martes, 26 de marzo de 2013

Yo soy acá, por Diego Soria, marzo 2013


   YO SOY ACÁ
                La cordillera radia su  nitidez en la mañana plácida de algún lugar del sur. Allá se ve serpentear el camino, va hasta el mirador panorámico, una traza de ida y vuelta marcada por las frenadas de los intrépidos forasteros en la ruta bordeada de piedras grisáceas. Al final, un abra, descanso del camino para  autos de  viajeros, un kiosko y venta de recuerdos.
El auto se detiene frente  al kiosko, a punto de chocar la hilera de piedras puntiagudas que bordea el lugar. Las cuatro puertas se abren y las voces de los niños invaden el mirador.
              -¡Papá, papa! Quiero un chocolate, -grita el nene rubio y mofletudo
             -¡Yo quiero una coca cola, paaa!, -grita la nena imperativa, mientras entra al kiosko
Madre y padre bajan con evidente cansancio, han  viajado muchos kilómetros para poder capturar el paisaje en fotos digitales y presumir luego. Desde fuera se ven la siluetas de los niños ir y venir dentro del kiosko.
-Va a ser mejor que los acompañes -dice padre-, no quiero andar pagando por mercadería rota, - al tiempo que se colgaba su flamante cámara de fotos.
-Vos siempre igual – Madre, ofendida, Intenta decir algo más pero solo hace un mohín de desagrado, cierra  la puerta del auto de un golpe y, con dos zancadas, entra al kiosko.
Al fin la calma retoma el mirador y los alrededores.
El silencio se hizo palpable, el aire puro invade los pulmones brutalmente. Padre respira hondo y se acerca a la barandilla contra caídas trágicas al fondo del precipicio; al pie de la barandilla, la misma hilera de piedras grisáceas se extiende a lo largo del mirador. Parecen talladas, una muy similar a la otra. Padre apuntó su cámara hacia el lago azul, allá al fondo del abismo, un siseo electrónico, el obturador captura el momento, lo inmoviliza en un código de unos y ceros para siempre.
Todo parece dispuesto para el regodeo de la vista. La cordillera de penachos amarillentos por el sol de la mañana extiende su abrigo blanco hasta la falda. Allí todo se torna verde hasta la base,  interrumpida solo por el camino de ripio bordeado de piedras perpetuas. Por fin, termina en un abismo profundo, es un cuchillo fantástico  que hiende y deja una  herida  de agua  eterna, azul y fría.
             -Bello paisaje, ¿verdad?  
            Padre da un salto del susto, ¿de dónde ha salido aquel hombre pequeñito?
              -Sí, sí, hermoso –dice padre- ¿Usted vive aquí?
El hombrecito de sombrero cuarteado por el clima no contesta nada. Padre no puede distinguir sus facciones, el sombrero solo deja ver una cabellera rústica, dura como la paja, un perfil aindiado de cejas gruesas y piel reseca  por los estiletes del viento.
                -¿Usted es de acá? –insiste Padre algo recompuesto del susto inicial.
-Sí, señor, yo soy de acá –responde lacónicamente- soy acá, soy el tiempo, el pulso de la vida de este lugar, un guardián, cuido estas montañas y lo que hay en ellas… ¿sabe Ud. la cantidad de gentes que vienen por aquí y no son merecedoras de este paisaje?, de este aire –y sigue- ¡cientos!, cientos como los monolitos de piedra que bordean el camino…
Padre ya recompuesto, lo escucha, primero con curiosidad, y luego con un gesto de sarcasmo:
              -“Yo vengo de la jungla de cemento, tierra de locos sueltos -pienso- guardián de la montaña… ¡sí, claro”!
-Muy bien, hombrecito –dice padre-, lo felicito, pero no tengo monedas para darle. A lzó de nuevo la cámara, apunta y el obturador detiene el tiempo.
El hombrecito sonríe de soslayo.
-Siempre igual –dice- la arrogancia de quien no merece este paisaje.
                    -Sí, sí, sí claro, -dice Padre, verdaderamente fastidiado por aquel hombrecito de pelo de paja, aún se oía a los niños en el kiosko.
El hombrecito da un paso adelante  -si tanto gusta de perpetuar el paisaje, quizás deba quedarse entre nosotros-.
El viento se hace  helado.
Padre no observa, toda su atención está en capturar media cordillera con un gran angular. El zumbido eléctrico del zoom va de atrás hacia delante, calcula la distancia. El viento se hace más helado, las manos comienzan a sentir el lazo invisible del frío.
El hombrecito mira el camino, enarca las cejas y dice:´
 –Quedarse por siempre.
Padre apenas atina una mueca de horror, sus piernas ya no son más que roca gris, una gangrena  rápidamente ahoga su grito. Hecho roca  por siempre, el mirador ha sacado una foto más.
Los chicos salen como han entrado, corren y gritan. Madre, detrás ellos, guarda la billetera y mira el espacio vacío de mirador, “¿dónde estará Padre?”
El aire es puro otra vez, los pinos se mueven  al compás, son las olas de un mar de algas. El mundo parece tomar una pausa, solo quebrada por un hombrecito de sombrero que arrastra una nueva roca al borde del camino.

