La tormenta
Una feroz tormenta se desató avanzada la mañana.
Las hojas de los
gomeros golpeadas por las enormes y
miles de gotas que caían en el jardín y
un murmullo en el silencio se volvía voraz. Hacía calor y cada quien se ocupaba
de algo diferente en la casa.
Primero cerraron las
ventanas que se abrían y dejaban pasar el agua. Mónica dio un golpe, así y todo
la ventana seguía haciendo presión. Pum. La cerró. Caminó despacio, no quería
dejar el piso de parquet húmedo, pero era inevitable. Cerró de un solo golpe la
ventana de la cocina. Laura aún intentaba cerrar la puerta del zaguán, era la
más difícil, así que gritó:
-¡Mónica, vení, ayudame!
Mónica corrió, se
resbaló y cayó al piso. Protestó y se levantó. Durante dos cuartos de hora
lucharon contra el viento y el agua. Por fin la cerraron. Ambas se sonrieron y
bajaron los hombros, había que limpiar. Luego, quisieron tomar unos mates.
Laura puso la pava al fuego y Mónica se encargó de los yuyos y la yerba.
Burrito le agregó. Y un poco de miel.
Se sentaron frente a la
ventana de la sala y pudieron ver los árboles: era un espectáculo imperdible,
se zamarreaban como títeres gracias al ventarrón agudizado:
- De la lluvia, siempre me gustó: el silencio.
-A mí también. Dicen que apacigua el espíritu.
-Puede ser, yo estoy tranquila ahora.
Laura sonrió y Mónica levantó los hombros y cebó otro mate,
-¿Querés?
Tomaron mate y hablaron de los recuerdos que les traía la casa. Tardes
de sol en el jardín, la hora de la siesta de la abuela que se quejaba de cada
ruido, lo que las volvía algo gatas y a gatas aventureras. Escucharon un ruido
entre la conversación, pero estaban seguras: era un animal, un pájaro tal vez.
A los diez minutos se dieron cuenta, había sido el timbre: Ramón. Siempre pasaba a esa hora a traer la
soda, aunque ellas no lo esperaban, la lluvia parecía detenerlo todo. Mientras
Mónica invitaba a pasar a Ramón a la casa, Laura iba a buscar la billetera, le
debía el mes entero. Ramón pasó, secó las suelas de sus zapatos y esperó, con la
ropa mojada. Se hizo un charco debajo de él. Mónica lo advirtió tarde y, cuando
llegó Laura dijo:
-¿Cómo no lo invitaste a pasar a la sala? ¡Pobre hombre, tiene que cambiarse!
Mónica hizo una mueca:
-Disculpe, Ramón, es que estoy distraída, ahora le preparo el baño para
que pueda ducharse y busco algo de ropa .
-Hay dos paraguas, uno es para usted- Dijo Laura.
Ramón se incomodó bastante, pero llevar la ropa mojada era peor y no
estaba cerca la última entrega:
-Señoritas, les agradezco de corazón, intentaré no dejar un mar en la
casa- Sonrió y fue al baño.
Mónica y Laura vieron
el camión afuera, parecía resistirlo todo. Pero quedaron preocupadas al notar
que estaba mal estacionado. Ramón, ya en
la ducha. No era posible preguntarle sobre eso, por lo cual cerraron la puerta
y se sentaron otra vez frente a la ventana, entonces sin hablar. A los quince
minutos Ramón ya estaba limpio y con ropa seca. Les sonrió, caminó de modo
tranquilo hasta llegar a la puerta:
-Hay poca gente como ustedes. Les estoy muy agradecido. Esta lluvia
debería dar de comer, pero si no salgo…
Laura y Mónica lo
invitaron a tomar mate. Él aceptó, aunque estaba con retraso y cansado.
Tomaron mate hasta que
quedó lavado. Ramón lo había advertido antes que ellas dos, pero podía ofenderlas si se los decía. Mónica fue
a la cocina y Laura le preguntó sobre el trabajo, si era algo estable, su
familia, si es que tenía, y si tenía hijos chicos:
-Mi mujer falleció hace
dos años. Andaba con un problema de salud serio desde hacía años. Nosotros
antes teníamos un negocio, una ferretería, funcionaba bien hasta que pusieron
el supermercado Coto, digo, el grande, que tiene de todo. Fue muy duro y no
sabíamos qué hacer. Los chicos tenían cinco y seis años, así que la única
solución fue vender el negocio pero el resto lo perdimos. Estábamos en una
situación difícil, ¿entiende no?
-¡Qué terrible!
Nosotras siempre vivimos en esta casa, con la abuela, hasta que murió. Fue muy
triste, pero nos sentimos bien acá, es nuestra casa de toda la vida. Y nos dejó a tiempo, porque ya teníamos
trabajo. Yo soy médica clínica, trabajo en una clínica privada y Mónica es
restauradora de muebles. Ganamos bien, digo, entre las dos. Ella es muy buena
en lo que hace y era el negocio del abuelo, así que tenemos muchos clientes.
Gente que conocemos hace años y nos ha recomendado. No nos podemos quejar. Muchas veces la ayudo
y es un trabajo muy ameno.
Ramón sonrió
tristemente:
-Cuando mi mujer murió,
los chicos ya estaban en la escuela, ellos son muy responsables, estudian
mucho, se hicieron muchos amigos, juegan en el barrio los fines de semana a la
pelota, en el polideportivo. Yo, conseguí esta changa, me pagan poco, pero es
lo único que encontré. Fue difícil,¿ saben?, es muy difícil.
Ramón puso una cara de
amargura inevitable:
-Sin embargo, me
quedaron mis hijos y ellos me dan mucha alegría. La casita que construimos es
bastante linda, digo, es un hogar, una casa linda, hecha con buenos materiales,
la hice yo. Cuando la construí, los chicos me ayudaban a pesar de que estaban
muy tristes por lo que pasó con mi mujer. Ahora tengo una pareja, pero ellos no
la conocen, por ahora, digo.
-Ramón, usted pensará
que somos personas a las que todo les viene de arriba, que lo tenemos todo y no
disfrutamos de la vida, pero nosotras somos muy felices. Nuestra mamá murió
hace diez años. Y a papá nunca lo conocimos. No sabemos nada de él. Ni queremos
saberlo, menos ahora que vivimos en esta casa tan linda y que nos llevamos tan
bien y que la abuela murió y nos dejó hermosos recuerdos.
-Ramón, ¿dónde dejó el
cajón de soda?
-¡Uh! ¡Afuera! Ya se
los alcanzo muchachas.
Ramón se levantó y
entró el cajón. Aún llovía. Ramón se fue. Los gomeros se veían
relucientes y temblorosos. Mónica y Laura tenían mucho que recordar. Contemplaban el gomero más grande y tomaban
mate.