de osos cariñosos.
-¿De qué me hablás?- le mentí.
-Del que te tiene con esa cara de búho hambriento-su voz sonaba agitada, se agachaba para juntar mi libretita de apuntes.
-Y vos, ¿qué sabés?- nunca me gustó hablar de aquello que no hubiera bailado por mi cabeza unas cien veces.
-Nada, no me hagas caso- decía mientras, con la mano, apartaba algo imaginario.
-Qué lío tenés en este ropero, no sé cómo encontrás ropa a la mañana-
-Dejá así, yo lo hago después- le hablaba desde debajo de las sábanas- en ese ropero no entra nada.
-Este ropero es hermoso, lo compró mi madre en Francia y se lo hizo traer en barco-dijo enmarañada, vaya a saber en qué mares.
-Dale, abuela. Después ordeno, dejame dormir.
-Después, después, después. Sos igual a tus hermanos y a tus tías-hablaba sin lamentarse y ordenaba con la velocidad de un rayo- esta casa es enorme y no aguanta los después, pero no te preocupes, para eso estoy yo, todavía puedo hacer algunas cosas- esto último, sí, había sido un lamento.
-¿Qué hora es?
-Es la hora en que podrías ayudarme a juntar higos- la voz se le endulzaba- te los preparo en almíbar.
-No quiero embadurnarme con esas ramas lechosas tan temprano, ni con toda esa caca de los perros, imposible no pisarla en el camino hasta la planta.
-Esta tarde le digo al tío que limpie, dale levantate.
-El tío no hace más que chupar cerveza- yo quería cambiar de tema, sacármela de encima.
Se miraba las manos adoloridas, secas y oscuras.
-¿Por qué no te ponés crema?
-Tengo que lavar y hacer la comida-dijo dándose importancia-se me patina todo, acá no hay mucamas ni cocineras, mirá cómo están las paredes- sus ojos se detenían en cada mancha sin poder abarcarlas todas-dale  levantate.
-Si me dejás dormir te prometo llevarte a vivir conmigo cuando trabaje- se lo dije en serio-vas a vivir como una reina.
-Soñá, soñá-habló estirándose en la cama de al lado, como si fuera ella quien se hubiera puesto a soñar- a mí de acá me llevan para otro lado, vos, en cambio, tenés tiempo, no lo pierdas.
-Tengo frío, alcanzame la ropa.
-Es esta habitación de porquería, habría que achicarla, fue un lindo living hasta que nacieron ustedes.
-Ya me lo contaste mil veces, abuela- me tiritaban las manos y no lograba acertar a las mangas del pulóver- parece que vinimos a molestarte- lo dije en broma, para mí. Me dolía ese cuento y lo aligeraba con sorna.
-Más o menos, tampoco me voy a poner a hablar pavadas del pasado, entre el casino y el whisky no quedó nada, mucho antes de ustedes.
-¿No coincidían las alas?
Su risotada grave y cascada nos dejó envueltas y al descubierto. Se nos caían las lágrima que, en mi caso, eran alegres, las de ella… quién sabe.
-Veo que me entendiste muy bien- se secaba los ojos con una toalla tirada desde hacía días sobre la mesa de luz-ese gavilán no te conviene, vuela muy alto.
-¿Y, a vos quién te dijo que quiero volar?
-¿Y para qué están las alas, si no?-hacía un gran esfuerzo por hablar y levantarse de la cama hundida que parecía tironearla.
-No sé, preguntale a las gallinas, esas, que todavía tenés en el patio.
-No quedó ni una, anoche el galgo se comió la última- sus ojos se perdían en dirección de la higuera, alzó una mano sin mucho sentido, a menos que la saludara- Está llena, si no los sacamos se van a pudrir, dale.
Salió pesadamente de la habitación, había logrado el cometido de sacarme de la cama. La seguí hasta la cocina.
-Estos fósforos de porquería, ya no vienen como antes.
-Antes encendías con dos piedritas.
Tiró un manotazo cariñoso que no llegó a destino, ese codo se negaba a estirarse. Pegué un salto exagerado ante un peligro inexistente.
-Dame una bolsa grande- grité desde la puerta del patio - así junto muchos y me dejás dormir mañana.
Caminaba delante de mí, barría la caca de los perros y juntaba algunos broches de la ropa que se le habían caído seguramente la tarde anterior. La sobrepasé con cuidado, no quería ensuciarme las zapatillas, las que más me gustaban, las únicas.
-Subí tranquila, yo sostengo la escalera- dijo mientras yo rogaba que la escalera no se moviera- cada año está más llena, no se cansa de dar frutos y estoy harta de hacer dulce.
-No chilles que lo peor del trabajo lo hago yo.
 La edad del imprevisto hizo que llenara demás la bolsa demasiado usada. Una lluvia de higos cayó sobre la abuela. Ella sólo había atinado a subir, con esfuerzo, sus manos hasta las orejas.
-No sé de qué te reís, pero ayudame a juntarlos.
De un salto caí a su lado y me ensucié las zapatillas con algunos frutas que había aplastado.
-Ahora no voy al colegio, mirá cómo quedaron.
-Si te mira las zapatillas no será de los que valoran tus poemas.

La vi irse por el patio, arrastraba un poco los pies y me sorprendía que sus chinelas no dejaran huella en esa tierra tan dura.  Sus codos colgaban contraídos, uno más alto que el otro, dos ramas endurecidas, alas desplumadas.

El viaje de Sarmiento, un cuento de Mariano Botto, en base a una técnica presente en "El chal", de Cynthia Ozyk

El viaje de Sarmiento.


            La oscuridad borraba los límites del cuarto. Sobre la ventana pintada de negro por la noche, el débil fuego del candelabro iluminaba el semblante de la mujer que se temblaba sobre el vidrio. La vela delimitaba una  luz mortecina a su alrededor y la protegía de la oscuridad voraz. El borrador estaba terminado. Alguna lágrima escurridiza consiguió burlar el pañuelo y borroneó la tinta. Tal vez para mitigar la tristeza, el agua salada arrugó el fino papel de arroz todo lo que pudo, aunque sus fuerzas apenas alcanzaran a contraer el tamaño de una lágrima. Sus ojos se borroneaban por las lágrimas y el cansancio. La caligrafía no alcanzaba a tener la redondez y la belleza de siempre; el corazón le desequilibraba el pulso y las “eles”, las patitas de las “o” y de las “a” resultaban ser las más castigadas. No tanto las “t”, su dureza ayudaban a cerrar la carta.
            Sostuvo la lapicera sobre el punto final unos segundos, respiró profundo y colocó su firma. Dobló el papel en tres partes iguales con la dulzura de sus dedos finos ajenos al dolor de los finales. Podría no tener fuerzas para sostenerse en pie pero jamás se apartaba de su prolijidad ni de su paciencia. Amaba escribir cartas, aunque esta era de las que nunca hubiese querido escribir. Sacó un sobre de bordes coloridos con anchas y cortas líneas rojas y azules dentro del cajón del escritorio. Buscó entre los papeles alguno blanco liso, pero sólo quedaban de esos, de los que usaba para enviar cartas a través del océano.
            Puso la carta dentro, repasó con la lengua el triángulo engomado de la solapa y, con ambas manos, aplastó el sobre. Lo acarició varias veces contra el escritorio. Tan delgada la carta, que el sobre aparentaba viajar solo. El último paso del ritual: pegar las estampillas. Tenía las dos últimas. Las mojó con su lengua, sintió el dulzor metálico y las colocó juntas, sin cortar el troquelado, en una esquina del sobre.

