viernes, 28 de septiembre de 2012

Nuevos cuentos de Jazmín Cañete, septiembre 2012




            LA CAMPERA

            Primero se olvidó la campera.
            Me acuerdo cuando veía a ese hombre sexy (no era de acá) sentado a la barra, con los antebrazos y una libretita minúscula de cuero sobre las aureolas pegajosas del mostrador.
            Era mayor. Yo (con mi comitiva adolescente) lo veía desde la otra punta del salón, abstraído, con pose de ineteresante, único, difuso entre la humareda y el baruyo. Pensaba, qué idiota –y no le sacaba los ojos de encima–.
            Siempre el mismo taburete, la misma lapicerita diminuta, la mirada impermeable. No tomaba nada.
            Se iba al poco tiempo de mi llegada. Avanzaba hacia la salida con pasos entorpecidos. Empujaba con suaves palmaditas sobre las espaldas de sus obstáculos (los bendecía con su Providencia ilustrada para abrirse paso hacia la puerta). Pasaba entre los cuerpos sin girar la mirada hacia mi lado. Esa vez, buscó su campera y se la llevó.
            Las hojas de la puerta se rozaban melancólicas atrás de su espalda.
            Pienso, qué idiota –y no me saco la mirada de encima–.
            Acá, con la hojita pegada a unas aureolas blanquecinas, dulzonas, tose sensual tinta de birome sobre el reverso de una servilleta.

           
                                                   CORRESPONDENCIA

            Hoy vi al cartero con tus zapatillas. Las mismas.
            Esas gigantes que al principio me negué a que usaras.
            Lanzaba uno, dos, tres sobres adentro de los buzones, sin mirar los números de las puertas ni aminorar la marcha. Eso es oficio.
            Pero cualquiera recibían noticia. No todos tienen mi suerte.
            El cartero sintió mi mirada en la nuca y, sólo cuando lo quemó, giró la cabeza –por única vez– desde la masa de árboles, donde se juntan las dos veredas en el horizonte, hacia la punta de mis zapatos.
            ¡Paf! Suelta una carta pesada sobre un umbral y su pie derecho –sin inclinación del resto del cuerpo– tira una patada seca, precisa, que  desliza el sobre por el resquicio de luz entre la puerta y el mármol.
            Vuelvo la mirada desde el sobre que acaba de desaparecer tras el agujero y tus zapatillas –las mismas– ya no están. 

Textos de Pablo Cecchi, septiembre 2012


I.

 siniestras embelesan la noche
el tono
                   boquiabierto
                                             dispara
los ríos de la tierra cantan y bailan.

Más rápido, más rápido (así, las mariposas azules contra arenas del reloj)
                    
 entre las nubes despierta en estallido
un sinfín de orgías:

Torres.




II.

Y de cómo se define tu tristeza
entredesconocida
hacia formas y modos que se cruzan de otros.

-La verdad es una pérdida de tiempo-.
Dice al pasar un ermitaño viejo y podrido,
nos es propio el  devenir.

Pétreas, las esquinas sostienen
las entreestatuas que nos protegen
de la intemperie.
                                          Torres.


III
Fascinadas  como niñitas
las magas del atardecer crepitan,
se silencian del trago festivo.

                          Noches de a montones,
                                                                 
                                                                   torres de cómo tu tristeza  se amotina.






1

La víscera se retuerce, sola
en pulsos, tres veces
                        va
y vuelve,
                                    al inicio de un zumbido.

Todo cambia en ese círculo
                        aroma
ancestra
                   motoriza
            siempre  al principio,
                        donde despierta.


2

Estrella, estrellita, estrellada, estrellarse
                       ¿dónde chocan las sensaciones?
            en los astros, dirás;
allá en el eclipse de los mundos.

            Golpes vacuos  oxidan
ruedas con paladares ,
no hay división,
                        sólo el rechazo
cicatriza pero arde,
cicatriza pero arde.

Los colores del llanto
            de las almas gemelas
se asemejan a la magia de los tiempos,
decís ahora y dudas.

                    Estrellita, estrellada,
                                      ¿dónde?

3

Rey de Corazones

La luz de los tiempos, pasajera,
quema el rosal de tu jardín
                  en busca sin consuelo el afecto
el motivo a respirar.

            En tu cielo, en tu fuego, en tu juego
            la primavera es plena y crece,
            pero el guardián de veces enteras
            no quiere arropar ni un céntimo.
           
            

jueves, 27 de septiembre de 2012

Nuevos textos de Caro Diéguez



I.
Después de una semana de intensas lluvias,
la noche en cuclillas sobre mi ventana,
las huellas de tus zapatos ,
en mi memoria.
Las ramas del ciruelo
 sombrean
 los vidrios húmedos:
un teatro de títeres, en la casa otra.
Y el coronel persigue a la reina detrás de la cebolla
(Si supieras)
Quiero un cuento antes de irme a dormir,
¿me contas uno, mamá?

