domingo, 29 de diciembre de 2013

La cajita de madera barnizada, un cuento de Juan Carlos Pedot, diciembre de 2013

                                                         LA CAJITA  DE MADERA BARNIZADA                           


                Suelo, de mañana muy temprano, caminar por las calles de Ciudad Evita, como un ejercicio matinal, muy recomendado por lo último de la cardiología moderna. Pero ya no sé si lo hago más por gusto que por preservar mi salud. El verdor de los árboles y de los pastos es un remanso para mis ojos. Me encanta respirar el perfume de algunos jacarandes. El aire mañanero  parecería  llenarme de vida. Estoy convencido: la salud no puede llevarse a las trompadas con los gustos. Si la vida no te diera algunas alegrías entre los gustos que uno prefiere, ¿tendría sentido?

                Ciudad Evita resulta una de zona urbana predispuesta a los ejercicios al aire libres. Es una ciudad aeróbica, anticipada 50 años a la problemática del calentamiento global y la preservación del oxígeno. Sus  árboles no son un regalo de la naturaleza, sus bosques fueron proyectados  e implantados por  el hombre. Es una demostración  palpable de  que  se puede ser eficaz cuando pensamos en el bien de los hombres. Meticulosamente, pergeñaron  un pulmón para la metrópolis y su entorno. Agradezco  a quienes diseñaron y trabajaron por esta riqueza para ser aprovechada colectivamente: esparcidos y  amplios espacios verdes. Varios peregrinos de caminatas aparecen de la nada en las soleadas mañanas. La caminata es rutinaria y cada cual  diseña su  propio itinerario, librado al azar. Pocos  coincidimos en el mismo recorrido. Nos reconocemos  amigos de ese virtual circuito, sin marcas que nos identifiquen como tales. Vamos con una única lógica: que no sea ni tan extenso ni tan corto y que, vayas por donde vayas, no encuentres obstáculos, que nadie te cierre el paso..... Habría muchos más recorridos. Y hasta superarían estas condiciones, pero la caminata nuestra es ésta.

                Una mañana cualquiera doblé la calle en una esquina y encontré, en la vereda, plumas de un ave y otros objetos sueltos sin aparente sentido. Entre ellos, vi una copa medio llena de un líquido  ámbar, quizás  vino blanco, encima de una reluciente cajita de madera. Estaba ante las presencia  de un trabajo de macumba. No sé si otros caminantes la habían descubierto,  pasaron de largo y respetaron el mandato maléfico. Ritos afros con cierta acogida por estos lares en estos últimos tiempos. La cajita estaba nueva, era una pena que estuviera allí desperdiciada para el mal.

                Por esa época practicaba asiduamente el ajedrez. Tenía  un juego con las piezas en una bolsita. La caja original del juego, que era de cartón, había ido  a parar a la basura, habiendo ya cumplido con creces sus servicios. Como yo no creo en intencionadas fuerzas más allá de la fuerza del hombre, no soy sugestionable-no creo en brujas, aunque siempre se dice: que las hay las hay- entendí que la lógica de quien pretendía hacer un daño con  el rito de macumba, a mí no me reconocería.  Por más poderoso que fuera el maleficio, a mí no me alcanzaría. Siempre que alguien me ha querido dañar, ha tenido un conocimiento de mi persona y yo de ella, condición que en esta oportunidad no se daba. Por otro lado, tampoco creo merecer que me agujereen los ojos.
                Es más, escamoteando la verdadera intención, era para mí un verdadero obsequio y ameritaba corresponderlo. No todo el mal que se pretende termina en un mal sobre quien uno quiere dañar, ni todo el bien que se anhela para una persona es finalmente  conseguido. Los imponderables a los deseos de buenaventura a quienes queremos son a veces muy esquivos.
 Tomé la linda cajita  y me la llevé a casa.

                Cuando la abrí, estaba  casi toda cubierta de  sal gruesa. Surfeando en ese mar de sal gruesa, como un mar muerto, la foto de una pareja en la playa posaba de frente a la cámara. El varón era un joven de unos 40 años, un apuesto morocho al cual le habían perforado los ojos. Era horrible ver ese rostro sin ojos. La chica, un poco más joven y muy linda. Ninguna de esas personas era de mi conocimiento. Al lado de la foto, una estampita de Sanlamuerte con su consabida calavera. Ninguno de esos elementos por sí solos- el que los eligió sabría- podrían hacer daño a nadie. Juntos, en un rito  como tributo a Sanlamuerte y con el ferviente  deseo vengativo de provocar el mal..., quizás  lograran su cometido Cobrada la venganza, la misma persona, en otro contexto, profesaría que perdonar es humano.  Cuántos de nosotros  no hemos caído en esta contradicción, recitar una cosa y hacer otra. Parecería que estar atado a estos embrollos y discernir -sin acertar o no-sobre el bien y el mal es verdaderamente lo humano, apelando al auxilio de  ayuda o sin ella.


                Tiré la sal en el fondo de mi casa, la tierra debe recuperar minerales para alimentar al césped.

                Lavé la cajita, busqué el juego de ajedrez y me dispuse a estudiar una partida de libro. Cuando terminé, guardé las piezas como se deben guardar. Se cuentan,  se meten al azar en la cajita.  El rey y el peón-solo en un juego puede ocurrir-duermen  en la misma morada. Como no había terminado de estudiar  la partida ya empezada, al otro día abrí la cajita para reiniciar la partida. Y grande fue la sorpresa: las piezas se habían ordenado como para empezar nuevamente el juego. A quien no conoce propiamente el juego se le escurre la belleza de su dinámica. Pero, con el juego inmóvil,  nadie puede ignorar la agradable  armonía de las piezas tensionadas,  alineadas y preparadas en suspenso  al comenzar una partida,  Así, se me presentaron las piezas del juego, como una invitación a la espera de una orden. ¿Sería un mensaje de Sanlamuerte? ¿Una demostración de un poder invisible? ¿Un mandato a no dejar inconclusa una acción ya comenzada?, ¿o una manera de ordenar la vida de las personas como escaques de ajedrez?

                Cuando al día siguiente, antes de ir al laboratorio donde trabajaba, hice la rutinaria caminata, de la macumba no quedaba  ningún elemento, ni rastro de las plumas. No creo que tan rápido la Municipalidad  hubiera limpiado los restos. Es más, seguro fue vigilada y barrida.  No habrá caído bien la injerencia de manos ajenas al interferir prefijados designios.

