jueves, 5 de mayo de 2011

EVENTOS

 
                                




PRESENTACIÓN DE "MUNDO DE HOJALATA", DE GABRIELA RAMOS








SÁBADO 13 DE 17 A 1930
LUGAR: "ARCHIBRAZO", MARIO BRAVO 437

Presenta: GABRIELA STOPPELMAN
ESCRITOR INVITADO: ALBERTO GOLBERG
LECTURA DE POEMAS: SILVIA PALOMAR









PRESENTACIÓN DEL LIBRO "CABRITOS A SACRIFICIO"
 
Víctor Dupont presenta su libro de poesía el Sábado 7 de Mayo a las 19.00 hs.
La cita es en el Bar "La Forja", Bacacay 2414, Flores.

"Víctor Dupont se mueve como un demiurgo apasionado que desentraña enigmas y suelta su imaginación manejando las letras de un abecedario que ordena y a veces desordena a su antojo. Y produce esta fábula-poema que lo instala en nuestro panorama literario como un brote luminoso que nos promete nuevas y audaces osadías.
En síntesis: una voz poética incontaminada de convencionalismo y escapismos facilistas. Una voz que sabe recorrer sin temores los territorios de la fantasía, la imaginación y las infinitas posibilidades de una poesía sin límites".
Héctor Negro
Invita Ediciones Puertas
Entrada Libre y Gratuita






Expositores: Héctor Negro, Carlos March y Gabriela Stoppelman.

miércoles, 4 de mayo de 2011

NUEVOS TEXTOS DE ALUMNOS- MAYO





                                                    ESPEJO DE AGUA,
                                                      por Ricardo Varela                                                          
                
Aquí estoy, aterido, en este pasillo angosto e infinito. Un río pestilente divide
las viviendas. El aire es denso, el hedor arde en los ojos y en la piel. Un sudor estancado se impregna en las ropas y anuncia el regreso del trabajo.
                Mientras aguardo el momento recorro el lugar una y mil veces, también lo pienso.
                 En el centro del asentamiento, un rectángulo de tierra, el lugar donde se depositan
los sueños de casi todos los chicos. ¿Será esa la única posibilidad de trascender? Ellos no lo saben. Es así. Lo veo al ”Cali”, bezudo, barbilampiño y esa saliva viscosa.
                                            Por allí, corre Victoria, atezada, con sus enormes ojos negros,
entreverada con el resto.
                Me ausento, una sucesión de imágenes me perturba.
                                   El arma. Confusión y muerte.
                                                 Los jueces marmóreos jamás lo entenderán:
                         A veces, la vida, te empuja a matar.
                Después, el oprobio.
                                El escándalo ensordecedor de las voces de los reclusos, frases groseras, insultos.
                Acuerdos de tráfico de todo tipo con un otro encerrado en el afuera.
                                        Resuena constante un rumor de muchedumbre;
                                  ruidos de objetos  colisionan, sonidos alegres  crean en un espacio
críptico, una apertura audible, inaprensible. Un vínculo con el exterior.
                  Todo es una marca  de un tiempo que regresa.
Es que el pasado, aunque uno lo piense sepulto, es un paisaje del que sólo uno se va. Al regresar, todo está intacto, idéntico.
                 -¿Qué te pasa, Eva? ¡Te has quedado dormida!
Me dirijo a quien les ofrece algo caliente a los más necesitados, en el ”Merendero” del barrio.
                 - ¡Es que esa garrafa me va a hacer parir con esa llama escuálida!-contesta y agrega:
                 -¿Y vos? Sospecho que en nada bueno-con indulgencia.
Eva, una mujer menuda, elegante y austera, lleva el pelo gris  en un rodete. Es la madre
de Victoria.
              Su otro hijo, el “ñato” murió en un enfrentamiento con la policía. Dicen en el barrio que,
desde su muerte, cuando llega la noche de los difuntos, se oye doblar sola la campana de la
capilla del lugar y su espectro regresa a visitar a su madre.
                En el final de la calle, tres pibes de gorras y camisetas futboleras arman un porro.
                                      El rubio le da la primera pitada.
                Al acercarme, se escapan por los pasillos. 
                 No hay salida. Los niños pobres  y los perros, un ejército paralelo que vaga, husmea en los restos, intimida, pregona su hambre, caga donde puede. No son los únicos. .
               La villa está dentro de la ciudad,  en clara contradicción.
                     Es natural, la ciudad oculta lo que se pudre.
                        Adentro, capas residuales se acumulan a cielo abierto.
              La mierda siempre ha sido una cuestión de Estado. Sale de lo más íntimo y entra
en los anales de lo público.
              Echo un vistazo a la tarde. El sol atraviesa la villa.
       Cierro un poco los ojos y nublo mi visión. Los techos se convierten en un espejo de agua.
                                 Un oasis.
        La naturaleza, obstinada, produce el milagro de embellecer las cosas muertas.
El asma de invierno regresa impiadoso.
                               Otra vez, la señal. Sirena breve.
                     A poner el cuerpo, como todas las noches.
Los enigmas del viento dibujan figuras horrendas. ¿Un presagio?
                     Estoy tranquilo. .
                   Aquí, lejos de cualquier espejo, solo. Como en un suicidio.









