martes, 17 de septiembre de 2013

Finales, un cuento de Gaby Ramos, septiembre de 2013

Finales

            Llueve. Los frenos acaban con la velocidad de manera sutil y algo misteriosa. Las huellas de las ruedas en el asfalto, azules al reflejo, los nuevos fileteados (ya no tan interesantes como los de antes), los asientos mojados… las carteras que se menean cada-vez-más-lento.
            Stop.
            Rojo.
            Arranca. Una mano regordeta se aparta de la gomaespuma forrada del asiento, hace un monigote en el aire y se ajusta al bolso de cuerina, igual al del asiento y, con la otra mano, aprieta fuertísimo el timbre de luz, insiste. Se enoja bastante:

            -¡No funciona! ¡Parada!

            Desde el espejo retrovisor, se ve la cara de resignación del colectivero. Abre la puerta:

-Ahora sí, señora.

            La mujer se sonroja de la bronca, acomoda con indignación su equipaje y baja como si tuviera un embarazo de ocho meses. Todos la miran con lástima y la compadecen, una mujer a otra:

            -Yyyyy, uno no sabe distinguir ya si estos timbres funcionan o no, si son de luz, de timbre, qué sé yo.

            La otra mujer afirma. El conductor ya no mira por el retrovisor.

            Las baldosas flojas de la ciudad hacen reír a algunos jóvenes dispersos por el pasillo del colectivo. Se deleitan al ver cómo a casi todos les sucede empaparse, mirar al piso, luego las botas o el pantalón, refunfuñar y continuar el camino con mala cara.

            Llueve. Un hombre mira el reloj. Su maleta tiene la traba abierta. Toca uno de los bolsillos de su saco, palpa y saca una llave, la sacude y la guarda. Hay una mujer parada y él le ofrece el asiento. Ella le explica: no está embarazada; él sonríe; ella se acaricia la panza, luego se sonroja; una mujer atiende el celular y empieza a discutir con la persona con la que habla hasta  apretar el botón y cortar la llamada con ímpetu.

            Llueve y el colectivero aún frena. Aún arranca. Todavía abre y cierra las puertas y sube una pareja: se besan. La apatía del conductor permanece:

            -Dos hasta La Boca.

            Para de llover. Hay un chirrido: es el freno.

            -La Boca.

            Bajan: apurados, distraídos, apáticos, enamorados, tristes, peleándose, haciéndose amigos.

            Se dispersan.

            El conductor suspira y mira el atardecer frente al Museo Benito Quinquela Martín. Saca un termo con agua tibia, ceba un mate. Una mujer le pregunta algo. Él le sonríe pero no le contesta.
         Estira sus piernas.
         Final del día.


lunes, 16 de septiembre de 2013

Un poema del muy productivo Pablo Cecchi, septiembre de 2013

Tiempo II

Persistente, 
amordaza

con sus sombras,
amordaza
                la floja y casual

chance.

Y tic tac
       detona.

Su tic tac.
                        Ay, su tic tac

tan demoníaco.
Con que solo un dedo me empuje,

                           caigo
                                            al precipicio.

Ya no quiero contar la gota que cae y no deja de hacerlo.

Los días de verano agobian sus límites.

 Sos nada más que segundos, 

desde el cielo. Y  tu solo nombre me amordaza.


viernes, 13 de septiembre de 2013

La masacre de Villa Stragnatti, por Pablo Cecchi, septiembre de 2013

La masacre de Villa Stragnatti

Las injusticias parecen no tener un final. El maltrato, la venganza y el asesinato parecieran no tener fin en este pueblo horrible, ni en este mundo podrido. –Lautaro Guerrero. Pensamientos de posguerra. Volúmen 4. Planeta, Buenos Aires, 1992.   


                -¡La mesa queda acá!, ¡y no hay vuelta atrás!, ¡rajá!

                Guiado por un profundo miedo, Rolando se marchó del comedor. Su mujer preparaba la mesa y él había ubicado el mueble, soporte de las comidas, frente al señor televisor. Hermenegilda lo echó, como de costumbre, de un grotesco “plumazo”.
                -Ding, dong, ding, dong.


