viernes, 27 de diciembre de 2013

La metamorfosis de Rosario, un cuento de Pablo Cecchi, diciembre de 2013

La metamorfosis de Rosario


En tierras aledañas a Cogh’s Land




            Con Rosario llevábamos más de diez años juntos, cursábamos lo que se diría, la plenitud de una relación en pareja. Nos complementábamos a la perfección, hiciéramos las cosas de a dos o no: las compras en el súper, el orden de la casa, los paseos al río, las salidas con amigos, estábamos en los mismos talleres artísticos, en los mismos eventos, hacíamos pileta juntos, salíamos a correr los domingos a los Lagos de Palermo. Éramos la envidia de nuestras parejas amigas. No nos despegábamos en todo el día.  Culo y calzón. Uno empezaba una cosa y el otro la terminaba. El equipo perfecto, contra viento y marea, ni Batman & Robin o Scooby Doo y Shaggy pudieron jamás haber soñado en igualarnos. Ella era la mujer perfecta, sinceramente, y se los digo con una mano en el pecho: una persona tremenda, carismática, alegre, simpática, sin rodeos, del mismo pétalo de la belleza divina, personificada en un cuerpo terrenal. Una figura curvilínea, esbelta, pechos, trasero, cinturita, ¡qué cuerpo, mi dios! Deseada por quien se topase con ella. Hasta las mujeres se daban vuelta al verla pasar. Con eso les digo todo. Una súper mujer, con muchísimo encanto. Y  qué mirada, te clavaba los ojos y te enamoraba instantáneamente. Una mujer como las de antes, preciosa, como las divas del Hollywood de los ’40: Greta Garbo, Marilyn, Ingrid Bergman.
Y sus gustos, ¿qué decir de ellos?, eran de lo más adecuados y diversos, no había quién se sintiera incómodo. Si era Rosario quien tenía que elegir la comida  qué ver en la tele, nunca dejaba a nadie disconforme, porque justamente trataba de satisfacer a todos por igual. Tenía muy lindas preferencias al vestir, todo, absolutamente todo le quedaba bien. A l comer, se cuidaba y, cómo lo hacía, pero claro, también se daba los gustos en vida. Solíamos darnos algún que otro panzaso en el restaurante “La placita”, en Plaza Serrano, con abundantes platos de pastas caseras plagados de potentes salsas inigualables; o una buena parrillada con dos porciones de fritas en “Don Quijote” y flan de postre para compartir. Su oficio, fuera de su famoso empleo de periodista cultural de afamadas magazines, tenía la propiedad de ser inclasificable, debido a la gran gama de dotes de su talento. Muy buena fotógrafa, actriz, poeta, pintora, modelo, deportista (varios lo afirmábamos), y tranquilamente se podría haber recibido de arquitecta, abogada o médica en menos tiempo del que exigen esas carreras. Tenía conocimientos en variados ámbitos de manera innata. Me olvidé de sus chistes, eran únicos, por su material y originalidad. Y  cada vez que los contaba, les propinaba un ingrediente nuevo, inigualable, con un distintivo único. Quien lo escuchaba no se olvidaba de ellos jamás. Su sentido del humor se acoplaba en todos los encuentros, fueran con la gente que fuera. Podíamos estar tanto en la villa más pobre de todas como en la mansión más paqueta y ella acertaba. Sonreía siempre: ante la tormenta, la desdicha y la intolerancia. Veía más allá de todo inconveniente. Disfrutaba del estar viva. Todas estas cosas que les relato son ciertas, pueden preguntarle a Susana Fitere o a Adriana Roisman si no me creen, ellas fueron sus mejores amigas, sus amistades desde chiquitita. Rosario siempre estaba ahí para ayudarlas, cuando cualquiera de las dos necesitaba una mano, en lo que fuera, Rosario estaba allí, no fallaba.
Pero la vida con mi novia, nuestra relación les quiero decir, tuvo un antes y un después: esa persona hermosa, adorable, cariñosa, sin igual, sufrió un vuelco inesperado, del que nunca logró salir. La mano oscura del hermetismo nubló poco a poco su mente y, en especial, su corazón, su hermoso corazón. Creo que fue después de las fiestas del año 1986, cuando, por primera vez en mi vida, la noté distante, reacia a hacer sus cosas, a conversar. Su sonrisa ya no tenía su esplendor y su frecuencia. Su alma, primogénita del arco iris, abandonaba su cuerpo y yo desconocía el motivo. Eso era lo terrible. Eso era lo peor del flan.

             Dejó de ver a sus, amigos. Dejó de ir a lo de Sussy y a la hermosa casa rosa de Adriana. Por aquellos días le ofrecieron las mejores notas y entrevistas para hacer, en diversos medios reconocidos, nacionales e internacionales, pero ella no respondía los ofrecimientos. Corrían tiempos realmente grises. Fue otro cierto y peculiar día cuando noté una preocupación potente y oscura en su mirar, la veía pasar horas frente a la computadora, objeto que ella jamás había tocado. Todo el día en la cama, o frente a la heladera, sacando cosas y más cosas. Irradiaba la melancolía misma y resultaba imposible develar su malestar y quitarla de ese podrido hueco del averno. Con el televisor, le ocurría algo similar: sola frente a él, por horas, los chimentos del Dr. Fernández eran los más requeridos por su saber. Imperdonable. A todo esto, yo atinaba a decirle cosas como: ¿Por qué no estudias algo, Rosario?, ¿viste lo que te compré ahora? O le ofrecía salir a caminar, como solíamos hacerlo. Ella no respondía, muy de vez en cuando lo hacía, aunque con monosílabos y de manera muy cortante. Parecía un animal, su diálogo era nutrido en bufidos, quejidos, resoplidos. Todo esto me ocasionaba un profundo malestar, tan insoslayable como su melancolía.