  
En blanco,  por Pablo Hofmann
1
La palabra
 en
la noche
del bosque.
Lobos celan hambrientos,
tiembla la hoja seca
a temor
oscila la oculta,
la palabra.

Palabra
                      rota
niebla el verbo entre colmillos
blancos silencios;
 de álamos, muda palabra y herida de noche.

2
Regresa la extraña:
¡Buen día, buen día!
El marfil rasga
la bruma en los ojos.
Lejano silencio en la
palabra muda.

3
Deserta de la noche blanca,
Lejana, vigila el regreso
 la niebla quebrada en palabra rota,
                                        pasea por la noche amigable
silencios de álamo.
De celos,
aúlla.









Mochilera Erika, por Roberto Aguilar

Sus pasos vienen por el camino de Las Ventiscas,
piel sudorosa y tripas muertas de hambre,
espejea la luna sobre la tierra,
piedra de otra piedra sobre su espalda.


Golpea la madera del mundo
y toca aroma a lodo
en su pesado picaporte.


Mochilera Erika entra y sale como el viento.


A veces busca y encuentra gente
pero sólo le gusta lavarse las manos en los lagos;
sombra sobre sombra su sueño cae entre  flores,
ojea la noche des estrellas de su cuerpo.


Mochilera Erika sale y entra cuando quiere.


Pesadas, sus sandalias
de negro alabastro, su cuerpo
brilla  las calles en busca de un plato de arroz,
no pregona sed ni  dolor,
aspira el humo de las fábricas.


Conoce los escondites y los umbrales,
va de aquí para allá hasta entrar en el bosque,
pero una moneda circula y la atrapa,
hace cara o seca y elige su camino,
luego tira el oro y flamea su esqueleto como bandera
por alguna avenida.


No conoce los principios y los fines
sólo el descanso en los trigales,
no sabe de inviernos, primaveras, calendarios
ni palabras,
sopesan sus alas la borrasca.


Mochilera Erika entra y sale cuando quiere.


Vende sus cuadros y collares en  tertulias
y casas de familia, 
signos y calles la espantan.
Ignora el futuro y su presente es borracho.


El tonel del mundo Erika rueda 


Su balanza está llena de la tierra de los pueblos,
aunque ella no nos quiera y te sostenga como a una limosna
entre puertos y gargantas de los montes.


Erika ríe mientras come de la lluvia
y bebe de la escarcha,
desayuna el sol de la madrugada y junta la
nieve de todos los ventanales.


Cerezas, palabras, uvas y palabras babea
y se cruzan por sus labios como los ojos bizcos
de los comensales. Ellos la invitan pero
los rechaza. Sólo busca un atajo a la desesperanza
por el fondo de su olvido hacia adelante.



