martes, 6 de mayo de 2014

La farolera, primer texto de Karina Caputo, mayo de 2014

La Farolera

           Agujeros. Destrozos del tejido.    Los niños dicen: - esa tierra es el lugar predilecto para el juego.   Barro, cañas, piedras. Tuneras, moras y una higuera devota. Bichos bolita  a la sombra de la humedad, tomates sembrados por el Nono. Fin del juego. Lo anuncia el televisor en blanco y negro. Su madre llama con un grito aterrador. La mesa está servida y las papas fritas no alcanzan a saciar a los mocosos. La calesita ahoga sus  sortijas y desvanece                                                                                                                                        la música.
Tiesa de náuseas,
                             mareos y
                                            tortícolis. Alucina con momias a los pies de su cama. Los fantasmas dibujan en la ventana, invitándola a perderse en el hoyo. El aire mortecino infla las sábanas, ahora son un globo aerostático que la conduce a explorar el túnel.
          Dicen: tenía cinco años en el 76, sus sentidos inquietos, toda ella irreverente. Ojos marrones, la nariz era un brote, su  boca en perfecta armonía lista para existir. Cuentan en el barrio que desapareció detrás de un conejo, él la  apasionó con el contraste atrevido de sus fanales rojos, denunciaba el fuego en las entrañas. Ella se entusiasmaba con correrlo. Un día, casi pierde un ojo. La sangre corrió por sus mejillas y la mirada se nubló por completo
…*...

           Se escuchan las marchas, sacuden las banderas y el olor a naftalina de los  uniformes  anuncian la decrepitud del porvenir. A uno le pasa que, cuando se avecina la tormenta, ese gris implacable  invita al silencio, al refugio. La mejor opción es entonces urdir en el agujero…
           El conejo agudiza sus sentidos y comienza a carcomer las raíces que, en la intemperie, mostraban su frondosidad. Se llena de tierra y se vuelve negro, opaco, feroz en su impotencia, perfecciona el túnel y sigue por  caminos subterráneos, la resistencia cobra sentido.
          Claudia piensa en seguirlo nuevamente, arrastra su cuerpo y se atrinchera, escucha el llanto de los jóvenes. Las lombrices abren espacios de luz y oxígeno, que amplifican los sonidos. Arriba, el rugido de autos verdes, hacen de la tierra un tembladeral. Atrapado en una grieta, encuentra un boleto capicúa y entiende: la suerte está de su lado.
          Ahora la astucia del conejo y la rebeldía de Claudia se topan en un laberinto. Pasillos inconducentes, salidas remotas, ambos saben que resolver el enigma solo es cuestión de tiempo, de remover piedras, de no dejarse seducir por pasillos inconducentes. Imaginan un encuentro sobrenatural. Más conejos y más Claudias son emplazados a la lucha. Las orejas se multiplican para escuchar qué existe detrás de las palabras. Se vacían  e irrumpe la poesía. La creatividad y el fracaso juegan a la farolera, mientras en otro lugar del laberinto los cuerpos en la tortura piden a gritos un verso. Entonces Claudia escribe en la cueva:
Muerte sin cuerpo a  perpetuidad.
Muerte que no haya redención.
Muerte  eternos.
Soles.
          Afuera, las madres giran las plazas, sin detener el paso, con pañales como estandarte. Las voces no usan más imperativos y sobran las papas fritas. Los ojos de los conejos estallan y una bocanada de fuego ilumina el agujero.
…*...
Otra vez amanecimos  en el patio de la escuela, suena la campana y la estampida de niños  en los  corredores inaugura la hora del último recreo. Arriamos la bandera y con un amor incondicional la acariciamos hasta su sarcófago. Mañana cantaremos Aurora. Las calles sin asfalto vuelven a convocar a la travesura.

Escondidas, tizas y rayuela, rondas. La noche amenaza nuevamente con las sombras y los fantasmas... Los agujeros.

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