            Y el gran reloj de arena seguía sumando granitos. Y  mis días de oro con ella parecían haberse ido en una vida anterior. Entonces resultaba que su gran hobby era eructar como un camionero bestial y su figura era la de tal: había engordado alrededor de 20 kilos en unos pocos meses. Estaba harapienta, descuidada y no se bañaba nunca, estaba perdiendo mucho pero mucho pelo, incluida  una incipiente calvicie a la altura del remolino. Todo esto era  impasable para un joven de la high society, empleado de banco, como yo. Y más- se imaginarán- para mi familia, una familia de bien, de nombre, del barrio de Belgrano R. Su boca, cuando no improvisaba algún gas, emitía las groserías más terribles concebidas por la mente humana. Y yo era su objetivo predilecto, su presa, su único destinatario. Puesto que ya nadie nos pasaba a visitar por casa. “¡Putita!” me gritaba, porque, claro, hacía todo lo que pedía, sumado a mi tan agraciado estilo femenino de ser. 

            Eso no era nada. Cierto día de abril, en el comienzo del otoño, yo regresaba de la Universidad y, al llegar a casa, noté un fuerte olor que me produjo unas interminables náuseas. Entré rápido. Cuando llegué a la habitación y, al ver lo que vi, pegué el grito al cielo:

-¡Rosario! ¿Estás Bien? (Se enteraron hasta los del otro
barrio).

           Y sí, ahí la encontré, postrada en la cama de dos plazas, como un gran reptil, un lagarto terrible, ¡un dinosaurio!, ¡oh, no! Mi dulce novia, mi pequeñita hermosa transformada en un ser amorfo, gigantesco y horrible. No lo había notado en esos días o, más bien, no había hecho caso de los tremendos cambios que operaba su cuerpo. Puesto que uno no percibe la degeneración de alguien si convive con esa persona. En esos días, los músculos se le habían deformado y supongo que también sus huesos. Se había estado hinchando muchísimo y presentaba protuberancias ( o, más bien, cráteres) a lo largo y ancho de su horrible cuerpo de elefante o reptil, no sé. Era algo inclasificable. No era una persona, era un ente al mejor estilo cuento de Lovecraft.

         Entonces no lo dudé y salí corriendo de la monstruosa escena, en busca de ayuda. Encaré primero por Manuel Ugarte. Estuve alrededor de veinticinco cuadras, creo, dale correr, sin detenerme. Y no es broma, con el corazón en la boca, estallaba todo mi cuerpo, hasta que di con Ricky Fournier, el almacenero de Quesada y Crámer:

-Ricardo, necesito urgentemente su ayuda (jadeando, nunca había corrido tanto, no les miento). 
-Estebancito, ¿qué es lo que te anda pasando?
-Es mi novia, vamos a casa, es algo monstruoso, ayúdeme.
-Estoy ocupado ahora la verdad, m´hijo. ¿Por qué no venís a verme al local mañana tempranito?

            Estuve algo más de una hora hablando con el hombre, contándole de la tremenda situación, mis ojos lagrimeaban por un poco de ayuda. Ceo que  eso l logró convencerlo y los exasperantes detalles de la historia.

            Armados hasta los dientes con los ítems más bizarros (una brújula eslava, 15 cabezas de ajo, un libro de origen dudoso con el símbolo del fuego maya, un cuchillo de carnicero y agua bendita entre otras cosas) nos fuimos con Ricky, a bordo de un taxi Peugeot 504, en dirección a mi casa, el hogar del entonces monstruo.

            Cuando llegamos, algo había cambiado rotundamente. E s decir, en el interín  pareciera que fuerzas de la naturaleza primigenias y olvidadas en este mundo se hubiesen peleado por la posesión de Rosario y de la casa entera. El cuerpo de la mujer se había agrandado de tal manera, que ya ocupaba toda la habitación. Tuvimos que entrar en puntas de pie, para no tocar ese pesado e inclasificable cuerpo, en permanente contracción-expansión a lo largo de la pieza. Su piel había tomado el tinte yerba mate y, de las protuberancias, salían s líquidos viscosos, espesos y de los colores más raros y repugnantes. Del olor, mejor no  contarles.
Entonces, Ricky, que se asemejaba curiosamente al exorcista de la película que lleva ese nombre, alzó con firmeza la brújula eslava en su mano izquierda y abrió el extraño libro con la derecha (de una forma sumamente hábil). Lo abrió en una hoja en particular, y, mirándolo fijamente, recitó las palabras  ( supongo, en un idioma antiguo) sin siquiera mirar al monstruo amorfo. Fue ahí que Rosario perdió de manera definitiva el conocimiento y, unas horas más tarde, su agonía terminó.

Jamás la olvidaré Una figura curvilínea, esbelta, pechos, trasero, cinturita, ¡qué cuerpo, mi dios! Deseada por quien se topase con ella. Hasta las mujeres se daban vuelta al verla pasar. Con eso les digo todo. Una súper mujer, con muchísimo encanto.  

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