jueves, 28 de noviembre de 2013

La Crecida, un cuento de Diego Soria, noviembre de 2013

La Crecida


 La crecida ha empezado a filtrarse por debajo de la puerta. Ahora entiende: es tiempo de abandonar la casa. Afuera, el pequeño bote cabecea las olas, atado a un muelle que ya no se ve bajo el manto marrón del río.
Pedro arranca el pequeño motor. No sin esfuerzo se aleja de la costa.  Poco a poco remonta el río como una cuña de madera contra la corriente, da saltitos entre las olas río arriba, hacia el refugio de prefectura. Más adelante, el agua zigzaguea y se funde con el gris del cielo.
Un día como este, la crecida se llevó a su familia y a parte de él también. Desde entonces, solo acepta la compañía sonora del motor. A regañadientes, viaja al refugio. Aunque podrá comer, también piensa en el encuentro con los habitantes del pueblo, a quienes detesta, pues nunca le dieron una mano. Y, en estas ocasiones, se muestran más hipócritas que nunca. Pedro comienza a extrañar su soledad de pescador costero.
Al fin, el refugio se empieza a recortar en el horizonte, hasta llegar a los muelles, donde Pedro desembarca y ata firmemente su única posesión.
En el refugio los movimientos son intensos. Los prefectos corren de un lado a otro, aprestan las lanchas y los salvavidas para ir al rescate de los isleños. Nadie repara en Pedro, todos lo conocen. La radio atrona órdenes y contra ordenes hasta que, al final, todos se suben a las lanchas. Algunos remontan el río y otros lo hacen rio abajo. Pedro queda solo, a las puertas del refugio, mientras la lluvia cae.
 Es lo que resta de él: un flaco esmirriado de unos 70 años, pelo ralo y barba blanca, pantalones raídos y musculosa celeste desteñida por el sol. Contempla cómo el rio se devora la costa y arrastra todo a su paso.
Pedro abre la puerta del galpón, huele a humedad. El lugar es grande, hay menos cien camas simétricamente dispuestas desde la puerta hasta el fondo, donde la luz mengua su intensidad. Hacia  allí camina, deja sus zapatillas al pie de la cama y se recuesta a escuchar la lluvia caer.
El río da, el río quita.
La puerta se abre de golpe, las voces de quienes entran presurosos reverberan en el  lugar.
-¡Carajo!, ¡qué fin de semana! –dice Alberto empapado cuan largo es
-¡Bueno, Albert! -reprocha su mujer, Sandra-, ¡al menos, estamos vivos, che!, mientras acomoda sus voluminoso cuerpo en una de las camas
Alberto baja la vista y se sienta en otra de las camas, Pedro oye desde el fondo, algo aturdido pero curioso. Los recién llegados no advierten su presencia.
La puerta se vuelve a abrir, Adrián, amigo del matrimonio, entra insultando al aire.
-¡Vos también calmate, che! –dice Sandra-, el barco tiene reparación. Y, con la guita que ganás operando en Estados Unidos, te podes comprar tres iguales si querés.
Adrian no responde, se siente humillado, al final dice:
-Bueno, bueno, tenés razón, pero uno viene de vez en cuando y la quiere pasar bien. Este país siempre igual, todas decepciones.-Adrián mete sus manos en los bolsillos de su pantalón náutico. Afuera las ráfagas de viento son intensas.
-Por qué no llamas a Anita, Sandra –dice Alberto-, avisale, estamos aquí para que no se preocupe.
Sandra busca el celular en su bolso, su enorme cuerpo se mece en el borde de la cama, Alberto piensa en un escarabajo boca arriba. Adrián la mira a través de los lentes negros y molduras doradas. Pedro parece invisible, no lo han visto. Él, camuflado en la oscuridad, escucha entretenido a los extraños.
-Estas cosas se manejan distinto allá, viste –Dice Adrián-, el primer mundo tiene otro nivel, mirá aquí –señala con las manos- cómo se gastan los recursos en ir a buscar a estos muertos de hambre a las islas.
Sandra, finalmente en pie, se separa un poco del grupo, gesticula a su interlocutor, sus palabras llegan como olas: río, crecida, marrón, refugio, prefectura.
-¿Cómo es allá, Adrián? –dice Alberto, quien revive desde el silencio.
-Bueno, mirá, por empezar la guita se utiliza de manera útil –dice inflando el pecho Adrián, regocijándose de poder llevar luz a la noche del tercer mundo. La ayuda no es para todos, solo para la gente  útil, ¿entendés, Alberto?
Alberto asiente como niño obediente.
-Allá –sigue Adrián- el ejército sale a la calle, como en el último tornado, lo habrás visto en la tele. 
-Sí, sí, algo vi –dice Alberto gesticula como quien minimiza una situación.
-Bueno, los más afectados fueron los más pobres –dice Adrián  y acentúa con admiración cada palabra. Eso es proteger lo importante, a los que nos rompimos el culo estudiando para poder pertenecer a ese mundo.
-Bien que te educaste aquí… -reprocha Alberto.
Adrián se queda en silencio, mira fijo a Alberto, quien se dibuja en los cristales de molduras doradas. -Eso es porque… -empieza a explicar Adrián cuando Sandra lo interrumpe con noticias desde el celular.
-Ya están viniendo…
Alberto le tira una mirada furibunda a su mujer.
-¡Bueeeenooo! Perdón –dice Sandra ampulosamente.
-Seguí, Adrián –exige Alberto.
-Bueno, lo del estudio es relativo, ¿sabes? –Dice Adrián-, Allá eso no importa,  importa  que te dan herramientas para lograr tus sueños, ¿entendés?, vos deberías irte de este basurero -sugiere Adrián mientras se percata del charco de agua  filtrado desde sus ropas.
Sandra asiente entusiasta, como si no fuera la primera vez que habla del tema.
Pedro ya no puede dormir, las noticias del mundo más allá del río lo tienen impresionado.
-Además, Albertito tenés seguridad, hasta podes hacer justicia por las tuyas –dice Adrián al borde de la euforia.
Alberto está petrificado, Sandra se entusiasma cada vez más.
Adrián se saca los anteojos por primera vez. Los cuelga en uno de los bolsillos de su náutico, se adelanta unos pasos para terminar sentándose junto a Alberto, tose un poco. Sandra, sentada sobre la cama de enfrente, se acerca, presiente que se va a contar algo importante. Pedro gira levemente la cabeza para no perderse lo que se va a decir.
-Mirá, Albertito –dice Adrián con voz grave-, la semana pasada, en pleno huracán estaba en mi mansión, cuidaba que no se me rompiera nada, puse tablones en las puertas y lo que se suele hacer en estos casos. Entonces,  lo vi.
Adrián hizo una pausa, un hilo de agua empezaba a filtrarse por debajo de la puerta.
Una mano –gesticula Adrián  y señala el fondo del refugio- ¡Una mano negra!
Alberto y Sandra abren la boca en forma temeraria.
-Un refugiado, un “homless” como decimos allá –Adrián olvida su pasado en Montechingolo-, trata de entrar a mi casa. Llamo al 911 y no me contesta nadie, entonces, cuando el estado no está para ayudarte voy al escritorio del estudio.
-¿Llamas alguien más? –dice Alberto.
-¡No, Alberto! –dice enojado Adrián, acompañado de la indignación de Sandra.
-¡Saqué el arma! Albertoooo, ¡justicia instantánea! -Adrián apunta con el índice. Saque el arma, me acerque al ventanal y le apunté.
Pedro no daba crédito a lo que escuchaba.
-Ya tenía un brazo dentro –continuo Adrián-, amartillé el arma y…
La puerta se abrió de golpe, Anita apareció como traída por el viento, los pelos revueltos, la acompaña una voz nasal. Hubo abrazos, retos, “nomeavisasteantes” y una salida tan intempestiva del refugio como cuando habían llegado.
De los visitantes, solo quedaron los charcos.