                -¡Ahí voy, ahí vooooooy! –la señora, de anchas caderas, avanzaba a una llamativa velocidad, con pesados pisotones sobre el piso de madera. Daba la sensación de que, en cualquier momento, todo se iría p’abajo. Su marido se cruzó involuntariamente.
                -¿Vos sos sordo o te hacés… ,pedazo de mogólico? -su boca tomó dimensiones grotescas y sus ojos color verde esmeralda centellearon en relámpagos fosforescentes.  - ¡Andate a la mierda, nene!- al tiempo que lo miraba duramente y levantaba el brazo en señal amenazante.
                Pese a todo, esta vez su sentir fue más fuerte y una lágrima corrió por la mejilla derecha del rostro de su marido Rolando,  oculto tras sus manos. Sollozante, se metió casi de un salto en el baño más grande de la casa, como lo hacía cuando recibían visitas. La señora, al ver la reacción de “su amado”, endureció su rostro de Directora Piraña, como si hubiese pasado del ladrillo al mármol, y abrió la pesada puerta de hierro blindado, con sorprendente facilidad:
                -Bueno, bueno, pero miren a quiénes tenemos aquí. -Ahora con una hermosa y brillante sonrisa.

                Olvidándose uno de aquella avasalladora y despiadada mole de segundos atrás,  la doña recibía a los invitados de siempre, los vecinos de al lado, los Von Leprocké: Don Eduardo y su hermosa y simpática mujer- Liliana- acompañados de sus dos y únicos hijos, los mellizos Edelmiro e Hipólito.
                -Acá nos tenés, Herme, tu familia preferida, tu familia de siempre. –Eduardo mostraba una sonrisa amplia con todos los dientes asquerosamente blancos, de singular semejanza con los de su anfitriona.
                -Bueno, Eduardo, vos lo sabés muy bien, siempre son bienvenidos en esta casa, tanto yo como Roland estamos a su disposición sin importar de qué se trate. Mi casa es la casa de ustedes. –eran infinitos los halagos. Las adulaciones, exageradas por donde se las mirara.

                Parecía otra persona Hermenegilda y nadie lo cuestionaba. Los cuatro comensales sabían, aunque no detalladamente, cómo resultaba el trato que le propinaba a su marido. Pues la nefasta mujer se encargaba de tapar la realidad cada vez que alguien se presentaba allí. Por supuesto, algo siempre se le escapaba. También, gritos desgarradores y violentos se oían desde el otro lado de la pared, en una clara evidencia para sus vecinos. En fin, la pareja y sus pequeños hijos preferían callar la realidad y hacer la vista gorda. Así, durante mucho tiempo. Así, hasta que pasó lo que se veía venir hace mucho, ya mucho tiempo.

                -¿Rolando no está?- inquirió
la Sra. Leprocké.
                La gorda brutal simuló no escucharla:
                -¿Y cómo andan mis pequeñines? -al tiempo que acariciaba con sus regordetas y grasulientas manos las doradas cabecitas de los “melli”.
                -Bien, tía. –al unísono.
                Lo cierto es que Rolando se encontraba en la habitación para huéspedes, contigua al comedor, escuchándolo todo. Pobre, Rolando,
                -¿Pobre?
                Escuchó estas últimas palabras de los críos y sus pensamientos se tornaron más oscuros que nunca. La gota rebalsó el vaso, su mente detonó . Tan solo eso bastó para que tomase un cuchillo de cocina, de casualidad sobre la mesita de luz del cuarto, y al grito de…
                -¡Libertad!
                …irrumpiera de un salto a donde se encontraban todos reunidos. Nadie pudo siquiera pestañear. Muy tarde: uno a uno, el hombre les encajó cortes terribles y certeros, de los que no pudieron sobreponerse jamás. El momento decisivo había llegado para este pusilánime. Y cobró venganza  contra aquellos que supuestamente le privaban de vivir. Será recordado por siempre ese día, marcado a fuego en todo el pueblo de Villa Stragnatti. 