II
Tchaikovski agita las ramas
de la tormenta  la otra noche:
Un espejo roto, el mismo mapa y
 siete años de mala suerte
   – a la reina batata, a la nena no

III
El eco de mi risa niña
azulea
vocales en gajos
De la resaca en tormenta
no quedan consonantes para encender la llama.

IV
Una canción murmura,
casi madre,
palabras des-armadas en el fondo de la olla.
El guiso al fuego
– aroma de infancia a borbotones­ –.

V
Octubre.
El vestido azul entre las ramas del ciruelo
acuna el silencio
de mil ojos  y noche sobre mi ventana

VI
Los tréboles a duelo de reinas
y un coronel al acecho.
De las huellas de tus zapatos en la arena,
se pierden los contornos
a penas en el hueco.

VII
Un guiño de cebolla al cruzar la noche
El aire espeso
(un vaho caliente en la cara)
Y la náusea en el plato
Pero la noche no sabe de reinas
y apenas puede,
le muerde la cara.

VIII
Hace frío y tengo sueño
Rompe la lengua entre los dientes su nombre
La noche estalla
la boca abierta
Y había una vez una reina
deslunada
en más de una esquina


martes, 25 de septiembre de 2012

Nuevos poemas de Lourdes Landeira, septiembre 2012


NUESTRAS PIERNAS


Las piernas de mi madre se mueven al compás de sus memorias
a veces,  la curvatura de su espalda
                                                   acompaña
otras, con el tamborilear de dedos,
                                                 adelgaza
 al ritmo de una tos inoportuna
 una mirada enrojecida, sin fiebre
                                              tormentos de antes y después
Las piernas de mi madre se mueven al compás de mis memorias.





TAN SENTIDO

Te vi en un grafiti indescifrable
curvo
público y escenario
tan fugaz desde el recorte de una ventana de colectivo
urbano
tan herido de  indiferentes
                                                                                                único
Te oí  en  letra de discurso
                                                                      revuelto
tan perenne,  eco de un valle
                                                                                    encantado
melodía y partitura
tan repetida en un casi monotono
disonante
Te palpé  en la hoja de un árbol
otoñal
caída y sobrevolada
tan ansiosa de otra estación, quizás
primavera
tan vulnerable, siempre, al viento y al
                                                                                                huracán
Te probé espesa en el mar interminable
                                                                                                                salado
tan en su profundidades
voraz
Te olí en el salitre quejumbroso
                                                                                                                ondulado
tan sudoroso en arenas
                                                clandestinas
hambre y sed
tan
insaciable
Te sentí tan mío desde tan afuera
 entonces, te puse letra

Nuevos textos de Cecilia Miano, septiembre 2012


ANA.
      La esquina con baldosas vainillas grises la sostiene. Su cabello bailotea con el viento, nada más se mueve en ella.
     Su novio decidió casarse con otra.
    Su mirada sigue al perro callejero, sus manos ya tranquilas descansan en la escoba. Su vestido es grande para su silueta actual, pero no importa.
     Amable ,siempre busca despejar el día.
     Barre su vereda, limpia y busca más mugre.
     Si no hay, espera. Pero, entre tanto, limpia.
    
RAQUEL.
      Cruza sus dedos hábiles en el teclado nácar. Su música existe y contagia.
     Maestra, exigente, con grandes aros de perlas. Depura notas y contempla arrebatos. La espalda la sostiene derecha y los pies la llevan derecho.
     Su marido, relojero diplomado, como anuncia su vidriera, abre y cierra su negocio en vaivén infinito.
     Escucha a Raquel. Raquel a veces lo escucha.
MANUEL.
      Joven alegre y despabilado. Reparte el agua enfundado en un traje llamativo.
      Su cosecha se cuenta en sonrisas y amabilidades ganadas desde la espontaneidad. Luce brillante.
      Sus rulos negros cuelgan pesados hasta la frente, casi tocan los ojos, pero la nariz protagoniza sin problemas.
      Pasea por las calles, dueño de la situación. Posee el don de gustar.
      Mira embelesado a María, la hija de Raquel, recorre escondrijos para verla, se aparece  sin disimulo para sorprenderla. Ríe. A veces canta.
  
MARÍA.
    Ya pasaron veinte cumpleaños en los que su mamá repite “el momento de conocerte fue  el más feliz”. Los detalles destellan en el desayuno y continúan en la cena.
    Su contento lo regala por pasillos y rincones del hospital, es enfermera en el área de pediatría.
     Tímida y apagada, cuando no es el centro. Disfruta de eso, el cascabel se enciende sólo en ocasiones especiales y dedica un esfuerzo a lograrlo.
    Su voz prodigiosa engalana el coro.
    La lectura se la roba de la vida social extra a estas actividades.

