ESPEJO DE AGUA,
por Ricardo Varela
Aquí estoy, aterido, en este pasillo angosto e infinito. Un río pestilente divide
las viviendas. El aire es denso, el hedor arde en los ojos y en la piel. Un sudor estancado se impregna en las ropas y anuncia el regreso del trabajo.
Mientras aguardo el momento recorro el lugar una y mil veces, también lo pienso.
En el centro del asentamiento, un rectángulo de tierra, el lugar donde se depositan
los sueños de casi todos los chicos. ¿Será esa la única posibilidad de trascender? Ellos no lo saben. Es así. Lo veo al ”Cali”, bezudo, barbilampiño y esa saliva viscosa.
Por allí, corre Victoria, atezada, con sus enormes ojos negros,
entreverada con el resto.
Me ausento, una sucesión de imágenes me perturba.
El arma. Confusión y muerte.
Los jueces marmóreos jamás lo entenderán:
A veces, la vida, te empuja a matar.
Después, el oprobio.
El escándalo ensordecedor de las voces de los reclusos, frases groseras, insultos.
Acuerdos de tráfico de todo tipo con un otro encerrado en el afuera.
Resuena constante un rumor de muchedumbre;
ruidos de objetos colisionan, sonidos alegres crean en un espacio
críptico, una apertura audible, inaprensible. Un vínculo con el exterior.
Todo es una marca de un tiempo que regresa.
Es que el pasado, aunque uno lo piense sepulto, es un paisaje del que sólo uno se va. Al regresar, todo está intacto, idéntico.
-¿Qué te pasa, Eva? ¡Te has quedado dormida!
Me dirijo a quien les ofrece algo caliente a los más necesitados, en el ”Merendero” del barrio.
- ¡Es que esa garrafa me va a hacer parir con esa llama escuálida!-contesta y agrega:
-¿Y vos? Sospecho que en nada bueno-con indulgencia.
Eva, una mujer menuda, elegante y austera, lleva el pelo gris en un rodete. Es la madre
de Victoria.
Su otro hijo, el “ñato” murió en un enfrentamiento con la policía. Dicen en el barrio que,
desde su muerte, cuando llega la noche de los difuntos, se oye doblar sola la campana de la
capilla del lugar y su espectro regresa a visitar a su madre.
En el final de la calle, tres pibes de gorras y camisetas futboleras arman un porro.
El rubio le da la primera pitada.
Al acercarme, se escapan por los pasillos.
No hay salida. Los niños pobres y los perros, un ejército paralelo que vaga, husmea en los restos, intimida, pregona su hambre, caga donde puede. No son los únicos. .
La villa está dentro de la ciudad, en clara contradicción.
Es natural, la ciudad oculta lo que se pudre.
Adentro, capas residuales se acumulan a cielo abierto.
La mierda siempre ha sido una cuestión de Estado. Sale de lo más íntimo y entra
en los anales de lo público.
Echo un vistazo a la tarde. El sol atraviesa la villa.
Cierro un poco los ojos y nublo mi visión. Los techos se convierten en un espejo de agua.
Un oasis.
La naturaleza, obstinada, produce el milagro de embellecer las cosas muertas.
El asma de invierno regresa impiadoso.
Otra vez, la señal. Sirena breve.
A poner el cuerpo, como todas las noches.
Los enigmas del viento dibujan figuras horrendas. ¿Un presagio?
Estoy tranquilo. .
Aquí, lejos de cualquier espejo, solo. Como en un suicidio.
En blanco, por Pablo Hofmann
1
La palabra
en
la noche
del bosque.
Lobos celan hambrientos,
tiembla la hoja seca
a temor
oscila la oculta,
la palabra.
Palabra
rota
niebla el verbo entre colmillos
blancos silencios;
de álamos, muda palabra y herida de noche.
2
Regresa la extraña:
¡Buen día, buen día!
El marfil rasga
la bruma en los ojos.
Lejano silencio en la
palabra muda.
3
Deserta de la noche blanca,
Lejana, vigila el regreso
la niebla quebrada en palabra rota,
pasea por la noche amigable
silencios de álamo.
De celos,
aúlla.
Mochilera Erika, por Roberto Aguilar
Sus pasos vienen por el camino de Las Ventiscas,
piel sudorosa y tripas muertas de hambre,
espejea la luna sobre la tierra,
piedra de otra piedra sobre su espalda.
Golpea la madera del mundo
y toca aroma a lodo
en su pesado picaporte.
Mochilera Erika entra y sale como el viento.
A veces busca y encuentra gente
pero sólo le gusta lavarse las manos en los lagos;
sombra sobre sombra su sueño cae entre flores,
ojea la noche des estrellas de su cuerpo.
Mochilera Erika sale y entra cuando quiere.
Pesadas, sus sandalias
de negro alabastro, su cuerpo
brilla las calles en busca de un plato de arroz,
no pregona sed ni dolor,
aspira el humo de las fábricas.