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Un poema de Diego Soria, septiembre de 2013

Descarnado

La ciudad
                 entre llanta,
neón
Puros lloriqueos
 del presente futuro
 en venas de cobre,

Y
un abrazo insondable
recorre el mundo:

                                  sudan los hijos del silicio.

La tormenta, un cuento de Gabriela Ramos, septiembre de 2013

La tormenta


            Una feroz tormenta se desató avanzada la mañana.

            Las hojas de los gomeros  golpeadas por las enormes y miles de gotas  que caían en el jardín y un murmullo en el silencio se volvía voraz. Hacía calor y cada quien se ocupaba de algo diferente en la casa.

            Primero cerraron las ventanas que se abrían y dejaban pasar el agua. Mónica dio un golpe, así y todo la ventana seguía haciendo presión. Pum. La cerró. Caminó despacio, no quería dejar el piso de parquet húmedo, pero era inevitable. Cerró de un solo golpe la ventana de la cocina. Laura aún intentaba cerrar la puerta del zaguán, era la más difícil, así que gritó:

         -¡Mónica, vení, ayudame!

            Mónica corrió, se resbaló y cayó al piso. Protestó y se levantó. Durante dos cuartos de hora lucharon contra el viento y el agua. Por fin la cerraron. Ambas se sonrieron y bajaron los hombros, había que limpiar. Luego, quisieron tomar unos mates. Laura puso la pava al fuego y Mónica se encargó de los yuyos y la yerba. Burrito le agregó. Y  un poco de miel.

            Se sentaron frente a la ventana de la sala y pudieron ver los árboles: era un espectáculo imperdible, se zamarreaban como títeres gracias al ventarrón agudizado:

       - De la lluvia, siempre me gustó: el silencio.
        -A mí también. Dicen que apacigua el espíritu.
       -Puede ser, yo estoy tranquila ahora.

            Laura sonrió y Mónica levantó los hombros y cebó otro mate,
        -¿Querés?

        Tomaron mate y hablaron de los recuerdos que les traía la casa. Tardes de sol en el jardín, la hora de la siesta de la abuela que se quejaba de cada ruido, lo que las volvía algo gatas y a gatas aventureras. Escucharon un ruido entre la conversación, pero estaban seguras: era un animal, un pájaro tal vez. A los diez minutos se dieron cuenta, había sido el timbre:  Ramón. Siempre pasaba a esa hora a traer la soda, aunque ellas no lo esperaban, la lluvia parecía detenerlo todo. Mientras Mónica invitaba a pasar a Ramón a la casa, Laura iba a buscar la billetera, le debía el mes entero. Ramón pasó, secó las suelas de sus zapatos y esperó, con la ropa mojada. Se hizo un charco debajo de él. Mónica lo advirtió tarde y, cuando llegó Laura dijo:

           -¿Cómo no lo invitaste a pasar a la sala? ¡Pobre hombre,  tiene que cambiarse!

Mónica hizo una mueca:

         -Disculpe, Ramón, es que estoy distraída, ahora le preparo el baño para que pueda ducharse y busco algo de ropa .
        -Hay dos paraguas, uno es para usted- Dijo Laura.

         Ramón se incomodó bastante, pero llevar la ropa mojada era peor y no estaba cerca la última entrega:

          -Señoritas, les agradezco de corazón, intentaré no dejar un mar en la casa- Sonrió y fue al baño.

            Mónica y Laura vieron el camión afuera, parecía resistirlo todo. Pero quedaron preocupadas al notar que estaba mal estacionado. Ramón, ya  en la ducha. No era posible preguntarle sobre eso, por lo cual cerraron la puerta y se sentaron otra vez frente a la ventana, entonces sin hablar. A los quince minutos Ramón ya estaba limpio y con ropa seca. Les sonrió, caminó de modo tranquilo hasta llegar a la puerta:

           -Hay poca gente como ustedes. Les estoy muy agradecido. Esta lluvia debería dar de comer, pero si no salgo…

            Laura y Mónica lo invitaron a tomar mate. Él aceptó, aunque estaba con retraso y cansado.