Mochilera Erika se despide cuando te ama.



Hay piedras sin recuerdo de algún país dentro del bolso,
ríos, mares de selva desaparecen de su memoria,
Viajante con un llanto fontanal en la barriga
y  sonrisa fluorescente de la tarde sobre su hombro.



Mochilera Erika llega a la taberna de un siglo cualquiera
y pide un trago agridulce de todos estos años,
aprieta el vaso con manos ajadas.
Otean sus cataratas el pasado dentro de la valija.


Revuelve cerezas, nombres, uvas, conjunciones,
algún adjetivo y encuentra verbos como un canto en el sendero de
lo extraviado.



Sale  y salta, corre, va y viene ¡arriba, arriba! disfruta,
florea su vestido volado, llora el álamo cielo, camina,
salpica, moja todo y cae el cuenco de sus alas de barro.












  

                   
Oscura,  por Josefina Bravo

En la soledad de esta casa vacía
los muebles se me antojan monstruos.

La mesa de madera: gruesa, tosca.
Lleva  rastros de antiguas batallas carnales
dónde algún peón cortaba en pedacitos
al animal de turno.

Puedo hasta escuchar el filo del cuchillo
sobre la carne fresca,
La sangre vertiéndose sobre la mesa
y hasta el piso.
El golpe seco de las gotas rojas
sobre la tierra firme.

El cuchillo errándole a la carne
e incrustándose en la mesa.
Agujeros, cortes profundos,
irregularidades en la madera.
El negro de la grasa que nunca se irá.

La mesa de la victoria.

Ahora lleva patas cortas,
triunfante entre los sillones.
Blanco. Negro. Blanco.
E irónicamente cubiertos de almohadones rojos.

Más allá el comedor.
Otra mesa de madera.
Pero de patas largas.
Con detalles.

Diez caballos desafiantes a su alrededor
de ensilladura blanca y altura envidiable,
montan guardia.

El espejo pintado de sangre y óxido.

Sobre mi cabeza el techo alto, inalcanzable.
Una cadena en descenso
sostiene una araña dorada.

A mi izquierda el ventanal recorta mi vista al patio
en mil cuadrados perfectos.
Un rompecabezas terminado.

Los muebles de la casa se me antojan monstruos.
La soledad me ceba mate
y yo me vuelvo oscura
mientras el sol se va,
se esconde bajo la tierra.
 



 
Maizales, por Mariana Silvestre

Recostado bajo un árbol seco, las sombras de las ramas dibujan sobre él. Un cuerpo escultural, los músculos marcados incluso en estado de relajación. Negro de noche, majestuoso como la parca. Ya en otra ocasión lo vi merodear por la finca, pero no me atrevo a acercarme. Yo, que como domador de bestias me considero un experto, quedo tieso ante la hermosura de este caballo.
Lo espío de lejos, la respiración contenida para ocultar mi presencia. Los rayos del sol arden sobre mi cara. Tengo una mano sobre el cinto de cuero, la otra sostiene el lazo con el que lo atraparía si me atreviese a desafiarlo; el cuerpo relajado, el rostro apacible.
Una siembra de maizales nos separa.
No hace mucho dejó de ser potrillo, aunque sus ojos carguen con el brillo de lo eterno.
Percibe la energía que proyecta mi mirada, se levanta y avanza. Los pastos abren camino a su andar, le acarician el cuero, la crin sedosa y negruzca.
Dudo de su inocencia animal, lo creo una aparición, un presagio de muerte.
No fui yo quien lo buscó, él me eligió por alguna extraña razón que desconozco.
Estoy listo, mi corazón galopa más rápido que él. Ya no hay tiempo para dudar, me lanzo a su encuentro aunque esa bestia me arrebate la vida.