Los azules y el viento, por Gabriela Ramos, marzo de 2013


Los azules y el viento

            Entre los grises nubarrones que asoman por la ventana y nos envuelven en una luz tenue y azul, hablamos, recostados sobre almohadones colorados o violáceos. Casi se larga la tormenta y aquella tarde vos corrías por el parque brillante y subías a un banco y hacías reír a mis amigos. Y azul ya la tormenta,
                  las gotas caían y azules reíamos y escuchábamos Tchaikovsky, El lago de los cisnes y tu sonrisa se dibujaba en reflexiones imperfectas bajo el violáceo calor de la tormenta. Y bajabas el parque y casi te golpean y te fuiste con enojo en camino de protesta y no tuviste miedo y te fuiste.
           Y sé cuánto más te pasó y acá viva, en mi memoria, cuando tantas veces no pasaba nada. O todo. Y.
      Entonces las gotas
                      cayeron violentas y el viento arrasó con fuerza los gomeros del jardín y nuestras reflexiones tan imperfectas como las imágenes  en nuestros rostros, que mutaban con fuerza y nos atemorizaban o nos atemorizábamos. Y los relámpagos nos encantaban con su magia eléctrica y celeste y la recordábamostan cian, tan magenta, tan,  tan azul.
      Y corrias y gritabas: “Esperáme, no te vayas, no te alcanzo” Y yo te respondía que corrieras más rápido, que nos iban a matar o pegar o lo que ni siquiera imaginamos. Y nos salvamos. Y. Aquel día en que subí al tren y por primera vez veia a esos hombres tan pálidos, y por primera vez entendía lo que ya nunca más olvidaría. Y nuestros rostros. Azules.
        Y lo que vino después de aquella tormenta. Y lo que vendrá. Y las caras mutaban, y las reflexiones imperfectas. Y a ella la asesinaron y a ellos también. Y vivas estábamos bajo el toldo de la ventana, iluminadas bajo ese viento tan poderoso que nos hacía sentir así, fuertes, misteriosas, mágicas.
        Después vino el mundo. Y la vida.
        Y la magia, bajo la tormenta azul.



















lunes, 25 de marzo de 2013

Fondo de taza con niña, por Maite Puppo, marzo de 2013


FONDO DE TAZA CON NIÑA

Vacía
               la taza
                   en el fondo  no hay nada
               El reflejo  crea una imagen
en contornos difusos
        ahí viene a mi mirada
           ahí va de mis ojos
a tus ojos
             un préstamo
develaría el enigma.

Hay una niña  que mira
en el fondo de una taza vacía.

Este reino enlechuzado, por Carolina Diéguez, marzo de 2013


A su majestad la Reina
(batata destronada)
Le escribo para hacer de público conocimiento la rabia que me invade al verla.
Sí, con su sonrisa socarrona de entredientes, se cree muy dueña de este reino enlechuzado de gatos y liebres.           
Diamantes y piques corretean por las veredas, mientras cinco y siete espían por la ventana.