            Tomaron mate hasta que quedó lavado. Ramón lo había advertido antes que ellas dos, pero  podía ofenderlas si se los decía. Mónica fue a la cocina y Laura le preguntó sobre el trabajo, si era algo estable, su familia, si es que tenía, y si tenía hijos chicos:

            -Mi mujer falleció hace dos años. Andaba con un problema de salud serio desde hacía años. Nosotros antes teníamos un negocio, una ferretería, funcionaba bien hasta que pusieron el supermercado Coto, digo, el grande, que tiene de todo. Fue muy duro y no sabíamos qué hacer. Los chicos tenían cinco y seis años, así que la única solución fue vender el negocio pero el resto lo perdimos. Estábamos en una situación difícil, ¿entiende no?

            -¡Qué terrible! Nosotras siempre vivimos en esta casa, con la abuela, hasta que murió. Fue muy triste, pero nos sentimos bien acá, es nuestra casa de toda la vida. Y  nos dejó a tiempo, porque ya teníamos trabajo. Yo soy médica clínica, trabajo en una clínica privada y Mónica es restauradora de muebles. Ganamos bien, digo, entre las dos. Ella es muy buena en lo que hace y era el negocio del abuelo, así que tenemos muchos clientes. Gente que conocemos hace años y nos ha recomendado.  No nos podemos quejar. Muchas veces la ayudo y es un trabajo muy ameno.

            Ramón sonrió tristemente:

            -Cuando mi mujer murió, los chicos ya estaban en la escuela, ellos son muy responsables, estudian mucho, se hicieron muchos amigos, juegan en el barrio los fines de semana a la pelota, en el polideportivo. Yo, conseguí esta changa, me pagan poco, pero es lo único que encontré. Fue difícil,¿ saben?, es muy difícil.
            Ramón puso una cara de amargura inevitable:

            -Sin embargo, me quedaron mis hijos y ellos me dan mucha alegría. La casita que construimos es bastante linda, digo, es un hogar, una casa linda, hecha con buenos materiales, la hice yo. Cuando la construí, los chicos me ayudaban a pesar de que estaban muy tristes por lo que pasó con mi mujer. Ahora tengo una pareja, pero ellos no la conocen, por ahora, digo.

            -Ramón, usted pensará que somos personas a las que todo les viene de arriba, que lo tenemos todo y no disfrutamos de la vida, pero nosotras somos muy felices. Nuestra mamá murió hace diez años. Y a papá nunca lo conocimos. No sabemos nada de él. Ni queremos saberlo, menos ahora que vivimos en esta casa tan linda y que nos llevamos tan bien y que la abuela murió y nos dejó hermosos recuerdos.

            -Ramón, ¿dónde dejó el cajón de soda?

            -¡Uh! ¡Afuera! Ya se los alcanzo muchachas.



            Ramón se levantó y entró el cajón.  Aún llovía.  Ramón se fue. Los gomeros se veían relucientes y temblorosos. Mónica y Laura tenían mucho que recordar.  Contemplaban el gomero más grande y tomaban mate.

viernes, 6 de septiembre de 2013

Dos poemas de Pablo Cecchi, septiembre de 2013

Tilo,
 tronco - corteza - piedra,
no te inquietas ante el  viento más duro
que intente derribarte. Motor del más puro aire.
Te trepo y trepo desde tu raíz, hundida en el suelo,
 como telaraña de pared de hilos cual venas o cabellera
 sin remolino. Tus ramas conductoras de savia,
desde la gran columna marrón de piedra - tronco,
a manera de Ídolo, en múltiples brazos; rayos solares o de
bicicletas, terminan
en esos
verdes,
fantásticos
corazones, que
ahora veo desde la copa, la parte más alta, resplandeciente, ahí arriba y que creía inalcanzable, copa de oro, preciosa piedra que se mece desde lo más alto.




Tiempo



La persistencia me amordaza, tiñe de penumbras la floja y casual

chance de la suerte.  Su tic tac explota en mis sienes.