MUCHA MALARIA, por Mónica Maravini
 

Hacía tres días que el hombre de la ventana no estaba.
         En casi diez meses, faltaba a la cita sin previo aviso por primera vez.
         El primer día me sorprendí, el segundo me desilusioné y el tercero empecé a preocuparme.
         ¿Cómo podía ser que un desconocido ocupara así mi pensamiento?
Y sí, ¡podía ser, por supuesto!
En los últimos años, las cosas habían ido de mal en peor. La muerte de mi padre, las peleas, cada vez más frecuentes, con Beatriz. Y la inevitable separación trajo aparejadas pérdidas, sufrimiento, desequilibrio y malaria.
Mucha malaria.
Yo pensaba que las separaciones traían alivio y liberación, pero no. Como decía mi tía: una pena negra, espesa y pegajosa, como alquitrán tibio. Primero se te pega en los zapatos, después empezás a hundirte, querés salir y no podés. Te decís: mañana, mañana empiezo a vivir mi vida y la corto con tanto dolor. Aunque no te das cuenta;  tu vida es esa y ya la estás viviendo.
Así estaba yo, sólo quería dormir. Despierto, se me perdían las cosas, me caía por las calles y era objeto de robos y malos tratos. Porque, cuando estás mal, la gente te huele y se aprovecha. La pena lo cubre todo en una lluvia de cenizas y hasta los amigos se alejan por temor al contagio.
Para completar la mala racha, fue en esa épocaque me cambiaron el lugar de trabajo.
,
 Una sola línea de colectivos me llevaba hasta la nueva sede: el 42. Tenía que tomarlo en la esquina de Cachimayo y Santander.
El primer día me cansé de esperarlo y, para no llegar tarde, decidí tomar un taxi. De ahí en más, tendría la precaución de salir de casa con tiempo, el servicio de la línea era de lo peor.
Al principio no me percaté de su presencia, pero a medida que los días pasaban comencé a sentir sus ojos en mi nuca. Porque eso me pasó: no lo vi, primero lo sentí.
Ahí estaba: con el buzo gris, en un sillón –sólo se le veía la cara y el torso- con anteojos oscuros y peinado a la cachetada, un muñequito de torta.
Medía el paisaje, desde su atalaya, con la arrogancia del patrón de la vereda. Vigilaba, atento, como un policía desde su garita.
Con el tiempo imaginé el escenario que captaba desde su ventana, a un metro y medio sobre el nivel de vereda.
Seguramente, quienes esperábamos el 42, en la parada  justo frente a su casa, cambiábamos según las horas.
 A las ocho de la mañana había un elenco estable, entre los que me contaba, y otro circunstancial. Completaba la escena  gente que pasaba,  cruzaba la calle y los autos que iban, venían o estacionaban cerca.
¡Y nada más!
El gran angular de su lente captaba hasta ahí, nada más. Y eso parecía  suficiente, porque no se movía de su trono.
 Todas las mañanas, con lluvia, frío o calor me tocaba salir a escena. Y, conmigo, quienes compartían el escenario:
El hombre de traje oscuro, camisa, corbata y portafolios- que acompañaba a su hijo a la escuela para que no se rateara- hacía lo imposible por empezar un diálogo y el pibe no acusaba recibo: bostezaba, se peinaba una y otra vez el pelo con los dedos, como si hubiera querido pegarlo a su cara para ocultar los granos;
la pareja que llegaba en auto: El hombre estacionaba en la esquina y saludaba con un gesto de  cabeza a la mujer. Ella bajaba apurada, cartera y la bolsita en mano, donde seguramente llevaría el taper con el almuerzo y la revista para leer en el viaje;
el diarero que pasaba lento para darnos tiempo a comprarle. Y el micro que se detenía y hacía sonar su bocina, mientras
