domingo, 16 de septiembre de 2012

Nuevo cuento de Cecilia Illia, septiembre de 2012


Huérfanos y breves

Un rayo de luz se abre paso por los resquicios de la persiana. Atraviesa el aire enrarecido por toda una noche de exhalaciones soñadas y golpea furiosamente en unos párpados tal vez cerrados con tanto descuido como la persiana. Un disparo certero, los ojos se abren.
Los ojos se abren.  Responden a un llamado más allá de cualquier voluntad, nadie los abre, sólo el rayo de luz.
La mirada espera que alguien la habite. Treinta segundos, un minuto, son ojos abiertos por un rayo de luz pero no son de nadie. Un dibujo, una forma inmóvil.
Por fin una mano despierta, no parece estar integrada a la mirada, se dirige con determinación a un control remoto que también duerme en el piso, al lado de la cama, acompañado por un libro, un par de anteojos, un vaso vacío, un frasco de crema, un blíster de algún medicamento. Objetos salidos de  sus últimas acciones  y, a la vez,  sugerentes de su porvenir más próximo.
Aprieta el botón, se escucha una voz, otro haz luminoso, luego la mirada descansa en la pantalla. Una barrera al primer rayo de luz. Distintas imágenes se suceden. Veloces. Poco a poco la mirada cobra vida.
-Laura- dice, grita a alguien que no está a la vista- ¿hiciste café?
Una voz responde a lo lejos, pero se acerca junto al ruido de sus pasos -¿Con leche? Tuve que ir hasta el mercadito a comprar, ayer te olvidaste, como siempre. Te lo pedí mil veces. Debería dártelo negro, tal vez te estimule la memoria. Otra vez aumentó. La verdad que es increíble, me gustaría saber cuánto le pagan a los tamberos el litro de leche. Compré descremada, ¿está bien?
-Como quieras.
La mujer se ausenta por unos minutos, regresa  y entrega una taza en silencio. Algo la hizo callar. Mira con curiosidad al hombre que mira la TV sin ella. Sin curiosidad. Antes de irse voltea una vez más su mirada. Después se va.
El rayo de luz que se entromete por la ventana  es  más débil ahora, se transformó en luz difuminada. Un momento antes irritaba, ya no. Un momento antes algo podría haber pasado. Haberse abierto un nuevo aspecto de la mirada. Ya no. Los objetos esparcidos en la habitación tienen más sombra que luz, eso los hace ver desorientados.
Se escucha –un oído impersonal, una percepción anónima- un portazo.
-¿A dónde vas?- pregunta tarde y fuerte.
El hombre busca entre sus objetos. Aprieta otro botón y espera impaciente.
-Hola, ¿a dónde fuiste? No me dijiste que te ibas, ¿te pasa algo?- el hombre se levanta de la cama, camina un poco por el pequeño espacio que lo rodea, pasa su mano por la cabeza para acomodar sus ideas, pega una patada a una pantufla que cae con un giro un metro adelante, acaricia su resentido pie .
- Acabo de despertarme, es eso – las frases le salen entrecortadas, no sabe si hablar o escuchar- No te trato mal, estoy un poco dormido.
-Bueno, Laura, andate a la mierda.
Tira el teléfono sobre la cama con bronca, aunque cuidando que no se caiga. Se acuesta otra vez, se pierde en la pantalla, olvida su molestia en las imágenes que le cuentan otra historia. La luz que se desprende del aparato  sobre su cara lo acaricia, lo calma. Hay detergentes que duran mucho, hay desodorantes que atraen mujeres, hay relatos con risas en off que hacen reír casi por contagio. Empieza por relajar su cara hasta adormecerse con la boca entreabierta. Sueña con una selva de aromas y colores. Sueña que los árboles son su casa y teme caer desde lo alto para perderse en una marea de ramas y enredaderas. Laura está en su sueño, es algo parecido a una flor blanca que entreteje sus raíces en lo más alto de la copa de su casa.
Lo despierta el ruido de la puerta. Abre los ojos, debe ser Laura.
Abre los ojos, mira a su alrededor. Sus objetos.
La tv encendida. Su teléfono extraviado entre las sábanas.
Los zapatos junto a la cama, huérfanos y breves.
La camisa colgada en el respaldo de la silla, la misma que ayer lo acompañó durante todo el día. Prueba de ello es la arruga a la altura del codo que se formó de acuerdo con los movimientos de sus brazos. La camisa con las marcas de su cuerpo cuelga abandonada en el respaldo de la silla. Tendrá sus olores, además. Olores ácidos, olores picantes. El olor de su compañía.
 ¿Habrá también marcas suyas en el cuerpo de Laura? Surcos en las partes por él más acariciadas, brillos especiales en los sectores en que la piel se frunce para ajustar el cuerpo de uno a los pliegues del otro.
 Laura, parada en la puerta de ese pequeño espacio de vida, permanece quieta mientras lo mira mirar la tv casi dormido, abandonado, colgado del borde de la cama.
-¿Hiciste café?
-¿Con leche? Tuve que ir a comprar, ayer te olvidaste, como siempre.

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