La farolera tropezó y en la calle se cayó…

La nena llorisquea y desgaja una cebolla al borde de la cama (la casa está vacía, hay silencio de muerte entre las cosas). Y la piel de la cebolla arremolina
         Torres, coroneles y alfiles, en guardia
Se corren rumores: la reina fue acusada por pinchar a la mermelada

Alcen la barrera para que pase la farolera…
El cocinero desapareció pero hay ronda nocturna (dicen que fue la reina)
Y mi sombra de niña, en morisquetas al pie de la cama, pide silencio.

Cinco y siete desvisten la noche y guardan su traje amoratado en un cajón.

Me despido Atte. de su majestad La Reina,
La niña destronada.


Bajo tu cielo, el gran baile de la vaca loca, por Roberto Aguilar, marzo de 2013


                              Bajo tu cielo, el gran baile de la vaca loca


            Voy con la tumba a todas partes. Encuentro la ruta negra con una
corbata amarilla hasta el ombligo. El tiempo es escaso mientras los campos
pasan a mis costados.
             Voy con la tumba a todos lados y no lloro por nadie, no me alegro
por vos. Cargo tus años pesados como ruedas  de carretas que ya no existen.
              Mirás tu espejo roto.
                                             Miro al cielo. Hay un montón de celdas vivas,
plateadas y grises entre las constelaciones de Júpiter y Saturno. Nos esperan
frustradas. No sonríen ni gimotean. Aplauden con sus manos rojas por un sol fragmentado. Levantan chispas, polvaredas de nuestros mejores amores. Las acuartelan y las desgranan en rocío.
                                                        Estoy en la medianoche.
Voy con la tumba por todo el mundo. No hago distinciones de credos o razas. Hoy, Europa;
                        Mañana, África o Sudamérica. Nadie me guía. Montado sobre los pozos de tierra, lo ríos me quedan lejos, las lagunas secan sus aguas detrás de mí, el mar es apenas un murmullo a lo lejos. Miro arriba a mis hermanas de hierro, miro sus cálidas pestañas. Los rieles destilan plata y se acercan
al horizonte cantor de tu muerte. La mía, bien gracias.
               ¡Afortunados!, llevo mi tumba a todos lados, pero antes te despido con el cielo azul de botones iluminados por el resplandor giratorio de las es-
trellas. ¡El peor traje para salir!
               Junto las exequias y el oro de los eternos y guardo todo en tus bolsi-
llos. Mi sastre corta las botamangas largas, las hilachas, mientras los ruedos
dejan caer los corazones agusanados. Esqueletos míos sin sexo ni memoria,
van a abrazar mi impulso de amor y odio. En este inmenso comezón de mi andar entre el abismo y los altares, despido con latigazos a la noche a su me-
jor burdel. Vende el trago amargo de tus horas en las calles, los desmayos de
la gente podrida en los umbrales, el hambre y la sed por una gota de amor, las caricias despreciadas por mujeres fascinadas entre reflejos de colores. ¡La
tienda del cielo negro a ambas cuadras de Marte y de Plutón! Pero ahí está
¡El lucero!¡El lucero endemoniado de mi fiebre loca. Levanta tu mirada y la mía tan vieja como las nubes yertas en el camino de Otoño. Las baja.
                 ¡El sol!, ese sol extraño retiene el resplandor de los segundos, tu
mirada, las cosas, algo querido: la abuela sentada al telar, los hijos detrás de
los terneros y la gran ciudad. ¡No los conozco! Mis cuernos traspasan sus vísceras y se llenan de sangre estelar.
                  ¡Ya sí! ¡Ya sí! Toda la tempestad del mundo sobre el granero ba-
jo la brisa de mi tumba. La llevo muy lejos. Bajo los andamios, en todo ric-
tus de tu risa estampada porque sí, en los desconsolados. Entre la húmeda
miseria del abandono y la locura, ruedo una moneda de cobre y te engaño,
te miento hasta tu partida. Voy en la boca subfluvial de las esperas. ¡Nadie
hay! Ausento todos los cuerpos, las caras, las imágenes deformes, mis ojos,
los tuyos, el recuerdo de mi sastre dormido entre espantos y angustias.
                  Desuno la medianoche a tu sueño, el polvo de tu alma a la mía, tu
mano aferrada a los crucifijos. Destiño las ojeras, te vuelvo blanca como una
nube rastrera.
      Viajás sobre mi terreno.
       La mañana te roza en el camino, me encontrás detrás de los largos alambrados.
       Mugimos y nos reímos juntos sin música del cielo.
 



