martes, 25 de noviembre de 2014

Ron y ochos, un cuento de Juan Carlos Pedot, noviembre de 2014

Ron y ochos

Cómo no iba a caer profundamente enamorada de Rodolfo, él me enseñó a bailar y también otras cosas que me encantaban...Quería ser bailarina,  desde chica escuchaba cualquier música  y la acompañaba con movimientos que a los grandes les llamaban la atención. Esta nena tiene un don, decían los mayores.
           Rodolfo me trasmitió el tango y siempre me remarcó su ventaja con el dicho: para un tango, se necesitan dos.  Compartíamos unos ratos y a veces tardes enteras. Era magnifico, además de bailar como los dioses, él  dirigía la compañía de bailarines.  Me llevaba 15 años,  estaba casado, solo tenía que romper con la mujer, como me había prometido. Lo que decía era creíble, no debía darle motivos a la mujer para que lo dejara en bolas.
          Dicen que  el amor es ciego, no estaba confundida, confiaba. Todo se aclararía cuando bailáramos en el Torcuato Tasso. Un mes en el centro de tango me haría conocida y podría largar la fotocopiadora que me dejaba extenuada.  En el Torcuato, todo saldría a la luz.
Me perseguía con perfeccionar los ochos para atrás que, junto con los giros, son los movimientos que se prestan para que la mujer se luzca. También, cuando estábamos juntos, con su índice, rodeaba mi pubis excitándome. Parecida a esa aceleración de mi sexo  en busca de un desenlace es la que  tengo que poner en juego cuando en el escenario hago el ron y los giros. El público debe captar un fuego sagrado puesto en escena.
-La música puede expresar los movimientos de los cuerpos. Es más, el movimiento es música.- así me hablaba el hombre.
 Rodolfo casi siempre me elegía para los tangos más difíciles.  Negracha, de Mores, venía a pelo.
Dio la casualidad que pasó mi amiga Alejandra por la vereda del Tasso y me llamó.
-No te vi en la cartelera, figuraba la Compañía Silvina Constantini y vos no estabas.
 Salí corriendo al Teatro. El encargado me dijo:
 – El contrato lo hicimos con Silvina, ella es la dueña de la Compañía.

Lo llamé a Rodolfo y no me atendía el celular. Rodolfo y la puta que te parió... dónde está el sexo que me gustaba, dónde la música, donde está el ron, los ochos, los giros nunca, saldré de la fotocopiadora.

lunes, 24 de noviembre de 2014

Doblete de Gaby Ramos, noviembre de 2014

1.       El reloj amarillo

                 No fue un impulso. Fue una decisión. Debo contar la historia de esta.

