martes, 26 de marzo de 2013

Yo soy acá, por Diego Soria, marzo 2013


   YO SOY ACÁ
                La cordillera radia su  nitidez en la mañana plácida de algún lugar del sur. Allá se ve serpentear el camino, va hasta el mirador panorámico, una traza de ida y vuelta marcada por las frenadas de los intrépidos forasteros en la ruta bordeada de piedras grisáceas. Al final, un abra, descanso del camino para  autos de  viajeros, un kiosko y venta de recuerdos.
El auto se detiene frente  al kiosko, a punto de chocar la hilera de piedras puntiagudas que bordea el lugar. Las cuatro puertas se abren y las voces de los niños invaden el mirador.
              -¡Papá, papa! Quiero un chocolate, -grita el nene rubio y mofletudo
             -¡Yo quiero una coca cola, paaa!, -grita la nena imperativa, mientras entra al kiosko
Madre y padre bajan con evidente cansancio, han  viajado muchos kilómetros para poder capturar el paisaje en fotos digitales y presumir luego. Desde fuera se ven la siluetas de los niños ir y venir dentro del kiosko.
-Va a ser mejor que los acompañes -dice padre-, no quiero andar pagando por mercadería rota, - al tiempo que se colgaba su flamante cámara de fotos.
-Vos siempre igual – Madre, ofendida, Intenta decir algo más pero solo hace un mohín de desagrado, cierra  la puerta del auto de un golpe y, con dos zancadas, entra al kiosko.
Al fin la calma retoma el mirador y los alrededores.
El silencio se hizo palpable, el aire puro invade los pulmones brutalmente. Padre respira hondo y se acerca a la barandilla contra caídas trágicas al fondo del precipicio; al pie de la barandilla, la misma hilera de piedras grisáceas se extiende a lo largo del mirador. Parecen talladas, una muy similar a la otra. Padre apuntó su cámara hacia el lago azul, allá al fondo del abismo, un siseo electrónico, el obturador captura el momento, lo inmoviliza en un código de unos y ceros para siempre.
Todo parece dispuesto para el regodeo de la vista. La cordillera de penachos amarillentos por el sol de la mañana extiende su abrigo blanco hasta la falda. Allí todo se torna verde hasta la base,  interrumpida solo por el camino de ripio bordeado de piedras perpetuas. Por fin, termina en un abismo profundo, es un cuchillo fantástico  que hiende y deja una  herida  de agua  eterna, azul y fría.
             -Bello paisaje, ¿verdad?  
            Padre da un salto del susto, ¿de dónde ha salido aquel hombre pequeñito?
              -Sí, sí, hermoso –dice padre- ¿Usted vive aquí?
El hombrecito de sombrero cuarteado por el clima no contesta nada. Padre no puede distinguir sus facciones, el sombrero solo deja ver una cabellera rústica, dura como la paja, un perfil aindiado de cejas gruesas y piel reseca  por los estiletes del viento.
                -¿Usted es de acá? –insiste Padre algo recompuesto del susto inicial.
-Sí, señor, yo soy de acá –responde lacónicamente- soy acá, soy el tiempo, el pulso de la vida de este lugar, un guardián, cuido estas montañas y lo que hay en ellas… ¿sabe Ud. la cantidad de gentes que vienen por aquí y no son merecedoras de este paisaje?, de este aire –y sigue- ¡cientos!, cientos como los monolitos de piedra que bordean el camino…
Padre ya recompuesto, lo escucha, primero con curiosidad, y luego con un gesto de sarcasmo:
              -“Yo vengo de la jungla de cemento, tierra de locos sueltos -pienso- guardián de la montaña… ¡sí, claro”!
-Muy bien, hombrecito –dice padre-, lo felicito, pero no tengo monedas para darle. A lzó de nuevo la cámara, apunta y el obturador detiene el tiempo.
El hombrecito sonríe de soslayo.
-Siempre igual –dice- la arrogancia de quien no merece este paisaje.
                    -Sí, sí, sí claro, -dice Padre, verdaderamente fastidiado por aquel hombrecito de pelo de paja, aún se oía a los niños en el kiosko.
El hombrecito da un paso adelante  -si tanto gusta de perpetuar el paisaje, quizás deba quedarse entre nosotros-.
El viento se hace  helado.
Padre no observa, toda su atención está en capturar media cordillera con un gran angular. El zumbido eléctrico del zoom va de atrás hacia delante, calcula la distancia. El viento se hace más helado, las manos comienzan a sentir el lazo invisible del frío.
El hombrecito mira el camino, enarca las cejas y dice:´
 –Quedarse por siempre.
Padre apenas atina una mueca de horror, sus piernas ya no son más que roca gris, una gangrena  rápidamente ahoga su grito. Hecho roca  por siempre, el mirador ha sacado una foto más.
Los chicos salen como han entrado, corren y gritan. Madre, detrás ellos, guarda la billetera y mira el espacio vacío de mirador, “¿dónde estará Padre?”
El aire es puro otra vez, los pinos se mueven  al compás, son las olas de un mar de algas. El mundo parece tomar una pausa, solo quebrada por un hombrecito de sombrero que arrastra una nueva roca al borde del camino.

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