    

Enlazar el alba, Por Diego Soria, Marzo 2013


           ENLAZAR EL ALBA
al alba
                tu artificio,
Tu desdén
              Lazo quijotezco
                          aun canto de sirena,
Perdido.
                      de acantilados,
vuelo en vientos salinos,
                                    arremolino
 el rugir oceánico,

Tu voz avara
                 silencia
         el lejano
crespúsculo
                          tu partida indiferente
de sombras 
                           siembra,
                                      desenlaza
y la mía espera, en la orilla nocturnal

lunes, 18 de marzo de 2013

Hoy no pienso estar viva todo el día, por Cecilia Miano, marzo 2013


Hoy no pienso estar viva todo el día

          Hoy titubeó antes de entrar. Se quedó seca,  las lágrimas de alegría que  sobrepasaron mis tropiezos rosados y anclaron en lo alto. La charla con Cristóbal me revolucionó, (espero que sea revuelo y no  conquista).
      Se huele, es aire fresco.
    Reír y llorar.
                                      Llorar de la risa.
     Vivir de otra manera,
                                                                                                         al filo y adelante…
      La noche llega rápido, los aplausos en el corredor de la casa de Clara la despabilan, la voz y la penumbra ensombrecen la pregunta. Los diarios de la semana pasada ¿dónde estarán?, ¿quién podrá decirme si están bien o no?, ¿quién corrobora las palabras de ayer?
     Clara despide a la vecina, sus gallinas prolíferas hacen festejar con budines y flanes, el aroma a caramelo pasea por el barrio. Las conversaciones juguetean  pero  Enriqueta no aparece.
    Juanita, con enojo, dice
    -Hoy no pienso  estar viva todo el día- La torta se le quemó y el puchero no tiene el apio necesario, pero ella sigue aguerrida.
    Clara se enteró por casualidad. Los pasos desprendieron la pregunta y la respuesta irrumpe. ¿Enriqueta?, yo creo que murió hace unos meses.
    La noticia explota en las manos llenas de ganas de hacer. La vereda se lo contó, sin embargo, ella no escuchó. Hubo pistas regadas en la calle, tierra, ventana cerrada, planta sin mucha agua, aroma a soledad y nada bastó para descubrir.
     Hoy titubeó antes de entrar. La pr´xoima vez que la vea venir, con sus aires de siempre lo mismo, le cierro el paso con sus propias lárgrimas secas. Obstinada y bella soledad. 