Era de noche. Y fueron muchas noches. El reloj amarillo sonaba igual a sus gritos y yo ya no podía escucharlos más.
Ese fue el punto final. Decidí también ceder un día más a seguir sus pasos hacia el departamento del doctor, hasta el café.
Y en casa lo hice.
Ella estaba en la mesa de la computadora. Yo, entumecida. La medicación antipsicótica seguía aumentando la rigidez de mi mirada y de mis músculos.
 Habíamos vuelto con ella de la visita al psiquiatra. No quería comer y ella me gritó, no fue sorpresa en absoluto. Tengo que explicar los resultados fisiológicos que provoca en mí escucharla gritar: comienza en los intestinos, en la laringe, en el estómago, todo al mismo tiempo. Como si un cáncer se apoderara de todo mi cuerpo e hiciera de mi cuerpo una masa de carne putrefacta.
Cuando ella me gritó, mis intestinos se movieron frente al timbre de su voz, como una serpiente. Mi boca amancillada, mis ojos como a la espera de una terrible sentencia. Gritó una vez más frente a mi indiferencia. Entonces asentí  a mí misma en un gesto seguro. Ella me miraba desde la mesa como si yo hubiera estado loca. Era lo que ella no terminaba de corroborar, pero lo repetía una y otra vez. Como todo lo que salía de su boca injuriosa.
Su cara de enojo mostraba en su cabello desordenado  la infelicidad de su expresión.
Sin decir nada me paré. Me acerqué, con tranquilidad, me miraba sorprendida, a la espera de vociferar algo otra vez. La tomé de los brazos para que no se moviera y le tapé la boca un tiempo, la empujé y cayó al suelo, me acerqué a la ventana y arranqué las cortinas: con las cortinas de cuerdas, la até a una silla. De su boca color carmín salían estruendosos sonidos, sirenas, finos, eléctricos. Su cuerpo se retorcía en cada golpe, la empujé contra la pared. Ella se desmayó. De su cabeza comenzó a brotar sangre, espesa y oscura. Tomé la cortina (ya ensangrentada)  y comencé a atar partes de su cuerpo: primero las manos, luego sus piernas, más tarde su cabeza. Ella movió un poco los ojos y, con un golpe duro, la hice dormir otra vez: debía olvidar la visita al doctor, esa visita en la que me había hecho tomar té mientras ella tomaba el café y dejaba su marca de rouge en la taza.  Mi mamá se retorcía insultándome, parecía disfrutar de su agonía. Cuando ya no se movió, puse un espejo de tocador bajo su nariz para saber si aún estaba viva. Respiraba. Como una bestia, aún respiraba. Comencé a sentir miedo de que quedara viva o muerta. Me daban mucho miedo cualquiera de las dos opciones, pero si no la mataba volvería a gritar, volvería a sentir su voz terrible, igual a la de la alarma del reloj amarillo.
El comedor sórdido del doctor, el Halopidol, mi cuerpo entumecido, el recuerdo del frío de la mañana que había endurecido aún más mis piernas. Mi mirada frente al espejo de marco estilo rococó parecía la de un autómata. Y, sobre todo, la mirada tenebrosa del doctor cuando dijo:
Hagamos tábula rasa.
Corrí su cuerpo atado a la silla contra la pared, me aseguré de que nada hiciera ruido. Me senté frente a ese cuerpo que comenzaba a parecerse un zombie salido de una película de terror: esas piernas que empezaban a parecer azuladas, esa boca que ya  no expulsaba injurias, ese cuerpo que perecería, tarde o temprano. Noté que el efecto del Halopidol ya no me molestaba, como si una bolsa de energía hubiera sido desplomada encima de mí, como la promesa de su propia muerte, como si ya nadie hubiese podido despedir como un flato la palabra psicótica.
No me alcanzó el tiempo para cortarla en partes. Hubiera necesitado matarla mucho antes,  era un modo de silenciar esa voz que me anulaba, que me quitaba potencia, que me disminuía, que me injuriaba e inyectaba en mi vida el Halopidol, ya no quería sentir mis pies pesados como piedras, la mataría, la aniquilaría, la reduciría a la nada.
Ella movió un pie y, como una cobra, se levantó y gritó al modo de un gorila: sentí terror. Tomé el jarrón que había en el piso de parqué y se lo reventé en la cabeza, pero ella era una fiera y su voz estridente me insultaba otra vez. Entonces fui corriendo, endiosada, y tomé el palo de amasar y volví hasta ella, cerré los ojos: la golpeé hasta que ya no se movió más, corroboré que su voz- de una vez por todas- no me enloqueciera más.
Quedé cansada. La moví con mi pierna y apenas se tumbó como una bolsa de basura. La acomodé y la amarré mejor a la silla.
Me fui a dormir. Puse el despertador del reloj amarillo.

A la mañana siguiente el cuerpo se encontraba ahí, amarrado a una silla, inmóvil. Sonó la alarma del reloj amarillo. No recordaba qué había soñado. Tal vez nada.
Me quedé frente al cuerpo durante una hora. Suspiré. El reloj amarillo se veía desde la sala.
Otra vez sonaría para despertarme de un sueño plácido.




