“Negro, compañerazo, venite a Buenos Aires, no sea´ huevón...”
El
negro Romero era un flaco alto, flaco y fibroso, ojos achinados, un tipo muy
activo, simpático, vivaracho y discutidor. Pelo lacio, sin mucha precisión, uno
advertía que era norteño, las migraciones de los pueblos, ahora llamados de
NOA, lo a arrastraron a Mendoza y allí se quedó, allí se enamoró, aunque en
cualquier lado hubiera tenido la misma
disposición para enamorarse y para apreciar los vinos. Después de varios
oficios, recaló en una fábrica de premoldeados donde, hasta que supimos del él, fue delegado gremial en la UOCRA, seccional
Mendoza, sediento de conocimientos históricos y sociales. Además de la cercanía
que da la militancia, coadyuvó a forjar esa amistad nuestra cercanía: 25
cuadras de mi casa de soltero, en los pagos de Guaymallen.
La lejana ausencia-36 años- no a ha
borrado ese peculiar sentimiento. Compañeros y amigos con el Negro en el tenso
periodo de los 70.
No
nos veíamos desde finales de 75, la cosa ya estaba pesada. Pisándome los
talones, al regreso de un picnic con mi padre mi mujer y mis dos hijos, dos autos me siguieron del recreo en Benegas.
A mitad de camino, me les perdí en Dorrego. Cuando llegaron a la casa de
mis viejos, como perros furiosos, en Pedro Molina (Guaymallen, yo ya no
estaba). Era lógico, fueron a buscarme primero a mi domicilio, en Boulogne Sur
Mer, frente al parque, de donde había partido al paseo. Ese tiempo a mi favor
no lo desperdicié. Esa misma tarde decidí mudarme a Bs. As., jamás hubiera
sospechado- ni deseado- que nunca más me radicaría en Mendoza, que a partir de
ese momento sería mi pago chico, solo volvería
de visita.
Y, en
migración golondrina y en pleno verano, emprendí el vuelo como varios de mis
compañeros, como otros tantos arriados en situaciones parecidas en los tiempos
de plomo. El NEGRO era un tipo que se hacía querer. Mi
padre, mi madre y mi hermano
también se hicieron amigos de él. Compartíamos asados y vinos, hablábamos de laburo, fútbol,
box y, por supuesto, de política. Por cierto, era bastante parlanchín,
eso a veces lo entrampaba solito, lo hacía responsable de tareas que a lo mejor
no tenía ni pensadas. Uno es dueño de su silencio y esclavo de sus palabras,
dice un proverbio chino. Pero él no le sacaba el cuerpo a lo que prometía. Con el Negro, caminábamos visitando puerta a
puerta compañeros, tenía un registro de las distintas casas y de los vericuetos
donde nos movíamos. No llegábamos a los
barrios como turistas, tampoco como advenedizos sociólogos
en un trabajo de campo. Nos internábamos en los populosos barrios periféricos
de Guaymallen, allí donde la pobreza-
opaca faz de la Mendoza rica y pacata-, golpea y golpea con saña a
cuanto ser humano habita por dichos submundos: carenciados de agua, cloacas,
salas de salud, escuelas y asfalto, en
sus casa de adobe y techos de caña y barro, donde la nocturna y traicionera
vinchuca se esconde en viviendas precarias y deja justamente el mal en el
corazón de las víctimas. La pobreza, cuando se la sufre, desmiente la
privilegiada Mendoza del buen sol y del buen vino. Nunca nadie vio el derrame -que augura el liberalismo- regar
los barrios marginales y tampoco nunca
nadie esperaba un milagro que surgiera de la riqueza de las vides, solo
aprovechadas por los cogotudos, como llamamos
nosotros a los conservadores.
Nuestra misión no era precisamente
evangélica, aunque alguien así, caprichosamente,
lo hubiese podido interpretar por nuestro fundamentalismo urgentista para
que todo cambiara, para que los
protagonistas de dicha mala suerte se hicieran cargo ellos mismos de un destino
de infortunio; para que ellos brillaran en la idea de que ese panorama debe y
puede ser cambiado. Nos tomábamos en
serio sacudir el conformismo provinciano.
Soportábamos
el polvo seco de esas angostas
calles de tierra. Los habitantes de las polvorientas calles de Guaymallen
esperaban pacientes el camión regador municipal, al caer la tarde en verano. Un
poco de fresco al cálido estío: era una invitación para salir a tomaros unos mates
a la puerta de sus casas, vieja costumbres de esas barriadas obreras; eso
facilitaba los encuentros, las charlas.
Después de patear los barrios en largas jornadas no venían mal unos
buenos tragos.
En
febrero del 78 nos visitó- aquí en Bs. As.- Elisa, la mujer del Negro. Mendoza lo tenía retenido, atrapado. A pesar
de las malas noticias que corrían desde
fines del 75, le sugerí a Elisa, que él se viniera a Bs. As., ya no tenía
sentido seguir una batalla perdida para mí.
En
abril del 78 viajé a Mendoza, lo visité y traté de que cambiara de parecer.
Lo dramático era que él todavía tenía
cosas pendientes en esta lucha que emprendimos: proteger compañeros, por
ejemplo, actitud totalmente riesgosa, aunque alguien la debía asumir. Esto
demostró todo lo patético del momento que vivía el país, la disolución del
tejido social por el miedo y la valentía del Negro Romero.
Me visitó mi madre aquí, en Bs. As.
- Llevale esta
misiva al Negro Romero- unas líneas
insistiendo una vez más e instándolo a que se largue para Bs. As. Su vida no
podía estar ya más expuesta.
Los juicios de lesa
humanidad ventilaron el pogrom que prepararon días antes del mundial de fútbol,
con su secuela de desaparecidos. Corrían los últimos días del mes.
“Venite, no sea´ huevón..., compañerazo”, le escribía.
Mi madre, con
la carta, llegó tarde a su casa. Hacía tres días que se lo habían llevado junto
a su hermano y a otros 26 compañeros más. En ese agujero negro de la historia
mendocina, del trágico y oscuro Mayo de
78.
Gracias por compartirlo conmigo compañero
ResponderEliminarMe siento orgulloso de SER HIJO DEL NEGRO ROMERO!! Esto demuestra que mi padre trabajo por la gente y arriesgo su vida por ello, quizas si hubiese escuchado su consejo hoy estaría con nosotros, pero hay algo que nos identifica a los 2 somos muy burros y aveces hay que saber escuchar. Gracias Juan Carlos por describirlo tal como era y por compartir parte de su historia. Yo Jose Ricardo ROMERO.!
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