ALBERTO.
    Melancólico hasta los zapatos.
    Envuelve en su alma a todo lo que mira.
    Sus manos tiemblan hace décadas;
    su paso, no.
    Las canciones que lo acunan devienen de Dios.
    Cree y hace creer.
    Cinco hijos son el mejor regalo que ostenta, ahora sumamos nietos, muchos.
    Su cabeza vuela tanto que a veces se pierde, pero busca y retoma. Parece que nunca se fue.
  
ROBERTO.
    
     El sillón de pana recibe el cuerpo pequeño no sin sentir su peso.
     Su lentitud se posa, el cabello dibuja respeto, nada más.
     Lee y divaga. Sus manos hablan más que su boca. Su voz, poca, sale débil y perezosa. Cuenta cuentos que nadie escucha.
    Trabajó de muchas cosas, no mucho de nada.
    Vive solo en una casa llena de gente, su familia.
     Llegó al pueblo de niño, con madre, padre y hermanos. Despidió el tren que lo dejó  junto con la amabilidad y la ternura.
    Sufre del corazón como si lo tuviera.

jueves, 20 de septiembre de 2012

Nuevo texto de Roberto Aguilar, septiembre de 2012


  Baile de los estorninos rosados sobre el Danubio

       A veces cuando los domingos sale a comprar  el pan de las ocho, calentito y rosado, se le aparece el que estuvo anoche en su bulín. Dobla a la esquina y la encara. Calza zapatos oscuros, recién lustrados, usa gomina
en el pelo negro y un moño celeste  aprieta el cuello de su camisa blanca . Chapa bien a la antigua, tan sólo porque le dijo que le gustaban los hombres
del cuarenta. Se produce bien para ella. La toma de la cintura y la mina le deja correr la mano por su cola. Le da un dulce cachetazo en su nalga cubierta por un vestidito cuadriculado, como aquel que usaba en el secundario. Su pelo ondulado gira al viento. Ya es primavera. Los primeros rayos del sol se meten entre el trigo de la cabellera y se pierden en el escote por las dece-
nas de lunares de sus tetas. Hermosa calentura la atrapa al verlo llegar. 
           Habían estado tres horas bajo las estrellas tapadas por el
Cielo raso azul profundo de su cuarto. Acabó, dos, cuatro veces. ¿Quién sabe? Pero allí estaba él de nuevo,  para sentirla otra vez mujer. Irían a tomar mate volteados por la luz de una mañana canchera de tibias manos amarillas. Ella doblega el ánimo de las cosas y a todas las pieles de los gatos y perros alrededor. Los emperna, los hace gritar de placer.  Desparrama calor para un mañanero con todos los poros entrelazados por la claridad insurgente a la noche. Ambas luces disputan el frenesí de  sus deseos nocturnos unidos a la calentura del mundo matinal. A la mina le parece que está con Do, a veces con Fa, otras con Sol. ¡Quién sabe! No recuerda su nombre.
          Es un hombre perfumado con el mismo olor a lavanda que otros tantos. Y, debajo de su ropa de compadrito, despide el olor leve del guano en los campos de piedra, antes de llegar a la casa de ella. Entran y se sube a él, a cocoyo.
           Franelean y ríen bajo las sombras de la cocina. Él abre a empujo-
nes las puertas intermedias  hasta su pieza y le zampa flor de
chupón. Come su lengua en el caminito anterior a la cama. Arrastran los
pies sobre la alfombra y, con el primer roce de las sábanas, la clava. Para ella las dos luces- la de la noche y la del puto sol - se unen, salen y se van de su carne caliente como el pan olvidado en la cocina. Para ella, que no está despierta, ni siquiera dormida. Tan sólo muerta en la tierra. Una inmensa sombra de cientos de alas sobre la yerba después de haber bailado arriba con la más linda acabada. El río debajo les da de beber y vuelan de nuevo cerca del cielo raso. Nada los detiene. Todo se une en el movimiento de una estrella fugaz contra las orillas de un caudal sin pausa. Van de aquí para allá hasta caer entre las rocas del abismo, en una vertiente. La pava tintinea con caracoles. Pasa el churrero, un vendedor en un carro lleno de porquerías, la vecina con su perra grita en el aire y apenas oyen su voz en el cañaveral. Estallan los sonidos, pero el de ellos es tapado por la cortina roja y los vidrios verdes de la ventana.
      Un murmullo de Do, de Fa, de Sol le hace estremecer la piel. Va a acabar de nuevo.
      Y, entonces, la bajada por la loma. Ahora más tranquila, más lenta de brazos, ella lo separa de su cuerpo y agarra los matorrales: él, la angostura de las aguas entre un viaje de troncos  a la deriva. Se dejan llevar por
la inmundicia de la flora hasta unirse en una cuenca, en otro chupón
de despedida. Ella se baja del río, él también. La mina lo saluda con sus manos llenas de humedad. Do se pone su ropa de malevo  y, antes de irse, tira treinta dólares sobre la mesita de luz. Ella se enrolla entre las sábanas, luego las patea. Se levanta. Cree haber soñado, pero no. Está tan cansada como Dalila después de vender su cuerpo a la tropa de maricones. Produce su carne con el mejor vestido de colegiala y sale a buscar más pan francés, bajo un asqueroso cielo celeste nacarado.