2. El reloj amarillo
                               
Esa mañana me había levantado a las seis. El reloj me había aturdido y despertado de un sueño plácido. La lluvia había amainado y el frío hacía que mi cuerpo se entumeciera un poco. La sensación de la contracción muscular se sumaba al mismo efecto de la medicación que me suministraban los médicos. Fuera de la ventana, los árboles mostraban la fuerza de sus raíces corrompidas por la tierra, atadas, voraces en sus ramificaciones, atadas al tronco de manera irremediable. Yo sabía: me esperaba un día vulgar: visita a los doctores, acompañar a mamá a hacer compras, dormir una larga siesta, hasta que una vez más me despertara el reloj amarillo de un sueño plácido.  Tenía la intuición todos los días: siempre habría algo que irrumpiera en mis descansos y me atara con espinas al día, a la tarde o a la noche.
Mamá estaba vestida con una pollera roja y unos aros indios. Sus ojos tenían la marca del maquillaje y se había remarcado la boca con el color que hacía juego con su ropa. Hacía media hora se arreglaba el pelo en el tocador con un secador. Haberme despertado tan temprano para esperar a que ella se pusiera bella era cotidiano. Es que yo nunca me arreglaba así: un baño y ropa limpia, suficiente. Una fuerza intestinal me arrebató de la quietud, ella dijo que era la hora de salir.
La calle parecía un escenario. Me costaba distinguir lo real de lo irreal. El anonimato me sorprendía y sólo caminaba, miraba a mamá, daba pasos. Había que apurarse, los doctores no esperarían mucho. Tocamos el portero eléctrico del doctor. Sonó como un estruendo. Subimos.
El departamento,  sórdido. Los muebles  de roble, los decorados, nudos, moños gruesos y cintas. Las cortinas, de una tela aterciopelada color verde oscuro, y emblemas heráldicos.
El doctor dijo:
-Adelante, pase.
Con la cabeza baja y poco entusiasmo, con esperanza de que terminaran, de una vez por todas, esa visita, las tardes, las noches y el sonido del reloj amarillo, pasé.
El psiquiatra me miró con sus ojos color roble, densos, atemorizantes. Hablamos un poco de cosas que nunca habían sucedido, relatos inconsistentes, repeticiones de sugerencias anteriores, dijo:
-Vamos a hacer tabula rasa.
Al fin había concluido. Ahora entraba mamá, con botas negras y pollera roja. Yo tenía que esperar afuera. Esa sala de estar parecía un mausoleo. Se escuchaban los gritos de mamá y yo concentraba mi fuerza en los tendones, protegidos por una capa fina de halopidol.  Sabía que mis ojos no volverían a ser los mismos, cuando los vi en el espejo con marco estilo  rococó de la sala. Noté mi mirada  tosca, parecía salir de una película de terror de zombies. No había gracia, juventud ni alegría. Parecía la mirada de un asesino serial, sin brillo, el reflejo de una mente sin consciencia ni alma. La mirada de una psicótica.
Mamá salió enojada del consultorio y el psiquiatra me sonrió con cierta perversión en su rostro y me dijo:
-Hasta la próxima, Griselda.
Mamá no hablaba. Parecía enfurecida. Me dijo que íbamos a consultar a otro doctor. Yo pensaba, después de tantos que habíamos visitado, sería igual, no serviría de nada.
Fuimos a tomar un café. Tomá té, me dijo mamá. Yo odiaba que me diera esa indicación tanto como no poder tomar decisiones y le dije, bueno, té.
El té de tilo no tenía sabor a nada. La boca roja de mamá pegada a la taza de café dejaba restos de rouge. Ella sonreía cada vez que pasaba alguien, parecía estar muy tranquila. Al contrario, yo estaba muy disgustada y angustiada por los gritos que había escuchado en la visita al doctor. Ella parecía plácida, distendida, hasta casi alegre.
Llamar al mozo me daba vergüenza, a ella le parecía algo tonto y lo hizo muy tranquila. El mozo le sonrió, me miró con desprecio y ella lo notó sin incomodarse. Volvió la sonrisa a él y le dijo que se quedara con la propina.
Cuando llegamos a casa, volví a sentir que estaba al comienzo de un túnel sin salida. Todo seguiría así. Yo, Griselda, no había vivido, no volvería a vivir.
 Mamá parecía resolver todo en un camino paralelo de felicidad:
-Voy a prender la estufa, hace mucho frío.
Yo, sentada sobre el sillón del living, esperaba que la fuerza de ella me moviera hacia alguna acción. Se dirigió a la computadora y no dijo una sola palabra. Yo le dije que tenía sueño, que iba a acostarme. Ella dijo que íbamos a comer. Le dije que no quería comer. Un sonido estridente puso mis nervios de punta:
-¡Y vos nos vas a comer nada! ¡Tenés que comer!
Toda mi fuerza estaba amarrada a las capas del Halopidol, la miré, sabía que era inútil, mis intestinos se movieron como una serpiente, mis labios parecían estar pegados y secos, amancillados, mis manos amarradas la una a la otra, mi postura como en un juicio, mis ojos esperando sentencia irremediable.
Sonó el reloj amarillo. Venía de un sueño sin sueños. Mis pies, pesados como piedras. Fui al comedor. Mamá estaba muerta: atada con una soga, ensangrentada, amarrada a una silla.
Recordé que no había sido un sueño. La había asesinado la noche anterior. Fui a apagar la alarma del reloj amarillo, estaba enloqueciéndome.