                Cuando llegué al trabajo, decidí contar mi experiencia  y se armó un verdadero alboroto. A la primera que agarré y le conté lo sucedido fue a la mucama del laboratorio. Se asombró, se persignó y  me retó. Eso no se hace, eso se mira y no se toca, qué coraje ¡No sabe en el lío que se metió! Solté una carcajada ¡No creo en esa cosas! Y corrió a contarles a los demás.
                “El químico no le teme a nada, está loco.”
                Luego tuve que atender al farmacéutico Don Gabriel, por una rutina de control de su diabetes. Me respondió que él creía en Sanlamuerte. Me despistó, ¡un hombre que venía  de la ciencia decía esas cosas! Para mí se trataba de una defección ganada por la superchería. Gabriel agregó que él depositaba confianza en los instrumentos de diagnóstico de la medicina, pero no tanto en la medicación prescrita por los médicos. Tal es así que a las pastillas para controlar su enfermedad las reforzaba con un yuyo-  se llamaba pezuña de vaca, creo-registrada en un supuesto vademécum de hierbas medicinales. Al poco tiempo, su enfermedad se agravó y falleció. A Don Gabriel no le sirvieron ni sus creencias ni la ciencia.

                Una atmósfera rara  me envolvía en los ámbitos donde me burlaba de  este personaje escatológico de Sanlamuerte. Alguien invisible parecía mover los hilos de mi suerte, aunque más creo en la maldad de algunas personas, que en cosas raras. Quienes en algún momento quedaron fuera del camino o fueron desplazados o sufrieron  un mal de amor descargan su resentimiento a raja tabla y eligen la venganza por resarcimiento. Parece de no creer, pero así es. Creo más en eso, que en espíritus malignos que favorezcan a unos u otros. La sola exigencia de un ser superior es  la vigencia de ese posible poder, alimentada con ridículos ritos. Sobre tirios y troyanos, desde las raíces de Occidente, tratamos de jodernos los unos a los otros, apelando a terceros, dioses o semidioses.

                En el laboratorio se instaló,  por un tiempo prolongado, el tema de Sanlamuerte. Me pasaban cosas que  reavivaban el asunto. En ese tiempo se desencadenó una alergia extraña. Alrededor de los ojos, me salió un antifaz rojizo. La aureola roja era acompañada por una picazón insoportable y, cuando la mancha era muy notoria, me daban parte de enfermo para reponerme y evitar contagios. El comentario más notable era la venganza de Sanlamuerte. ¿Vio, Juan?, debería restaurar la macumba.
                Pero eso era imposible, de los elementos no quedaba ni el vino ni las plumas.
Era un hecho, evidencia de esos extraños poderes a los cuales yo tomaba en solfa, no por el personaje maligno a quien no conocía, sino por la credibilidad que alguna gente le otorgaba como  la religión  del mal. Esa afición hacia fuerzas oscuras me irritaba. La foto la había perdido, la sal se sumergió en la tierra, el vino desapareció con la copa. La suerte estaba echada, imposible reponer la macumba. Aunque me creía inmune a semejantes designios estrafalarios, era una rara coincidencia la desventura.

                 Por la alergia me hice una serie de estudios. No era un problema de piel, nunca se supo qué era, pero se descartó un lupus, lo más serio que podía afectar mi salud. Y, cuando los comentarios sobre este enemigo desaparecieron, el rojizo antifaz de mi cara siguió la misma suerte y mi salud mejoró, creer o reventar.
          En esos tiempos  compré una remisería funcionando, con su fondo de comercio y una clientela chequeada. Tenía fe que lo me proponía. Y, para hacerla más rentable, compré algunos autos, entre ellos, uno nuevo, Okm. Para mí el negocio era redondo. Como la mayoría de las unidades eran mías, no había nada que dividir con remiseros. Al poco tiempo comprendí que no entendía el  “metier” de dicho emprendimiento. Al contrario lo recomendable era primero: que los autos no fueran míos. Segundo: el control debe primar sobre un pacto de caballeros entre los remiseros y el dueño, manejo que me superaba. El fracaso fue total: pérdida  de clientes  y coches rotos, al Okm me lo robaron y otras lacras. Como yo seguía trabajando en el laboratorio, ante cada pérdida retroalimentaba el corrillo en mi trabajo a favor de la vigencia de la mano negra de  Sanlamluerte . Desde una simple estampita, como un aura o  una sombra imaginaria, estaba presente donde yo estaba. Este personaje vivía haciéndome zancadillas. Y  más se reavivaba a medida que más se hablaba de él. Parecía un aprendiz de político inflado mediáticamente. Más se instalaba, más demostraba su presencia para el mal. Se  percibía que me envolvía una atmósfera donde,  en el centro, estaba mi cuerpo, acompañado por  una presencia desconocida.


                Fracasos tras fracasos, no puedo atribuir a Sanlamuerte lo que me pasaba. Pero si me lo hubiera topado, le hubiera dicho: Sanlamuerte, dejáme vivir tranquilo. ¿Qué te hice? Con tu poder  y tu credibilidad popular, tu magia no va a menguar  porque me agarré  la cajita para mi juego de ajedrez. Te prometo que les digo a mis compañeros “A partir de ahora, creo en Sanlamuerte”. Así ellos se quedan tranquilos, pues creen  que un desequilibrio se ha producido con mi falta de respeto a lo sobrenatural. Me pongo al servicio de restaurar el equilibrio y que cada uno siga su camino.

                De chico, mi padre me hizo ateo. Él tenía una militancia solitaria, anticlerical, anarquista y fundamentalista ante todo mito o superstición que vagara en los sectores populares.  Si en alguna conversación, al azar y sin ningún motivo explícito, salía a relucir algún mito o miedo hacia una virtualidad malsana, se ponía como loco y les descerrajaba una perorata a los interlocutores. Meditada, elaborada, orientada ridiculizar los fantasmas y sus frutos: la parálisis o el miedo. Se autoresponzabiilizaba  por la tarea  de derrotarlos, un quijote contra las fantasías que aterrorizan a ciertas personas. Se autoimponía  una cruzada contra los mitos. Bastaba que el tema cobrara  cierto cuerpo en una circunstancial charla y, ante el asombro de los presentes, se despachaba con un discurso cuasi religioso de un fundamentalismo a favor de la razón y de la ciencia. Hablaba de los cepos mentales: a las personas  le retrucaba que era una estupidez clavarse un miedo extra a la vida cotidiana, que eso no te permitía disfrutar de su generosidad.