viernes, 15 de marzo de 2013

Bosque musical, Por Roberto Aguilar, marzo 2013


 Bosque musical



         La muda, atronadora de cantos en los oídos de los ángeles, parte.
Lleva en su camino ensambles de poemas diluvianos, anda con los pies
mojados.
         Pinturas acuáticas, delgadas transparencias en los sordos muros, inundan su mirada. Hallan las grietas el calor de sus manos y, sobre los
Escombros, su larga sonrisa estalla. Los trigales rozan sus pies tersos y el sol le cae
en la cara. Sueña con su rostro apoyado sobre la hierba, el arrullo de los
lagos es su consejero en las noches. Sola, crea tempestades ,
avienta su razón en formas de pez. Encuentra el vacío entre las montañas y lo llena con su vuelo horizontal por las cortinas arenosas del
desierto.
          Descansa. Apoya su brazo firme sobre el lago. Cae como una piedra hasta el fondo del murmurador de lejanos países. Juega con las algas y las flores flotan contra su pelo recostado entre nenúfares.
      Pasan las horas, los días sobre su mirada,  manos de arena hacen una
tumba a cada instante. Saca su nariz al aire de la noche, toca su trompeta entre los árboles. Encanta a los minotauros y lucha en los confines de su memoria con la gran medusa. Se queda ciega con un rayo de la luna y es vencida al octavo círculo de la Tierra.
         Pero alcanza a cortar sus víboras, le da de comer a los
 hambrientos del mediodía.
           Llueve
                      Llueve
                                 Llueve sobre
                                  los riscos
                                                                  Los pájaros vuelan a sus nidos.
Del otro lado, la garganta
del diablo se apresura
a beber almas,
a devorar todo vuelo
que anda cerca                                                                                 o lejos
                                                                  Se apodera el miedo del bosque,
grita en la medianoche
entre
    sortilegios
         y
                     naufragios                                                de las soledades
                                                 Cae,
                                      Cae el sol rojo de la oscuridad.
                                  Las manos sucias con sangre
 aparecen en el hielo para quedarse.

                                                Embalsaman

       Y ella está tibia, quemada por el sol diluviano, iluminada por las lunas de mayo, es la que duerme y despierta al canto, se levanta de su sueño y rompe el hechizo. El terror se apaga en una luciérnaga. Se esconde en los matorrales. Tiene ojos almendrados, boca roja de nuez madura. Sabe a naranja y dice palabras frías y hondas bajo la tierra. Entre precipicios, la soñadora toca la trompeta y hunde al miedo hasta el fondo del olvido. Saca sus manos del lago, se lava la cara, camina, sigue por el bosque sin tiempo, atormenta al silencio y fragua los ríos, los mares, el hierro de la minas. Hace con ellos instrumentos de la noche y le da al día un nuevo despertar.

   
          Atestiguan los pobladores de las chozas a orillas de las montañas,
que la vieron pasar un día pleno de sol. Era una sombra. Era la noche de fuego, viva y resplandeciente de cada cosa. Dicen que les ponía  canto a sus cuerpos, voces a sus miradas y sones de ninfas a sus bocas largas como alas. El viento era su amigo y la llevaba afuera y adentro de todo sendero.
       El último que la vio fue un ciego de larga mirada. Hoy, la recuerdan negra y azul en llamas, proscripta pero altiva y hacedora de nuevas estrellas.
        Cuando están solos, la sueñan sin llanto, sin voz ni trueno. Sonríen a la conjunción del día y la noche. La esperan. Ella, mientras tanto, se pierde y entra en las ciudades con música nueva.

                                 