viernes, 21 de noviembre de 2014

La mitad de la vida, por Juan Carlos Pedot, noviembre de 2014

La mitad de la vida

Me encontraba a los 50, encerrado como  un animal de corral dentro de una cerca. El amor con mi mujer imperceptiblemente se esfumó, al modo de un candil que se apaga, muy despacito.
Luego,  ese amor que floreció  con Romina duró solo algunas primaveras,  fue una amante en tiempo de descuento. Y me abandonó.
Mis hijos no  me daban ni cinco de pelota. El negocio, de mal en peor. Una rinitis mal tratada me tenía a mal traer.
- Hoy no vayas al negocio, a vos se te han bajado las defensas - Me decía Beatriz, mi esposa. Era cierto,  no tenía ánimo para enfrentar la adversidad, me faltaba otro tipo de defensa.
-No puedo, hoy tengo banco, tengo que cubrir los cheques voladores. - le contestaba yo con toda mi estatura mediana encorvada hacia la tierra
 Yo era un tipo de buen talante por más difícil que las circunstancias  pintaran, nunca perdía los estribos. Luego de la jornada comercial, en mi reducto - estudio  me  distendía con un tango de Pugliese. A veces lo alternaba con -algún genio del Jazz – palabras de Alberto.
-Necesitas reponerte – Beatriz, siempre indicándole  a los que la rodean,  qué hay que hacer. Hay gente que vive más la vida de los demás que la propia, nuestros hijos le hacían notar que cada vez estaba más hincha pelotas.-No estás entendiendo, mujer, claro, nunca laburaste-
-De algún culo va a salir sangre - mi esposa
-Claro, del mío -  
-Temes  ir al médico -
          -Fui, pasé tres días en cama. Estoy igual... -
          Y seguía.
          Sabía: la cuerda de  mi vida tenía que cortarse, drásticamente. Solo la inercia que llamamos rutina guiaba mis pasos. Andaba entonces, sin ninguna voluntad para modificar todo  el escenario donde transcurría mi vida. Hasta  la deuda que me hacía correr todas la mañanas no  tenía sorpresa: ir a  los bancos a hablar con los gerentes para que me dieran un poco más de changüí, cansado de que me tuvieran lástima y me perdonaran.

-Alberto, a ver si ordena su cuenta-advertencia repetida.
A veces la depre me tumbaba.  Y el  médico me empastillaba.
A los míos les decía:
 – Es hepático- a esa altura  todo me daba igual.
-Necesitás unas vitaminas -mi mujer.
-Uno de estos días me pegó un tiro y  San se acabó-

Me dirigí al banco y, en la FM del auto, los acordes del   tango  de Troilo y Catulo
Por eso en tu total
fracaso de vivir,
ni el tiro del final
te va a salir.”


Un cliente que me debía un montón de guita me largó un cheque posta, de una firma  solvente. Ese día había salido el sol. Ni sospechaba que una salidera preparada para mi tenía fecha cierta... justo cuando recuperaba el equilibrio financiero. A cuatro cuadras, dos moto chorros me habían elegido como el cliente del día. Me negaba a entregarles la guita
.        - No seas boludo, te quemamos  -
- La guita no la doy, ya estoy muerto en vida -
Dos disparos y perdí la vertical. Del suelo me arrebataron el maletín.
No me podía levantar. Tenía una rodilla rota, cuando el Same me llevó. Me vendaron la cabeza, una bala me agujereó el pabellón de la oreja y yo no sentía nada.