            Al otro día fue hasta el pueblo. Sorteó los charcos de barro en la calle y protegió  la carta de posibles salpicaduras. El gentío en la oficina de correo y la mala acústica multiplicaba voces y ruidos y los trasformaba en un rugido atronador. Hizo la fila para despachar la carta y varias veces corroboró que los datos del destinatario y el remitente estuviesen correctos. Observó las estampillas y le recordó los felices días, ella y el destinatario de la carta, en la costa. La mente se iluminó de las anchas playas, del sol radiante del verano y de la música de las olas contra la orilla junto al canto de las gaviotas.
            -¡El que sigue!- Irrumpió entre las olas.
- ¡El que sigue!- El grito gris y azul de la ventanilla con rejas era destinado a ella. Se acercó con apuro, tropezó con el aire y de manera maquinal dejó la carta. El hombre de gorra la tomó con firmeza, la dio vuelta y el papel  acusó un dolor que enseguida fue devorado por el rugido.  La lanzó en la balanza con el desprecio que genera la rutina.  
–Menos de 50 gramos- ¿Simple o esprés?-
-Express, por favor- Respondió ella.
-¿Qué? ¡Hable fuerte, no se escucha nada!-
-¡Express, express!- Y su grito reverberó en su interior, olas que chocaban contra los acantilados.
-Entonces estas estampillas no alcanzan, son de cincuenta centavos. Para esprés faltan dos más de cincuenta. ¿Se las ponemos?-
-Sí…sí, por favor-
-¿Eh?-
-Sí. ¡Sí, por favor!-
El hombre tomó las estampillas con sus dedos manchados de tinta, las dividió por el troquel, las salivó y las pegó algo torcidas en el sobre junto a las otras.
 La mano entintada alargó su palma hacia arriba y reclamó el dinero. Luego, el estruendo del sello acalló por un instante el resto del rugido y lanzó la carta, dentro de una gran bolsa junto a  una montaña de otras.

            Al entrar a la casa pisó la carta y siguió sin notarlo. La huella de su zapato cargó de negro la debilidad del sobre sucio por el sello y el trajín del viaje. Horas más tarde, cuando se disponía a salir por pan para la, cena la vio acurrucada, agonizante sobre el piso, con una punta atrapada en el tapete de entrada. Adivinó el tono de su contenido y tardó unos momentos en levantarla. Miró hacia atrás y vio el sonido de la radio y el olor de la salsa que hervía. Levantó la carta y salió. Se apoyó contra la pared, ni bien dobló en la esquina, para leerla. Sabía que no leería algo nuevo a no ser por un milagro, siempre, decía, podía ocurrir. Al terminar arrugó la carta con violencia y en sus ojos se montó una lágrima sobre el caballo de la furia. Observó el papel herido y la  ciudad desapareció empujada  por los días en el mar. Qué bellos habían sido. Caminar por la playa ancha las pieles doradas por el sol del verano. El sonido de la libertad.
El sonido de un auto por el callejón le dio la orden de recomponerse. Aún conservaba el sobre en su mano. Observó las estampillas: dos  rojas, unidas por su troquelado y prolijamente pegadas en un ángulo. La inscripción decía: “Pozo de petróleo en el mar”, República Argentina. Las otras dos, marrones, con el rostro de Sarmiento,  iban torcidas y superpuestas en sus esquinas una con otra. Caminó unos pasos con lentitud, rompió el sobre al medio y tiró las partes al suelo. Luego se internó veloz en el ruido de la avenida y el griterío de los chicos en un recreo de la escuela.
Por la calle, pateaba cada cosa a su paso e imaginaba una pelota de fútbol. Un perro callejero, de vez en cuando, lo acompañaba a todas partes. Jamás sus padres permitían que entrara  a la casa. Decían que se la pasaba ladrando y era verdad. El perro ladraba todo el tiempo: a otros perros, a los chicos en bicicleta, a los autos y a algún transeúnte desalineado. Eso era lo que más le gustaba del perro.
Las tardes se alargaban cuando se escapaba de la escuela. Había almorzado en su casa y debía regresar. Odiaba la escuela en general y más por la tarde. No le gustaba estudiar inglés y cada tarde tendría que oír: “Good afternoon students”, “this is a table…this is a pen….my name is…”
Lanzaba el portafolio de cuero, del mismo color del perro, y lo dejaba caer al piso. Sus ojos revolvían el aire, el piso, los techos de las casas, el cielo, un hormiguero, o se colgaban del estribo de algún auto. Se sentó sobre el escalón de una casa  mientras el perro se peleaba con otro, puerta de por medio. Tomó un bollo de papel y lo arrugó más hasta convertirlo en una pelotita y, antes de arrojárselo al perro, vio otros papeles, con pequeñas figuras de colores, que llamaron su atención. Eran estampillas con un dibujito rojo pegado sobre un trozo de papel que decía: “Pozo de petróleo en el mar”. Al lado, Sarmiento lo observaba serio, marrón, y lo acusaba de no haber asistido a la escuela. Dividió el papel y se lo ofreció al perro como si hubiese sido comida. El perro la masticó y luego escupió a Sarmiento mordido y babeado. Observó las estampillas rojas. ¡El mar!, pensó y recordó un cuento  leído en la escuela, no sabía ni como se llamaba ni quién era su autor. Sólo recordó la imagen de a la tapa y el relato del infinito profundo, las olas gigantes, la playa con indias hermosas casi desnudas, los barcos, las aventuras de los pescadores, islas con gente extraña. El mar, pensó, y tarareó una canción que había escuchado en la radio.
Un fuerte ardor creció en la oreja y lo arrebató del mar.
-¿Qué hacés acá? ¡Te voy a matar!- Tardó unos segundos en comprender: su madre quien sostenía su oreja y, con furia, se la retorcía y gritaba. Hubiese querido contestarle, intentar explicarle que odiaba el inglés, pero su madre gritaba tanto que no alcanzaba a comprender qué le decía ni qué pensaba. Y menos decirle el por qué no había ido a la escuela. La madre lo llevó hasta el edificio blanco,  ya  con sus puertas cerradas, sin dejar de gritar en ningún momento. Bajo la bandera argentina, la puerta se abrió con un sonido gigante y pesado que se lo devoró de inmediato.
-¡Pase a dirección! ¡Usted y yo tenemos que hablar!-  Golpeó el grito del gigante de guardapolvo blanco y cara roja. La voz resonó en los largos pasillos de la escuela.
-¿Cómo que estaba por la calle como un vago? ¡Conteste! ¿Qué tiene en la mano? ¿A ver, muestremé?-  La mano pequeña ofreció el trozo de papel con las estampillas como despojándose de su propia vida. La mujer se lo arrancó de la mano.
Él notó que aún conservaba el otro bollo de papel en la otra mano.
–¡Sientesé ahí!- Señaló una silla  y  la puerta tembló unos instantes, por el golpe al cerrarla, hasta quedar definitivamente inmóvil.
-A ver, ¿qué es eso? ¿Estampillas? ¿Usted recibió una carta?- dijo de pie de su sillón.
-No… ,estaban tiradas y me gustaron las figuritas-
-¿Te gustaron las estampillas?- Dijo otra voz dulce, sentada del otro lado del escritorio. Era el mismo gigante convertido en una señora más parecida a su tía que a una directora de escuela. Los colores del rostro se habían calmado y los modos resultaban blandos. Se acomodó el delantal y observó el trozo de papel.
-A mí me encantan las estampillas, las colecciono. Esta, fijate, tiene el sello del mes pasado pero no importa, se pueden coleccionar con o sin sello. A veces el sello les da más valor, otras veces se lo quita. ¿Sabés despegarlas? Si querés te puedo enseñar.  La radio con mínimo volumen pasaba una selección de tangos.
Él escuchaba a la directora con atención más por miedo que por interés.
-Le pedís a tu mamá que ponga en agua tibia y un chorrito de bencina. La sumergís y en diez minutos se despega sola. A ver…, esperame acá.
La directora salió y la puerta se abrió dulce y sin temblequeos. Sus pasos entusiasmados resonaron por el pasillo. Volvió con una taza de plástico y dijo:
-Mirá, acá tengo el agua y la bencina. ¿Ves? Le echás un chorrito, así, fijate.- Los dos se sumergieron por la taza junto a las estampillas y al trozo de papel. Ella la movía con una pincita de depilar, la hundía y salía a flote, una y otra vez. 
-Mirá, parece que estuviera en el mar del dibujo. Qué lindo el mar ¿Fuiste con tus papás en el verano?-
Él negó con la cabeza.
–Ya vas a ir. Es lo más lindo que hay en el mundo. El arrullo del mar te adormece, se ven toninas que nadan entre la gente. Tomás sol, caminás por la playa, juntás almejas o podés pescar algo para que tu papá lo cocine a la noche.-
 Primero se soltaron las puntas de la estampilla: se arquearon como un bebé que levanta sus brazos para que su madre lo alce  y luego estampilla y papel eran dos cosas separadas.
-Así juntas valen más. Si vos querés, yo te puedo dar unas hojas y un álbum y te puedo enseñar cómo pegarlas.-

