martes, 20 de mayo de 2014

Los años de la duda, un texto de Gabriela Ramos, mayo de 2014

Los años de la duda
Eran cinco hermanos. Uno había muerto de neumonía en un hospital prestigioso porque los médicos nada habían podido hacer. Los cuatro hermanos restante se dejaron de ver luego de esa muerte: Roque se metió a trabajar de periodista en un diario; Luis, en un hospital de provincia como radiólogo, Jorge como humorista en una revista conocida y Patricio entró en una escuela, de portero.
Roque trabajaba de forma exigente, sus dedos callosos se fundían en la sombría oficina del diario, tecla por tecla, su mirada en la opaca pantalla de la computadora, sus pies tiritaban cuando la angustia crecía como los papeles sobre los escritorios.
Los hermanos no se vieron, no se hablaron, no se pensaron. Pero sí, los cuatro sentían un dolor en el pecho difícil de aguantar. Roque comenzó a tomar güisqui todas las noches; Luis comenzó a inyectarse anestesia; Jorge, a fumar marihuana y Patricio, a tomar clonazepan.  Las vidas de los hermanos se volvieron muy duras y en la piedra más maciza quedó anclada la muerte del hermano Raúl, como una espina de mucho filo. Todos los días, cada uno iba al trabajo, pagaba las cuentas, comía comida rápida, tomaba sus drogas y salía a tomar aire por las noches cuando el dolor se volvía agudo.
Cuando Luis se inyectaba, su piel se volvía traslúcida como el líquido de la jeringa, sus ojos insulsos y tristes como los azulejos de las salas de radiología. Él respiraba hondo el aire contaminado por los líquidos antibacteriales que repartían las mujeres de limpieza del hospital y los enfermos se erizaban en la piel de Luis y en sus pasos, pesados como la tristeza de los parientes y amigos en espera, hundidos y duros como el cemento del Hospital.
                Roque se enamoró de una locutora de radio. Luis tuvo un hijo con una mujer a la que no amó nunca;  Jorge se puso en pareja con otro hombre porque ambos se admiraban mutuamente y compartían el amor por el humor; Patricio se enamoró de su trabajo y de cuidar a los chicos de la escuela.
                Patricio engordó a medida que iban pasando los años, como una galletita en el agua, su cuerpo creció y su tristeza se hizo grande como el vacío de las aulas cuando los chicos se iban, como un reloj de arena que dejaba la marca del vacío de una hora.
Jorge era delgado, se vestía de modo que jugaba bien con las luces de neón de las noches de Constitución. Su rostro brillante como el reflejo de la luna sobre las baldosas, su paso fugaz, como el vuelo de un murciélago de una plaza de pueblo en la que no hay nadie, su angustia tan grande como la incertidumbre de que hay un cielo que jamás veremos de otros modos. Su espalda, como el caparazón de los años de la duda.
                Roque sufrió un desengaño amoroso, nunca se recuperó y nunca más pudo creer en el amor, hasta se aseguró que no sabía de qué se trataba; Luis cuidó de su hijo durante cuatro años, pero antes que el chico cumpliera los cinco le prohibieron verlo, ya que se corrió el rumor sobre su adicción a la anestesia;  Jorge sintió el amor en lo más profundo de su ser y conoció la felicidad; Patricio murió del corazón antes de cumplir los veinte años de trabajo en la escuela.
                A los tres años de la muerte de Patricio, Roque decidió buscar a sus hermanos. Lo primero que encontró fue que Patricio estaba muerto. Jorge se había ido a México con su amante, así que sólo pudo ver  a Luis.
                Se encontraron en un bar cerca del Puerto. Roque pidió un güisqui y Luis pidió un agua mineral sin gas. Hablaron poco. Se miraron con tristeza infinita. Sintieron una angustia muy fuerte y pudieron comunicar muy poco con palabras.
                Luis murió de sobredosis un dos de mayo del año dos mil seis. Roque se mudó a un barrio residencial y vivió una vida de lujuria y desmesura.
                Jorge volvió a la Argentina en el año dos mil trece. Estaba entusiasmado, con su pareja querían adoptar a un chico, contentos porque  podían casarse.

                Jorge nunca se enteró de la muerte de Patricio ni de la de Luis. Jamás volvió a ver a Roque. Pero llevaba una espina de hierro en el corazón, la que le permitía amar con locura  y sufrir intensamente.  Cargó en el caparazón los años, la duda.

