La metamorfosis
de Rosario
En tierras aledañas a Cogh’s Land
En tierras aledañas a Cogh’s Land
Con Rosario llevábamos más de diez
años juntos, cursábamos lo que se diría, la plenitud de una relación en pareja.
Nos complementábamos a la perfección, hiciéramos las cosas de a dos o no: las
compras en el súper, el orden de la casa, los paseos al río, las salidas con
amigos, estábamos en los mismos talleres artísticos, en los mismos eventos,
hacíamos pileta juntos, salíamos a correr los domingos a los Lagos de Palermo.
Éramos la envidia de nuestras parejas amigas. No nos despegábamos en todo el
día. Culo y calzón. Uno empezaba una
cosa y el otro la terminaba. El equipo perfecto, contra viento y marea, ni
Batman & Robin o Scooby Doo y Shaggy pudieron jamás haber soñado en
igualarnos. Ella era la mujer perfecta, sinceramente, y se los digo con una
mano en el pecho: una persona tremenda, carismática, alegre, simpática, sin
rodeos, del mismo pétalo de la belleza divina, personificada en un cuerpo
terrenal. Una figura curvilínea, esbelta, pechos, trasero, cinturita, ¡qué
cuerpo, mi dios! Deseada por quien se topase con ella. Hasta las mujeres se
daban vuelta al verla pasar. Con eso les digo todo. Una súper mujer, con
muchísimo encanto. Y qué mirada, te
clavaba los ojos y te enamoraba instantáneamente. Una mujer como las de antes,
preciosa, como las divas del Hollywood de los ’40: Greta Garbo, Marilyn, Ingrid
Bergman.
Y sus gustos, ¿qué decir de ellos?, eran de lo más
adecuados y diversos, no había quién se sintiera incómodo. Si era Rosario quien
tenía que elegir la comida qué ver en la
tele, nunca dejaba a nadie disconforme, porque justamente trataba de satisfacer
a todos por igual. Tenía muy lindas preferencias al vestir, todo, absolutamente
todo le quedaba bien. A l comer, se cuidaba y, cómo lo hacía, pero claro,
también se daba los gustos en vida. Solíamos darnos algún que otro panzaso en
el restaurante “La placita”, en Plaza Serrano, con abundantes platos de pastas
caseras plagados de potentes salsas inigualables; o una buena parrillada con
dos porciones de fritas en “Don Quijote” y flan de postre para compartir. Su
oficio, fuera de su famoso empleo de periodista cultural de afamadas magazines, tenía la propiedad de ser
inclasificable, debido a la gran gama de dotes de su talento. Muy buena
fotógrafa, actriz, poeta, pintora, modelo, deportista (varios lo afirmábamos),
y tranquilamente se podría haber recibido de arquitecta, abogada o médica en
menos tiempo del que exigen esas carreras. Tenía conocimientos en variados
ámbitos de manera innata. Me olvidé de sus chistes, eran únicos, por su
material y originalidad. Y cada vez que
los contaba, les propinaba un ingrediente nuevo, inigualable, con un distintivo
único. Quien lo escuchaba no se olvidaba de ellos jamás. Su sentido del humor
se acoplaba en todos los encuentros, fueran con la gente que fuera. Podíamos
estar tanto en la villa más pobre de todas como en la mansión más paqueta y
ella acertaba. Sonreía siempre: ante la tormenta, la desdicha y la
intolerancia. Veía más allá de todo inconveniente. Disfrutaba del estar viva.
Todas estas cosas que les relato son ciertas, pueden preguntarle a Susana
Fitere o a Adriana Roisman si no me creen, ellas fueron sus mejores amigas, sus
amistades desde chiquitita. Rosario siempre estaba ahí para ayudarlas, cuando
cualquiera de las dos necesitaba una mano, en lo que fuera, Rosario estaba
allí, no fallaba.
Pero la vida con mi novia, nuestra relación les quiero
decir, tuvo un antes y un después: esa persona hermosa, adorable, cariñosa,
sin igual, sufrió un vuelco inesperado, del que nunca logró salir. La mano
oscura del hermetismo nubló poco a poco su mente y, en especial, su corazón, su
hermoso corazón. Creo que fue después de las fiestas del año 1986, cuando, por
primera vez en mi vida, la noté distante, reacia a hacer sus cosas, a
conversar. Su sonrisa ya no tenía su esplendor y su frecuencia. Su alma,
primogénita del arco iris, abandonaba su cuerpo y yo desconocía el motivo. Eso
era lo terrible. Eso era lo peor del flan.
Dejó de ver a sus, amigos. Dejó de ir a lo de Sussy y a la hermosa casa rosa de Adriana. Por aquellos días le ofrecieron las mejores notas y entrevistas para hacer, en diversos medios reconocidos, nacionales e internacionales, pero ella no respondía los ofrecimientos. Corrían tiempos realmente grises. Fue otro cierto y peculiar día cuando noté una preocupación potente y oscura en su mirar, la veía pasar horas frente a la computadora, objeto que ella jamás había tocado. Todo el día en la cama, o frente a la heladera, sacando cosas y más cosas. Irradiaba la melancolía misma y resultaba imposible develar su malestar y quitarla de ese podrido hueco del averno. Con el televisor, le ocurría algo similar: sola frente a él, por horas, los chimentos del Dr. Fernández eran los más requeridos por su saber. Imperdonable. A todo esto, yo atinaba a decirle cosas como: ¿Por qué no estudias algo, Rosario?, ¿viste lo que te compré ahora? O le ofrecía salir a caminar, como solíamos hacerlo. Ella no respondía, muy de vez en cuando lo hacía, aunque con monosílabos y de manera muy cortante. Parecía un animal, su diálogo era nutrido en bufidos, quejidos, resoplidos. Todo esto me ocasionaba un profundo malestar, tan insoslayable como su melancolía.