 


Nuevo texto de Josefina Bravo, septiembre de 2012


UNA GOTA DE TIEMPO

Hay quienes dicen: mejor guardar las fotos en un cajón o en una caja, todas desordenadas, para no advertir el paso del tiempo. Los álbumes pueden ser muy crueles, ese modo de regodearse en el desgaste del cuerpo, foto a foto.. Una foto-película de la cara, donde las arrugas se forman de a poco, primero unas líneas, luego piel más holgada, en caída, hasta el piso. Las orejas más grandes, la nariz más ancha, más puntiaguda, las ojeras más pronunciadas. Eso dicen quienes temen a los álbumes. Supongo que mi bisabuela Clara le temía a los álbumes, le temía a las fotos, al paso del tiempo. Se ve que, un día, de repente, se despertó y ya no quiso fotografiarse más. Quizás en el reflejo de la mañana, pudo ver la sombra, el fantasma de una línea, que luego sería arruga. Y  pudo ver, en un segundo, todo el proceso devastador de la edad en el espejo. Entonces, ya no quiso sacarse fotos. Por eso, quizás, sus hijas y nietas tienen tan pocas fotos de ella. Y las guardan desordenadas, en una caja o en un cajón. De mujer adulta, de abuela, sólo un par. En la mayoría de las fotos se la ve joven, hermosa, etérea.
En una de las fotos, con unos trece o catorce años, está de blanco, su pelo negro recogido, cubierto de tul, vestido hasta los pies, guantes, rosario y evangelio en mano. Los antebrazos sobre el respaldo de una silla elegante, de tapiz floreado. Ella, en el centro de la foto, blanca, casi pálida, la vista en las manos. El fondo tranquilo, opaco hacia los bordes. Al verla, no la reconocí y creí que era una foto de postal.  Luego supe: fue el día en que tomó la primera comunión. Su tía Amelia, quien había cumplido el rol de madre, detrás del fotógrafo. El pelo tirante, recogido hacia atrás. Los ojos húmedos. Su pequeña, a quien amaba como a una hija, estaba creciendo.
Esta otra foto se la tomaron sin que se diera cuenta. Tendría alrededor de cincuenta años. La pequeña  en brazos es su nieta Silvina. Le tira las manitos a su madre, Blanca, esa mujer de basto pelo negro, corte al hombro, que sonríe tan abiertamente. Las otras dos criaturas son las hijas de Iris, su hija mayor. Hablando de Iris, acá hay una foto de su casamiento. Tan parecida a su madre, sobre todo, si la comparo con la foto de la primera comunión, las dos de cara redondeada, blancas y pelo negrísimo. La diferencia está en los ojos azules de Iris en contraste con los ojos oscuros de su madre. El ramo en la mano derecha, la mirada azul a la cámara. Bellísima. Atrás de ella se ve un cuadro, una pintura. Una mujer tan bella y tan joven como la novia. Esa mujer tan parecida a la novia, blanca la piel, de pelo negro, es Rosa. A quella abuela que nunca conoció, aquella abuela que se fue tan joven y tan bella. Para su hija Clara, tan pequeña cuando ella murió, sólo quedó esa imagen, congelada en la pintura: una gota de tiempo.

Nuevo texto de Elena Liceaga, septiembre 2012


MARMAR, CHARLY, SANCHO PANZA Y DON QUIJOTE


La fiebre de un sábado azul y un domingo sin tristeza…

Raquel Marmar (nunca saben si se pronuncia grave o agudo) amanece nublada a pesar del sol que abrió sus párpados. Aletargados, esos ojos inmensos y azules nadan en ojeras delatoras de una inquietud al acecho.

Esquivas a tu corazón y destrozas tu cabeza…

Sí, en su cabeza suena, doliente y dolorosa, la voz de Charly en Viernes 3 A.M.

Y en tu voz, sólo un pálido adiós…

Está triste la doctora de “locos”. Agosto fue convulsivo: dicen, quienes saben de esas cosas, que es el mes agitador de desasosiegos, anuncia la parición de la tierra en primavera.
Viene de acompañar al infierno a tres de sus pacientes más queridos y más lúcidos.

Ana tiene un tumor cerebral, se le confunden las palabras, ve destellos de colores. La familia, sus amigos y Raquel la impulsan para publicar sus poesías antes de morir.

Víctor escucha mensajes -sólo dirigidos a él- en las calles, en la radio, la televisión, el ruido de la autopista cercana, el viento; lee mandalas en árboles y veredas.  Insomne y muerto de miedo, exorciza sus fantasmas a través de la belleza cruel de sus pinturas. Sujeta la pasión de “ver más allá” con imágenes y textos: transmuta locura en creación ofrecida. Bello conjuro contra su soledad de número primo.

Y el reloj en tu puño marcó las 3.

