lunes, 25 de marzo de 2013

Bajo tu cielo, el gran baile de la vaca loca, por Roberto Aguilar, marzo de 2013


                              Bajo tu cielo, el gran baile de la vaca loca


            Voy con la tumba a todas partes. Encuentro la ruta negra con una
corbata amarilla hasta el ombligo. El tiempo es escaso mientras los campos
pasan a mis costados.
             Voy con la tumba a todos lados y no lloro por nadie, no me alegro
por vos. Cargo tus años pesados como ruedas  de carretas que ya no existen.
              Mirás tu espejo roto.
                                             Miro al cielo. Hay un montón de celdas vivas,
plateadas y grises entre las constelaciones de Júpiter y Saturno. Nos esperan
frustradas. No sonríen ni gimotean. Aplauden con sus manos rojas por un sol fragmentado. Levantan chispas, polvaredas de nuestros mejores amores. Las acuartelan y las desgranan en rocío.
                                                        Estoy en la medianoche.
Voy con la tumba por todo el mundo. No hago distinciones de credos o razas. Hoy, Europa;
                        Mañana, África o Sudamérica. Nadie me guía. Montado sobre los pozos de tierra, lo ríos me quedan lejos, las lagunas secan sus aguas detrás de mí, el mar es apenas un murmullo a lo lejos. Miro arriba a mis hermanas de hierro, miro sus cálidas pestañas. Los rieles destilan plata y se acercan
al horizonte cantor de tu muerte. La mía, bien gracias.
               ¡Afortunados!, llevo mi tumba a todos lados, pero antes te despido con el cielo azul de botones iluminados por el resplandor giratorio de las es-
trellas. ¡El peor traje para salir!
               Junto las exequias y el oro de los eternos y guardo todo en tus bolsi-
llos. Mi sastre corta las botamangas largas, las hilachas, mientras los ruedos
dejan caer los corazones agusanados. Esqueletos míos sin sexo ni memoria,
van a abrazar mi impulso de amor y odio. En este inmenso comezón de mi andar entre el abismo y los altares, despido con latigazos a la noche a su me-
jor burdel. Vende el trago amargo de tus horas en las calles, los desmayos de
la gente podrida en los umbrales, el hambre y la sed por una gota de amor, las caricias despreciadas por mujeres fascinadas entre reflejos de colores. ¡La
tienda del cielo negro a ambas cuadras de Marte y de Plutón! Pero ahí está
¡El lucero!¡El lucero endemoniado de mi fiebre loca. Levanta tu mirada y la mía tan vieja como las nubes yertas en el camino de Otoño. Las baja.
                 ¡El sol!, ese sol extraño retiene el resplandor de los segundos, tu
mirada, las cosas, algo querido: la abuela sentada al telar, los hijos detrás de
los terneros y la gran ciudad. ¡No los conozco! Mis cuernos traspasan sus vísceras y se llenan de sangre estelar.
                  ¡Ya sí! ¡Ya sí! Toda la tempestad del mundo sobre el granero ba-
jo la brisa de mi tumba. La llevo muy lejos. Bajo los andamios, en todo ric-
tus de tu risa estampada porque sí, en los desconsolados. Entre la húmeda
miseria del abandono y la locura, ruedo una moneda de cobre y te engaño,
te miento hasta tu partida. Voy en la boca subfluvial de las esperas. ¡Nadie
hay! Ausento todos los cuerpos, las caras, las imágenes deformes, mis ojos,
los tuyos, el recuerdo de mi sastre dormido entre espantos y angustias.
                  Desuno la medianoche a tu sueño, el polvo de tu alma a la mía, tu
mano aferrada a los crucifijos. Destiño las ojeras, te vuelvo blanca como una
nube rastrera.
      Viajás sobre mi terreno.
       La mañana te roza en el camino, me encontrás detrás de los largos alambrados.
       Mugimos y nos reímos juntos sin música del cielo.
 



    

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