El departamento olía a naftalina. El calor de la estufa consumía casi por completo el oxígeno del ambiente. Se aflojó la corbata y colgó el saco en un perchero al lado de la puerta. Los ruidos de la calle traspasaban el vidrio como si no existiera. La radio ganaba la batalla a puro volumen.
-¿Tiene los álbumes que quiere vender?- Preguntó ya fastidiado desde que puso un pie en el departamento del centro.
-¡Que si tiene los álbumes!- Dijo y extendió su palma a la radio como si eso lograra callarla. – ¡Los álbumes, señora, los álbumes!- Dijo sin paciencia.
La anciana sacó de una estantería el primero de una veintena de álbumes. El hombre lo inspeccionó desde la última hoja hacia la primera.  Las hojas de filatelia no estaban enumeradas, pero la fecha de las estampillas tenía un orden riguroso. Cada sección, dividida por años y por series. Sellos conmemorativos, series de uso corriente, enteros postales con pomposos matasellos y marcas del día de emisión. Al llegar a la primera hoja un papel arrugado se deslizó. El hombre la leyó por encima y dijo -esto debe ser suyo- y lo dejó sobre la mesa cubierta por un mantel  de hule. En la primera hoja, protegida con una banda protectora de nylon trasparente, una estampilla del año cuarenta, roja y ordinaria, marcada con un sello común y sucia por un pisotón.
-¿Y esta? ¿Qué hace acá? ¡Esta,  señora, la de los pozos de petróleo en el mar! ¡Qué tiene que ver!.... ¡Que qué tiene que ver!- La mujer se acercó y cambió sus anteojos.
-¡Ah!- Dijo en medio de un suspiro. –El mar, sí, qué bello el mar.- Y sus ojos se iluminaron de violines, olas, agua salada y horizonte.