Miguel… ¡Ah, Miguel! Es médico, como ella, una de las mentes más veloces que conoció. Interesante amalgama entre pragmatismo y arte. Epidemiólogo, viajó por el mundo con sus mensajes, trabaja para el bien público y se lo toma muy a pecho. “Un idealista”, lo definen quienes le tienen simpatía. Le indigna la desigualdad, el obsceno mapa de mortalidad infantil en su país. Ama el blues y el jazz, es músico y toca el clarinete.

El sueño de un sol y de un mar y una vida peligrosa.
Cambiando lo amargo por miel y la gris ciudad por rosa.
Te hace bien tanto como hace mal…

Miguel salió de una depresión brava, paso a paso, minuto a minuto. Don Quijote y Sancho Panza en el consultorio. Encontraron la salida a través libros y películas. Ficciones, ensayos, filosofía, letras de canciones. Paul Auster y “El palacio de la luna”: el azar, las contingencias, el deseo y el amor. Spinoza y sus pasiones tristes y alegres. Nietzsche, afirmación y potencia. Woody Allen y “Si la cosa funciona”.  “El día de la marmota”, con Bill Murray. Charly García:  ”Yendo de la cama al living” y “Raros peinados”. Y John Berger, “Con la esperanza entre los dientes”. “¡Me quemó la cabeza ese libro!”, diría Miguel (este médico tocayo del arcángel, hermano de Hermes y de Apolo).

Te hace odiar tanto como querer y más…

Seis meses después de salir de su depresión, montó a Rocinante y luchó contra los gigantes creyendo que eran sólo molinos de viento. Los gigantes se asustaron y enfurecieron: Miguel los había desafiado. Raquel dudó de su sensatez como escudera. ¿Nafta al fuego? “Crisis hipomaníaca”. Ese era el diagnóstico psiquiátrico, sin dudas. Ahora tenía que recoger el hilo del barrilete, alejar a Ícaro del sol. Por suerte, Sancho Panza y Don Quijote contaron con la ayuda de buenos amigos, la confianza en la novela escrita “entre-dos”, y el CAUTE spinoziano. Un verdadero “análisis de caballería”.

Se siente muy cansada la doctora Marmar. Este domingo tiene el pulso de quien rema en arena. Un suspiro, dos lágrimas redondas y pesadas. Hoy siente el filo de la soledad a pesar de tanta historia, tanto recorrido.

Cambiaste de tiempo y de amor, y de música y de ideas.
Cambiaste de sexo y de dios, de color y de fronteras.
Pero en sí, nada más cambiará…

¡Cuánta verdad! En el fondo, en la superficie, genio y figura…

Y un sensual abandono vendrá.
Y el fin…

Recuerda a su amigo Roby Wilder. Exactamente hoy, 4 de septiembre, hace 31 años, dos semanas antes de cumplir sus 24…

Y llevas el caño a tu sien, apretando bien las muelas.
Y cierras los ojos y ves todo el mar en primavera.
¡Bang bang bang!, hojas muertas que caen.
Siempre igual, los que no pueden más, se van.

Da rienda suelta al llanto, por su amigo suicidado, por Ana, Víctor y Miguel. Por el amor perdido hoy, otra vez.

De repente, una música garabatea el aire. Charly García le susurra al oído. Le dedica un popurrí de versos.

Quiero verte la cara brillando como una esclava negra, sonriendo con ganas.
“Eiti-leda” le arranca una sonrisa.

Cuando estés mal, cuando estés sola, si estás cansada de tanto llorar, no te olvides de mí porque sé que te puedo estimular. No pienses que estoy loco, es sólo una manera e actuar. No pienses que estoy solo, estoy comunicado con todo lo demás.
Raquel no está sola.

Necesito alguien que me emparche un poco y que limpie mi cabeza…

Genio y figura, Raquel Marmar se prepara un café con leche y brinda por Ana, Víctor y Miguel, por Spinoza, Nietzsche, Berger, Woody Allen y Paul Auster. Por Don Quijote y Sancho Panza. Y por el amor que vendrá. Con la esperanza entre los dientes. Gracias a Charly, ese compañero de la cruz del sur.

martes, 18 de septiembre de 2012

Nuevos textos de Cecilia Miano, septiembre 2012

1.



