YO SOY ACÁ
La cordillera radia su nitidez en la mañana plácida de algún lugar
del sur. Allá se ve serpentear el camino, va hasta el mirador panorámico, una
traza de ida y vuelta marcada por las frenadas de los intrépidos forasteros en
la ruta bordeada de piedras grisáceas. Al final, un abra, descanso del camino
para autos de viajeros, un kiosko y venta de recuerdos.
El auto se detiene frente al kiosko, a punto de chocar la hilera de
piedras puntiagudas que bordea el lugar. Las cuatro puertas se abren y las
voces de los niños invaden el mirador.
-¡Papá, papa! Quiero un
chocolate, -grita el nene rubio y mofletudo
-¡Yo quiero una coca cola, paaa!,
-grita la nena imperativa, mientras entra al kiosko
Madre y padre bajan con evidente cansancio,
han viajado muchos kilómetros para poder
capturar el paisaje en fotos digitales y presumir luego. Desde fuera se ven la
siluetas de los niños ir y venir dentro del kiosko.
-Va a ser mejor que los acompañes -dice
padre-, no quiero andar pagando por mercadería rota, - al tiempo que se colgaba
su flamante cámara de fotos.
-Vos siempre igual – Madre, ofendida, Intenta
decir algo más pero solo hace un mohín de desagrado, cierra la puerta del auto de un golpe y, con dos
zancadas, entra al kiosko.
Al fin la calma retoma el mirador y los
alrededores.
El silencio se hizo palpable, el aire puro
invade los pulmones brutalmente. Padre respira hondo y se acerca a la barandilla
contra caídas trágicas al fondo del precipicio; al pie de la barandilla, la
misma hilera de piedras grisáceas se extiende a lo largo del mirador. Parecen
talladas, una muy similar a la otra. Padre apuntó su cámara hacia el lago azul,
allá al fondo del abismo, un siseo electrónico, el obturador captura el
momento, lo inmoviliza en un código de unos y ceros para siempre.
Todo parece dispuesto para el regodeo de la
vista. La cordillera de penachos amarillentos por el sol de la mañana extiende
su abrigo blanco hasta la falda. Allí todo se torna verde hasta la base, interrumpida solo por el camino de ripio
bordeado de piedras perpetuas. Por fin, termina en un abismo profundo, es un
cuchillo fantástico que hiende y deja
una herida de agua
eterna, azul y fría.
-Bello paisaje, ¿verdad?
Padre da un salto del susto, ¿de
dónde ha salido aquel hombre pequeñito?
-Sí, sí, hermoso –dice padre-
¿Usted vive aquí?
El hombrecito de sombrero cuarteado por el
clima no contesta nada. Padre no puede distinguir sus facciones, el sombrero
solo deja ver una cabellera rústica, dura como la paja, un perfil aindiado de
cejas gruesas y piel reseca por los
estiletes del viento.
-¿Usted es de acá? –insiste Padre
algo recompuesto del susto inicial.
-Sí, señor, yo soy de acá –responde
lacónicamente- soy acá, soy el tiempo, el pulso de la vida de este lugar, un
guardián, cuido estas montañas y lo que hay en ellas… ¿sabe Ud. la cantidad de
gentes que vienen por aquí y no son merecedoras de este paisaje?, de este aire
–y sigue- ¡cientos!, cientos como los monolitos de piedra que bordean el
camino…
Padre ya recompuesto, lo escucha, primero con
curiosidad, y luego con un gesto de sarcasmo:
-“Yo vengo de la jungla de
cemento, tierra de locos sueltos -pienso- guardián de la montaña… ¡sí, claro”!
-Muy bien, hombrecito –dice padre-, lo
felicito, pero no tengo monedas para darle. A lzó de nuevo la cámara, apunta y
el obturador detiene el tiempo.
El hombrecito sonríe de soslayo.
-Siempre igual –dice- la arrogancia de quien
no merece este paisaje.
-Sí, sí, sí claro, -dice
Padre, verdaderamente fastidiado por aquel hombrecito de pelo de paja, aún se
oía a los niños en el kiosko.
El hombrecito da un paso adelante -si tanto gusta de perpetuar el paisaje,
quizás deba quedarse entre nosotros-.
El viento se hace helado.
Padre no observa, toda su atención está en
capturar media cordillera con un gran angular. El zumbido eléctrico del zoom
va de atrás hacia delante, calcula la distancia. El viento se hace más helado,
las manos comienzan a sentir el lazo invisible del frío.
El hombrecito mira el camino, enarca las
cejas y dice:´
–Quedarse por siempre.
Padre apenas atina una mueca de horror, sus
piernas ya no son más que roca gris, una gangrena rápidamente ahoga su grito. Hecho roca por siempre, el mirador ha sacado una foto
más.
Los chicos salen como han entrado, corren y
gritan. Madre, detrás ellos, guarda la billetera y mira el espacio vacío de
mirador, “¿dónde estará Padre?”