Desde esas camionetas con parlantes,  de propaganda callejera  que revienta los oídos, se  oía  la canción “a partir de mañana viviré la mitad de mi vida”.
A partir de mañana enterraré la mitad de mi muerte, de Alberto Cortéz.
La música no se quejaba, con pabellón o sin pabellón, me atravesaba. Ese tema nunca me había gustado, pero en ese momento me acariciaba como un bálsamo. La letra comenzó a repetirse y repetirse adentro. Era un mantra que se distribuía por todo el cuerpo.


Camino al hospital, la música me dio el tono justo: minga me voy a suicidar.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Pintura fresca, un cuento de Pepe Carvalho, noviembre de 2014

PINTURA FRESCA


En el origen, fue la política 
La historia comenzó una noche de setiembre de 1973, en el marco de una reunión de amigos, con la excusa de escuchar grabaciones nuevas de la trova cubana -Silvio Rodríguez y Pablo Milanés- casi desconocidos en el país por aquella época. En aquella juntada de jóvenes típica de la década de los  70´, se cantaban folclore, candombes uruguayos y se comenzaban a conocer las composiciones de Silvio y Pablo. La situación política en Uruguay  y la Argentina ya empezaba a ser difícil para los jóvenes, fundamentalmente, si tenían barba y pelo largo. En Buenos Aires  vivían casi tantos uruguayos exiliados como en Montevideo. Uno de ellos, Carmelo, animaba la reunión  con la guitarra. También estaba Roberto Mario,  dueño de una pequeña empresa de pinturas de casas, en la que varios de los presentes solían trabajar cuando necesitaban. El Pirí, el Pelado, juan, Carmelo y el propio Mario Roberto se dedicaban a refacción y pintura. Este grupo compartía  idearios políticos, gustos musicales, formas de vida. Roberto era el mayor del grupo, el único casado y con una familia consolidada. Tenía un concepto bastante conservador mezclado a un gran nivel intelectual  “progresista”.  No eran solamente hombres en la reunión, entre las chicas  se encontraba la bella Evelyn, una hermosa rubia de 17 años, que rápidamente quedó impactada con la presencia de Carmelo, uruguayo de 24. La vida era eterna en 5 minutos, decía el poeta, al definir la época.

El compromiso:
Temprano por la mañana, Carmelo y Evelyn llegan a la casa de Roberto Mario
- ¿Nos llevas hasta el Tigre,  adonde sale la lancha para el Uruguay? Esperaremos allí   hasta que Evelyn sea mayor de edad y luego nos casaremos.  -Carmelo está preocupado y Roberto se niega:
-  Esto es una locura, Carmelo, vas a cometer un delito, el padre está muy preocupado y es capaz de cualquier cosa, te puede llegar a denunciar por secuestro de una menor. Piénsalo bien,
- Si te preguntan por nosotros, decís que fuimos a Salta.
-Bueno Esperemos que salga todo bien.