lunes, 19 de mayo de 2014

La máquina de coser, primer texto de Virginia Saavedra en el blog, mayo de 2014

La máquina de coser
Todo empezó cuando, sin pedirlo, heredé la máquina de coser de mi abuela. Luego de largas conversaciones con mi padre, interminables charlas telefónicas con mis hermanos, llegó a mi casa ese artefacto.
Nunca habíamos tenido un  vínculo fluido con ese lado de la familia y mucho menos desde que se murió mi mamá. Me llamó la atención que quisieran dejármela a mí. Pensaba que mis mezquinas tías podrían quererla o incluso valorarla más que yo.
                Un día llamó mi papá y me lo dijo.  Yo no la quería. Discusiones. Sí. No. No quiero. No me interesa. Listo. La máquina sería mía.
El día en que me la trajeron, me sentía muy incómoda. La máquina no se acomodaba a la decoración del departamento, era antigua y muy grande o más de lo que yo esperaba.  Una vieja Singer. “Es muy buena. No entiendo por qué no la querés”,  me decía mi papá por teléfono. No sabía en qué rincón ponerla y, como no me interesaba tanto, ni bien la entré, la dejé al lado de la puerta.
Esa noche tuve pesadillas. Soñé algo horrible que ni inmediatamente después de despertarme ni al rato, ni días más tarde podía poner en palabras u ordenar en mi cabeza. Pero seguro tenía que ver con la máquina de coser. Me desperté angustiada en medio de la madrugada.  Fui a la cocina y tomé un poco de agua. Mientras tomaba, de reojo, la vi y me corrió un escalofrío. No sé cómo, aunque podía jurar que algo había cambiado en ese artefacto o-al menos- en mi manera de verlo.
Inútilmente, intenté compartir mis sensaciones con unas compañeras de la oficina. Algunas, basándose en sus conocimientos de psicología aprendidos en revistas de moda y tendencias femeninas, me decían que yo no quería esa máquina porque era de mi abuela y, de alguna manera inconsciente, esa máquina materializaba la muerte de mi madre y de mi abuela, la madre de mi madre. Esas y otras reflexiones poco serias por el estilo. Las odiaba en general casi todos los días de mi vida, pero ese almuerzo las odié más que nunca.
Llegué a  la noche a mi casa muy cansada. Di muchas vueltas, fui antes a muchos lugares. No quería estar ahí sola con ese artefacto. Una vez en el departamento, me entretuve con algunas cosas para negar, pero más tarde resultó inevitable advertir: la máquina estaba diferente. Fue durante la cena. Al principio dudé, sin embargo, poco a poco me fui convenciendo: la máquina se había agrandado. De repente, ocupaba más espacio.
Esto no puede ser!- pensé (retrato, mundo)
Caminé de un lado a otro de mi departamento, trataba de evitar el contacto visual con esa máquina. Intenté tranquilizarme. Fumé. Preparé café. Probé ver televisión y escuchar la radio. En algún momento de la noche, preocupada por no acercarme, me quedé dormida.
A la mañana siguiente, la máquina estaba efectivamente más grande.
  En las horas que estuve en el trabajo traté de ocuparme en otras cosas. Igualmente, algo me inquietaba. En la hora del almuerzo volví a mi casa. En el ascensor del edificio me encontré con una  vecina que me dijo: “Nena, estás con visitas, ¿no? A la mañana, después que te fuiste, había escuchado ruidos en tu casa y, como vos sos del interior, pensé que algún pariente te estaría visitando”
No sé qué cara habré puesto. Pero no contesté nada. Esa vieja siempre era una metida. Me hablaba mucho, como si nos hubiéramos conocido.  “Chau, nena. Avisáme si necesitás algo”, dijo cuando cerré la puerta del ascensor sin mirarla. Vieja de mierda, pensé.
Al caminar apenas unos pasos por el pasillo, sentí ruidos desde mi departamento. Urgente, abrí la puerta, muerta de miedo. La máquina, más grande que a la mañana temprano, cosía sola.
Empecé a llorar.
Abrí el placard del living  y saqué una valija. Junté algunas cosas, manoteé de mi latita de los ahorros todo lo que tenía y me fui. Avisé en mi trabajo que no me sentía bien.
Caminé, tomé un café en un lugar, pero me parecía que todo el mundo me miraba y no lo soporté.
Entré en un hotel y me quedé  en una habitación unas cuantas horas. Lloré un buen rato. Pero no podía dejar de pensar en ese artefacto. La angustia de estar lejos de mi casa, de no saber qué podría llegar a pasar era lo peor.
Me bañé y volví. 
La máquina se había expandido más y aún cosía sola. El pedal se movía solo. Lloré en silencio. Sola. No quería alertar a las vecinas.
 ¿Qué pasa en tu casa, nena?”, preguntaban las vecinas, yo les cerraba la puerta en la cara o no les respondía el teléfono y dejaba que hablaran con el contestador.
Llegó el fin de semana. Siempre odié los fines de semana porque nunca tuve mucho que hacer más que limpiar la casa, ir al lavadero o al supermercado.  Además, las películas  en la tele eran horribles. Salir con amigos,  eso podría haber sido una opción, pero tenía en mi casa un artefacto monstruoso que lentamente se apoderaba de lo poco que restaba de mi pobre vida.
Tenía que actuar. Algo, hacer algo.
Sentía que las paredes del departamento vibraban con cada expansión de la máquina y el piso temblaba con los movimientos del pedal.
Mejor, no, mejor no hacer nada.
La máquina crecía ante cada una de mis vacilaciones.
Hacer.
Un palmo más.
No hacer. Y conquistaba, el aire.
 Hacer, urgente hacer.
Y me acorralaba contra mí.
Mejor, no.
Hacia afuera.
No sé, no sé.

Y, entonces, todo fue ella.

viernes, 16 de mayo de 2014

"Negro, compañerazo, venite a Buenos Aires, no sea´ huevón...", un texto de Juan Carlos Pedot, mayo de 2014

“Negro, compañerazo, venite  a Buenos Aires, no sea´ huevón...”

         El negro Romero era un flaco alto, flaco y fibroso, ojos achinados, un tipo muy activo, simpático, vivaracho y discutidor. Pelo lacio, sin mucha precisión, uno advertía que era norteño, las migraciones de los pueblos, ahora llamados de NOA, lo a arrastraron a Mendoza y allí se quedó, allí se enamoró, aunque en cualquier lado  hubiera tenido la misma disposición para enamorarse y para apreciar los vinos. Después de varios oficios, recaló en una fábrica de premoldeados donde,  hasta que supimos del él, fue  delegado gremial en la UOCRA, seccional Mendoza, sediento de conocimientos históricos y sociales. Además de la cercanía que da la militancia, coadyuvó a forjar esa amistad nuestra cercanía: 25 cuadras de mi casa de soltero, en los pagos de Guaymallen.
         La lejana ausencia-36 años- no a ha borrado ese peculiar sentimiento. Compañeros y amigos con el Negro en el tenso periodo de los 70.
         No nos veíamos desde finales de 75, la cosa ya estaba pesada. Pisándome los talones, al regreso de un picnic con mi padre mi mujer y mis dos hijos,  dos autos me siguieron del recreo en Benegas. A mitad de camino, me les perdí en Dorrego. Cuando llegaron a la  casa de  mis viejos, como perros furiosos, en Pedro Molina (Guaymallen, yo ya no estaba). Era lógico, fueron a buscarme primero a mi domicilio, en Boulogne Sur Mer, frente al parque, de donde había partido al paseo. Ese tiempo a mi favor no lo desperdicié. Esa misma tarde decidí mudarme a Bs. As., jamás hubiera sospechado- ni deseado- que nunca más me radicaría en Mendoza, que a partir de ese momento sería mi pago chico, solo volvería  de visita.

           Y,  en migración golondrina y en pleno verano, emprendí el vuelo como varios de mis compañeros, como otros tantos arriados en situaciones parecidas en los tiempos de plomo.  El  NEGRO era un tipo que se hacía querer. Mi padre, mi  madre y mi hermano también  se hicieron amigos de él.   Compartíamos asados y vinos,  hablábamos de laburo,  fútbol,  box y, por supuesto, de política. Por cierto, era bastante parlanchín, eso a veces lo entrampaba solito, lo hacía responsable de tareas que a lo mejor no tenía ni pensadas. Uno es dueño de su silencio y esclavo de sus palabras, dice un proverbio chino. Pero él no le sacaba el cuerpo a lo que prometía.  Con el Negro, caminábamos visitando puerta a puerta compañeros, tenía un registro de las distintas casas y de los vericuetos  donde nos movíamos. No llegábamos a los barrios  como  turistas, tampoco como advenedizos sociólogos en un trabajo de campo. Nos internábamos en los populosos barrios periféricos de Guaymallen, allí donde la pobreza-  opaca faz de la Mendoza rica y pacata-, golpea y golpea con saña a cuanto ser humano habita por dichos submundos: carenciados de agua, cloacas, salas de salud, escuelas y  asfalto, en sus casa de adobe y techos de caña y barro, donde la nocturna y traicionera vinchuca se esconde en viviendas precarias y deja justamente el mal en el corazón de las víctimas. La pobreza, cuando se la sufre, desmiente la privilegiada Mendoza del buen sol y del buen vino. Nunca nadie vio  el derrame -que augura el liberalismo- regar los barrios marginales y tampoco  nunca nadie esperaba un milagro que surgiera de la riqueza de las vides, solo aprovechadas por los cogotudos, como llamamos  nosotros a los conservadores.
           Nuestra misión no era precisamente evangélica, aunque alguien así, caprichosamente,  lo hubiese podido interpretar por nuestro fundamentalismo urgentista para que todo cambiara, para  que los protagonistas de dicha mala suerte se hicieran cargo ellos mismos de un destino de infortunio; para que ellos brillaran en la idea de que ese panorama debe y puede ser cambiado.  Nos tomábamos en serio sacudir el conformismo provinciano.
          Soportábamos  el polvo seco de esas  angostas calles de tierra. Los habitantes de las polvorientas calles de Guaymallen esperaban pacientes el camión regador municipal, al caer la tarde en verano. Un poco de fresco al cálido estío: era una invitación para salir a tomaros unos mates a la puerta de sus casas, vieja costumbres de esas barriadas obreras; eso facilitaba los encuentros, las charlas.  Después de patear los barrios en largas jornadas no venían mal unos buenos tragos.