miércoles, 13 de marzo de 2013

"La tapa del mundo", por Patricia Tombetta, marzo 2013


LA TAPA DEL MUNDO
Dejó de sentir los pies y la visión de esas antiguas tumbas abandonadas, vistas entonces desde un nuevo ángulo, le dieron la pauta de que había caído. Sólo uno de sus brazos estirados impedía que su cara huesuda se apoyara sobre el suelo seco y pedregoso. Una rama esponjosa  y adolororida, desde donde divisó a un águila.
-Por lo menos no parece la misma de hace un rato- murmuraron sus labios endurecidos- y tampoco esta me mira. Debe estar buscando comida, como yo el camino.
Esta última palabra obligó a sus labios a rozarse y un ardor insoportable lo decidió a beber el resto escaso de agua. Labios secos como el suelo, como el aire, como las dunas que había traspasado hacía un rato.
-Cómo se me ocurre largarme solo por un desierto asiático-
El agua no le había dado suficiente fuerza para caminar, pero sí para el reproche. Apoyó la cabeza en el suelo y quedó frente a frente con el cielo celeste que, como una gran tapa, amenazaba aplastarlo. La tapa del mundo.
Logró plantar el codo y cambiar nuevamente el ángulo de sus visiones. Le pareció que la luz corría a gran velocidad. Unos venados huyeron  como un torrente vital del árido paisaje.
-Se deben haber creído que era otra de esas lápidas olvidadas- una risa forzada se opuso a cierto temor que amagaba crecer y romperle la piel como esos pastos duros agujerean el mundo.
-¡Ladran, Sancho, señal que nos movemos!- intentó gritar aunque sólo emitió un murmullo indistinguible de la suave brisa que lo acompañaba desde hacía horas, desde todo el día y desde el día anterior. Como una mujer esquiva, prometía un placer que no llegaba y le sacaba las últimas gotas de humedad.
-Si vos no te movés, yo tampoco- le dijo al águila- por ahí, vos sabés qué  hacer en estos lugares. Tanto joder con este viaje, sos raro, me repitió Ana una y mil veces. Tan raro que lo único que quiero es estar tirado en avenida Rivadavia, así soy, Anita.
El pájaro abrió las alas y las echó hacia abajo, como un piadoso pañuelo grisáceo parecía querer abrigar la roca en la estaba apostado.
-Hasta ahí no te sigo-dijo ya sin aire.
Las articulaciones de su largo cuerpo parecían haberlo abandonado en busca de mejores lugares y, como una bolsa de aire, flotó en un giro completo. Quedó boca abajo y descubrió un grupo de cabras renegridas que pastaban en lo alto. Vivos lunares negros en la cara visible de aquella duna.
-Esos bichos son de alguien, estoy salvado- la esperanza hizo alguna presión sobre los músculos, apoyó las manos y, sin saber por qué, se concentró en la gruesa cicatriz de la mano derecha. Recuerdo imborrable de una aventura en el Amazonas que había podido contar.
“Entre el aventurero temerario y el boludo hay apenas una pizca de suerte”, pensó mientras se arrastraba hacia las cabras. Pero sus piernas también habían huido. Su cabeza cayó pesada sobre la blandura. “Por lo menos alcancé la duna, tengo que llegar a las cabras, son de alguien, alguien que necesito más que las cabras” El último esfuerzo por moverse le hizo soltar las últimas gotas de orina, último tesoro que, como un río caliente, arrastraba sus magras esperanzas.
Abrió los ojos y vio a los venados muy cerca. Buscó al águila que, entonces sí, lo miraba. Colocó la mano cicatrizada por delante de la cabeza, como si por sí sola hubiera podido transformarlo a todo él en un gran imán arrastrado hacia su norte. Reptó en ascenso la duna hacia las cabras, hacia ese alguien detrás de las cabras.
“Si por lo menos pudiera gritar”
La arena estaba tibia, aunque él sabía que no guardaría por mucho tiempo el calor del sol. El sol, como ese alguien, se escondía también detrás de la duna y dejaba todo cubierto de sangre. El mullido acolchado lo recibía gustoso y cerró los ojos.
“No es fácil ser gusano, aunque tampoco debe ser la gran cosa”, pensó en forma de promesa y cayó traicionado por el sueño.
No escuchó el grito del águila que espantaba a los venados, no escuchó el cencerro que llamaba a las cabras muy cerca de allí.
Un bulto  inerte  a la espera de quien llegara primero.

jueves, 7 de marzo de 2013

Brindis, por Alicia Lapidus, marzo 2013


BRINDIS

                A la tía Haydée no le gustaba el clima invernal que la recluía en la casa.
                Coqueta de nacimiento y vanidosa por elección, una vez por semana, si no hacía mucho frío, rebuscaba en su placard de eterno olor a naftalina. Elegía con esmero adolescente su atuendo, combinaba celestes, turquesas y azules. "Hacen juego con mis ojos". Jamás salía sin aros. "Si no tengo aros me siento desnuda".
                Digna y rígida, con su bastón de cabeza de marfil tallado en forma de cabeza de águila, se largaba a disfrutar su tarde.
                Ocultaba el dolor de esa pierna artrítica rebelde, mientras caminaba lentamente la cuadra que la separaba de la clásica confitería de la Recoleta. Con un suave bufido, la silla de madera lustrada y terciopelo verde se convertía en su alivio.
                Siempre se sentaba de espaldas al amplio ventanal hacia a la calle. Té completo con masas le garantizaba tres deliciosas horas. Mientras, sus ojitos claros deambulaban inquietos por el salón.
               