Días después
 Son las 18hs de una tarde de noviembre de 1974. El Falcón verde gira a gran velocidad  y hace derrapar a las gomas, cruje el pavimento, frena de golpe. De él bajan cuatro hombres armados. El frio de la tarde toma calor, los hombres no dudan,  el barrio de Parque Patricios está tranquilo. Las caras de los tipos se transforman como las de las hienas  Por detrás del auto de Roberto Mario que descarga elementos de pintura, los hombres lo golpean y lo ponen dentro del baúl con la cabeza tapada por un trapo. Y un frío antártico lo envuelve y endurece su cuerpo. Cinco minutos después paran, abren el baúl del auto y bajan violentamente a Roberto Mario. En el movimiento, él puede ver que está en la comisaría 28,  en su mismo barrio. Ya dentro, lo dejan tirado sobre el piso de una habitación. Por la cabeza de Roberto aparecen infinidad de suposiciones: mis hermanos militan sindicalmente, será por eso.
Media hora después, se abre la puerta de la celda y entran cuatro hombres con sillas. Lo sientan a la fuerza, lo golpean y, con las sillas, arman una especie de cuadrilátero, prenden luces y comienza la golpiza. L e muestran fotos de supuestos guerrilleros, advirtiéndole que tranquilamente lo pueden “confundir” con esos. Con solo hacerlo aparecer muerto en un enfrentamiento supuesto, la cosa se saldaría.
-Sí, sos vos éste, mirá. Sí,  este también sos vos. Flaco, tu situación es muy comprometida, che. Ahora, si nos decís dónde está la rusita Evelyn, se termina todo y te vas.
Roberto comienza a entender la visita  de la noche anterior: Don Samuel,  padre de Evelyn,    le había advertido que iba a hacer cualquier cosa por recuperar a su hija de la mano de ese negro uruguayo vago de mierda “que se llevó mi joyita adorada “. De repente uno de los hombres lo ubica en la realidad con un  palo de goma contra sus piernas.
-Vas a decirnos dónde está la rusa, che. No seas boludo, te metiste en un quilombo grande y tenemos órdenes de encontrar a la nena. Pensalo, con dos palabras vos te vas de aquí, ¿entendés? Y vos sabes que nosotros por 15mil dólares te despellejamos vivo y te dejamos tirado en la calle.
- Lo único que yo sé es que se fueron a Salta. – El grito de Roberto Mario se pierde junto a los hombres que desaparecen del lugar mezclados con el eco de su voz.
Cuando ya parecían perderse para siempre en la distancia, uno de ellos gira y retruca:
-No nos mientas porque en 10 minutos sabemos la verdad, ¿entendés?, no te compliques.
Algo en el tono de aquel hombre despierta un escalofrío en Roberto Mario. El escalofrío tira de su lengua y lo obliga a hablar:
         -  Está bien, yo sé que se estaban por ir a Salta o a Uruguay.
                A la distancia, el gesto con el cual los hombres reciben esta información queda oculto en la oscuridad. 
-Bueno, veremos.
Cierran  la puerta. Roberto se agarra de los pelos,
 “No puede ser, no puede ser, Carmelo y la puta madre qué te parió”.

Mientras tanto, en exteriores:
Mientras tanto, la mujer de Roberto Mario llega a su casa y encuentra el auto abierto y con las llaves puestas. Un pariente del escalofrío que por esas horas ya no abandona el cuerpo de Roberto Mario también pasea por el cuerpo de su mujer. Urgente reunión familiar y de amigos. Todos se miran sin mirarse. A las 23,  la denuncia de desaparición está radicada en la comisaría 28. El comisario  se compromete a investigar lo sucedido.
Interior, día siguiente:
Al otro día y luego de una noche muy triste, Roberto se  siente  desahuciado y profundamente pesimista. Dos horas después de la salida del sol. De pronto abren la puerta. Los tipos lo toman de los brazos:
- Ya está, los localizaron en Uruguay.
Las palabras actúan en el cuerpo de Roberto Mario como un contra- escalofrío. Pero inmediatamente el temor se apodera de él  en forma de un  invierno helado que lo toma por completo. ¿Y ahora qué?
Lo llevan a otra oficina  y, luego de unos minutos solo, sentado a la fuerza frente a una mesa apenas iluminada con una tenue luz,  una voz le hace levantar todo su invierno y  alerta su mirada:
- Buenos días, soy el comisario y le quiero pedir disculpas. Los muchachos fueron contratados por el padre de la chica y utilizaron la sede policial. Usted se puede ir ya y se terminó el problema.
Acomoda su abultado vientre y agrega:
- Por su salud, no denuncie esto.
Un silencio se apodera de la sala. El invierno sale del cuerpo de Roberto Mario e invade el lugar. Hay una lucha en el aire: un calor tenue- como una promesa- le pelea al frío, cuerpo a cuerpo.
- Disculpas nuevamente.- El remate del comisario no toma partido ni por frío ni por calor.
                Roberto Mario se retira. El combate entre invierno y calorcito queda atrás.