de la casa de enfrente salían dos niños semidormidos empujados por una señora en bata.
Ah, me olvidaba del paseador. Un muchacho de rastas y jeans llenos de agujeros arrastrado por un ramillete de perros, que dejaba a su paso ladridos y soretes.
Todo esto podía ver el hombre desde su ventana a esa hora: apenas unas cuántas personas en sus rutinas. Sencillo y extraordinario, según como se lo mirase.
Seguro estudiaría cada uno de nuestros gestos, la postura de los hombros, el rostro tenso o distendido, los pasos arrastrados o vigorosos.
Nosotros, cambiantes.
Él, repetido: siempre tras la ventana de cortinas azules corridas, el buzo gris, los anteojos oscuros y el rostro adusto, impertubable.
Estaba casi siempre solo, salvo en tres oportunidades que alcancé a ver a una mujer joven, con el pelo renegrido y lacio, como una india. Se le acercaba, parecía decirle o darle algo mientras él permanecía inmutable.
Y a mí, ¿cómo me vería? 
¿Me imaginaría solo o padre de familia?
¿Aburrido de rutina, hambriento de éxito y poder?
¿Ansioso por llegar a la oficina donde esperaba la nueva telefonista, de pechos redonditos y remeras ceñidas?
¿Desesperado por  tomar el mismo colectivo  en dirección contraria y pertrecharme en mi casa a mirar televisión?
¿Vería la aureola negra que, desde hacía tiempo, rodeaba mi cuerpo y delataba mi energía hecha pelota, mis defensas destruidas?  
¿Qué personaje compondría con mi gabardina cansada – mi compañera desde mayo hasta principios de octubre durante las mañanas frescas?- los pantalones negros, los zapatos gastados pero lustrosos y el diario bajo el brazo?
¿Qué perfil, mi caminar de un extremo al otro de la vereda, mirar el reloj cada dos minutos y jugar, sopesando en mi mano las monedas para el pasaje?
Seguramente pensaría: es un pobre tipo; y en eso no se equivocaba.
A veces  él  me daba pena. Lo veía como un animal en una jaula de rejas invisibles. Otras, envidiaba su pasar tranquilo, sin sobresaltos ni urgencias. Pero siempre, siempre lo miraba expectante.
Esperaba algo, no sé. Un  gesto de simpatía o desagrado, un levantar la mano, un ladear la cabeza.
Su indiferencia, su contemplación inmóvil, la mirada camuflada tras los lentes ahumadosme exasperaba.
,
Entonces lo miraba desafiante.
Mirá: tiro los boletos viejos y los papeles de caramelos que tengo en los bolsillos en tu vereda recién barrida, arrastro con mis pies las hojas secas y quiebro un brote de un árbol. Dale, abrí la ventana, decime algo.
Me enojaba entonces su estoica imagen de espantapájaros quieto, su rostro de cera, su falta de emociones y matices.
Así, pasó a formar parte de mi vida, a tal punto que los viernes me despedía en silencio y los lunes volvía a reencontrarlo. Sábados y domingos lo imaginaba estrenando escenas de días sin rutinas.
Por eso me inquietó tanto su ausencia. Las cortinas azules, cerradas, anunciaban el final de la obra o acaso una suspensión temporaria.
Esa mañana no faltó nadie: el padre conversador con el hijo mudo, la mujer del taper, el paseador de perros y su nuevo cinturón de tachas, el canillita y la bocina del micro escolar.
Y, cuando estaba a punto de subir al 42, se abrió la puerta de la casa y el hombre de la ventana, visiblemente desmejorado, avanzó con una mano apoyada sobre el brazo de la joven india.
Con un bastón blanco tanteó la vereda y sus desniveles. Pasó frente a mí. Su rostro, de cerca, se veía más triste que adusto y su mirada, más que indiferente, inalcanzable.
El 42 arrancó.
Me quedé solo en la parada.
Desde ese momento, nadie sabría dónde yo estaba.  