Tarde de viernes, seis de la tarde.  
     Malvones y jazmines adornan la esquina más hermosa de la cuadra.
      El sol acopla colores y funde perfumes.
     Los jóvenes disputan la gloria con fútbol callejero.
     María charla en el umbral con Maruca acerca de una receta ancestral de tartas dulces con dulces y frutas. El aire sólo rozó su mejilla. El rojo habla de su ánimo. Pablo la toma del brazo y ella aprieta sus manos, sus uñas marcan su pálida piel. Los pétalos del malvón le llegan de regalo. El tema se diluye rápido. Él sube al auto, en pocos segundos desaparece. Ella mira al infinito con infinito amor, su odio lo reserva a Pablo, todo junto, envasado al vacío para no desperdiciar espacio ni aire, quieto, en estado de puro.
    Rafael cruza distraído, la arena vuela, lo sorprende, cierra los ojos.
    Maruca comenta lo bien que le arregló el traje de baile Lucía, la de la esquina. María ya no la escucha, mezcla manteca con volados, no la sigue.
   El gol se grita con la camiseta embarrada y los botines en alto, el arco levanta la función y vuelve a ser maceta. La alegría y el desánimo se van a la ducha.
    Matilde vuelve del mercado cruza a Rafael, lo saluda con la cabeza.
   No responde. La arena lo molesta.
   Los gritos se nublan como el día.
    El griterío confunde.
    Los brazos se agitan dispuestos a frenar.
    El auto de Pablo anuncia veloz la cercanía de lo fatal.
    Rafael no se dio cuenta.




2.

    El viernes a la tardecita crucé la plaza en dirección a la panadería, sin querer escuché a una mujer decirle a un nene chiquito:
    -¡No te vayas, que viene el hombre de la bolsa!
     La mirada, enroscada en los rosales, se tiñe.
     El negro lo colorea.
     Lo veo pasar en su auto de dos puertas, con su sombrero enterrado hasta las cejas, sus anteojos de pasta, su andar al compás de las ruedas. Solo siempre.
     Una lista  enmarca el recuerdo:
    Sombrero, anteojos, camisa, pantalón, zapatos acordonados, sobretodo, pipa, auto, perro. Todo negro.
     Mi abuela me dijo una vez:
    -¡A ningún extraño se le acepta nada!
    ¿Ese hombre sabe  qué dicen las abuelas y las madres?
    ¿Lo conocen?
    A lo mejor lo dicen por las dudas, sin saber que  su atuendo se matiza sólo con los caramelos multicolores guardados en el bolsillo de su sobretodo.
    Yo lo sé porque un día, después de la escuela, cuando mi bici y yo salimos de recorrida por el barrio, me detuve en la vereda de Enriqueta, no me acuerdo por qué, pero así fue. M i vecina me dijo algo al pasar y ,cuando me di vuelta, sin aviso, él, parado junto a mí.
    No voy a mentir ahora,  mi vista quedó en el piso, su color me abrazó y el miedo hizo su trabajo.
    Quería irme rápido.
    Enriqueta le dijo algo.
   Ahora me doy cuenta , nunca había pensado estar junto al hombre de la bolsa.
   ¿Cuándo fue que le atribuí este nombre?
   ¿Quién me dijo que era él?
   ¿Dónde esta su bolsa?
   No sé cómo, si fue después de una respuesta mía o de Enriqueta, o fue un gesto genuino de cortesía, pero vi una mano abierta, grande, con surcos profundos, con marcas indelebles de suspenso abierto  los caramelos  masticables retorcidos en las puntas, con papeles de colores conocidos por mí.
   No escuché ninguna voz, no recuerdo si dije algo o sólo salí disparada.
   Nunca más lo vi pasar por mi casa. Algunas veces su auto pasó despacio por alguna calle.
  Hoy pienso en él, nunca vi su rostro, su apellido Bordone es algo familiar, los retazos de memoria recortaron mucho, pero la oscuridad iluminada por los papeles coloridos está acá.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Nuevo texto de Alicia Lapidus, septiembre de 2012


¿POR QUÉ, NONO?


                         "Ante las puertas de la ley hay un guardián".
           
          Juan leía esa frase escrita en el frente del Palacio de Justicia, trataba de entender quién era el guardián y por qué la ley estaba guardada cuando debería estar en uso, en la calle, entre todos nosotros.
            Juan siempre se preguntaba cosas. Todos decían que para sus seis años era muy inteligente. Él no creía eso,  solamente pensaba que era curioso.
Juan era chiquito, oscuro con ojitos movedizos y brillantes. De pelo lacio, negro, pinchudo hacia el cielo. Hablaba mucho, pero también permanecía largos períodos en silencio.
            Cuando no estaba callado, Juan preguntaba tanto que su mamá le repetía una y otra vez
                         "la curiosidad mató al gato",
frase tonta si las hay.
            Mientras Juan miraba la oración escrita sobre el cemento, se aferraba a la mano callosa y arrugada de su abuelo.
            El papá estaba adentro de ese edificio que a él le parecía tan grande, sucio y gris. Alrededor, la gente pasaba apurada, y a veces hasta los empujaban para correrlos del medio de la vereda.