                Ahí estaba ese matrimonio. Él, de cabeza redonda y calva, lustrosa. Anteojos de carey de vidrios verde botella. Ella, pelo estrepitosamente rojo teñido, invariable vestido negro. Brillante collar y aros fucsia. "El colmo del mal gusto". No se hablaban entre sí. Era claro que no les quedaban ni las peleas.

                A mi tía esas salidas le llenaban la mirada de colores. La gente, ausencia de su caserón, era real en la confitería. La vida estaba ahí, enlazada con el té y las masas.

                Allá, esa viejita amable. Se saludaban con una leve inclinación de la cabeza. La mujer de abundante cabello blanco y anteojos delicados transitaba sus años en una silla de ruedas. Una muchacha de uniforme y cara aburrida siempre detrás.
                Entre Haydée y ella existía una complicidad muda. Veían las mismas cosas, los mismos personajes se les mostraban y sonreían compinches frente a los desatinos de alguna parroquiana.
                Les gustaba, en particular, compartir el disgusto por la casquivana que -puntual a las cinco de la tarde, con sus tacos aguja y el pantalón reventando- se dedicaba a pasear su descaro sobre los hombres . Con una mirada, la de las ruedas le advertía a la del bastón su llegada. Mirada de asco, de desprecio que se espejaba en la otra.
                Era una amistad muda, de esas que no necesitan conocerse la voz.

                Hace un mes, mi tía dejó de salir. Aceptó su propio destino de silla de ruedas. Ese no era un obstáculo. Me costaba entenderla. ¿Por qué no iba más a la confitería? Se encerró en la casa con sus aros y sus colores.

                Ese jueves me tocó a mí ir a la confitería. Quería llevarle el té completo a la casa. Al entrar, los mozos me reconocieron con alegría. Que cómo está su tía, que cuánto hace que no viene, que claro, desde que se murió la otra señora, la canosa, ¿vio?, claro, no debe haber sido igual.
                Compré el té completo con masas y me lo llevé envuelto amorosamente como un regalo.
               

                Mientras caminaba hacia la casa, no pude evitar una lágrima.

Haydée me esperaba, arreglada, de pie y sonriente. Nos sentamos a la mesa cubierta con el mantel bordado de su boda. Acomodé las masas en la bandeja de plata. La tetera de porcelana nos acompañaba en la ceremonia. Serví las tazas de té. Con la suya en la mano temblorosa me miró con vivos ojitos celestes. Levantó su taza. Yo asentí en silencio, en un brindis mudo por los finales, por las amistades y también por las soledades 

miércoles, 6 de marzo de 2013

Descentrada, por Lourdes Landeira



Descentrada


Con la derecha
 trazo letras legibles

mientras      
                   Garabateo
sueño

                                                Con la izquierda

 un orden innatural de MANO DIESTRA

y otro dibujo

juega a  escondidas

                                      de mis hemisferios

entre el frio calor del norte y el cálido sur helado

                                                                                      TAMBALEO

Sin
Ten                       tem
pié.

viernes, 1 de marzo de 2013

Roberto Aguilar inaugura el 2013!


                                       Pulsaciones poéticas

1
     La sangre hace ruido en tus pies cuando los sauces lloran sobre el lago.

2
     Una rosa arrancada de la tierra por generosa mano a otra mano, se hace canto derramado entre el baile de los  pájaros.


3
     Cruza el cielo la golondrina, cruza los montes, los ríos, te cruza a vos
de lejana mirada.


4
     La distancia nos une, amor de primavera, cada vez más lejos, cada vez más cerca.
     Olvido y memoria de un ángel.


