viernes, 15 de marzo de 2013

Bosque musical, Por Roberto Aguilar, marzo 2013


 Bosque musical



         La muda, atronadora de cantos en los oídos de los ángeles, parte.
Lleva en su camino ensambles de poemas diluvianos, anda con los pies
mojados.
         Pinturas acuáticas, delgadas transparencias en los sordos muros, inundan su mirada. Hallan las grietas el calor de sus manos y, sobre los
Escombros, su larga sonrisa estalla. Los trigales rozan sus pies tersos y el sol le cae
en la cara. Sueña con su rostro apoyado sobre la hierba, el arrullo de los
lagos es su consejero en las noches. Sola, crea tempestades ,
avienta su razón en formas de pez. Encuentra el vacío entre las montañas y lo llena con su vuelo horizontal por las cortinas arenosas del
desierto.
          Descansa. Apoya su brazo firme sobre el lago. Cae como una piedra hasta el fondo del murmurador de lejanos países. Juega con las algas y las flores flotan contra su pelo recostado entre nenúfares.
      Pasan las horas, los días sobre su mirada,  manos de arena hacen una
tumba a cada instante. Saca su nariz al aire de la noche, toca su trompeta entre los árboles. Encanta a los minotauros y lucha en los confines de su memoria con la gran medusa. Se queda ciega con un rayo de la luna y es vencida al octavo círculo de la Tierra.
         Pero alcanza a cortar sus víboras, le da de comer a los
 hambrientos del mediodía.
           Llueve
                      Llueve
                                 Llueve sobre
                                  los riscos
                                                                  Los pájaros vuelan a sus nidos.
Del otro lado, la garganta
del diablo se apresura
a beber almas,
a devorar todo vuelo
que anda cerca                                                                                 o lejos
                                                                  Se apodera el miedo del bosque,
grita en la medianoche
entre
    sortilegios
         y
                     naufragios                                                de las soledades
                                                 Cae,
                                      Cae el sol rojo de la oscuridad.
                                  Las manos sucias con sangre
 aparecen en el hielo para quedarse.

                                                Embalsaman

       Y ella está tibia, quemada por el sol diluviano, iluminada por las lunas de mayo, es la que duerme y despierta al canto, se levanta de su sueño y rompe el hechizo. El terror se apaga en una luciérnaga. Se esconde en los matorrales. Tiene ojos almendrados, boca roja de nuez madura. Sabe a naranja y dice palabras frías y hondas bajo la tierra. Entre precipicios, la soñadora toca la trompeta y hunde al miedo hasta el fondo del olvido. Saca sus manos del lago, se lava la cara, camina, sigue por el bosque sin tiempo, atormenta al silencio y fragua los ríos, los mares, el hierro de la minas. Hace con ellos instrumentos de la noche y le da al día un nuevo despertar.

   
          Atestiguan los pobladores de las chozas a orillas de las montañas,
que la vieron pasar un día pleno de sol. Era una sombra. Era la noche de fuego, viva y resplandeciente de cada cosa. Dicen que les ponía  canto a sus cuerpos, voces a sus miradas y sones de ninfas a sus bocas largas como alas. El viento era su amigo y la llevaba afuera y adentro de todo sendero.
       El último que la vio fue un ciego de larga mirada. Hoy, la recuerdan negra y azul en llamas, proscripta pero altiva y hacedora de nuevas estrellas.
        Cuando están solos, la sueñan sin llanto, sin voz ni trueno. Sonríen a la conjunción del día y la noche. La esperan. Ella, mientras tanto, se pierde y entra en las ciudades con música nueva.

                                 

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