El chal - Cynthia Ozick
Stella, frío, frío, el frío del infierno. Cómo avanzaban juntas por el camino. Rosa con Magda acurrucada entre los pechos adoloridos, Magda envuelta en el chal. A veces Stella cargaba a Magda. Pero estaba celosa de Magda. Una muchacha delgada de catorce años, demasiado pequeña, con sus propios pechos delgados; Stella quería estar envuelta en el chal, escondida, dormida, arrullada por la marcha, ser un bebé, un pequeño de brazos. Magda tomaba el pezón de Rosa y Rosa nunca dejaba de caminar, una cuna andante. No había leche suficiente; a veces Magda chupaba aire; entonces gritaba. Stella rabiaba de hambre. Sus rodillas eran tumores sobre varas, sus codos, huesos de pollo.
Rosa no sentía hambre. Se sentía ligera, no como alguien que caminaba sino como desmayada, en trance, como suspendida en una convulsión, alguien que ya es un ángel etéreo, alerta y viéndolo todo, pero desde el aire, no ahí, no tocando el camino. Como si se tambaleara en el borde de sus uñas. Vio la cara de Magda a través de un hueco en el chal. Una ardilla en el nido, segura, nadie podía alcanzarla dentro de la casita de los pliegues del chal. La cara, muy redonda, una cara como un espejo de bolsillo: pero no tenía la tez sombría de Rosa, oscura como el cólera, era totalmente otro tipo de cara, ojos azules como el aire, suaves plumas de cabello casi tan amarillo como la estrella cosida en el abrigo de Rosa. Se podría pensar que era uno de sus bebés.
Rosa, flotando, soñaba con regalar a Magda en uno de los pueblos. Podría dejar la fila por un minuto y arrojar a Magda en manos de cualquier mujer al lado del camino. Pero si se salía de la fila podían disparar. Y aun si abandonaba la fila medio segundo y le arrojaba el chal-fardo a una extraña, ¿lo tomaría esa mujer? Podría sorprenderse, o asustarse; podría tirar el chal y Magda se caería, se golpearía la cabeza y moriría. La cabecita redondita. Tan buena niña; había dejado de gritar y ahora chupaba nada más el sabor del pezón reseco. El agarre preciso de las encías pequeñitas. Una pizca de la puntita de un diente brotando en la encía inferior, tan brillante, una lápida delicada de mármol blanco ahí, brillando. Sin quejarse abandonó las tetillas de Rosa, primero la izquierda, luego la derecha; las dos estaban ajadas, sin siquiera el olor a leche. El ducto-grieta extinto, un volcán apagado, ojo ciego y foso helado, de modo que Magda agarró la esquinita del chal y lo ordeñó en su lugar. Chupaba y chupaba, inundando los hilos de humedad. El rico sabor del chal, leche de lino.
Era un chal mágico; podía alimentar a un bebé tres días y tres noches. Magda no se murió, permaneció viva, aunque muy quieta. Un olor peculiar, a canela y almendras, salía de su boca. Mantenía los ojos abiertos en todo momento, olvidándose de cómo parpadear o de cómo echar la siesta, y Rosa y a veces Stella estudiaban su azul intensidad. En el camino, alzaban el peso de una pierna tras otra y observaban la cara de Magda. "Aria", decía Stella en una voz que se había adelgazado como una cuerda; y Rosa pensaba en cómo Stella miraba a Magda como una joven caníbal. Y la vez que Stella dijo "Aria", le sonó a Rosa como si Stella en realidad hubiese dicho "Devorémosla".
Pero Magda vivió lo suficiente para caminar. Logró vivir todo ese tiempo, pero no caminaba muy bien, en parte porque sólo tenía quince meses de edad y en parte porque los huesos de sus piernas no lograban sostener su gorda pancita. Estaba gorda de aire, llena y redonda. Rosa le daba casi toda su comida a Magda, Stella no daba nada; Stella era voraz, una muchacha en desarrollo pero sin crecer mucho. Stella no menstruaba. Rosa no menstruaba. Rosa rabiaba de hambre, y al mismo tiempo no; aprendió de Magda a beber el sabor de un dedo en la boca. Estaban en un sitio sin piedad, toda compasión había sido aniquilada en Rosa. Veía los huesos de Stella sin piedad. Estaba segura de que Stella estaba esperando a que Magda muriera para poderle echar diente a los muslitos.
Rosa sabía que Magda iba a morir muy pronto; ya debía haber muerto, pero había estado enterrada en las profundidades del chal mágico, confundiéndose con el promontorio tembloroso de los pechos de Rosa; Rosa se asía al chal como si sólo la cubriera a ella. Nadie se lo quitaba. Magda estaba muda. Nunca lloraba. Rosa la ocultaba en las barracas, debajo del chal, pero sabía que un día alguien la delataría; o algún día alguien, que ni siquiera sería Stella, se robaría a Magda para comérsela. Cuando Magda empezó a caminar, Rosa sabía que la niña se iba a morir muy pronto, algo iba a pasar. Tenía miedo de quedarse dormida; se dormía con el peso de su pierna sobre el cuerpo de Magda; tenía miedo de asfixiar a Magda bajo su muslo. El peso de Rosa se iba haciendo cada vez menos; Rosa y Stella lentamente se iban transformando en aire.
Magda era sosegada, pero sus ojos eran horrorosamente vivos, como tigres azules. Observaba. En ocasiones reía -parecía una risa, pero, ¿cómo podría serlo? Magda nunca había visto reír a nadie. Aun así, Magda se reía de su chal cuando el viento le alzaba las esquinas, ese viento malo que llevaba trozos negros, que hacía que les lagrimearan los ojos a Rosa y a Stella. Los ojos de Magda siempre estaban nítidos, sin lágrimas. Acechaba como un tigre. Protegía su chal. Nadie podía tocarlo; sólo Rosa. Stella no tenía permiso. El chal era su propio bebé, su mascota, su hermanita pequeña. Se enredaba en él y chupaba una de sus esquinas cuando quería estar muy quietecita.
Entonces Stella se llevó el chal e hizo que Magda muriera.
Más tarde, Stella dijo: "Es que me dio frío."
Y después tuvo frío siempre, siempre. El frío se le fue al corazón: Rosa veía que el corazón de Stella era frío. Magda se lanzó con sus piernitas de lápiz que garabateaban por aquí y por allá, en busca del chal; los lápices vacilaron en la entrada de las barracas, donde comenzaba la luz. Rosa vio y la persiguió. Pero ya Magda estaba en el patio fuera de las barracas, en la luz alegre. Era la arena de pasar lista. Cada mañana Rosa tenía que ocultar a Magda debajo del chal contra un muro de las barracas y salir y pararse en la arena con Stella y cientos más, a veces durante horas, y Magda, abandonada, se estaba quieta bajo el chal chupando su esquinita. Todos los días Magda se quedaba quieta y así no moría. Rosa vio que hoy Magda se iba a morir, y simultáneamente un gozo temeroso corría por las dos palmas de Rosa, los dedos le quemaban, estaba atónita, febril: Magda, a la luz del sol, tambaleante sobre sus piernitas de lápiz, estaba berreando. Desde que se secaron los pezones de Rosa, desde el último grito de Magda en el camino, Magda había sido privada de sílaba alguna; Magda era muda. Rosa creía que algo se había descompuesto en sus cuerdas vocales, en su tráquea, en la gruta de su laringe; Magda estaba defectuosa, sin voz; quizás era sorda; algo podría faltarle a su inteligencia; Magda era muda. Hasta la risa que le salía cuando el viento ceniciento convertía el chal en un payaso, era solamente un soplido que le descubría los dientes. Aun cuando los piojos y las ladillas la enloquecían tanto que se volvía tan salvaje como las ratotas que saqueaban las barracas en las madrugadas buscando carroña, se frotaba y rascaba y pateaba y mordía y se revolcaba sin un quejido.
Pero ahora se derramaba de la boca de Magda una cuerda larga y viscosa de clamor.
"Maaa-."
Era el primer ruido que Magda había sacado de su garganta desde que se secaron los pezones de Rosa.
"¡Maaa... aaa!"
¡Otra vez! Magda trastabillaba bajo el sol peligroso de la arena, garabateando sobre las lastimosas espinillitas combas. Rosa vio. Vio que Magda sufría por la pérdida de su chal, vio que Magda se iba a morir. Una oleada de órdenes martilleó los pezones de Rosa: ¡Atrapa, toma, trae! Pero no sabía a cuál perseguir primero, a Magda o al chal. Si saltaba hacia la arena para atrapar a Magda, el berrido no cesaría, porque Magda todavía no tendría el chal; pero si regresaba corriendo a las barracas para encontrar el chal y si lo encontraba y si perseguía a Magda sosteniéndolo y sacudiéndolo, entonces haría que Magda volviera; Magda se metería el chal en la boquita y enmudecería otra vez.
Rosa entró en la oscuridad. Fue fácil descubrir el chal. Stella estaba arrebujada debajo, dormida sobre sus delgados huesos. Rosa arrancó el chal y voló -podía volar, era tan sólo de aire- hacia la arena. El calor del sol hablaba murmurando de otra vida, de mariposas en el verano.
La luz era plácida, melosa. Del otro lado de la cerca de acero, a lo lejos, había prados verdes moteados de dientes de león y de violetas de colores oscuros; más allá, aún más lejos, los lirios atigrados inocentes y altos levantaban sus bonetes naranjas. En las barracas se hablaba de "flores", de la "lluvia": excremento, gruesos mojones trenzados y la lenta cascada pestilente que descendía de los camastros superiores, el hedor mezclado con un humo flotante amargo y untuoso que engrasaba la piel de Rosa. Se detuvo un instante a la orilla de la arena. A veces la electricidad de la reja parecía canturrear; hasta Stella decía que era tan sólo una alucinación, pero Rosa oía sonidos de verdad en el alambre: voces tristes y granulosas. Mientras más lejos se hallaba de la cerca, más claramente se agolpaban las voces a su alrededor. Las voces lastimeras tañían de modo tan convincente, tan apasionado, que era imposible sospechar que fueran fantasmas. Las voces le decían que levantara el chal, en alto; las voces le decían que lo agitara, que lo batiera, que lo desplegara como una bandera. Rosa levantó, agitó, batió, desplegó. A lo lejos, muy lejos, Magda se inclinó sobre su pancita nutrida de aire, alargando los carrizos de sus brazos. Estaba en alto, elevada, montada en el hombro de alguien. Pero el hombro que llevaba a Magda no se estaba acercando a Rosa y al chal, se estaba alejando, la manchita que era Magda se adentraba más y más en la humeante distancia. Sobre el hombro brillaba un casco. La luz rozó el casco que centelleó como un cáliz. Bajo el casco un cuerpo negro como una ficha de dominó y un par de botas negras se precipitaron rumbo a la cerca electrificada. Las voces eléctricas comenzaron a parlotear salvajemente. "Maamaa, maaamaaa", murmuraron al unísono. ¡Qué lejos de Rosa estaba ahora Magda, atravesando el patio entero, después de una docena de barracas, totalmente del otro lado! No era más grande que una polilla.
De repente, Magda estaba nadando por el aire. Toda Magda viajaba por las alturas. Parecía una mariposa posándose en una hiedra plateada. Y en el momento en que la redonda cabeza con plumitas de Magda y sus piernas de lápiz y su pancita de globo y sus brazos en zigzag se estrellaron contra la cerca, el rugido de las voces de acero enloqueció, apremiando a Rosa para que corriera y corriera al punto donde Magda había caído en su vuelo contra la cerca electrificada; pero por supuesto, Rosa no las obedeció. Sólo se quedó parada, porque si corría, dispararían, y si trataba de recoger las varas del cuerpo de Magda, dispararían, y si dejaba escapar el aullido lobuno que trepaba por entre sus huesos, dispararían; así que tomó el chal de Magda y se llenó la boca con él, la rellenó y la rellenó hasta que se vio tragando el aullido lobuno y probando la profundidad de almendra y canela de la saliva de Magda; y Rosa se bebió el chal de Magda hasta que se secó.