Pedro se incorporó de la cama, caminó hasta la puerta entreabierta, la empujó; afuera no había nadie, solo la radio daba órdenes, en el río marrón  solo flotaba su pequeño bote.

martes, 26 de noviembre de 2013

Poemas de Gabriela Ramos, noviembre de 2013

El viento de Aquiles

Aquiles corre
            tropieza,
                        patean piedras
            zambullen el río
            entierran eso en la arena
Sísifo tira de la cuerda
            y la piedra pesa más,
            ruedan y se traban
            la espalda de él, se desarma
            como un modelo para armar
El gato gris entre los nidos
             enciende, se encoge
            y los pájaros vuelan
El viento y los nidos,
los gatos, los ríos, los pies en la arena,
Las cuerdas, la espalda de Sísifo
                                                 pesan
el oxígeno es
             agua en un suspiro,
                        el gato trepa y los nidos con alas
Y los pájaros
            los pichones
                          a tirarse
            como los gatos  por techos
                                                            y rendijas
Los rincones se encogen
                        y les falta el aire
Y los pasos agitan
Crecen un suspiro
             la espalda húmeda
            La cuerda se afloja
             las alas
            Se ensanchan los pulmones de Sísifo
(Aquiles ya no corre)
            El gato ya está muerto
            Los pájaros en su nido
            Los pichones, sus plumas



La anécdota

La sinécdoque de la anécdota
            (a libre disposición)
            La hipérbole es mía
           
            Qué retórica la tuya

¡Qué paz la del poeta!:
            En la flor azulada
 refleja los besos que nos dimos
                        Tu mirada  esconde
                        en la boca  la risa de un espejo roto
                        (en la muerte hay un payaso  triste).

¡Qué felicidad la del sapo!:
                        Croa, croar, croando.

           
El arquitecto sueña su próximo trabajo, un súper centro comercial:


            En el jardín blanco sólo hay libélulas.