 Las conveniencias:
 Desde el primer día, Carmelo y Evelyn (pasado?) comienzann a hacer planes.
-          Queremos vivir juntos, muchachos- repite Carmelo entre sus amigos. -Si yo no puedo resolver esto en mi vida, menos podré hacer una revolución, camaradas.
           Carmelo emigró  desde el Uruguay, después de ser encontrado  a punto de pintar sobre una pared la frase “militares hijos de p”. Entonces fue detenido por “intento de vilipendio a las Fuerzas Armadas “. o tiene ganas de una nueva mudanza. Ni se ve con posibilidades.
– Mi padre  quiere  que  yo estudie en Francia. Soy menor de edad, pero en cuatro meses y ya podré decidir sobre mi vida. Cuando termine la secundaria, me mandan a una especialización ya contratada en el viejo mundo. 
-Imagínate, Evelyn, yo vivo en una casa prestada con cuatro compañeros. No te puedo llevar ahí a vos.
La casa muy abandonada sirve de vivienda a un grupo de militantes políticos que utilizan el lugar  para reuniones de discusión y adoctrinamiento. Ese local supo ser un almacén destacado del barrio de Monserrat. Y luego fue abandonado. Dentro, aún se conservan la heladera y el mostrador. En un rincón, la balanza. Hay  cuatro camas y una mesa, sillas de madera, las paredes expresan las ideas políticas del grupo, fotos del Che  y afiches diversos amortiguan la vista global. Varias pintadas concluyen el collage, “Viva la compañía de monte, Ramón Rosa Giménez” . La vieja heladera sirve de biblioteca política muy actualizada. 
-          ¿Sabes qué pasa, Evelyn? Yo no tengo plata para bancar una relación  hoy.
-           ¿Y si vamos a vivir al Uruguay,  con tu familia?
-           No,  Evelyn,  imposible, yo no  tengo ni para comer allá, mi madre vive sola, es francesa y mi padre vive en algún lugar de Europa, vaya uno a saber.
-          Yo quiero vivir con vos, Carmelo, no quiero estar más con mis padres, quiero estar todas las noches con vos.-  El diálogo recurrente entre la nueva pareja preocupa y atormenta a Carmelo. Por las noches se repite el “no sé qué hacer, muchachos”, cuando se reúne con sus compañeros. ¿Y por qué no hablar con Don Samuel y arreglar que compartirían a la nena?, se escucha entre algunass de las conclusiones sugeridas.


Salida lateral:
Cuando se abre la puerta de la sinagoga, Carmelo aparece muy cambiado, con un jacket impecable detrás  de Don Samuel y de Evelyn. Su barba recortada y su pelo prolijo y más corto. 
Dentro de la sinagoga, ningún amigo del uruguayo está presente; sí, toda la colectividad Judía vestida  de lujo, con impecables zapatos nuevos y grandes peinados de peluquería. D diversos perfumes acompañan la ceremonia tradicional. Se nota que Don Samuel  ha tirado la casa por la ventana.
Luego de la fiesta, Evelyn cumple con el mandato familiar y viaja a Francia. Carmelo  marcha a cantar y a ganarse la vida en Europa.


Cinco años no son nada:
Cinco años después, Carmelo vuelve a Buenos Aires y se encuentra con Roberto Mario.
 Son  casi 7 años desde que lo acompañó a tomar aquella lancha al Tigre. Reunidos en el jardín de la casa de Roberto y debajo  de un enorme sauce llorón, comparten una cerveza como tantas veces lo habían hecho.
         –Carmelo, qué carajo te pasó, nos jugamos la vida por vos y ni te dignaste a venir y contar cómo siguieron las cosas- Roberto Mario se alisa el poco pelo que le queda, como quien quisiera ocultar lo entrecano del tiempo.
.- Por qué decís eso, Roberto- Carmelo a quien también se le nota el paso de la aventura por su cuerpo, con su rostro y manos  intenta explicar. -Yo la pasé muy mal, me encontraron en Uruguay y me detuvo la policía, me denunciaron por secuestro de una menor y me obligaron a casarme. Todo fue muy rápido, viajamos a Francia con Evelyn y ella  aún está por terminar sus estudios. Yo estoy recorriendo Europa con mi música.
-Bueno, los felicito, lograron sus sueños Y a mí casi me matan por ayudarlos-Roberto ponía su mejor cara de hombre grande y comprensivo -Yo no sabía nada, ¿qué paso, che?
 -  Para qué te cuento…- la cara del uruguayo refleja la gravedad del relato.
-¿Y cómo está Evelyn?
.- Mira, Roberto, me imagino que en París. Hace seis meses que no estamos juntos, ella anda con un compañero psicólogo  y yo con una amiga catalana que canta a dúo conmigo.
- Mira cómo son las cosas. Y todo después de que a los dos se les cumplieran los sueños… En cambio yo, aquí sigo, laburando con la maldita pintura. -  Roberto  “el gran hacedor de la felicidad de una pareja que ya debe tener hijos y comer perdices” está lleno de amargura.  Con esa mezcla de ternura  y desazón, se para y lo abraza a Carmelo.