martes, 25 de marzo de 2014

"Las medias del poeta", una lectura súper recomendable de Lourdes Landeira sobre un cuento de Rodolfo Rabanal, marzo de 2014

LAS MEDIAS DEL POETA

Ser extranjero no es una cuestión de lenguas y territorios.
Ser extranjero es estar lejos de tu propio deseo.
Hernán Ronsino  - Lumbre

Hay distintos tipos de excepcionalidad en Las medias de Astrid. Ya en el título, el nombre remite a algún tipo de extranjería. En la primera línea, una aldea contiene a todo el mundo. Lo excepcional, lo no frecuente, en una de sus acepciones. Pero  las cosas pueden mezclarse cuando lo infrecuente se convierte en mandato y, por repetición, se vuelve costumbre. Sin embargo, lo habitual no siempre es sinónimo de uniforme y puede haber algo único en la mezcla “de jean universales con bombachas criollas”.
Lo supuesto, materializado en la convivencia de  las malas lenguas y un silencio, refuerza la idea de un origen, o una llegada, desconocidos; como un agujero imposible de  ser nivelado y que solo puede ser emparchado con dinero y pactos.
Claro que llegar implica moverse – cabalgar -  y poner a rodar las cartas sobre las que leer el afuera y mantenerlo encendido. Entre el más allá y el más acá, una fusión y un quiebre. Basta una canción en otra lengua, para romper la armonía de un paisaje con olor de adentro.
Nada parece mejor que la imaginación nórdica o la fantasía angloargentina si se trata de llenar ese hueco que conecta el infinito con una profundidad remota. Entonces el amor, o la forma de manifestarse en relaciones, aporta con su fortaleza la posibilidad de transitar. Solo hacer falta creerlo y reconocer lo sorpresivo aun en lo invariable. 
Unas medias transpiradas, un trozo de carne cocido, son cuerpos que vehiculizan historias. Y las perforan entre piernas cruzadas y saques reeditados en butacas fuera de la cancha. Defectos a corregir. Sombras en movimiento. Y la línea delgada en el terreno incluye o deja fuera de juego, según de qué lado haya caído la pelota. El borde de la media, en cambio, duda, se afloja y se hace autónomo a costa de la fragmentación.
Otra vez, las voces calladas hubieran dicho, normalizado, sin sospechar de la sorpresa corriente, sin desconcertar. La línea que separa, ahora, es la de la falta atención, la no incumbencia. Así, lo evidente se enfantasma. Pero, por primera vez, la palabra directa toma voz y propone un intercambio sencillo, concreto, material. Cuando a un tenista le quiebran el saque lo obligan a defenderse, a responder a la iniciativa de su contrincante, a superar la incertidumbre de la dirección del juego. Entonces la sorpresa, por algunos instantes, sorprende, se absurda, se atreve y luego deviene respuesta emergida de pautas ancestrales, de la celeridad de un estremecimiento. Respuesta que es internalizada al hacerse en el afuera. Después de hablar.
Luces y sombras ahuecan y atrapan. La excepcionalidad es ese acto sin argumento, fuera de libreto y de jugadas imaginadas. Nuevo, flamante. Tan fugaz que no había durado ni quince segundos.  Suficiente para desnudar, para colocar fuera del mundo que ahora sin disimulo molesta. Si ese instante pudiera ser dicho, narrado, ingresaría en el entramado del vacío argumental. Quizás esa imposibilidad de decir era su núcleo constituyente. Había sido posible por no haber podido ser imaginado y cualquier relato lo alteraría al tiempo que él mismo ya era invariable.
La palabra se materializa, desafía al silencio guardado y hace transcurrir la historia. Repite. Pero es inútil. El desconocido no volvió a presentarse y si lo hubiera hecho tampoco ella lo habría reconocido. Obliga a seguir buscando. La ilusión de asir lo inasible, el deseo de lo inconcebible vuelto concebible. Todo lo demás es ruido y “sobrevino entonces una discusión trivial”.
También en los poemas de Leonardo Martínez queda escrita la excepcionalidad. Claro, que en otra forma. Ya no es ese relato dentro de otro del cuento de Rodolfo Rabanal. Ya no se trata de la duración de una narración que promete un instante final e inesperado para concluir en que la intensidad radicó en su devenir.  Ahora las siestas y las casas se relacionan con el sonido de Dios y la fugacidad de la mirada en un escenario que se repite y atropella. 
La siesta, lejos de ser plácida, duele incesto. Lo familiar se apoya en miedos. Y como boca grita fuegos  sin poder morder la luna, hasta la muerte. Esa muerte que en la casa se hace herencia y a pesar de todas las barreras, permite la trasmutación a través de un hueco que deja caer la luz y vencer el tiempo.  Sin embargo, el futuro, sin casa donde anidar la desesperanza, puede inmovilizar y ser nada.  No es el ciego quien tiene lazarilla, sino la lazarilla quien tiene ciego; ambos imaginan libertades y comparten cuevas. Dejan de ser ellos quienes no temen a la muerte y elevan sus oídos al cielo mientras tintinean las monedas al caer,  para ser mi padre quien escapa del olor y la mugre prostibularia. Los cuerpos son mercancía y se hacen conocidos con nombres propios - Manuelito, Carlos -  a quienes delatan sus animales atados. El confort se tensa entre la hipocresía cotidiana - la carne nuestra de cada día -  y el todo mañana repercutido en promesas. Entonces, las vírgenes gordas, relampaguean.  El sueño es uno, único, pero aun así, renueva el despertar, desparrama voces y se abisma en el universo internalizado. 
La pregunta sobre si el incesto es la excepción o si lo excepcional es su prohibición flota en el aire, lo peculiar viaja en el viento, mueve las palabras, las recoloca en siestas de verano, embestidas, purificaciones y chispas. Lo que nunca dejó de estar sobreviene, hace que los sentidos se funden. El corazón emerge en lágrima, oscuro, luego de haber sido gota adivinada en la piedra ancestral. La música nos mira, nos está mirando, desde las medias del poeta.
LOURDES LANDEIRA