                Con esos lastres, los fantasma, la luz mala, el diablo-creencia en algunas zonas rurales de Mendoza- los adversarios improvisados no estaban preparados para esta puntual plática y a veces quedaban  sin repuestas .Don Carlos-mi padre- demostraba una superioridad de argumentos, que enmudecía al contrincante  más versado: sospechaba que, aparte de considerar a sus opiniones  muy sólidas, yo las  festejaba y compartía totalmente. Había un plus de ensañamiento sobre lo que él suponía  gente sin defensas, propicia a ser manipulada. Presa de otras  fuerzas más cercanas,  prosaicas,  reales, que sacan provecho de vulnerabilidades ajena, Y ese artero artilugio de asustar a débiles sacaba de quicio a mi padre.  Ya dicho


                Me causaba mucha  gracia todo lo ocurrido con esta supuesta “entidad” que circunstancialmente había entrado en mi vida. Lo mío no pasaba de una simple mofa con la gente crédula.

                Aunque todo resultaba demasiado coincidente . Mientras más me preguntaban los otros por mi suerte, más cosas  raras sucedían alrededor. A mí, poco me importaba qué hicieran los malos. Me sentía inmune, mas una atmósfera rara envolvía al laboratorio,  crédulos e incrédulos centraban sus conversaciones alrededor del tema y hasta percibí que a los olores ácidos, típicos de nuestro laburo, se les sumaba un olor que desconocía, como a una verdura putrefacta.

                Debía cortar de cuajo esta circularidad, no podía conceder a los comentarios  la encarnación de mi  mala suerte. Hubiese sido  una renuncia a la postura heredada de mi padre .
                Proseguir con la mofa también era retroalimentar la creencia en la Sanlamuerte. Dudaba sobre  qué hacer.
                 Por otro lado  Sanlamuerte  reavivó la propia comunidad laboratorio. De pronto, sobre el tema, conversaban personas que antes- por una estupidez, por una mezquindad-vivían peleadas, Casi  al unísono, todos advirtieron que las peleas eran pueriles, cualquier sinrazón  debía ser temporaria. La gente se hablaba, comenzaban con Sanlamuerte y terminaban  en cualquier boludez. Quedaba en mí traer de nuevo a Sanlamuerte, cuando los comentarios decaían. Y, sin darme cuenta, afloraba en mí cierto placer.


                 Se me fue creando un sentimientos complicado: yo estaba en el ojo de este remolino de dime y diretes, había adquirido una relevancia no prevista. Pero, en lugar de sentirme víctima de atávicos maleficios, todo el parloteo no me molestaba. Es cierto: yo era el más  perjudicado,. Pero preponderaba el sentirme con un poder que antes no tenía, jugar con la superchería ajena, dominarla, reinstalarla, mofarme de ella, hacerla crecer denotaba un dominio antes inexistente.  En esa atmósfera un respeto distinto hacia mi persona flotaba en el aire. A mi voluntad mejoraba las amistades o agudizaba los encontronazos del grupo donde realizaba mis tareas.

                En realidad yo era Sanlamuerta. Yo, el nacido de la  hermosa cajita de madera barnizada.




Bellos poemas de Pablo Petkovsek, diciembre de 2013

armas de doble filo

El árbol

Verde o blanco
 el viento  decide  su furia
Un ruido a cielo que se levanta y acecha

Un árbol:  presente,
despierto.

Yo
cobijo mis ojos para no ver.



Natatorium I
La pileta es un cuadrado donde descansa mi corazón
A veces como hoy rota sobre su eje y es un diamante
Otra se cierra y es mejor respirar afuera.



Natatorium II
Cuadrado sobre cuadrado
Desplazado
                                   Yo



Natatorium III
Un cuadrado es una suma de fuera de focos
 Encuadre

punto o  señal donde todo sea contorno,
Complicado, pero hay que tratar de ubicar las cosas en el lugar correcto

 Puede ser un cuadro
O el lago pero con montañas para no diluirse




3
Este silencio que no grito es palabras
La suma de montañas y lagos
Escondidas en mi cara
reflejo de vidrio sucio

Pocas palabras como la inmensa cantidad de cigarrillos-silencios
Repetidos
Repetidas
Exhalan aullido mudo

En la comisura de mi cuarto el viento sopla bajito en señal de una tormenta que se avecina



Dos
Hay dos posibilidades
Escribir
Explotar
               entonces, tres

4
A mí nunca me chuparon la pija
Como dios manda
Que es la nada misma
Cuadrado de cuadrado
Un fluir de río que no soy
Estancado en este lago que es mi cuerpo
Rodeado de montañas europeas




One
Volvió Juana, se olvidó los caballos Bersnard de Canadá
Subió a un avión y se fue a ver teatro Noh vestida con kimono de colores rojos
Detrás una horda de locos enfervorizados tirábamos flechas de marihuana en envases de fernet vacíos
Y eso pasa cuando se te acaba el campo y los caballos son ponys con maquillaje blanco.


1
Soy esta loca que sufre por otro bolero triste
El vestido largo de flores
Los álamos
El balcón
La tarde que cae en seis

Porque soy así me prendo un Chester rubio y  preparo una jarra de Granadina
La tarde
repite en historias
Un vuelo que nunca partió


Balcón
Recuerdo lejano en tu balcón,
Cuando traté y no pude (quedarme)
No por vos
No sé por quién
Pero me fui