                  REMOLINOS EN EL PATIO DE PLANTA BAJA, por Roberto Luzardi

Una bañera magenta
un balazo pujante
una baranda herrumbrosa
dos torcazas al vuelo.
 
El perro ladra, desparrama saliva, gruñe, desgarra la puerta de pino. Salta otra vez sobre la puerta. Roza el picaporte.
Es un primero de año agobiante, solitario, el viento empuja las hojas de diario allá abajo. En busca de un aire más húmedo y fresco, el vecindario se marchó hacia las playas.
En la mesa del comedor, rueda el corcho de champagne. El viento sopla más fuerte y golpea la puerta que da al balcón. El perro da vueltas alrededor de la mesa.
La flor de la ducha
deja caer una gota
cada siete segundos.
La gota no pega en el agua.
La gota no diluye el color púrpura.
 Con el tiempo, si nadie escucha al perro, puede virar al rosáceo.
Las hojas de diario se arremolinan en el patio de planta baja. Se ve que se olvidaron la sombrilla. El piso está embaldosado de un gris perla. Hay un charco similar al color de la bañera. Y las hojas de diario se pegan en el pelo, largo y renegrido.
Al lado del corcho de champagne,  una cabeza con ojos abiertos mira hacia la ventana. Está inmóvil. El mantel de hilo absorbió el líquido desde la sien.
El perro ha dejado de ladrar.
 Ahora jadea.
Un sonido similar al de anochecuando llegó el amo y las encontró desnudas, mimosas y brindando. Una gota,
,
                                               Un corcho
                                                                                  Un remolino

           Se ve que se olvidaron la sombrilla.




                                             


                                  TAÑIR PLAGAS, por Mabel Elguazal
Casas añejas, bajas y  descascaradas. La  precaria urbanización daba forma al pequeño pueblo de provincia.  No le faltaba la blanca capillita, que ya empezaba a dar signos de deterioro  y mostraba, en sus paredes y al modo de  llagas, los rojos manchones  de los ladrillos de base. 
El campanario, construido más tarde, fue idea del viejo párroco. El poco interés de los vecinos por asistir la misa, le dio la idea: el sonido clerical de las campanas haría despertar  las conciencias dormidas de los fieles. A don José se le encomendó la noble tarea -así lo veía él- de hacer tañir cada día y a una hora determinada tan estruendoso artefacto. En un principio sólo despertó fastidio en la población pero, a falta de otra distracción, la gente aceptó el sonido y la misa.
Don José cumplía con rigurosa puntualidad el ritual mañanero, nunca faltó a su cita.
Así, día tras día por muchos años, el pueblo terminó por disciplinarse a su sonido y, como un ejército de autómatas subyugados por el repiquetear de las campanas, vivía a su ritmo.
Una mañana, el silencio se apoderó del lugar, el desconcierto los inmovilizó. Confinados en sus casas, nadie se enteró de la muerte de don José,  detrás del ausente talan-talan-talan-talan del bronce campanil.  Enajenados, los pobladores sintieron la pérdida del sonido vital. El párroco, viejo astuto, buscó urgente un reemplazante.   Un joven analfabeto, desocupado y amigo del cura, fue el elegido para sustituir a don José. El primer intento no resultó feliz, un ruido desagradable cruzó el aire y asustó a las palomas. Por más que se esmeraba, el comedido campanero no lograba arrancar, de las entrañas metálicas, el sonido evangelizador .
En el pueblo, la beatitud lograda por años de paz, armonizada desde lo alto del campanario, parecía llegar a su fin. La iglesia se fue vaciando de fieles. El párroco, erigido en pastor de las almas, perdió la paciencia y amenazó con enviar al infierno a todos aquellos que abandonaran la fe.  La aldea despertó de su letargo, perdió el aspecto de austeridad medieval. Liberados , entraron en entredichos y controversias, los jóvenes desafiaron a las autoridades, al orden, a los patriarcas, erigieron la figura de don José como símbolo y clamaron por un cambio radical. Los viejos no querían abandonar su lugar de privilegio. El cura fue acusado por  su falta de previsión y el desorden reinante.No había acuerdo posible entre los pobladores. La falta de organización trajo pobreza  y deserción, ya nadie quería el trabajo corporativo, pasó el tiempo, se perdieron las cosechas.
Como un castigo divino, cayeron todo tipo de plagas. De las ruinas del pueblo, sólo sobreviven: la capillita y el campanario.