         En febrero del 78 nos visitó- aquí en Bs. As.- Elisa, la mujer del Negro.  Mendoza lo tenía retenido, atrapado. A pesar de las  malas noticias que corrían desde fines del 75, le sugerí a Elisa, que él se viniera a Bs. As., ya no tenía sentido seguir una batalla perdida para mí.

         En abril del 78 viajé a Mendoza, lo visité y traté de que cambiara de parecer. Lo  dramático era que él todavía tenía cosas pendientes en esta lucha que emprendimos: proteger compañeros, por ejemplo, actitud totalmente riesgosa, aunque alguien la debía asumir. Esto demostró todo lo patético del momento que vivía el país, la disolución del tejido social por el miedo y la valentía del Negro Romero.

          Me visitó mi madre aquí, en Bs. As.
- Llevale esta misiva al Negro Romero-  unas líneas insistiendo una vez más e instándolo a que se largue para Bs. As. Su vida no podía  estar ya más expuesta.
 Los juicios de lesa humanidad ventilaron el pogrom que prepararon días antes del mundial de fútbol, con su secuela de desaparecidos. Corrían los últimos días del mes.
“Venite, no sea´ huevón..., compañerazo”, le escribía.

Mi madre, con la carta, llegó tarde a su casa. Hacía tres días que se lo habían llevado junto a su hermano y a otros 26 compañeros más. En ese agujero negro de la historia mendocina, del  trágico y oscuro Mayo de 78. 
Casablanca (la pelota no se mancha)


        Había ingresado a la clínica, reformatorio, hospital o lo que haya sido, en shock pero vivo, en shock pero en sueño. Las paredes blancas con olor a lavandina vieja y desconocida, sin cuadros, infinitas y sin esperanza, no lo asustaron. Eran los demonios limpios, ordenados, organizados en tiempo y espacio, quienes ahora entraban en su vida. La cuarta pichicata le dolió en la cola roja como la de un orangután. Entonces, recordó a los monos de la tele que se subían sobre los hombros de Tarzán. Saltaban sobre su melena larga, se abrazaban, rascaban sus cocos llenos de piojos,  jugaban, no planeaban nada. El chico quiso hacer lo mismo con sus piernas. Le picaban. Pero estaba atado como un fiambre envuelto en papel blanco listo para el horno. Escuchó a unos   gigantes con guardapolvos azules murmurar cerca de él:
‘Delira, Delira. ¿Le damos más?’.
 Por suerte para él se fueron con las cabezas bajas e ingresaron en las paredes llenas de nieve y montañas  de hielo. Le quedaba un poco de conciencia antes de meterse en el abismo largo, lechoso, de su mente. No había dolor. Sólo sentía pena por  el total abandono, por el desprecio del mundo hacia su cuerpo. Para su
dicha todo aquel polvo negro fue barrido por el huracán, el soplo salvaje de sus fantasías.
        Maradona no estaba solo. Por el cuadrado de la tele se lo podía ver chiquito, como un duende rodeado de amapolas venenosas, de apariencias inofensivas pero letales. Dejaban caer sus pétalos llenos de agujeritos alrededor de él. ‘Por favor, sin micrófonos’. Le oyó decir. Parecía que lo podía tocar. Sus brazos eran tan largos como los de Gulliver. Sin embargo, no llegó a subir el volumen. El Diego gesticulaba,  agitaba sus manos hinchadas de venas azules y movía de un lado para otro su cabeza blanca, pero no se lo oía. Un enorme micrófono de ambiente llegó desde arriba sin que el ‘10’ se diera cuenta. Entonces el mundo pudo escuchar su anécdota. El chico retiró sus brazos y, como un hombre goma, se recluyó dentro de las sogas de su cama para oír a su ídolo:
       ‘No recuerdo bien…pero les quiero decir que no soy Borges ni Muhamad Alí, sino sólo y el mejor. Así lo vivía dentro del campo. Sin embargo, en el partido contra Alemania, cuando salimos segundones, fue la primera vez que sentí un miedo tan profundo como mi magia. Chicos, ¿se acuerdan? Iba con la pelota de aquí para allá. Se la quería pasar a alguien subido al cielo, pero me faltaba ‘El Pàjaro’. Los teutones nos estaban comiendo el culo. No había mucho tiempo que perder. ¿No, queridos? Necesitaba esa salida clara, despejada de rivales. Ese pase al vacío que nos metiera en la gloria del mundo. ¡No había nadie!, ¡no había nadie! Yo sólo no podía hacerlo. No estaba viejo como ahora, pero me dolía el alma.
¡Carajo! ¿Quieren que les cuente la verdad? Hubiera dado todo por ese gol antes del tercero de ellos. Me hamacaba para aquí y para allá. Doblé la cintura, quería esquivar al rubio grandote de Terminator. ¡Nada, che!, nada. En un momento dado, voy sobre la izquierda de la línea para hacer la rabona y no lo van a poder creer… Se me suelta un chif. Un…chif de los pantalones. ¡Me estaba cagando! Fruncí el culo y no hubo caso. Justo cuando lo vi sólo al Vasco remontar hacia el cielo, se me suelta el sorete. El Narigón desde el banco me gritaba: ¡Dale, Diego, dale! Por los pasillos de la cancha escuchaba el murmullo de la gente. Los perros de la poli me ladraban. Todos los chicos estaban esperando mi pase mágico. No los podía defraudar. Pero el Vasco se corrió hacia la derecha. ¡Yo lo quería a la izquierda! Me demoré ¡Qué va a hacer! ¡Todo por cortar clavos! El sorete salió torcido. ¡Por suerte no cayó al suelo! El tercer gol de los putos Teutones vino antes que terminara de cagarme encima y pidiera cambio.’ ‘Pero Diego, si no saliste ¡Y ganamos, Diego!, ¡ganamos! , le dijo un cuervo vestido de traje detrás de él. Se le veían los pantalones de fina tela azul y brillante. Nada más. El resto de los buitres lo acompañaba y  estaba alrededor del ídolo. Maradona, de cuclillas, como posado con su culo, manos y pies sobre una pelota invisible, era la principal imagen de la pantalla. De pronto, el Diego giró la cabeza. Miró hacia arriba y le contestó: ‘¡No te dije que tuve miedo! ¡No te dije que le tuve miedo al cielo de blancas palomitas! ¡A ver si la entendés!, ¡qué partido miraste! Por suerte hoy estoy acá entre ustedes y les puedo contar lo que nunca se supo.’
El pibe 10 lagrimeó un poco y, después, soltó una carcajada contagiosa que hizo reír al mundo. Al Diego se le perdona todo.
        El chico ladeó un poco la cara para la derecha, otro para la
izquierda. Le picaban las rodillas. Quiso gritar ¡Enfermera! ¡En-
fermera!, pero le salió un eructo, después un vómito, al final una sonrisa y se durmió.
    