            Juan seguía preguntando.
            -Nono, ¿por qué ayer se pelearon tanto mamá y papá?;
            -Nono, ¿por qué gritaban tanto mamá y papá?;
            -Nono, ¿por qué vinimos hasta acá?.
            Su abuelo quieto, sin contestarle ni mirarlo. Juan insistía incansablemente.
            Finalmente, agotado y malhumorado, su abuelo le compró un paquete de caramelos Sugus.
            -Lo acepto solamente para que no pienses que soy desagradecido- dijo Juan con su cara más seria. Su mamá lo había educado bien. El abuelo lo miró fijo sin decir una palabra. Lo tironeó suavemente del brazo y lo llevó hasta el subte. Fueron hasta Pacífico en silencio. Después, el tren. Y, con el traqueteo, las preguntas volvieron
            -Nono, ¿por qué papá no viene con nosotros?;
          -Nono, ¿en casa está mamá?;
         -Nono, ¿esta noche podemos comer ravioles?
         El abuelo seguía en silencio. De a ratos lo miraba con cara inexpresiva.
Llegaron a la casa. Era antigua, de una sola planta, de color ocre. La ventana del frente estaba rota y los postigos, de pintura cascada, no cerraban bien. Mientras entraban por el largo pasillo, Juan volvió a preguntar.
 -Nono, ¿por qué ayer mamá se durmió en el suelo sobre toda esa tinta roja?, ¿por qué no se despertaba?, ¿por qué papá estaba con ese cuchillo tan grande?.
        El abuelo por fin habló.
         -Juan, por favor callate y fijate si la puerta quedó abierta.
        -Ahora voy y la cierro, Nono

Nuevo cuento de Gabriela Ramos, septiembre 2012


En el Paraíso
            En el paraíso los ratones siguen el camino a las hormigas. Pero a las hormigas rojas, a las que pican. Una vez una señora se sentó en el costadito del paraíso y se descalzó. No sólo la picaron las hormigas rojas, también tuvo que ver, pobre señora, una fila de ratones diseminándose ahí, en el bordecito del paraíso. 
            También ahora en el paraíso hay muchos monos. Hay verdes, rojos y tornasolados. Nunca se habían visto de esos y menos con colores. El vecino de La manzana dos siempre tiembla cuando llegan, porque se le comen todas las bananas. Él se levanta y ahí nomás ve uno violeta, medio magenta (que él dice, es hermoso, seguro)  se le sube al banano y le come las bananas. El pobre viejo se levanta todas las mañanas, y, siempre lo mismo, desde hace cinco años ya. Por eso la nena que juega siempre en La manzana siete,  la que juega con los ratones y les cambia el camino, dice que nunca le gustaron los monos, por bananeros y porque molestan al abuelo. Y es doble el problema, como explica Doña Lola, porque entre los ratones desviados y los monos esos que vinieron váyase a saber de dónde, una se desorienta, dice ella.
            Pero, en el borde del Paraíso, lo bueno es que uno no siempre ve monos o ratones u hormigas. Es sólo a veces. Por eso Juan cambia siempre la hora de su reloj, para no llegar a hora, porque si llegás a hora al bordecito del Paraíso te quedás ahí, eso es así. Y ahí: los monos tornasolados, los ratones, y las hormigas rojas.
            Porque una vez, una señora se sentó en el costadito, y ahí nomás: picaduras y a andar, para escapar a los ratones (que siguen el camino de las hormigas rojas).