Recuerdo
El mismo bolero
El mismo cigarrillo rubio
Ahora,
El balcón es montaña 



viernes, 27 de diciembre de 2013

La metamorfosis de Rosario, un cuento de Pablo Cecchi, diciembre de 2013

La metamorfosis de Rosario


En tierras aledañas a Cogh’s Land




            Con Rosario llevábamos más de diez años juntos, cursábamos lo que se diría, la plenitud de una relación en pareja. Nos complementábamos a la perfección, hiciéramos las cosas de a dos o no: las compras en el súper, el orden de la casa, los paseos al río, las salidas con amigos, estábamos en los mismos talleres artísticos, en los mismos eventos, hacíamos pileta juntos, salíamos a correr los domingos a los Lagos de Palermo. Éramos la envidia de nuestras parejas amigas. No nos despegábamos en todo el día.  Culo y calzón. Uno empezaba una cosa y el otro la terminaba. El equipo perfecto, contra viento y marea, ni Batman & Robin o Scooby Doo y Shaggy pudieron jamás haber soñado en igualarnos. Ella era la mujer perfecta, sinceramente, y se los digo con una mano en el pecho: una persona tremenda, carismática, alegre, simpática, sin rodeos, del mismo pétalo de la belleza divina, personificada en un cuerpo terrenal. Una figura curvilínea, esbelta, pechos, trasero, cinturita, ¡qué cuerpo, mi dios! Deseada por quien se topase con ella. Hasta las mujeres se daban vuelta al verla pasar. Con eso les digo todo. Una súper mujer, con muchísimo encanto. Y  qué mirada, te clavaba los ojos y te enamoraba instantáneamente. Una mujer como las de antes, preciosa, como las divas del Hollywood de los ’40: Greta Garbo, Marilyn, Ingrid Bergman.
Y sus gustos, ¿qué decir de ellos?, eran de lo más adecuados y diversos, no había quién se sintiera incómodo. Si era Rosario quien tenía que elegir la comida  qué ver en la tele, nunca dejaba a nadie disconforme, porque justamente trataba de satisfacer a todos por igual. Tenía muy lindas preferencias al vestir, todo, absolutamente todo le quedaba bien. A l comer, se cuidaba y, cómo lo hacía, pero claro, también se daba los gustos en vida. Solíamos darnos algún que otro panzaso en el restaurante “La placita”, en Plaza Serrano, con abundantes platos de pastas caseras plagados de potentes salsas inigualables; o una buena parrillada con dos porciones de fritas en “Don Quijote” y flan de postre para compartir. Su oficio, fuera de su famoso empleo de periodista cultural de afamadas magazines, tenía la propiedad de ser inclasificable, debido a la gran gama de dotes de su talento. Muy buena fotógrafa, actriz, poeta, pintora, modelo, deportista (varios lo afirmábamos), y tranquilamente se podría haber recibido de arquitecta, abogada o médica en menos tiempo del que exigen esas carreras. Tenía conocimientos en variados ámbitos de manera innata. Me olvidé de sus chistes, eran únicos, por su material y originalidad. Y  cada vez que los contaba, les propinaba un ingrediente nuevo, inigualable, con un distintivo único. Quien lo escuchaba no se olvidaba de ellos jamás. Su sentido del humor se acoplaba en todos los encuentros, fueran con la gente que fuera. Podíamos estar tanto en la villa más pobre de todas como en la mansión más paqueta y ella acertaba. Sonreía siempre: ante la tormenta, la desdicha y la intolerancia. Veía más allá de todo inconveniente. Disfrutaba del estar viva. Todas estas cosas que les relato son ciertas, pueden preguntarle a Susana Fitere o a Adriana Roisman si no me creen, ellas fueron sus mejores amigas, sus amistades desde chiquitita. Rosario siempre estaba ahí para ayudarlas, cuando cualquiera de las dos necesitaba una mano, en lo que fuera, Rosario estaba allí, no fallaba.
Pero la vida con mi novia, nuestra relación les quiero decir, tuvo un antes y un después: esa persona hermosa, adorable, cariñosa, sin igual, sufrió un vuelco inesperado, del que nunca logró salir. La mano oscura del hermetismo nubló poco a poco su mente y, en especial, su corazón, su hermoso corazón. Creo que fue después de las fiestas del año 1986, cuando, por primera vez en mi vida, la noté distante, reacia a hacer sus cosas, a conversar. Su sonrisa ya no tenía su esplendor y su frecuencia. Su alma, primogénita del arco iris, abandonaba su cuerpo y yo desconocía el motivo. Eso era lo terrible. Eso era lo peor del flan.

             Dejó de ver a sus, amigos. Dejó de ir a lo de Sussy y a la hermosa casa rosa de Adriana. Por aquellos días le ofrecieron las mejores notas y entrevistas para hacer, en diversos medios reconocidos, nacionales e internacionales, pero ella no respondía los ofrecimientos. Corrían tiempos realmente grises. Fue otro cierto y peculiar día cuando noté una preocupación potente y oscura en su mirar, la veía pasar horas frente a la computadora, objeto que ella jamás había tocado. Todo el día en la cama, o frente a la heladera, sacando cosas y más cosas. Irradiaba la melancolía misma y resultaba imposible develar su malestar y quitarla de ese podrido hueco del averno. Con el televisor, le ocurría algo similar: sola frente a él, por horas, los chimentos del Dr. Fernández eran los más requeridos por su saber. Imperdonable. A todo esto, yo atinaba a decirle cosas como: ¿Por qué no estudias algo, Rosario?, ¿viste lo que te compré ahora? O le ofrecía salir a caminar, como solíamos hacerlo. Ella no respondía, muy de vez en cuando lo hacía, aunque con monosílabos y de manera muy cortante. Parecía un animal, su diálogo era nutrido en bufidos, quejidos, resoplidos. Todo esto me ocasionaba un profundo malestar, tan insoslayable como su melancolía.

            Y el gran reloj de arena seguía sumando granitos. Y  mis días de oro con ella parecían haberse ido en una vida anterior. Entonces resultaba que su gran hobby era eructar como un camionero bestial y su figura era la de tal: había engordado alrededor de 20 kilos en unos pocos meses. Estaba harapienta, descuidada y no se bañaba nunca, estaba perdiendo mucho pero mucho pelo, incluida  una incipiente calvicie a la altura del remolino. Todo esto era  impasable para un joven de la high society, empleado de banco, como yo. Y más- se imaginarán- para mi familia, una familia de bien, de nombre, del barrio de Belgrano R. Su boca, cuando no improvisaba algún gas, emitía las groserías más terribles concebidas por la mente humana. Y yo era su objetivo predilecto, su presa, su único destinatario. Puesto que ya nadie nos pasaba a visitar por casa. “¡Putita!” me gritaba, porque, claro, hacía todo lo que pedía, sumado a mi tan agraciado estilo femenino de ser. 

            Eso no era nada. Cierto día de abril, en el comienzo del otoño, yo regresaba de la Universidad y, al llegar a casa, noté un fuerte olor que me produjo unas interminables náuseas. Entré rápido. Cuando llegué a la habitación y, al ver lo que vi, pegué el grito al cielo:

-¡Rosario! ¿Estás Bien? (Se enteraron hasta los del otro
barrio).

           Y sí, ahí la encontré, postrada en la cama de dos plazas, como un gran reptil, un lagarto terrible, ¡un dinosaurio!, ¡oh, no! Mi dulce novia, mi pequeñita hermosa transformada en un ser amorfo, gigantesco y horrible. No lo había notado en esos días o, más bien, no había hecho caso de los tremendos cambios que operaba su cuerpo. Puesto que uno no percibe la degeneración de alguien si convive con esa persona. En esos días, los músculos se le habían deformado y supongo que también sus huesos. Se había estado hinchando muchísimo y presentaba protuberancias ( o, más bien, cráteres) a lo largo y ancho de su horrible cuerpo de elefante o reptil, no sé. Era algo inclasificable. No era una persona, era un ente al mejor estilo cuento de Lovecraft.