Y el gran reloj de arena seguía
sumando granitos. Y mis días de oro con
ella parecían haberse ido en una vida anterior. Entonces resultaba que su gran
hobby era eructar como un camionero bestial y su figura era la de tal: había
engordado alrededor de 20 kilos en unos pocos meses. Estaba harapienta,
descuidada y no se bañaba nunca, estaba perdiendo mucho pero mucho pelo,
incluida una incipiente calvicie a la
altura del remolino. Todo esto era
impasable para un joven de la high society, empleado de banco, como yo.
Y más- se imaginarán- para mi familia, una familia de bien, de nombre, del
barrio de Belgrano R. Su boca, cuando no improvisaba algún gas, emitía las
groserías más terribles concebidas por la mente humana. Y yo era su objetivo
predilecto, su presa, su único destinatario. Puesto que ya nadie nos pasaba a
visitar por casa. “¡Putita!” me gritaba, porque, claro, hacía todo lo que
pedía, sumado a mi tan agraciado estilo femenino de ser.
Eso no era nada. Cierto día de abril,
en el comienzo del otoño, yo regresaba de la Universidad y, al llegar a casa,
noté un fuerte olor que me produjo unas interminables náuseas. Entré rápido. Cuando
llegué a la habitación y, al ver lo que vi, pegué el grito al cielo:
-¡Rosario! ¿Estás Bien? (Se enteraron hasta los del otro
barrio).
Y sí,
ahí la encontré, postrada en la cama de dos plazas, como un gran reptil, un
lagarto terrible, ¡un dinosaurio!, ¡oh, no! Mi dulce novia, mi pequeñita
hermosa transformada en un ser amorfo, gigantesco y horrible. No lo había
notado en esos días o, más bien, no había hecho caso de los tremendos cambios
que operaba su cuerpo. Puesto que uno no percibe la degeneración de alguien si
convive con esa persona. En esos días, los músculos se le habían deformado y
supongo que también sus huesos. Se había estado hinchando muchísimo y
presentaba protuberancias ( o, más bien, cráteres) a lo largo y ancho de su
horrible cuerpo de elefante o reptil, no sé. Era algo inclasificable. No era
una persona, era un ente al mejor estilo cuento de Lovecraft.
Entonces no lo dudé y salí corriendo de la monstruosa escena, en busca de ayuda. Encaré primero por Manuel Ugarte. Estuve alrededor de veinticinco cuadras, creo, dale correr, sin detenerme. Y no es broma, con el corazón en la boca, estallaba todo mi cuerpo, hasta que di con Ricky Fournier, el almacenero de Quesada y Crámer:
Entonces no lo dudé y salí corriendo de la monstruosa escena, en busca de ayuda. Encaré primero por Manuel Ugarte. Estuve alrededor de veinticinco cuadras, creo, dale correr, sin detenerme. Y no es broma, con el corazón en la boca, estallaba todo mi cuerpo, hasta que di con Ricky Fournier, el almacenero de Quesada y Crámer:
-Ricardo, necesito urgentemente su ayuda (jadeando, nunca
había corrido tanto, no les miento).
-Estebancito, ¿qué es lo que te anda pasando?
-Es mi novia, vamos a casa, es algo monstruoso, ayúdeme.
-Estoy ocupado ahora la verdad, m´hijo. ¿Por qué no
venís a verme al local mañana tempranito?
Estuve algo más de una hora hablando con el hombre, contándole de la tremenda situación, mis ojos lagrimeaban por un poco de ayuda. Ceo que eso l logró convencerlo y los exasperantes detalles de la historia.
Armados hasta los dientes con los ítems más bizarros (una brújula eslava, 15 cabezas de ajo, un libro de origen dudoso con el símbolo del fuego maya, un cuchillo de carnicero y agua bendita entre otras cosas) nos fuimos con Ricky, a bordo de un taxi Peugeot 504, en dirección a mi casa, el hogar del entonces monstruo.
Cuando llegamos, algo había cambiado rotundamente. E s decir, en el interín pareciera que fuerzas de la naturaleza primigenias y olvidadas en este mundo se hubiesen peleado por la posesión de Rosario y de la casa entera. El cuerpo de la mujer se había agrandado de tal manera, que ya ocupaba toda la habitación. Tuvimos que entrar en puntas de pie, para no tocar ese pesado e inclasificable cuerpo, en permanente contracción-expansión a lo largo de la pieza. Su piel había tomado el tinte yerba mate y, de las protuberancias, salían s líquidos viscosos, espesos y de los colores más raros y repugnantes. Del olor, mejor no contarles.
Entonces, Ricky, que se asemejaba curiosamente al
exorcista de la película que lleva ese nombre, alzó con firmeza la brújula
eslava en su mano izquierda y abrió el extraño libro con la derecha (de una
forma sumamente hábil). Lo abrió en una hoja en particular, y, mirándolo
fijamente, recitó las palabras ( supongo,
en un idioma antiguo) sin siquiera mirar al monstruo amorfo. Fue ahí que
Rosario perdió de manera definitiva el conocimiento y, unas horas más tarde, su
agonía terminó.
Jamás la olvidaré Una figura
curvilínea, esbelta, pechos, trasero, cinturita, ¡qué cuerpo, mi dios! Deseada
por quien se topase con ella. Hasta las mujeres se daban vuelta al verla pasar.
Con eso les digo todo. Una súper mujer, con muchísimo encanto.
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