Texto de Rodolfo Rabanal

Rodolfo Rabanal

Las Medias de Astrid
Para Astrid.K
En la primera época de su residencia en la aldea, todo el mundo convino en que Astrid había sido seducida por la pampa, arrebato espiritual no infrecuente entre nórdicos imaginativos y, al mismo tiempo, un lugar común casi turístico y vagamente romántico que los mismos nórdicos se sienten, a veces, obligados a cultivar. Astrid, una atractiva rubia de unos cuarenta años sumamente juveniles, alternaba los gastados jeans universales con unas bombachas criollas ajustadas a la cintura mediante rastras de plata, calzaba alpargatas negras con suela de soga y se adornaba con un chaleco “estanciero” color habano, de bordes dorados. Su figura elegante y un tanto pintoresca gracias a su atuendo, la volvía entonces inconfundible.
Cuando llegó a la zona vino en compañía de un marido banquero, alemán como ella, que le puso una casa en la playa y volvió a partir. Las malas lenguas comentaron que el hombre le extendió a su mujer un cheque en blanco y partió en silencio. El marido había llegado en busca de clientes para su banco en Suiza pero lo cierto es que no encontró tantos candidatos como había supuesto.
Lo que hizo entonces el banquero fue comprar la casa junto al mar y huir de inmediato, como si los dos hubiesen pactado vivir a distancia.
Una vez instalada, Astrid empezó a cabalgar, a jugar al tenis y a echar las cartas entre las damas ociosas de la comarca. Y esto último cimentó las bases de su reputación. Rápidamente se habituó al asado a la brasa y recibía en su casa cada vez que venían amigos de afuera. Al poco tiempo era ya un personaje distinguido en este sitio que sólo vibra dos meses en verano y después se apagaba alegremente el resto del año.
Una noche de marzo nos invitó a una pequeña reunión. Había un reducido grupo de gente desconocida y media docena de vecinos. La noche olía a jazmines y a césped recién cortado y removido; el asado se hacía despacio en el patio de atrás, protegido por una pared contra la brisa del mar. En el salón se escuchaban temas de otros tiempos: “Fly me to the moon” y “You make me feel so young”, entre otros, entonces supe que Astrid era extravagante y adoraba la nostalgia.
Más tarde, esa misma noche, supe también –y supimos todos– que su extravagancia no se limitaba a los temas bailables de otra época. Todo empezó porque un angloargentino que tiene tierras muy cerca del pueblo dijo que la vida rural enciende en las personas de la ciudad un tipo de fantasías que ellos mismos se rehúsan a admitir. Es como un embrujo, dijo el hombre, y Astrid quiso saber a qué tipo de fantasías se estaba refiriendo. El hombre juntó los labios y puso cara de pensativo, al cabo: “Las relaciones amorosas, por llamarlas de algún modo, son impares, rudimentarias y variadas... Pero muy fuertes”.
A Astrid le pareció interesante y rápidamente, entre risas, todos se pusieron a citar casos probablemente inventados, pero no inverosímiles. Luego, alguien dijo que las relaciones amorosas son siempre mayormente impares y que, por otro lado, no había manera de juzgarlas ya que la intimidad de las parejas es, invariablemente, una verdadera sorpresa.
Cuando sirvieron el asado –en pequeños trozos bien cocidos– Astrid, seguramente alentada por el vino que ella misma estaba tomando y que todos, en realidad, no dejábamos de tomar, contó una historia de su pasado llena de inesperadas precisiones.
La historia empieza siendo ella una muchacha de veinte años a punto de casarse y arranca una tarde calurosa de primavera en Hamburgo cuando regresaba a su casa después de abandonar el gimnasio donde jugaba al tenis tres veces por semana. Vestida de blanco, con una falda muy corta y un simple impermeable echado a los hombros, Astrid tomó el tren suburbano en las afueras de la ciudad y se instaló cómodamente en una butaca para cuatro personas. Con las piernas cruzadas y los ojos puestos en la ventanilla, se olvidó del gentío que la rodeaba y se abstrajo recomponiendo el impacto de sus saques, a los que consideraba todavía algo endebles y poco certeros; dominaba la raqueta pero le pesaba el golpe de altura y su impulso, en ese caso, se asemejaba más al de detener la pelota que al de lanzarla contra el campo adversario. Sus defensas eran mejores que sus ataques, y era eso lo que debía corregir.
Subsanaba mentalmente el defecto cuando, en la segunda estación, un hombre se sentó frente a ella sin que ella, por su lado, lo advirtiera mucho más de lo que se advierte una sombra en movimiento. El, en cambio, no vio otra cosa que las largas piernas desnudas y apenas bronceadas, los jóvenes muslos, la delicada curva de las pantorrillas y aquellos pies, enfundados en unas medias cortas de algodón blanco que no alcanzaban a cubrirle los tobillos porque, flojas en los bordes superiores, cedían hacia los flancos altos de las zapatillas, igualmente deportivas y blancas como el resto del atuendo. La piel rubia de Astrid, tenuemente encendida de sol, mostraba una delicada película de transpiración que la humedecía con un fino fulgor de seda.
Cualquiera hubiera dicho que aquel hombre reflexionaba mirando hacia el suelo como quien no tiene nada más interesante que hacer u observar y se abisma en sí mismo con la cabeza gacha. Según pudo recordar Astrid, era un hombre de unos cuarenta años, vestido de manera corriente y de acuerdo con su aspecto general, un aspecto nada extravagante sino más bien todo lo contrario: anodino y correcto. Tanto es así que, aun en el caso de que alguien lo hubiera sorprendido mirando las piernas de Astrid, no habría sospechado en esa actitud nada desconcertante o suspicaz: después de todo, también esas miradas forman parte del orden corriente de las cosas.
Salvo que, si alguien hubiera prestado mayor atención, habría advertido que el hombre sólo miraba aquellas piernas, recorriéndolas con sus ojos una y otra vez sin que el objeto de su atención fuera desplazado por ningún otro en ningún momento. Pero nadie se tomaba ese trabajo, de modo que nadie se dio cuenta de que el hombre, sin cambiar su posición ni modificar su actitud, se dirigió de pronto a la chica en los siguientes términos:
–No deseo molestarla, pero necesito hacerle una propuesta.
Al principio, Astrid no creyó que le hablaran a ella. Su mente visualizaba la red divisoria y escuchaba con atención el rítmico golpe de las raquetas en una jugada idealmente sostenida donde era ella quien llevaba la delantera. De modo que sonrió para sí como quien oye algo que no le incumbe. Entonces el hombre insistió mirándola a los ojos y ella lo vio realmente por primera vez sin que tuviera el tiempo suficiente para que la sonrisa –sonrisa íntima, pero al mismo tiempo automática, resultado, sin duda, de un perfecto mecanismo basado en la cortesía y en el arte asimilado de agradar– se le desdibujara de los labios. El hombre tenía un rostro de rasgos regulares y una expresión clara en los ojos y le hablaba correctamente. Pero lo que dijo a continuación no parecía tener nada que ver con esa cara:
–Le ofrezco un billete de cien marcos a cambio de esas medias que lleva puestas.
Astrid se sintió tan sorprendida que frunció el ceño como quien hace un esfuerzo para comprender de qué le hablan. Pensó que se trataba de un malentendido y luego, de inmediato, prefirió suponer que era una broma absurda y atrevida y también un galanteo bastante fuera de lo común. Pero este pensamiento atravesó su mente a una velocidad tal que no le permitió sentar una estrategia y desviar la dirección de la propuesta con un gesto o una palabra cuya suficiencia desmantelara la seguridad del hombre. Tan fugaz fue el pensamiento, que en ella prevaleció la actitud primera, la actitud abierta y cortés de su naturaleza, habituada a respuestas limpias y frontales, aunque normalmente amables y discretas. Fue así que se descubrió a sí misma aceptando el trato como quien consiente un juego que no había imaginado nunca, o como quien se pliega a la comisión de un acto insignificante y sin consecuencias. Y entonces se oyó decir a sí misma:
–Muéstreme los cien marcos y le doy las medias.
Y mientras decía lo que acababa de decir, otra voz, la voz más honda y no fácilmente traducible de su conciencia vigilante le reprochaba el escándalo de la transacción, la extravagancia del trato, la ostensible impudicia de aceptar esa descarada proposición. Proposición inocultablemente sórdida y mezquina, lo cual tornaba a la propuesta menos indecente que enfermiza. Sin embargo, una vez más, la luminosa celeridad del reproche había quedado reducida a sombras bajo el vértigo de la acción en que de pronto se veía envuelta. Casi hundida en un perfecto vacío emocional y atrapada en un instante de veleidad sin razón ni propósito, se vio a sí misma interpretando un papel espontáneo en un episodio sin argumento para el que jamás se había preparado anteriormente.
De manera que al mismo tiempo que ella completaba su frase cerrando el trato, el hombre hacía aparecer de uno de los bolsillos interiores del saco un flamante billete de cien marcos. Astrid –casi como para emular esa urgencia delictiva– se quitó rápidamente las zapatillas y aún más rápidamente las medias, y las entregó al hombre quien, de manera impalpable, las escondió en el interior de su saco. Y ella tomó el billete y lo hundió en uno de los bolsillos del impermeable. Toda la operación no había durado ni quince segundos.
Cuando se atrevió a levantar la vista, el desconocido ya no estaba allí. Sus pies lucían desnudos y la gente, sin disimulo alguno, la miraba ahora con un interés molesto y un tanto lúbrico. Se volvió a calzar sintiéndose vejada y escapó del coche en la primera estación donde el tren se detuvo.
Ya en su casa, ni siquiera se atrevió a tocar el billete. En lo hondo de su corazón deseaba olvidarlo, o quemarlo, quemando así el extraño episodio. En algún momento de esa misma noche tuvo la intención de contarle la historia a su amiga más íntima, porque intuía que no tendría sentido hablar de cualquier otra cosa antes de aclarar esa situación que consideraba anormal.
No obstante ¿cómo contarla? ¿Habría que adoptar un tono ligero, como si aquel encuentro (¿encuentro?) careciera de toda importancia? Y si así fuera, ¿entonces por qué no contarlo? Tampoco deseaba que su novio se enterara. Le sonaría absurdo y disparatado, además de indigno.
Se fue a la cama y procuró dormir, pero volvió a construir el momento en el tren, tratando de ensayar las distintas respuestas que hubiera debido dar al hombre, todas exitosas y concluyentes aunque, por cierto, totalmente inútiles porque esas respuestas ya no podrían alterar el pasado.
Antes de dormirse imaginó que le preguntaba al desconocido para qué deseaba sus medias, aunque ella sabía muy bien para qué. Imaginó que buscaba al hombre y lo descubría jugando con aquellas medias, e imaginó –sin poder controlar cuanto imaginaba– que ella se plegaba al juego y que el hombre, después de ofrecerle nuevos billetes de cien marcos cada uno, la dejaba desnuda y la poseía de forma progresiva y minuciosa, de una manera hasta aquel momento inconcebible para ella.
–Ahora –dijo Astrid para todos nosotros, que guardábamos silencio–, debo confesarles que es la primera vez que hablo de esto.
Tal vez la noche de verano, el alcohol y los temas musicales de otros tiempos o quizás el hecho de estar tan lejos de Hamburgo, en un pequeño lugar marítimo y semirrural de Sudamérica la alentaba a hablarnos de aquel modo. De todas maneras siguió hablando y la historia transcurrió de esta manera:
En los días que siguieron volvió a tomar el mismo tren a la misma hora y ocupó el mismo coche que había ocupado aquella tarde, esperando que el desconocido apareciera una vez más. Ahora sentía claramente que alguien –el fantasma de un hombre– había obtenido su cuerpo y esta conjetura la perturbaba y la avergonzaba sin que la vergüenza pudiese en ningún momento sobrepujar a la perturbación excitante que la encendía.
La espera fue inútil porque el desconocido no volvió a presentarse y si lo hubiera hecho tampoco ella lo habría reconocido. Su litigio la enfrentaba a una figuración viciosa que era toda su ilusión, y a un secreto vergonzante y solapado que debía guardar celosamente: el deseo irrefrenable –debió admitir sin poder contener el llanto– de entregarse a desconocidos que le pagaran por un instante fugaz. Pero este sentimiento, enjuiciable tal cual ella lo consideraba, pertenecía ahora a su naturaleza, le había sido revelado en la ordinaria rutina de la tarde de un perverso y llevaba consigo la fuerte atracción que produce todo lo desconocido. La curiosidad la devoraba.
–Yo quería saber –confesó Astrid– qué se siente al vender el propio cuerpo, mi curiosidad me empujaba, como dije antes y, si vamos al caso, todavía hoy me empuja.
Estuve a punto de preguntarle algo que me pareció demasiado íntimo y brusco y entonces me contuve y permanecí callado. Pero, curiosamente, ella interpretó mi silencio o, mejor dicho, la pregunta que mi silencio velaba: “Te puedo decir –comentó sin mirarme– que he conocido momentos extraordinarios”. Entonces quise saber si se sentía feliz, o si esos momentos la hacían feliz. Movió la cabeza manifestando duda y, al fin, murmuró: “Lo poco que sé es que un accidente de quince segundos puede ser suficiente para definir un destino. En cuanto a lo otro, no se trata exactamente de felicidad, se trata de algo más simple, creo. Es el placer, y nada más”.
En medio de un nerviosismo inocultable, sobrevino entonces una discusión trivial sobre los aspectos diversos de la sexualidad en las mujeres y en los hombres, se habló de la influencia del medio en el comportamiento erótico de las personas y hubo mujeres que se atrevieron a competir con Astrid exaltando un presunto aspecto “mercantil” del erotismo femenino. Poco después, mientras volvía a sonar “Fly me to the moon” y empezábamos a irnos, Astrid nos dijo que había sido una noche espléndida pero creo que cada uno de nosotros sintió que se burlaba un poco amargamente de todos y también de ella misma.