5
     Los ídolos se reúnen por la noche a hablar con los muertos, mientras la
más viva, la eterna ilusionista, ¿con quién se juntará después de haber partido?


6
     Las manos atesoran el espanto de la noche. El corazón las compra y las
vende a la luz de los ojos.


7
     Al mirar tus ojos, veo el celeste cielo. Al mirar los míos, la noche honda.


8
     Hoy, gasto palabras de amor, desmayos, angustias, pongo al tiempo contra el techo y lo miro. Mañana, volveré a hacer lo mismo.


9
     Las raíces se pudren bajo el nogal ¿Cuánto tiempo necesitaré para volver
a ser madera, flor y río?


10
     Mañana la tarde, hoy la noche, pasado la lluvia, luego el arco iris.
Un ángel pellizca mi corazón y cae al mar.
 11  
        Alegría  cerca de la luna,
         Alegría  bajo el resplandor de las estrellas,
         Alegría de  casi nada: un punto entre el cielo, la tierra y el infinito.


12
      La razón balbucea con los gusanos. El cuerpo la atrapa y la hace
mariposa.


13
     Un puñado de arena es todo lo que necesito para ser libre.


14
     Las voces del cañaveral amortiguan mi locura,
el silencio se hace trizas y la seduce. Es cielo, lluvia, aire, palabra mojada
y murmullo del viento en mi corazón.


15
     Entre mi silencio y yo no hay nada. Solo palabras mudas, desesperación
y abandono. Entre vos y yo, un volver a empezar.


16
     Te doy una rosa, un clavel, pongo en tu cabeza una guirnalda de flores.
Descubro tu velo y el misterio se hace sonrisa sobre mis ojos de mirada reflejada.


17
     La llanura es torva. Hay algas, hormigas en mi memoria. La razón usa
camisa de fuerza; mis pies, alas. El corazón se detiene después del amor.


18
     La angostura de la noche. La delicia de no tener al tiempo. Sueño que no soy,  me pierdo en lo oscuro en busca de una mirada.


19
     Salgo a cazar bajo la noche fría, salto la ventana de mi memoria, entro
al olvido, agito mi guadaña y corto palabras. Ella flota sobre la superficie
del lago de mi desesperanza.


20
     Soy extranjero en todas partes. Mi país es el desierto ¿Qué era yo cuando
me echaron de los bosques?

    
21
     Apresuro a beber de tu sonrisa, como un viejo ciego, muevo los hilos de mi memoria de niño, para hacer de ella un color perdurable.


22
     ¿De dónde viene? Entra en mi casa como el duende de la noche más rica. Trae el sol, lo pone en mis ojos. Deja caer la luna sobre mi boca,
y- con mi nariz- hace un templo espejado de húmeda tierra.


23
     No hay nada más que decir. Pongo silencio sobre silencio hasta ser  
tumba de palabras y te escucho.


24
     Llamo al amor como se me antoja, menos esperanza u olvido de haber
naufragado sobre el verbo.


25
     Vivo enamorado, pero nada. Y  la nada muere apasionada por mí.


26
     El mundo envidia que formo parte de las cosas sin nombres.


27
     Estoy hecho de amor. Es decir de endechas, reciclajes, entierros, insomnios, lágrimas, sonrisa de un arco con una flecha que desangra
mi corazón.


28
     Murmullo: una gota tras otra cae sobre el río. Los muertos desean
a los vivos su sed de amar.


29
     Pasos que rondan la casa. Claridad de la luna. Llegan sombras en donde no hay sombras. Alguien enciende una vela cuando no estoy.


30
     La arena: granos perdidos, luego encontrados por los pies, por las manos
levantadas al viento de la medianoche, a la brisa del deseo.


      
 31    
       Huellas sobre la hojarasca, entre la hierba quemada. El llanto del viento,
la risa y la cascada se van lejos. Un rayo cae y mata a un ángel.


32
     Nadie se escapa: se dan las manos, te ponen collares con perlas negras, regalan mariposas de madera y escriben poemas donde está la noche, ellos vos y yo.