miércoles, 14 de mayo de 2014

Primeros poemas de Sibel Pagano, mayo de 2014

Todas mis manos aprietan el lápiz
transpira, todo el cerebro transpira
Y cae
            salado el cuento arde en ideas de paladar y sus ampollas.



_______________________________


contra la pared descascarada
espaldas respiran años de sudor
inquietas
hunden la pared las horas contra las horas


 sincopas
pasos a tiempo

las sábanas
se hacen moño
se enredan se mecen se tuercen
telas suaves
amables se hablan
descascaran los restos del amor.






---------------------------------






la sangre,
espesa y reñida , cesa
las formas ya son de mí
El aire vuelve la
noche
con  furia,
de  caballos desbocados
en el carrousel,
desafina
fuma
    come
mente poderosa
con rumbo
            de  oro
vuelve, ahora, noche encabalgada





bizarro como este sol
en delicadas suaves
muertes de luz.
Amigo: la noche para descansar es un solo universal
de rutinas visionarias, rígidas
un extraordinario
pobre de él
manos tibias   corazón helado de frutilla;
de sambayón, su niñez


su hogar carcelero, amigo,
gira, reglamentario,
un mundo
raro, más raro y poderoso
también con durazno
también como  alcaucil
de centro sabroso
pereza de caparazón, amigo
        qué bizarros tus dones,
extraordinario.
____________________



¿Viste cómo sentís cuando  el final?
que te despertás para acabar algo  terminado además del sueño.


_____________________________





hambre, siempre
hoy tomo jugo no vino
la milanesa quemada y la cita que no fue tambalean en mi copa
el universo se esfuerza en retumbar el crujir moral del pan
el silantro y el tomate ,
en mi plato  compensan
un bocado ,
un poema en danza
un sorbo y 2 lágrimas
el mundial en la tv
veo a mi perra dormir su sueño de calles
-        No me permito el sueño, hambrea sobre mi plato.

___________________________


Venía apurada del mercado 

quisiera fumarme, comerme el mundo y cogerme, rápido tu alma



A:
mi estilo fóbico
mi bipolaridad
mis depresiones
mis somatizaciones
mi estrés
mi ansiedad
nos encanta encontrarnos en manuales








Me toca timbre el monstruo obsesivo
 siempre llega cuando huele cariños

no quisiera dejarlo , por eso resuena resuena a des-timbre.






____________________________________________


cuando me pongo fruta vulnerable mejor me congelo de pulpa




___________________________________
Lado a
tipeo titubeo tanteo qué cantar-
te
me mirás y comienza la canciòn,
son somos
que me hace desaparecer
y ser seamos
tiemblan los ojos ya de mirar-
te sin pestañar
lado b


 _______________________


domingo, 11 de mayo de 2014

Cocinar un salmón, un cuento de Viviana García, mayo de 2014

COCINAR UN SALMÓN

Ada se levantó temprano esa mañana. Había dejado las sábanas, no sin antes arrepentirse varias veces, ni bien el sol hizo su estelar aparición. Los ojos se le escaparon por la ventana y se quedó quieta un minuto, mientras contemplaba la danza de colores cambiantes en el cielo. El día sería muy largo. Pero estaba decidida a hacerlo.

Se duchó rápido. Las agujas de agua le golpeaban con ligereza la espalda.!!!! Se dio tiempo para sentir  la caricia del jabón sobre la piel y la energía de la tela de toalla, mientras se frotaba brazos y piernas. De todos modos, estuvo a las ocho en punto en la puerta del mercado, un segundo antes de que abrieran. Había hecho el pedido previamente y, cuando llegó a la pescadería, un salmón lustroso, de unos dos kilos, la esperaba sobre el mostrador. Los ojos del pez estaban brillantes, fijos en sus órbitas, en una resignada contemplación de lo inmutable.

- ¿Falta algo?- le preguntó el vendedor mientras envolvía el pescado.

La pregunta retumbó en la cabeza de Ada y sintió como un puño se cerraba sobre su estómago. Tintineó un alerta en su cerebro y, con rapidez, salió del trance.

- ¿Cuánto es?

Con el vientre todavía acartonado, llegó a su casa. Estaba dispuesta a no echarse atrás. Iba a preparar el salmón rosado con salsa de alcaparras y aceitunas, el preferido de Gato. Antes de empezar, domesticó la rebelión de sus rizos, sujetándolos con una hebilla y se dispuso a filetear el pescado. Una vez que le quitó la cabeza, deslizó el cuchillo longitudinalmente para abrirlo  por la mitad, a lo largo del espinazo. Lo introdujo en la carne, con firmeza, desde la cola hacia arriba. Con el chasquido de un cierre relámpago, llegó hasta el final. ¿Falta algo? Otra vez la pregunta estalló en su memoria. Dejó los filetes sobre la mesada. Una a una, desterró las espinas  de la carne.

Colocó el resto de los ingredientes en hilera: de derecha a izquierda, la acidez rutilante de dos limones, seguida de seis aceitunas negras en actitud de militancia, una cebolla dispuesta a arrancarle lágrimas de inmediato, veinte gramos de alcaparras... ¿Falta algo?, repiqueteó en su mente. El pimentón dulce hizo su aparición de la mano de la cocinera. Sal y pimienta para alegrar el plato. Por fin iba a comenzar. Desnudó el limón y separó los gajos de la piel dejándolos i como animalitos que hubieran perdido su caparazón. Las manos le ardían. Las enjuagó bajo el chorro fresco de la canilla. Una vez picadas las aceitunas, depositó el pequeño ejército de negros insectos sobre un plato. Separó en dos grupos las alcaparras. ¿Falta algo? La pregunta le estalló una vez más en el cerebro.  El eco se le deslizó en espiral por el cuerpo y llegó al estómago. Picó la cebolla y el llanto se le desbordó. Bajó, caliente, y se alejó de su cara después de rodar por la barbilla, hasta caer sobre el plato donde los limones esperaban el exótico condimento.  En dos platos separados, distribuyó la acidez de los limones y la dulzura de la cebolla. A ambos les agregó alcaparras, pimentón, pimienta y les regaló un hilo generoso de aceite de oliva. Los gajos desnudos de limón brillaron como joyas en un mar verdoso. Unió las dos preparaciones. Desde el fondo de su cráneo tronó: ¿falta algo?