domingo, 16 de septiembre de 2012

Nuevo cuento de Cecilia Illia, septiembre de 2012


Huérfanos y breves

Un rayo de luz se abre paso por los resquicios de la persiana. Atraviesa el aire enrarecido por toda una noche de exhalaciones soñadas y golpea furiosamente en unos párpados tal vez cerrados con tanto descuido como la persiana. Un disparo certero, los ojos se abren.
Los ojos se abren.  Responden a un llamado más allá de cualquier voluntad, nadie los abre, sólo el rayo de luz.
La mirada espera que alguien la habite. Treinta segundos, un minuto, son ojos abiertos por un rayo de luz pero no son de nadie. Un dibujo, una forma inmóvil.
Por fin una mano despierta, no parece estar integrada a la mirada, se dirige con determinación a un control remoto que también duerme en el piso, al lado de la cama, acompañado por un libro, un par de anteojos, un vaso vacío, un frasco de crema, un blíster de algún medicamento. Objetos salidos de  sus últimas acciones  y, a la vez,  sugerentes de su porvenir más próximo.
Aprieta el botón, se escucha una voz, otro haz luminoso, luego la mirada descansa en la pantalla. Una barrera al primer rayo de luz. Distintas imágenes se suceden. Veloces. Poco a poco la mirada cobra vida.
-Laura- dice, grita a alguien que no está a la vista- ¿hiciste café?
Una voz responde a lo lejos, pero se acerca junto al ruido de sus pasos -¿Con leche? Tuve que ir hasta el mercadito a comprar, ayer te olvidaste, como siempre. Te lo pedí mil veces. Debería dártelo negro, tal vez te estimule la memoria. Otra vez aumentó. La verdad que es increíble, me gustaría saber cuánto le pagan a los tamberos el litro de leche. Compré descremada, ¿está bien?
-Como quieras.
La mujer se ausenta por unos minutos, regresa  y entrega una taza en silencio. Algo la hizo callar. Mira con curiosidad al hombre que mira la TV sin ella. Sin curiosidad. Antes de irse voltea una vez más su mirada. Después se va.
El rayo de luz que se entromete por la ventana  es  más débil ahora, se transformó en luz difuminada. Un momento antes irritaba, ya no. Un momento antes algo podría haber pasado. Haberse abierto un nuevo aspecto de la mirada. Ya no. Los objetos esparcidos en la habitación tienen más sombra que luz, eso los hace ver desorientados.
Se escucha –un oído impersonal, una percepción anónima- un portazo.
-¿A dónde vas?- pregunta tarde y fuerte.
El hombre busca entre sus objetos. Aprieta otro botón y espera impaciente.
-Hola, ¿a dónde fuiste? No me dijiste que te ibas, ¿te pasa algo?- el hombre se levanta de la cama, camina un poco por el pequeño espacio que lo rodea, pasa su mano por la cabeza para acomodar sus ideas, pega una patada a una pantufla que cae con un giro un metro adelante, acaricia su resentido pie .
- Acabo de despertarme, es eso – las frases le salen entrecortadas, no sabe si hablar o escuchar- No te trato mal, estoy un poco dormido.
-Bueno, Laura, andate a la mierda.
Tira el teléfono sobre la cama con bronca, aunque cuidando que no se caiga. Se acuesta otra vez, se pierde en la pantalla, olvida su molestia en las imágenes que le cuentan otra historia. La luz que se desprende del aparato  sobre su cara lo acaricia, lo calma. Hay detergentes que duran mucho, hay desodorantes que atraen mujeres, hay relatos con risas en off que hacen reír casi por contagio. Empieza por relajar su cara hasta adormecerse con la boca entreabierta. Sueña con una selva de aromas y colores. Sueña que los árboles son su casa y teme caer desde lo alto para perderse en una marea de ramas y enredaderas. Laura está en su sueño, es algo parecido a una flor blanca que entreteje sus raíces en lo más alto de la copa de su casa.
Lo despierta el ruido de la puerta. Abre los ojos, debe ser Laura.
Abre los ojos, mira a su alrededor. Sus objetos.
La tv encendida. Su teléfono extraviado entre las sábanas.
Los zapatos junto a la cama, huérfanos y breves.
La camisa colgada en el respaldo de la silla, la misma que ayer lo acompañó durante todo el día. Prueba de ello es la arruga a la altura del codo que se formó de acuerdo con los movimientos de sus brazos. La camisa con las marcas de su cuerpo cuelga abandonada en el respaldo de la silla. Tendrá sus olores, además. Olores ácidos, olores picantes. El olor de su compañía.
 ¿Habrá también marcas suyas en el cuerpo de Laura? Surcos en las partes por él más acariciadas, brillos especiales en los sectores en que la piel se frunce para ajustar el cuerpo de uno a los pliegues del otro.
 Laura, parada en la puerta de ese pequeño espacio de vida, permanece quieta mientras lo mira mirar la tv casi dormido, abandonado, colgado del borde de la cama.
-¿Hiciste café?
-¿Con leche? Tuve que ir a comprar, ayer te olvidaste, como siempre.

Nuevos poemas de de Daniel Milanesi, septiembre de 2012


    Distracción     


En esta mañana
                 de rocío tardío.
                   
El sol está en miles de prismas
                 sobre las hojas, los pastos,
                    las barandas y los mosaicos.

Como si el cielo y sus estrellas
                 hubiesen descendido de a poco
                     durante la noche
                         y, sorprendidos por la plenitud del día,
                                       se hubieran quedado más de la cuenta.

     






Antes que tarde


Haré con mis venas las cuerdas
      y con mi vacía cabeza
           la caja de una guitarra,
                para interpretar y oír
                    la música de mis entrañas.

Armaré con mis tendones un arco,
      para arrojarme lejos de mí,
           lejos de nada.

Me desnudaré de toda piel,
      músculo y carne,
           para que mis huesos vean el sol,
                antes que tarde.

Moleré mis restos
      hasta hacerlos barro,
           y formar las ramas y el tronco
                de un árbol.

Nadaré en mi sangre,
      y pintaré con ella,
           un bello paisaje
                donde extasiarme.

Con un par de ojos,
      hechos con mis brasas,
           miraré mi obra…
                antes de olvidarme.


Ferocidades     



Se extendió en el suelo
                            y le crecieron
                                     jazmines, yuyos y alerces.

Los animales la comieron.

Le surgieron ríos en sus venas
                            y bosques en el pelaje.

Se hizo pradera y pantano.

Se alzó en cimas,
                            decreció en barrancos

Donde sus pasos fueron,
                            se llenó de ojos y se hizo cielo.

A fuerza de fuego, agua y hielo
                            logró el equilibrio.

Entonces, construyeron sus nidos
                            los animales más feroces.

Creen ser los amos del lugar.

Pero ella - la que parece dormida -
                            puede erizar su pelo,
                                      retorcer sus venas
                                          y sacudirse todos los nidos
                                                    en cualquier momento.