Conoce los escondites y los umbrales,
va de aquí para allá hasta entrar en el bosque,
pero una moneda circula y la atrapa,
hace cara o seca y elige su camino,
luego tira el oro y flamea su esqueleto como bandera
por alguna avenida.
No conoce los principios y los fines
sólo el descanso en los trigales,
no sabe de inviernos, primaveras, calendarios
ni palabras,
sopesan sus alas la borrasca.
Mochilera Erika entra y sale cuando quiere.
Vende sus cuadros y collares en tertulias
y casas de familia,
signos y calles la espantan.
Ignora el futuro y su presente es borracho.
El tonel del mundo Erika rueda
Su balanza está llena de la tierra de los pueblos,
aunque ella no nos quiera y te sostenga como a una limosna
entre puertos y gargantas de los montes.
Erika ríe mientras come de la lluvia
y bebe de la escarcha,
desayuna el sol de la madrugada y junta la
nieve de todos los ventanales.
Cerezas, palabras, uvas y palabras babea
y se cruzan por sus labios como los ojos bizcos
de los comensales. Ellos la invitan pero
los rechaza. Sólo busca un atajo a la desesperanza
por el fondo de su olvido hacia adelante.
Mochilera Erika se despide cuando te ama.
Hay piedras sin recuerdo de algún país dentro del bolso,
ríos, mares de selva desaparecen de su memoria,
Viajante con un llanto fontanal en la barriga
y sonrisa fluorescente de la tarde sobre su hombro.
Mochilera Erika llega a la taberna de un siglo cualquiera
y pide un trago agridulce de todos estos años,
aprieta el vaso con manos ajadas.
Otean sus cataratas el pasado dentro de la valija.
Revuelve cerezas, nombres, uvas, conjunciones,
algún adjetivo y encuentra verbos como un canto en el sendero de
lo extraviado.
Sale y salta, corre, va y viene ¡arriba, arriba! disfruta,
florea su vestido volado, llora el álamo cielo, camina,
salpica, moja todo y cae el cuenco de sus alas de barro.
Oscura, por Josefina Bravo
En la soledad de esta casa vacía
los muebles se me antojan monstruos.
La mesa de madera: gruesa, tosca.
Lleva rastros de antiguas batallas carnales
dónde algún peón cortaba en pedacitos
al animal de turno.
Puedo hasta escuchar el filo del cuchillo
sobre la carne fresca,
La sangre vertiéndose sobre la mesa
y hasta el piso.
El golpe seco de las gotas rojas
sobre la tierra firme.
El cuchillo errándole a la carne
e incrustándose en la mesa.
Agujeros, cortes profundos,
irregularidades en la madera.
El negro de la grasa que nunca se irá.
La mesa de la victoria.
Ahora lleva patas cortas,
triunfante entre los sillones.
Blanco. Negro. Blanco.
E irónicamente cubiertos de almohadones rojos.
Más allá el comedor.
Otra mesa de madera.
Pero de patas largas.
Con detalles.
Diez caballos desafiantes a su alrededor
de ensilladura blanca y altura envidiable,
montan guardia.
El espejo pintado de sangre y óxido.
Sobre mi cabeza el techo alto, inalcanzable.
Una cadena en descenso
sostiene una araña dorada.
A mi izquierda el ventanal recorta mi vista al patio
en mil cuadrados perfectos.
Un rompecabezas terminado.
Los muebles de la casa se me antojan monstruos.
La soledad me ceba mate
y yo me vuelvo oscura
mientras el sol se va,
se esconde bajo la tierra.
Maizales, por Mariana Silvestre
Recostado bajo un árbol seco, las sombras de las ramas dibujan sobre él. Un cuerpo escultural, los músculos marcados incluso en estado de relajación. Negro de noche, majestuoso como la parca. Ya en otra ocasión lo vi merodear por la finca, pero no me atrevo a acercarme. Yo, que como domador de bestias me considero un experto, quedo tieso ante la hermosura de este caballo.
Lo espío de lejos, la respiración contenida para ocultar mi presencia. Los rayos del sol arden sobre mi cara. Tengo una mano sobre el cinto de cuero, la otra sostiene el lazo con el que lo atraparía si me atreviese a desafiarlo; el cuerpo relajado, el rostro apacible.
Una siembra de maizales nos separa.
No hace mucho dejó de ser potrillo, aunque sus ojos carguen con el brillo de lo eterno.
Percibe la energía que proyecta mi mirada, se levanta y avanza. Los pastos abren camino a su andar, le acarician el cuero, la crin sedosa y negruzca.
Dudo de su inocencia animal, lo creo una aparición, un presagio de muerte.
No fui yo quien lo buscó, él me eligió por alguna extraña razón que desconozco.
Estoy listo, mi corazón galopa más rápido que él. Ya no hay tiempo para dudar, me lanzo a su encuentro aunque esa bestia me arrebate la vida.
MUCHA MALARIA, por Mónica Maravini