Separó varias tajadas de cada filet. Puso a calentar la sartén sobre el fuego hasta que el aceite se transformó en agua. Los trozos de salmón crepitaron a dúo. A Gato le gustaban a punto, cuando el calor llegaba apenas al centro del salmón. Una vez que el pescado estuvo listo, lo bañó con la salsa. Los trozos de limón, ahora amigos de la cebolla, acariciaban la carne rosa-anaranjada y las alcaparras se deslizaban hacia el plato, donde las esperaba el resto de la salsa.


Ya era mediodía. Dispuso sobre la mesa un individual bordado, los mejores cubiertos y una copa con vino. ¿Falta algo?, bramó en su cabeza mientras cortaba el salmón, brillante, casi crudo. En la ventana, el cielo estaba cargado de nubes. El sol se veló detrás de una de ellas.

viernes, 9 de mayo de 2014

Vito de la Toldera, un desopilante texto de Roberto Aguilar, mayo de2014

                                     Vito de la toldera

        Vito de la Toldera pertenecía al afamado club del Rubor.
Todos los días se levantaba a las 11 de la mañana para ir a jugar
al pool con sus amigos de la calle Quintana. Pero el jueves 1º de
agosto del 2538, sucedió algo inesperado: El cuarto creciente de la manga de su camisa estaba manchado con el guarro de la luna soñada durante horas. Ni qué hablar del sol. Tenía el pelo amarillo
cuando se miró al espejo y ya no había chances de pensar en ninguna chica más. Estaba enamorado de su cohosativa y la flema le llegaba hasta la verloquia.
Pero bien, todo bien con su flema. Era líquida, no espesa junto a la cayota tempestiva que esa mañana fulguraba
espléndida.
Se miró otra vez al mirror y pensó: ‘¡Qué lindo  estoy! Ya nadie se reirá de mi solenque y permanecerá mudo con
los ojos clavados en mi figura. Es probable que ella se enamore de mí y de la noche con el taladro de su voz en mi oreja. No me la puedo despegar. ¡Si tan sólo se dejara de lágrimas!’
Entonces, Vito se subió a la margarita y salió por la ventana. Llevaba un rifle y una yunta de fuelles para tocar en la oscura selva de cemento. Su ombligo se juntaba con la cohosastiva y las delgadas verloquias eran tan largas, que medía casi dos metros de alto por cincuenta manos de ancho.
Y flotaba y flotaba. No estaba sólo, claro. El flujo de rabia i-
ba por su cayota, todo juntito al amor desesperado de su nuarde—
ciente. Era una flor con alas. No se la podía maltratar. ¡Pa´ qué e-
charla! Si era tan linda, tan lacta. El palo de escoba entre sus huevos llegó hasta la jodida blanca. No paraba y paraba. En cuarto ardiente, manifestaba su pena y su alegría mezclada. ¡Quién podía detener ahora a su solenque y al oscuro taladro! Vito de la Toldera llegaría tarde a la jugada, Vito de la Toldera ya no era el mismo y jamás regresaría con sus amigos. Los vagos allí abajo estaban enojados. Se pinchaban las sabiolas con sus lindos tarifliros y lloraban y lloraban. Lo extrañaban, claro. Pero la luna jodida no respondía. El día era noche, la noche sarabanda. ¡Qué linda huarra pasaba! Todo mezclado, todo mezclado. Vito de la Toldera por  entonces no descansaba. Antes de mi pie de página creará las blancas y la rima con que se hará la paja brava. ¡Atrás, atrás quedó su casa! ¡Su trabajo! ¡Pero si nunca trabajó! ¡Pero qué digo! Me llega, me llega el rubor de su risa. Parece sangre. ¡Va inundar mis bordes a derecha e izquierda, mis espacios en leche y tapecí por abajo! ¿Será virgen? No lo puedo tolerar. Por ahora que escriba, que escriba. Que suelte su capa al viento y grite conmigo: ¡Santa cataplasma, Batman! ¡Nos invaden los maricas, la razón tempestiva, Kant y la concha de su madre!…

       -Corre, Robin. Sin punto y aparte sin punto y aparte ¡PUM!
Me pegó la aurora ¡Corre, Robin, corre, Robin, corre ,Robin! PUM me pegó la mañana.
      -¡Diario!, ¡Diario! ¡Clarín, Crónica, Razón! ¡Diarioooo! 
      -¿Qué día es hoy? ¿En qué año estoy? ¿Cómo me llamo?

¡Corré, Robin, corre! Por favor, ¡corre, Robin! ¡Correeee!   

martes, 6 de mayo de 2014

La farolera, primer texto de Karina Caputo, mayo de 2014

La Farolera

           Agujeros. Destrozos del tejido.    Los niños dicen: - esa tierra es el lugar predilecto para el juego.   Barro, cañas, piedras. Tuneras, moras y una higuera devota. Bichos bolita  a la sombra de la humedad, tomates sembrados por el Nono. Fin del juego. Lo anuncia el televisor en blanco y negro. Su madre llama con un grito aterrador. La mesa está servida y las papas fritas no alcanzan a saciar a los mocosos. La calesita ahoga sus  sortijas y desvanece                                                                                                                                        la música.
Tiesa de náuseas,
                             mareos y
                                            tortícolis. Alucina con momias a los pies de su cama. Los fantasmas dibujan en la ventana, invitándola a perderse en el hoyo. El aire mortecino infla las sábanas, ahora son un globo aerostático que la conduce a explorar el túnel.
          Dicen: tenía cinco años en el 76, sus sentidos inquietos, toda ella irreverente. Ojos marrones, la nariz era un brote, su  boca en perfecta armonía lista para existir. Cuentan en el barrio que desapareció detrás de un conejo, él la  apasionó con el contraste atrevido de sus fanales rojos, denunciaba el fuego en las entrañas. Ella se entusiasmaba con correrlo. Un día, casi pierde un ojo. La sangre corrió por sus mejillas y la mirada se nubló por completo
…*...