- Che,  ¿querés unirte otra vez al equipo de pintura?

viernes, 7 de noviembre de 2014

Serie: fragmentarios que desembocan en poema, Gaby Ramos, noviembre de 2014


Mentiras

Luego de que me besaste, olvidé las tristezas. Detrás del muro hay gatos –muchos-. Seguramente los jóvenes harán grafitis, habrá muchos murales. Mientras, paso.

Una mujer con velo, una cruz y- a tientas- la tristeza. Una voz grita a lo lejos. Tal vez nunca sepa de quién es esa voz. La calle está repleta de gente, las avenidas se derrumban en la velocidad, yo miro: un hombre  duerme entre cartones.

Hay estadísticas para todo. Una mujer rubia, extravagante, con sus tacos color carmín llama la atención. Un hombre de corbata susurra algo al oído de otro. Reparten propaganda  política. Ella, como una sombra, arrasa la avenida. Atrás quedan murmullos, papeles, corbatas, un viejo ministerio, manteros, quioscos. No hay enamorados, no hay niños ni ancianos. Hay una casa de electrodomésticos. Mariana se mira en la pantalla: la mueca se multiplica en los televisores.
Alcanza la altura tu recuerdo, trepa por los techos, por las avenidas, vuela y se enreda en los cables eléctricos. Tal vez el engaño llegue más alto.  Todavía lo extrañás.
Tu voz, de chocolate, alta y seductora, tiembla por piezas de barro, algodón y cenizas –al final nunca dijiste lo que sentías-. Yo, como un fantasma, hilo la historia en rincones, en el tiempo en que mueren las flores, en terrones de azúcar, en cafés. Dentro del vientre llevamos mentiras.

En el cielo veo cómo se dispersan los pájaros para luego formar una pirámide. En los pasillos pasa. Pasan.


 Los pasillos
El suicidio blanco, la muerte en piezas. Él, de traje, veloz, atina. Ella, dispersa, voraz. Un pétalo de hielo se hunde en tus entrañas, me deslizo en el silencio de tu sombra.
El verano, tierno, amanecido, llega en gotas de rocío, en el color de las flores, en la triste despedida. Amante de tantos rincones, de flores de algodón, de brisas frescas e incienso, en ferias de chatarra de colores, en ríos infinitos. En la humedad de esa hoja veo las venas del verano, fornidas como tu cuerpo.
De nylon, de colores, de madera, las despedidas. En un sobre, en un papel, digital. Como una muerte que empieza -o como un regodeo en la nada-. Triste en paisajes enormes, vacía. Agoniza aquella última caricia, aún puedo besarla.
Como líneas oblicuas entre estrellas, la esperanza va. Una pequeña luz del sol en tu iris, tierra roja entre tus pies, la flor gris que prometía y los zapatos de acero, los días de mañana hilados en el pasado, como pasar a tientas a desatar el muro de lo inevitable, tirar para abajo hasta que caiga el olvido a plomo: ella va, hecha de luz.
En la miel, en las cuevas, entre tus dientes. Los pasillos. Pasillos: de mimbre, de un pajar, de tierra. Hormigas. Pasillos de terracota, de cemento, de hierro. La luz se desliza en el barro: el destino lo marcan los pasillos. Tu voz a lo lejos, el eco y el reflejo: el ancho de tu cintura y un recuerdo.


La luna y las estrellas

                Entre la luna y las estrellas vas,
escapás.
Una luz tenue y
una aguada blanca
sobre un fondo oscuro
la sombra de tu voz,
caricia fresca
el agua se desliza.
En los árboles corre
el eco
del canto de pájaros de noche,
de cacao
La luz intermitente
de un satélite rebota
contra tu suelo de piedra
Tu mano amarilla
bajo el rayo del sol
al día siguiente
una estrella de chocolate,
la vía láctea en tu entrecejo
el vuelo, tan alto
de un pájaro de terracota
Brilla en el cielo
con tu luz