"Desmorona", primer poema de Viviana García, marzo de 2014

Desmorona

Los ojos
                  trepan las paredes,
                                      se deslizan,
vacíos
avanzan y acarician,
ascienden, serpentean.
La casa se rebela.
                               Huye,  arrastra
                                                          distancia.
Y los pies no se mueven.
Los cubre la tierra,
en raíces
sin frutos
desde la
 simiente.

Las manos buscan -
 sin temblor,
sin dudas-
                              la lejanía.
Pero la casa se retira,
se escurre, se evapora,
ya no promete.
La luz no la atraviesa,
     sino en penumbra,
la empapa la lluvia,

                    desmorona.

Sin embargo, el sueño fallido
no la engaña.
Renegó de esa morada,
nunca imaginó
cruzar esa puerta.
Hoy,
la ven retirarse en cuencas vacías,
                -siempre lo supo-
al deslizar
lo eterno,
nunca el cambio.







martes, 18 de marzo de 2014

un poema y un cuento sobre arroyos de Gabriela Ramos, marzo de 2014

Una ciudad chica

             Una ciudad chica: mis pasos podían contarla en pocas horas.  En el arroyo Tapalqué las piedras llenas de musgo eran mis preferidas para sentir cosquillas en los pies. A los cinco años ya podía atravesar el arroyo y repletarme de las caricias del musgo.
            Más adelante las cosas cambiaron: podía nadar y sentarme sobre el musgo, cosa que ya no me daba “impresión”.
           
            A los siete, los eucaliptos a los costados del arroyo empezaron a ser mis preferidos a  por sus hojas: al ponérmelas en la boca  y masticarlas servían de caramelo natural. El arroyo era enorme al comienzo. Era el pulmón de la ciudad. Cuando pasaron los años, se hizo más angosto y menos extenso.

            Llegué a Salto de Piedra a los nueve. El agua se deslizaba por las rocas hasta llegar a la presa y yo bajaba y mojaba la cabeza y los pies. El sol era una puerta segura al juego y a la aventura.
           
            Los paseos clandestinos me llevaron a conocer mucho más allá de la ciudad. Pero estos fueron más frecuentes cuando cumplí los catorce. Una serie de sitios escondidos de difícil acceso y también prohibidos.
            Uno de ellos (al que era más sencillo llegar) era las canteras. Empezamos a pasar tardes y noches allí. Por la noche hacíamos juegos, apuestas y siempre había un ganador. Pero dejaron de ser un misterio: prohibidos, aunque en desuso, mucha gente empezó a bañarse ahí. Por aburrimiento seguimos con las bicicletas.

            Las bicicletas primero comenzaron a ser usadas para un paseo breve por un trayecto muy restringido. Luego, la ciudad era completada en sus espacios vacíos por los ciclistas.
            Nosotros nos extendimos por caminos más largos, por el ripio, por la tierra y descubrimos más canteras. No nos bañábamos y siempre teníamos mucho cuidado porque podía encontrarnos el encargado de mantener el sitio limpio de visitantes peligrosos, como nosotros. Más tarde resignamos nuestros paseos a la cantera popular.       Las otras se convirtieron en criaderos de truchas y uno ya no podía bañarse.

            Más tarde aumentó el transporte, entonces las bicis ya no las usábamos de paseo, sino que eran nuestro medio para viajar y encontrarnos. A los diez y ocho las bicis empezaron a ser etiqueta de la clase social a la que cada uno pertenecía: el auto último modelo arrasaba con las distancias y nosotros no hacíamos más que pedalear, explorar, explorar…

            Y entonces ya la ciudad no era chica. Se había vuelto una gran ciudad: del otro lado del arroyo estaba pobladísimo y los lugares prohibidos ya no resultaban tan interesantes de visitar ni tan fácil de llegar.

            Nosotros también habíamos crecimos y ya conocíamos bastante más de lugares secretos.
            A los que no podíamos ir.








Las veces que crucé el arroyo

            Una vez crucé el arroyo,
                        detrás  quedaban estelas
                        y mis pasos  en el barro
            Del otro lado me esperaba un hombre,
                                                                       calvo tieso
            Dos veces crucé el arroyo y sonreí un poco
                        También lo crucé con lágrimas
                                   Y una vez me esperó una mujer a que volviera
            Siempre que crucé, un duende me esperó

            El hombre calvo tieso
                        reía a carcajadas cada vez que yo regresaba al otro lado

            La última vez que crucé el arroyo
                        Me esperaron


                        La vida y la muerte de la mano