           Se escuchan las marchas, sacuden las banderas y el olor a naftalina de los  uniformes  anuncian la decrepitud del porvenir. A uno le pasa que, cuando se avecina la tormenta, ese gris implacable  invita al silencio, al refugio. La mejor opción es entonces urdir en el agujero…
           El conejo agudiza sus sentidos y comienza a carcomer las raíces que, en la intemperie, mostraban su frondosidad. Se llena de tierra y se vuelve negro, opaco, feroz en su impotencia, perfecciona el túnel y sigue por  caminos subterráneos, la resistencia cobra sentido.
          Claudia piensa en seguirlo nuevamente, arrastra su cuerpo y se atrinchera, escucha el llanto de los jóvenes. Las lombrices abren espacios de luz y oxígeno, que amplifican los sonidos. Arriba, el rugido de autos verdes, hacen de la tierra un tembladeral. Atrapado en una grieta, encuentra un boleto capicúa y entiende: la suerte está de su lado.
          Ahora la astucia del conejo y la rebeldía de Claudia se topan en un laberinto. Pasillos inconducentes, salidas remotas, ambos saben que resolver el enigma solo es cuestión de tiempo, de remover piedras, de no dejarse seducir por pasillos inconducentes. Imaginan un encuentro sobrenatural. Más conejos y más Claudias son emplazados a la lucha. Las orejas se multiplican para escuchar qué existe detrás de las palabras. Se vacían  e irrumpe la poesía. La creatividad y el fracaso juegan a la farolera, mientras en otro lugar del laberinto los cuerpos en la tortura piden a gritos un verso. Entonces Claudia escribe en la cueva:
Muerte sin cuerpo a  perpetuidad.
Muerte que no haya redención.
Muerte  eternos.
Soles.
          Afuera, las madres giran las plazas, sin detener el paso, con pañales como estandarte. Las voces no usan más imperativos y sobran las papas fritas. Los ojos de los conejos estallan y una bocanada de fuego ilumina el agujero.
…*...
Otra vez amanecimos  en el patio de la escuela, suena la campana y la estampida de niños  en los  corredores inaugura la hora del último recreo. Arriamos la bandera y con un amor incondicional la acariciamos hasta su sarcófago. Mañana cantaremos Aurora. Las calles sin asfalto vuelven a convocar a la travesura.

Escondidas, tizas y rayuela, rondas. La noche amenaza nuevamente con las sombras y los fantasmas... Los agujeros.

lunes, 5 de mayo de 2014

Pie de nota, por Cecilia Illia, mayo de 2014

Pie de nota

Empecemos por la forma. Redondeada, suavemente redondeada. Da la impresión de poder pasar de un lugar a otro casi sin notarlo. Sin la brusquedad de una arista, sin un corte abrupto. La primera vez que lo vi pensé que hubiera podido deslizarme por su superficie sin esfuerzo, dejarme caer. Bueno, en realidad su tamaño no lo permitiría. Quiero decir que esa idea fue la que me enamoró, su aspecto dócil y abierto. Entonces, cuando recuerdo esos primeros encuentros, apoyo la yema de mi dedo índice sobre su cuerpo de madera lustrada y lo resbalo por sus sinuosidades. Me deja hacer, esconde sus bordes. Porque tenerlos, los tiene. Sólo que resultan triviales ante las curvas brillantes que invitan a las caricias.
Algunos son oscuros, me gustaría imaginarlos verdes o violetas.
Hace tiempo que nos conocemos. Sin embargo, a pesar de mi primera opinión, mimar su superficie es lo único fácil con él. La verdad, me esconde sus secretos. Lo puedo acariciar, oler, admirar, pero no logro hacer aflorar su alma. No digo que esos momentos no me den felicidad, pero espero más, mucho más. Todos dicen: hay que ser insistente, practicar una y otra vez los mismos aburridos rituales. Acomodar las manos, la pera, los hombros. Sostener el arco con delicadeza, friccionar las cuerdas con delicadeza. Ese momento, por ejemplo, el del contacto de las cuerdas con el arco, es sublime. Es decir, lo es cuando asisto a las artes de algunos otros que saben convocar sus sonidos esquivos. En mi caso, puras sombras. No lo entiendo, tomo el arco como si fuera una rosa, una lluvia, una estrella lejana; lo tomo entre mis dedos sabiendo que no es posible asirlo o entretenerlo. Lo tomo para hacerlo bailar, para abrazarlo, lo acerco a su cuerpo lustroso sin ignorar la estela que deja en el pasado e incluso pensando en los recuerdos que crea en esos segundos; pero nada. Peor que nada, un ronquido, un grito, una aspereza insoportable.
Creo que es injusto. Su forma prometía otra cosa. Pensé que esas curvas sutiles eran buena señal. Nada de eso. Entonces, amargado, escucho sus amores con otros. ¿Cómo hacen ellos para hacerlo vibrar de un modo tan claro? ¿Cómo descubren sus notas, sus sonidos más íntimos?
No lo sé. Hasta su temperatura es amable. Engañan sus elipses, su suavidad, su brillo cálido. Todo eso es sólo en la superficie. En realidad, le gusta lo recóndito y le encanta mostrarse esquivo con los novatos. Como yo. Novatos como yo.
Tal vez sea que me falta paciencia. Pero cada vez que se niega me da rencor. Me muerdo los labios para no gritarle. Me clavo las uñas para no arañarlo. Ahora mismo, luego de escucharlo estremecerse en otras manos, después de haber disfrutado las voces que me niega, lo tengo entre ceja y ceja. Lo miro de reojo. Si por lo menos me explicara los motivos, pero no, continua impasible, indiferente a mis intentos.

Debería buscar otras formas. Probar con los metales o cualquiera de los vientos. Incluso las cuerdas vocales o las castañuelas. Aire, soplo, suspiro furtivo. Notas negadas, vaho del alma.

El relieve, por Gabriela Ramos, mayo de 2014

El Relieve

                El atardecer se despedía en el vidrio sucio de la puerta de la cocina, como el sonido de un grillo triste. Despacio se anunciaba en las largas sombras y se iba, de a poco, como los pasos de Mariela en la casa en busca de algo que hacer. Ella era delgada, de pelo rojizo, ojos grises y estatura baja. Para julio iba a cumplir los once años y quería que su abuelo le regalara un cuadro, de esos que atesoraba en acordes armónicos en un cuarto en el que ella jamás había entrado. Y justo, en ese momento, le dieron ganas de  conocerlo. Sabía que no era lo correcto, pero con sus casi once años se sentía no sólo con derecho sino, sobre todo, con una curiosidad enorme.
La noche se acercaba, entonces Mariela ganó coraje y, con cuidado extremo, grave, silencioso como el último acorde de la tarde, abrió la puerta. El último rayo de sol desapareció del piso de pinotea y el paso sordo de ella hizo acento en la oscuridad. Ella, a la espera de que su abuelo la sorprendiera. Como no lo vio cerca ni oyó su voz, dio el paso siguiente. Prendió la luz y abrió d sus ojos grises de sorpresa. Allí no sólo había cuadros hermosos, sino también esculturas de cemento y de yeso. Caminó como si la oscuridad diminuta de cada objeto que veía y  la melodía  de la atmósfera tibia la hubiesen llevado en una patineta, como si la hubieran atraído y contenido al mismo tiempo. Se arrimó frente a un relieve de cemento de una figura asiria, una especie genio alado: rozó con sus manos las alas y continuó luego hacia la cabeza. Se detuvo durante unos minutos a inspeccionarlo. De pronto, se abrió de par en par la ventana: entró una ráfaga. Los cabellos de Mariela al viento, su cara se tendió a la fresca ventisca, con los ojos cerrados. Entonces se escuchó un ruido fuerte y ella se dio vuelta, era Gabriel:
-¿Qué estás haciendo acá? –Preguntó amablemente.
-Nada, sólo miraba, abuelo… Es que se había escuchado un golpe y tuve que entrar a ver qué pasaba. Estaba justo por cerrar la ventana, era el viento. –titubeó Mariela  su débil argumento.
-No hay que entrar por más ruidos que escuches acá. No se entra en este cuarto. Tenés prohibido entrar acá. –Dijo su abuelo con seriedad.
-Es que yo nada más… Es que por ahí… Se viene una tormenta y…
-Y nada. No podés entrar acá y punto.
Mariela bajó la cabeza y, sin levantar los pies, avanzó hacia la puerta, un poco quejosa. El abuelo le sonrió con ternura:
-Algún día te voy a dejar entrar. Dentro de poco, cuando cumplas los once.
-Bueno, entonces voy a esperar. -Dijo Mariela con sabiduría.