         Entonces no lo dudé y salí corriendo de la monstruosa escena, en busca de ayuda. Encaré primero por Manuel Ugarte. Estuve alrededor de veinticinco cuadras, creo, dale correr, sin detenerme. Y no es broma, con el corazón en la boca, estallaba todo mi cuerpo, hasta que di con Ricky Fournier, el almacenero de Quesada y Crámer:

-Ricardo, necesito urgentemente su ayuda (jadeando, nunca había corrido tanto, no les miento). 
-Estebancito, ¿qué es lo que te anda pasando?
-Es mi novia, vamos a casa, es algo monstruoso, ayúdeme.
-Estoy ocupado ahora la verdad, m´hijo. ¿Por qué no venís a verme al local mañana tempranito?

            Estuve algo más de una hora hablando con el hombre, contándole de la tremenda situación, mis ojos lagrimeaban por un poco de ayuda. Ceo que  eso l logró convencerlo y los exasperantes detalles de la historia.

            Armados hasta los dientes con los ítems más bizarros (una brújula eslava, 15 cabezas de ajo, un libro de origen dudoso con el símbolo del fuego maya, un cuchillo de carnicero y agua bendita entre otras cosas) nos fuimos con Ricky, a bordo de un taxi Peugeot 504, en dirección a mi casa, el hogar del entonces monstruo.

            Cuando llegamos, algo había cambiado rotundamente. E s decir, en el interín  pareciera que fuerzas de la naturaleza primigenias y olvidadas en este mundo se hubiesen peleado por la posesión de Rosario y de la casa entera. El cuerpo de la mujer se había agrandado de tal manera, que ya ocupaba toda la habitación. Tuvimos que entrar en puntas de pie, para no tocar ese pesado e inclasificable cuerpo, en permanente contracción-expansión a lo largo de la pieza. Su piel había tomado el tinte yerba mate y, de las protuberancias, salían s líquidos viscosos, espesos y de los colores más raros y repugnantes. Del olor, mejor no  contarles.
Entonces, Ricky, que se asemejaba curiosamente al exorcista de la película que lleva ese nombre, alzó con firmeza la brújula eslava en su mano izquierda y abrió el extraño libro con la derecha (de una forma sumamente hábil). Lo abrió en una hoja en particular, y, mirándolo fijamente, recitó las palabras  ( supongo, en un idioma antiguo) sin siquiera mirar al monstruo amorfo. Fue ahí que Rosario perdió de manera definitiva el conocimiento y, unas horas más tarde, su agonía terminó.

Jamás la olvidaré Una figura curvilínea, esbelta, pechos, trasero, cinturita, ¡qué cuerpo, mi dios! Deseada por quien se topase con ella. Hasta las mujeres se daban vuelta al verla pasar. Con eso les digo todo. Una súper mujer, con muchísimo encanto.  

martes, 24 de diciembre de 2013

Cajón de piedra azul, un cuento de Horacio Intorre, diciembre de 2013

CAJÓN DE PIEDRA AZUL
Hace dos meses me separé de Claudia, después de diez años de matrimonio, con brillos y sombras. Mi dependencia del whisky fue en aumento, hasta que Claudia no lo soportó más y me pidió, con dolor en la voz pero con firmeza, que me fuera de la casa y la dejara sola.
     Su mirada perdida en un punto infinito y su rostro pálido y sereno.      La comprendo bien, el alcohol me pone violento, mi rostro toma un aspecto vil, la convivencia se hace insoportable, ella no se lo merece.
     Amo a Claudia, la conocí cuando ella tenía diecisiete años y yo diecinueve. A l año nos casamos, éramos dos chicos aún, con todas las ilusiones por vivir. Claudia con su pollerita corta multicolor, sus piernas delgadas y contorneadas, siempre bronceadas y brillosas.
    Estoy en mi habitación con  el vaso de whisky pegad0 a mi mano, sombras danzan  alrededor, un coro recita letanías a mis oídos, mi cabeza es un tamboril sin ninguna melodía, un revoltijo de ruidos y visiones que se entremezclan sin orden ni prioridades. El calor es insoportable, mi cuerpo se asemeja a un volcán a punto de erupción. Me doy una ducha, el agua está tibia y alivia un ápice el calor. E l espejo me devuelve una extraña imagen, no me reconozco, tengo grandes ojeras. La mirada de vidrio, estoy flaco, creo que perdí varios kilos, mi rostro demacrado, mis pómulos salientes como rocas en una montaña. Me dejo caer desnudo sobre la cama, como si fuera un lago de agua clara y fresca, enciendo el ventilador. Desde la ventana, me llega un aroma a pasto mojado, cabalgo  sobre un bravo potro negro, por campos verdes llenos de flores, lagos y montañas, bandadas de aves sobrevuelan mi cabeza desenfrenada y avariciosa. Sigo en mi cama sin poder moverme, mi cuerpo parece un conjunto gelatinoso, pegajoso, vomito mi angustia sobre el parquet, las paredes se acercan cada vez más, hasta que quedo encerrado
                   en un cajón de piedra azul.
         Creo que bebí demasiado, vacilo al caminar como una marioneta, me coloco el mp3 en los oídos y escucho música para relajarme. Me siento sobre el sillón negro, cierro los ojos, los brazos del sillón me abrazan con la fuerza de un oso, el vaso cae de mi mano, un grito de estupor sale de mi boca amarga y reseca, es solo imaginación, me relajo. ¿Cuánto tiempo he dormido? Es noche, la casa está en sombras, me siento entre nubes de vapor, el cuerpo sudoroso y flácido.        
    Busco en el pantalón, un encendedor. Para encontrar la llave de luz,  titubeo en la oscuridad,  tanteo  como ciego cada paso del camino.
    Siento hambre, me preparo un bife con ensalada, la comida sabe insulsa como si comiera un pedazo de cartulina, es culpa de la bebida. Las flores de balcón están resecas. Tanto calor y me olvidé de regarlas. Les echo agua y al rato están erguidas y brillantes regalándome su aroma sin rencor.
      Quiero llamar a Claudia, pero no me animo, mi mano  se detiene ante el teléfono. A hora todo mi cuerpo tiembla, la tormenta esperada no llega. Mis ojos en blanco parecen querer saltar de sus órbitas, respiro hondo varias veces, aunque no hay aire aquí.
       Claudia aparece con un vestido negro largo, es una reina, su cuello delgado,  con una gran cadena de oro, sus hombros desnudos, su negro cabello cae hasta su cintura, está lista para que vayamos al casamiento de su amiga Gladys, una chica rubia con rostro de niña. La cama  húmeda por mi sudor, el ventilador sirve de muy poco. Busco el número de teléfono de Andrea, unan prostituta que suelo frecuentar en mis noches de borrachera. Andrea es exuberante, voluptuosa y a la vez tierna y confidente, sus ojos negros brillan  en la noche.
    Al día siguiente me siento una basura, , solo el simple goce de un salvaje animal, la piel ajada como el alma, los ojos llenos de sangre, un despojo, me lavo la cara y salgo rápido a la calle. Necesito tomar aire, la mañana es luminosa, el sol a pleno, un poco más fresco, los gorriones saltan  de rama en rama, buscan su alimento, n, los niños despreocupados juegan a la pelota, no hacen caso del sol ni del calor, son como los gorriones. El perro del vecino se acerca a saludarme, se para en dos patas y lame mi cara, pálida y cansada, lo acaricio y continúo mi camino. Presiento una sombra a mi lado izquierdo, una presencia, no hay nadie, solo la percibo. Me siento en un bar y pido un café con tostadas, el mozo- un muchacho muy joven y delgado- me atiende con una sonrisa franca, me cuenta que vino hace un mes de Chaco y que estudia en la facultad de derecho, es un chico muy agradable e inteligente. La sombra sigue a mi lado, tengo que dejar de beber, me estoy volviendo loco, voy a buscar ayuda. Ya no quiero esta vida p, moviéndome como beduino en el desierto, alucinado entre espejismos de lagos y manantiales
     Voy a ver a un grupo de alcohólicos anónimos, llego casi sin fuerzas. Me recibe una señora regordeta y mofletuda con rostro juvenil  y mirada penetrante. Es muy cordial, todos me reciben con alegría y respeto, me resulta aliviador saber que no soy el único con este problema, La señora regordeta de rostro rojizo me pide que me presente y cuente mi historia. L o hago con dificultad, jamás hablé de mi problema con nadie y mucho menos con desconocidos. Mi voz  es trémula, vacilante, no hilvano bien las ideas, me comprenden, luego escucho a otros hablar y me calmo. Un hombre de mediana edad y cuerpo atlético, con grandes bigotes negros, toma la palabra. Es muy locuaz y confiable, me agrada escucharlo.
     Salgo de aquel lugar, estoy reconfortado, parece que los árboles fueran más verdes, más brillantes los colores, la gente más amable, el sol brilla como nunca antes lo vi.
     Regreso a casa, tiro todo el alcohol en el baño, juro no volver a beber en toda mi vida.-una duda me atraviesa- continúo con la última botella.
     Hoy es el primer día en que no bebo una sola gota de alcohol. E s duro pero me contengo, hago mil cosas al día para no pensar en beber. Mis ojos recobraron sus brillo y mi rostro tiene color rosado,  mis flores me dan la bienvenida con sus colores rojos, verdes y amarillos y su especial aroma matinal.  El sol entra sin permiso por la ventana e ilumina la habitación.
   Llamo a Claudia, le cuento mi decisión de dejar de beber, ella dice –me alegro por vos- pero su tono es distante, frío como una serpiente a punto de dar muerte al desprevenido ratón. No debí llamarla.
     Preparo un café, me siento sobre el sillón negro a escuchar música (lúcido totalmente). De pronto la habitación se oscurece. En pleno día el sillón me abraza, cientos de sombras se mueven en la oscuridad, mis pelos se erizan, mi cuerpo tiembla, no puedo respirar. Y grito Claudia, Claudia, Claudia.
  