Ya no quiero contar gotas de agua

o  días de Verano. Libre

me quisieras

pues

sabés

cómo cedo

a tu sola presencia.

Sos segundos, no más que eso,

segundos del gran reloj que nos ilumina

desde el cielo, tu solo nombre, Tiempo, me amordaza.

lunes, 2 de septiembre de 2013

Destiempo, un texto de Gaby Ramos, septiembre de 2013

Destiempo

            Avanzaban pasajeras a la gran entrada de un túnel, mientras hombres en destiempo robaban ángeles adheridos a las piedras aún mohosas. Se agachaban algo temblorosos, las pasajeras aún se encontraban en el último rayo de sol, y una había dado un paso.

-Escriben los hombres una gran historia, una magnífica historia sobre las piedras hermosas. – Dice Dick.

-Ahora iremos despacio- afirmó la primera mujer que puso su paso en la sombra.

Un árbol vibraba con el viento en plena luz cuando entraba la primera mujer. Ella se hundía en la sombra.

Los pájaros azules- los pájaros enormes- ya revoloteaban al fondo la gran oscuridad. Avanzaban y, al final del camino, no había más que relieves de pájaros, de grandes y enormes grises nubarrones de piedra.

-Aún así voy a entrar. Aún así veré este mundo al que nos invita Dick.

-Ya estás dentro. Sólo queda seguir hasta el fondo para ver. ¿Hay que atravesar amuletos, flores secas, enormes pájaros, máscaras, hojas secas? ¿Enormes muertes en quebradas pantallas oxidadas? –Dice Dick.

- ¡No entiendo!

-¿Encontrarás pequeños peces y calaveras, tristes señores, esfinges, tremendos silencios?

La segunda mujer casi entraba en la sombra.

-Acá está fresco. No entiendo cómo negarse a caminar un túnel tan fresco, tan vivo, tan apacible.

-¿Aún nadie me cree que esto es cierto? Es un gran peligro pero es tan cierto como mis ojos. Es tan cierto como el comienzo de un final espantoso, tan cierto como una mariposa que muere antes de terminar el día. Es cierto, certísimo. ¿Hay ángeles de piedra que encantan, horribles fantasías del más allá? ¿Tan cierto como un futuro?

-Iremos sin alterarnos. Caminaremos. Que entre la tercera.

El sol bajaba, un atardecer hermoso. Una increíble mañana
                                                                                    al fondo del túnel.

-Iremos cuando acabe la tarde- Dijo la tercera.

-¿Vendrán todas porque ya es de día? Y, cuando atravesemos el túnel, será distinto al comienzo, será una tarde sombría, una enorme casa deshabitada, habrá ventanas de hierro y ángeles muertos. ¿Habrá un pequeño día de tristezas, flores muertas, y un gran final sin salida?


Caían las hojas de los árboles. Cada una de las mujeres iba con su paso en sombra. Una mujer sollozaba, otra la consolaba, una esperaba, otra lloraba, otra acariciaba con sus dedos una pequeña parcela del túnel, la tierra húmeda, fresca. Aún caían hojas secas afuera.

-Por supuesto. Iremos. El túnel es fresco- dijo la cuarta mujer.

Dentro del túnel, ya oscuras tres mujeres descubrían un final. Aún la cuarta estaba entre la luz y el día.

-¿Irán hasta el final? Una pregunta secreta se me esconde entre las tristes mañanas que ya no habrá.

-Yo no quiero entrar.- Dijo la quinta mujer.

-Yo sí. –Dijo la cuarta.

Un ventarrón hacía frágil el momento en el que entraba la cuarta mujer. Murciélagos, polillas hicieron que entrara la quinta mujer.

-Tus pies serán sombras, olvidos, retazos de tiempo. Al final del túnel me esperan cuatrocientas mujeres hambrientas. No hay pan, no hay grises ni colores. No hay aire, no hay agua, ni tristezas.-Dice Dick.

-Grises olvidos.- Dijo la sexta.

Todas entraban al túnel.