Pasaron las semanas, los meses y llegó el cumpleaños de Mariela. Ella  había crecido cuatro centímetros y su cuerpo había cobrado fuerza y vigor. Ya se parecía a una adolescente, aunque fuera una nena.  Hacía mucho calor y el sol sonaba como un Do grave sin interrupciones, casi como un silencio pesado y denso. Ella ya estaba en malla, libre de ropa y zapatos que le dieran calor. Se paseaba por la casa despreocupada, musicalmente, sin obligaciones aunque en busca de algo con qué entretenerse. El abuelo le había hecho una torta con cobertura rosa y unos muñequitos de mazapán. La mañana estaba limpia y blanca, todo olía a flores y torta. Entonces el abuelo la llamó:
-Este día quiero que conozcas el cuarto al que no te dejo ir.
-¿En serio? –Preguntó ella ansiosa.
-Por supuesto. Vamos.
Caminaron despacio y ella paraba para dar saltitos y sonreírle. El abuelo abría la puerta, mientras le hacía muecas  y ella reía y reía.
-¡Pase, señorita!
El cuarto era enorme, un sonido metálico lo cubría todo, como un secreto que debía ser guardado se esparcía, como un candado de hielo.  Sus pestañas brillaban en el silencio de la espera, bañada de una luz blanca, rozagante. Le preguntó al abuelo:
-¿Y estos son todos tus trabajos, de toda la vida?
-No, son sólo algunos. Son pocos en comparación con todos los que hice en mi vida.
-¿Por qué no los tenés todos?
-Porque los vendí, los regalé, otros los perdí en las mudanzas.
Ella empezó a preguntar por cada uno de los cuadros y esculturas. Él iba respondiendo y contando historias y cosas sobre cada uno. Y entonces llegó el momento del genio alado:
-Sobre este, sólo puedo decirte que no es mío, no puedo decirte quién lo hizo.
Ella insistió toda la tarde y hasta la noche no se cansó de preguntarle. El abuelo no le dijo ni una palabra, repetía: No, porque no te lo puedo decir y punto.
Entonces ella se rindió. Aceptó, luego de mucho reflexionar, que él jamás le diría quién había hecho aquél relieve.
Pasaron los años en un guitarrear y Mariela cumplió los trece y entró a la escuela media. Había elegido una escuela de arte. Estaba entusiasmada y quería que el abuelo le enseñara muchas cosas para que ella pudiera ir a la delantera. Así, llegaría a ser una artista buena, no quería ser famosa, quería ser buena.
Así, el abuelo le ofreció darle clases una vez por semana de escultura, porque ella le había pedido que le enseñara a hacer relieves como el que había hecho el innombrable, el hombre misterioso. Quería realizar un trabajo parecido a aquella hermosa escultura de relieve. La primera clase vieron cómo se trabajaba con la arcilla, el amasado, luego el dibujo sobre una plancha, más tarde el relieve por adición de materia.
 A la segunda clase seguían definiendo al genio y sus alas. Ella se sentía muy motivada con el trabajo y cada clase se había calificado como una buena principiante, se sorprendía de los resultados y se desafiaba  con firmeza y coraje.
A la tercera clase trabajaban con la arcilla aún, ella estaba muy concentrada y sonó el timbre con un quejido parecido al de un lobo en noche de luna llena.
Gabriel se acercó a la puerta de la entrada, preguntó quién era y de pronto la abrió. Gritos:
-¡No podés venir después de treinta años a molestarme! ¡Desaparecé de acá! ¡No quiero hablar con vos!
Mariela se asustó y lo dejó todo para esconderse detrás de la puerta, como si se sintiera culpable de aquellos gritos:
-¡No, no insistas! ¡No quiero verte! ¡Es que no voy a dártela jamás!
Mariela, en la sombra aguda de la puerta, comenzó a intuir de quién podría tratarse y empujó la puerta y corrió hacia la entrada de la casa. Escuchó los murmullos del abuelo. En la entrada encontró un espejo:
-Nunca puedo entrar al cuarto, ¿por qué no me dejás?
En el reflejo, Mariela vio a un hombre canoso, de un metro setenta, flaco, con la piel de lagarto.
Llevaba una estaca en la mano.




¿Por qué no se quedan?, por Juan Carlos Pedot, mayo de 20014

¿Por qué no se quedan?


         La idea fue de Ángela. Había que  juntarse temprano, propuso, así no nos vamos tarde, e hizo una cena como solo ella solo sabe hacer: arroz con mariscos, bien regados con unos buenos vinos. ¿Qué más?  Es   sábado y  estamos todos jubilados, mañana podemos levantarnos a la hora que queramos. A mí encanta que vengan mis amigos a casa, son matrimonios, yo soy solo y eso solo de  juntarnos es fiesta. Ahora, si algunos sabores y el vino nos acompañan, la pulsión a extrañar no encuentra obstáculos:  como pájaros adiestrados, los recuerdos se amontonan  en  supuestas cornisas de inexistentes  edificios, creados en los laberintos de esta  memoria compartida.
         ¿Por qué temprano?

         Con Eusebio y Aída, Ángela y Carlos, Eduardo y Mónica nos conocemos desde hace más de 35 años. Hay un punto de encuentro, desde  más atrás de los años 70; una militancia política que se resiste a entrar en un cono de sombra e, insensiblemente sin registro cierto, a desaparecer sin dejar rastro. Nos arrastró una ola que, como un huracán,  envolvió al planeta, una mística  devaluada de lo que no fue. Estos encuentros son una barrera natural contra el olvido.