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viernes, 20 de diciembre de 2013

El imperio de la vid, el sol y los olivos, por Pepe Carvalho

EL IMPERIO DE LA VID, EL SOL Y LOS OLIVOS

Vinos Vesubio y el sol. Los mejores del imperio romano. Las calles prolijamente armadas con pisos de roca, las viviendas todas de rocas y hermosos jardines. A la vista, la casa de los Berssucco y los Betis- Antonio y Ana- cerca del monumento a Júpiter y entorno del Odeón, gran teatro público en la misma cuadra del prostíbulo.  Enfrente,  la casa de citas -las prostitutas más difundidas del pueblo-, el local de “ Perfumes Betis”, con esencias de olivo- conocidos en todo el imperio- y, más allá, en las calles, los papiros en las paredes aún muestran la democracia pompeyana. Desde eses papiros, pedían el voto para sus clientes más conocidos “Votar a Cayo Betis para delegado municipal, es un buen ciudadano. El mejor para el cargo público”, recomiendan las chicas de Elsa.
 Durante una semana, temblores de tierra dispersaron cenizas del volcán, hasta que ese día de agosto, el Vesubio se cansó de avisar y alertar. La ceniza se convirtió en fuego y muchos de los 25.000 habitantes  se salvaron huyendo. 2500 fueron atrapados por la lava hirviente y quedaron  como testigos del hecho congelados durante 2.000 años. Permanecieron así,  en la última posición adoptada ante la explosión terrible.
 Hoy se puede recorrer la zona, degustar la vid y las aceitunas que todavía crecen, dignas como el mejor ejemplo de la riqueza que bordea el Vesubio. Ellas esperan aún  que Don Antonio vuelva acariciarlas. ¡Él no volverá! Pero los nuevos visitantes, vestidos con diversos ropajes de turistas, sí lo hacen.
Y volvió la vida al pueblo de Pompeya, cada mañana, con el sol como protagonista del acto central; con los vientos que llevan las nubes de aquí para allá. Y, cada tanto- como siempre-, llueve. Se recrea así el acto maravilloso de la vida. Qué hermosa ciudad, no existen casas altas, no hay luces de neón. Esta muestra de aquel mundo no es una postal, es tan real como el futuro, como el deseo. El  milenario cartel  aún indica
                  “Los carruajes deben respetar el paso del ciudadano”.
En algún rincón entre las piedras, el espíritu de Antonio recuerda la última copa degustada.


2/11/13                                    el JONY del Monte de ROBLES

jueves, 19 de diciembre de 2013

De viaje, un poema de Jazmín Cañete, diciembre del 2013

De viaje

En mi cartera,
con cielo de estrellas
y tambores
                                de risas lejos,
            apagaron el fogón
de nuestra primera noche.

La manija,
 una espinita en mi amígdala;
            Le cantaste
tres horas calurosas
 madrugadas en  guardia,
así no lloraba.

En el bolsillo interno,
mi mechón de pelo anaranjado
“de cuando era pura estática”,
            dijiste,
antes de dormir a tu lado.

Por un agujero del forro
escondo las fotos
            donde parecemos hermanos
y tus lágrimas en cautiverio.

Tu invitación al Planetario
en una solapa,
Júpiter se acercaba
y no pudimos verlo:
            llegaba la tormenta.

Tres besos fríos,
dos regalos olvidados
y un bretel más abajo
                    se traba el cierre;

se escuchan los fogones
donde tus cuerdas
callaron el canto,
            llueve,
me pongo la cartera

            y te dejo.  

lunes, 2 de diciembre de 2013

La abuela, por Viviana García, diciembre de 2013

LA ABUELA

Lo dominaba todo.

La recuerdo alta y erguida. Las trenzas sobre su cabeza tejidas en hebras del alba. Por la tarde, se deslizaban hacia la espalda. Caían, entonces, como cataratas de cabello, hasta la cintura. Luego sus manos volvían a tejerlas y encaramarlas sobre la coronilla. Quiso la muerte encontrarla sin su escudo y, unos días antes, unas tijeras frías y ajenas, indiferentes a sus lágrimas, las cortaron. Se repitió así la historia de Sansón y, despojada, murió de cabellos cortos, desconocida, distante.

Antes, había dirigido la familia con mano segura. A los cuarenta y ocho años la vida le había dejado la cama vacía, cuatro hijos y unas cuántas deudas. Cosió, resignada a sus deseos y sus angustias, los ató con cada hilo, inmóviles, en la tela y siguió adelante. Fue modista y sombrerera. Y así entregó sus dones a otras. Ellas los portaron sin adivinar el dolor y la soledad, pero también la firme determinación que los atravesaban.

La abuela había sido muy hermosa. El sol se demoraba en los reflejos de sus rizos claros. Los ojos grises, pequeños y alegres, dejaban adivinar una inteligencia fuera de lo común. Reían casi siempre, pero  la furia los transformaba. Se volvían dos bolitas, frías y duras como el acero, capaces de hacer callar a cualquier hombre y hacer derramar lágrimas a cualquier mujer. Hacia el final, la vida la había ablandado un poco. Le restó altura. También le deformó las manos. Sin embargo, con la aguja de crochet, recobraba el vuelo. Pinchaba el tejido con precisión y pescaba las lanas azules, anaranjadas y amarillas. Fruncía su entrecejo en interminables colchas para sus nietas.


Fue actriz de nacimiento. Las canciones de la zarzuela eran arroyos frescos de voz y se derramaban ante la mirada asombrada de sus amigos del barrio, allá en Madrid. Estaba a punto de alcanzar su sueño, ya con un pie en la compañía de teatro, cuando la autoridad de su hermano mayor le cortó el hilo. La embarcó, sin más trámites, para “la América” con una valijita y una carta de recomendación. Por estas costas la esperaba, como a una promesa bien tejida en el país natal, mi abuelo, acreedor del premio, sólo por su amistad con su futuro cuñado.