         Ninguno de nosotros participa activamente en militancias hoy, pero no vivimos solo de recuerdos, estamos muy atentos  de la política  actual. Alguno ha repartido su tiempo en cursos de teatro, talleres de sociología, clases de música,  talleres de literatura. Todos sabemos que ese fuego que nos quemaba no va a volver. Han pasado casi cuatro décadas, casi el doble de los veinte del tango. Veinte años no es nada, pero casi cuarenta es un toco y nos duele en el alma, porque nosotros nos entregábamos en  cuerpo y alma.   Los que partieron y el devenir de la derrota  nos dejaron un gusto amargo y a la vera del camino. No todo está perdido. Sin utopía, nuestro grupo y los grupos hermanos hubiéramos quemado las naves, sin embargo, nos reconocemos en  que alguna razón nos asistía y en que algo habremos hecho.

         Nos mueve un afán de no perder el pulso de la política, una llamita que durante décadas se ha mantenido más viva en la soledad de nuestro grupo. Es como una religión, con sus exigencias de ritos y creencias y la simbología que nos pertenece y nos identifica. Estar atentos, meramente informados, reunirse,  discutir: ése ha sido el denominador común de esta amistad .
          Desde el 24 de marzo que no nos juntábamos y yo  necesito como el agua de estas reuniones. Aquello que en años  fuera mi elección  por la militancia, esa gimnasia, no es posible  en el modo de otras disciplinas, como  en la escritura o en cualquier arte. Estos oficios se pueden practicar en solitario, sólo se validan a través del otro.  Nosotros, ya sea en forma de debates, o programando actividades colectivas, siempre necesitamos validar la palabra  entre compañeros. La palabra - una herramienta fundamental, cuya función principal para aquella generación fue siempre desarmar  el discurso de la derecha- , la palabra es para todos nosotros,-  miliante-parlantes - una condición sin ecuanon, el ejercicio a contra  discurso hegemónico.

          Algunos más que otros u otras, todos seguimos siendo unos apasionados en el debate. Con la presencia de Eusebio,  las confrontaciones son  más ordenadas, a veces media para que el agua no llegue al río y terminemos ofuscados.

         No hay evaluación de las distintas posturas, son todas respetables o no tanto, pero la que es presentada con cierto grado de elaboración y coherencia, quizás, esa noche, se lleva las palmas. Nos mantenemos al margen de la dinámica de la praxis política  y congelados en el tiempo.

          Casi seguro esto que nos pasa a este grupo de mendocinos debe ser el denominador común de autodefensa. Así reaccionamos, trasplantados a Bs As  por esa  fuerza mayor traicionera y violenta que castigó sin cuartel, a toda una generación. Nos obligó como desterrados a las semiclandestinas juntadas, a las mismas cantatas, a los mismos duelos. La imperiosa  necesidad de encontrarse  de patrullas extemporáneas  de esa juventud setentista devenida en grupetes forzados a veteranos. Deben, con seguridad, existir grupos de amigos que han sobrevivido merced a esa cultura de una amistad forjada al tibio calor  de añorar  las ausencias. La inercia Ahora mezclamos lenguajes más viejos con nuevas consignas, tiempos viejos y nuevos tiempos. Algo quedó  a la deriva... “La lucha”. Es un sentimiento continuo, como una justificación de lo que se hizo, lo que se hizo mal o lo que se dejó de hacer. Entremezclados los acontecimientos del pasado, como estribillos  que,  cada tanto, en una canción  se repiten, renacen.

Muchos motivos me atan a esta vida, el amor de mis hijos ya grandes, mis nietos. Pero la reunión con los amigos es irreemplazable. Esas prolongadas charlas, vinos de por medio, donde hemos llegado a  perfeccionar las imágenes de nuestra retentiva como si de  álbumes de fotografías se tratara, nos parecen  intactas. Una escena mencionada de aquellos tiempos nos remite a otra imagen y así los recuerdos caen como piezas de dominó. Sé que no todos vivimos con la misma intensidad,  me reconozco juntada- dependiente, nunca quiero que estas reuniones terminen. En esas noches me nace una amabilidad y un don de gente que no me surge en la vida cotidiana, anodina, que yo llamo “vida común”
         ¿Qué tienen que hacer?, quedémonos un rato más, demostrémonos a nosotros mismos que no estamos viejos. Pero mi prédica cae en saco roto. Juntarse es lo mejor para mí, no quiero que se vayan cuando están en mi casa. No me llevan el apunte y al final todos se van. Digo se van. Pero, cuando algunas de esas reuniones no se hacen en mi casa, yo también me tengo que ir. Sin embargo, en esas circunstancias, poco insisto. Algunas se hacen en lo de Eusebio, en lo de Eduardo, aunque la mayoría sabe que mi casa siempre está disponible.

          Se advierte que los tiempos cambiaron,  pero el tiempo biológico  no nos impide  juntarnos. Todos estamos bien de salud, Ángeles superó un cáncer con una lucha en la que mostró esa fibra que la movía en los años de terror.
         A todos los años nos están persiguiendo. Es una de las cosas absolutas que existen. De pronto, los momentos se estiran cuando ventilamos las vicisitudes de nuestras cotidianidades.

         Voy como autómata en la vida, de este Bs As ajeno. Bs As me atrajo cuando joven, como la luz a los bichos. Muy contradictorio todo, 40 años y no me he adaptado.  Sin embargo, cuando me junto con los amigos, nunca  sin rememorar  a mi tierra- Mendoza- revivo.

         Jamás nos separamos si la charla es acalorada. Tiene un plus, una adrenalina. A algunos los cansa, especialmente a las mujeres del grupo, que han salido bastante polemistas.
 Insisto en no dejar la cosa  allí, pero la rueda del tiempo no se detiene. La realidad inexorablemente nos llama. Nos  despedimos y, si alguien se acuerda de algo importante y trágico en relación con los tiempos pasados, la conversación se corta, nadie habla, la charla se amortigua como un adagio, el ritmo se detiene. He percibido rodar alguna lágrima, que amerita  una nueva interpretación de momentos intensamente vividos. Luego se vuelve a la misma dinámica.
 Es tiempo de descuento, reiteramos el saludo  una y otra vez, sin que nos demos cuenta. Con ese fundamentalismo heroico, el saludo se nos presenta como una saga.

         Eusebio y Aída, Carlos y Ángeles, Mónica y Eduardo se van. Los  platos y copas quedan como están, mañana me ocuparé. Me doy por satisfecho,  las últimas reformas de  mi casa les han gustado. Me voy dormir, apago la luz y, como siluetas petrificadas en la oscuridad del living, flotan en mi cabeza las figuras de los que estaban.
         Algo brilla sobre la mesa, es el metal de la férula del brazo medio roto de  Aída, que siempre algo se olvida.

         Sé que  habrá otras reuniones. Todos viven con sus esposos o esposas,
yo vivo solo.
         |Pero, pucha, che, ¿por qué no se quedan?