jueves, 28 de noviembre de 2013

La Crecida, un cuento de Diego Soria, noviembre de 2013

La Crecida


 La crecida ha empezado a filtrarse por debajo de la puerta. Ahora entiende: es tiempo de abandonar la casa. Afuera, el pequeño bote cabecea las olas, atado a un muelle que ya no se ve bajo el manto marrón del río.
Pedro arranca el pequeño motor. No sin esfuerzo se aleja de la costa.  Poco a poco remonta el río como una cuña de madera contra la corriente, da saltitos entre las olas río arriba, hacia el refugio de prefectura. Más adelante, el agua zigzaguea y se funde con el gris del cielo.
Un día como este, la crecida se llevó a su familia y a parte de él también. Desde entonces, solo acepta la compañía sonora del motor. A regañadientes, viaja al refugio. Aunque podrá comer, también piensa en el encuentro con los habitantes del pueblo, a quienes detesta, pues nunca le dieron una mano. Y, en estas ocasiones, se muestran más hipócritas que nunca. Pedro comienza a extrañar su soledad de pescador costero.
Al fin, el refugio se empieza a recortar en el horizonte, hasta llegar a los muelles, donde Pedro desembarca y ata firmemente su única posesión.
En el refugio los movimientos son intensos. Los prefectos corren de un lado a otro, aprestan las lanchas y los salvavidas para ir al rescate de los isleños. Nadie repara en Pedro, todos lo conocen. La radio atrona órdenes y contra ordenes hasta que, al final, todos se suben a las lanchas. Algunos remontan el río y otros lo hacen rio abajo. Pedro queda solo, a las puertas del refugio, mientras la lluvia cae.
 Es lo que resta de él: un flaco esmirriado de unos 70 años, pelo ralo y barba blanca, pantalones raídos y musculosa celeste desteñida por el sol. Contempla cómo el rio se devora la costa y arrastra todo a su paso.
Pedro abre la puerta del galpón, huele a humedad. El lugar es grande, hay menos cien camas simétricamente dispuestas desde la puerta hasta el fondo, donde la luz mengua su intensidad. Hacia  allí camina, deja sus zapatillas al pie de la cama y se recuesta a escuchar la lluvia caer.
El río da, el río quita.
La puerta se abre de golpe, las voces de quienes entran presurosos reverberan en el  lugar.
-¡Carajo!, ¡qué fin de semana! –dice Alberto empapado cuan largo es
-¡Bueno, Albert! -reprocha su mujer, Sandra-, ¡al menos, estamos vivos, che!, mientras acomoda sus voluminoso cuerpo en una de las camas
Alberto baja la vista y se sienta en otra de las camas, Pedro oye desde el fondo, algo aturdido pero curioso. Los recién llegados no advierten su presencia.
La puerta se vuelve a abrir, Adrián, amigo del matrimonio, entra insultando al aire.
-¡Vos también calmate, che! –dice Sandra-, el barco tiene reparación. Y, con la guita que ganás operando en Estados Unidos, te podes comprar tres iguales si querés.
Adrian no responde, se siente humillado, al final dice:
-Bueno, bueno, tenés razón, pero uno viene de vez en cuando y la quiere pasar bien. Este país siempre igual, todas decepciones.-Adrián mete sus manos en los bolsillos de su pantalón náutico. Afuera las ráfagas de viento son intensas.
-Por qué no llamas a Anita, Sandra –dice Alberto-, avisale, estamos aquí para que no se preocupe.
Sandra busca el celular en su bolso, su enorme cuerpo se mece en el borde de la cama, Alberto piensa en un escarabajo boca arriba. Adrián la mira a través de los lentes negros y molduras doradas. Pedro parece invisible, no lo han visto. Él, camuflado en la oscuridad, escucha entretenido a los extraños.
-Estas cosas se manejan distinto allá, viste –Dice Adrián-, el primer mundo tiene otro nivel, mirá aquí –señala con las manos- cómo se gastan los recursos en ir a buscar a estos muertos de hambre a las islas.
Sandra, finalmente en pie, se separa un poco del grupo, gesticula a su interlocutor, sus palabras llegan como olas: río, crecida, marrón, refugio, prefectura.
-¿Cómo es allá, Adrián? –dice Alberto, quien revive desde el silencio.
-Bueno, mirá, por empezar la guita se utiliza de manera útil –dice inflando el pecho Adrián, regocijándose de poder llevar luz a la noche del tercer mundo. La ayuda no es para todos, solo para la gente  útil, ¿entendés, Alberto?
Alberto asiente como niño obediente.
-Allá –sigue Adrián- el ejército sale a la calle, como en el último tornado, lo habrás visto en la tele. 
-Sí, sí, algo vi –dice Alberto gesticula como quien minimiza una situación.
-Bueno, los más afectados fueron los más pobres –dice Adrián  y acentúa con admiración cada palabra. Eso es proteger lo importante, a los que nos rompimos el culo estudiando para poder pertenecer a ese mundo.
-Bien que te educaste aquí… -reprocha Alberto.
Adrián se queda en silencio, mira fijo a Alberto, quien se dibuja en los cristales de molduras doradas. -Eso es porque… -empieza a explicar Adrián cuando Sandra lo interrumpe con noticias desde el celular.
-Ya están viniendo…
Alberto le tira una mirada furibunda a su mujer.
-¡Bueeeenooo! Perdón –dice Sandra ampulosamente.
-Seguí, Adrián –exige Alberto.
-Bueno, lo del estudio es relativo, ¿sabes? –Dice Adrián-, Allá eso no importa,  importa  que te dan herramientas para lograr tus sueños, ¿entendés?, vos deberías irte de este basurero -sugiere Adrián mientras se percata del charco de agua  filtrado desde sus ropas.
Sandra asiente entusiasta, como si no fuera la primera vez que habla del tema.
Pedro ya no puede dormir, las noticias del mundo más allá del río lo tienen impresionado.
-Además, Albertito tenés seguridad, hasta podes hacer justicia por las tuyas –dice Adrián al borde de la euforia.
Alberto está petrificado, Sandra se entusiasma cada vez más.
Adrián se saca los anteojos por primera vez. Los cuelga en uno de los bolsillos de su náutico, se adelanta unos pasos para terminar sentándose junto a Alberto, tose un poco. Sandra, sentada sobre la cama de enfrente, se acerca, presiente que se va a contar algo importante. Pedro gira levemente la cabeza para no perderse lo que se va a decir.
-Mirá, Albertito –dice Adrián con voz grave-, la semana pasada, en pleno huracán estaba en mi mansión, cuidaba que no se me rompiera nada, puse tablones en las puertas y lo que se suele hacer en estos casos. Entonces,  lo vi.
Adrián hizo una pausa, un hilo de agua empezaba a filtrarse por debajo de la puerta.
Una mano –gesticula Adrián  y señala el fondo del refugio- ¡Una mano negra!
Alberto y Sandra abren la boca en forma temeraria.
-Un refugiado, un “homless” como decimos allá –Adrián olvida su pasado en Montechingolo-, trata de entrar a mi casa. Llamo al 911 y no me contesta nadie, entonces, cuando el estado no está para ayudarte voy al escritorio del estudio.
-¿Llamas alguien más? –dice Alberto.
-¡No, Alberto! –dice enojado Adrián, acompañado de la indignación de Sandra.
-¡Saqué el arma! Albertoooo, ¡justicia instantánea! -Adrián apunta con el índice. Saque el arma, me acerque al ventanal y le apunté.
Pedro no daba crédito a lo que escuchaba.
-Ya tenía un brazo dentro –continuo Adrián-, amartillé el arma y…
La puerta se abrió de golpe, Anita apareció como traída por el viento, los pelos revueltos, la acompaña una voz nasal. Hubo abrazos, retos, “nomeavisasteantes” y una salida tan intempestiva del refugio como cuando habían llegado.
De los visitantes, solo quedaron los charcos.

Pedro se incorporó de la cama, caminó hasta la puerta entreabierta, la empujó; afuera no había nadie, solo la radio daba órdenes, en el río marrón  solo flotaba su pequeño bote.

martes, 26 de noviembre de 2013

Poemas de Gabriela Ramos, noviembre de 2013

El viento de Aquiles

Aquiles corre
            tropieza,
                        patean piedras
            zambullen el río
            entierran eso en la arena
Sísifo tira de la cuerda
            y la piedra pesa más,
            ruedan y se traban
            la espalda de él, se desarma
            como un modelo para armar
El gato gris entre los nidos
             enciende, se encoge
            y los pájaros vuelan
El viento y los nidos,
los gatos, los ríos, los pies en la arena,
Las cuerdas, la espalda de Sísifo
                                                 pesan
el oxígeno es
             agua en un suspiro,
                        el gato trepa y los nidos con alas
Y los pájaros
            los pichones
                          a tirarse
            como los gatos  por techos
                                                            y rendijas
Los rincones se encogen
                        y les falta el aire
Y los pasos agitan
Crecen un suspiro
             la espalda húmeda
            La cuerda se afloja
             las alas
            Se ensanchan los pulmones de Sísifo
(Aquiles ya no corre)
            El gato ya está muerto
            Los pájaros en su nido
            Los pichones, sus plumas



La anécdota

La sinécdoque de la anécdota
            (a libre disposición)
            La hipérbole es mía
           
            Qué retórica la tuya

¡Qué paz la del poeta!:
            En la flor azulada
 refleja los besos que nos dimos
                        Tu mirada  esconde
                        en la boca  la risa de un espejo roto
                        (en la muerte hay un payaso  triste).

¡Qué felicidad la del sapo!:
                        Croa, croar, croando.

           
El arquitecto sueña su próximo trabajo, un súper centro comercial:


            En el jardín blanco sólo hay libélulas.

Las carreras del sueño

Bajo la sombra
de  cosas perdidas
camina un niño

En la rosa
 escurre  palabras
            con rocío de la noche anterior
A tientas, el hombre de sombrero verde
recoge los poemas,
                         por el viento

Hay una anciana triste
olvidada por  viejas cartas
-pierde los pasos entre la muchedumbre-

Recuerda aquel joven
            días  entre tormentas

Corren los perros
una noche inacabada

El sol, azul
La tierra, gris:
                           debajo del paso sombrío, el señor de corbata