Las carreras del sueño

Bajo la sombra
de  cosas perdidas
camina un niño

En la rosa
 escurre  palabras
            con rocío de la noche anterior
A tientas, el hombre de sombrero verde
recoge los poemas,
                         por el viento

Hay una anciana triste
olvidada por  viejas cartas
-pierde los pasos entre la muchedumbre-

Recuerda aquel joven
            días  entre tormentas

Corren los perros
una noche inacabada

El sol, azul
La tierra, gris:
                           debajo del paso sombrío, el señor de corbata





El punto g del administrador a, por Gabriela Ramos, noviembre de 2013

El punto g del administrador a

Un hilado de voces recorre el edificio…



            La señora/rita/Señor/rito:

            -el pí, el pó, el cú. –Cacá-.

            La señorita u, el maestro m, el portero z


La esquina agitada:

            Un popurrí del barrio ya ensancha sus pulmones para estirar la avalancha:
           
                        -uffffffffffffffffffffffffffffffffffffff- CASI SE MATAN.-

            Nada. Un triste colocón contra el mármol.

(Nada). Entro.

Un sol. Un do. Un… ¡fá!


            La vecina  vuela por el tejado que no existe, el administrador ya ablanda sus paciencias con dulces trajes: la membrana ya está lista.

Naaada.

            Tal vez venga el príncipe azul a buscarme algún día. Lo espero sin saber que hay un final. Tal vez estas tristes voces de: perros, pasos, timbres, bocinas. Pero…

            El aire corre fresco, otra vez salen en la bici, llega la tormenta… ¿Y?

Nada.

-El cú, el cá, el bé.

            Más rumores: en las voces viajar por fibra óptica. ¿El qué? ¿El cá?

¿Risas?

            El problema serio  es que hubo un mundo que se desmoronó. Pero eso sí, armé otro. Más allá de las cacás, los pepés, los cucús. Un mundo a fuerza de viento, piel, poros, árboles, brisas, lloviznas, tormentas y claro,

                                                                                                silencios. Sagrados silencios.

            ¿Cómo construir en el edificio una nueva realidad?  Ya los colibríes están a mi disposición. Mis cosas, limpias. Mis libros, abandonados. Pero es que la vieja (¿así me llaman? ¿a veces?) vive con la tormenta. Es como un chás chás en la colita. La vieja ya no se preocupa por sus cús, pés, cócós. Su cuerpo se mudó: ya quiere saber de dónde vienen los có, los pé. Resiste.

            Feroz la puerta, desalmado el paso, un terrible estruendo, el pé.

            Entonces agarra sus pinceles, sus tintas y en cuanto empieza a olvidar:

-Cucú, pépé, popó.

            Plam.
La circulación sanguínea ya funciona peor, no hay mucha circulación:

            -El tití, el cacá, el pepé. El cú.

            Pero la señorita Tita no se da por vencida. Su vida tiene que ser más que esos fantasmas del pepé, del cúcu, del cacá. Entonces, toma una bicicleta naranja y se decide:
           
                        va a vivir.

            Vuela por los parques; se detiene: transpiran las hojas de las palmeras, los pájaros son tornasolados, hay todo un mundo. No espera. Viaja a una gran velocidad por la bici senda, y ve un mundo de gente.
                       
            Pero piensa:

            -¿Estarán pensando en cócó, pepé, cucú?

No le importa, sigue su camino.

            En el edificio de la g del administrador a la señorita bé ataja su perro diminuto. Se acerca a tierra firme: unos cucos enormes la atrapan, ella se esconde temerosa en sus sombras.

            Yo, dejé mi bici. Hay luna llena. Y pienso:

            Es hermosa la vida.

            De la g del señor a no la sabe nadie.


Cucú.

Pestañeo, un cuento de Santi R. Tombetta, noviembre de 2014

                                  Pestañeo

Estaba arrodillado, tierra y pasto todo alrededor. El hombre que esperaba a mis espaldas -fornido, campera de cuero marrón, pelo corto negro y una cicatriz inconfundible a través del ojo- sostenía el arma apoyada contra mi nuca. Las  fuertes luces del horizonte me dejaban casi ciego.
-          ¿Un último deseo?
-          Sabés que no soy de esos, idiota, hacé lo que tengas que hacer.
-          Una pena, eras uno de los que valía la pena.
Sentí un paso hacia adelante, como si se hubiera acomodado. La presión en el gatillo aumentó, esperadamente.
Me desperté en el parque, estaba en un segundo plano, expectante, sólo veía  a un tipo alto, pelo negro, camisa holgada y jeans claros. Iba con su hijo, enseñándole a andar en bicicleta. El chico llevaba puesta la capucha y la capa de Batman, parecía aprender rápido, pedaleaba para evitar el derrape. Me levanté del banco verde y empecé a caminar por el camino de piedritas naranjas rodeado de verde pasto. Al rato de caminar, llegué a un interior, parecía mi cocina -luminosa, rodeada de ventanas, alacenas de pinotea- pintada de un naranja muy suave con la mesa en el medio. Había mucha gente y, apoyados contra la mesada, un chico y una chica de unos 20 años, charlaban muy amistosamente, sonreían. No los reconocí. Pero, como dice Roland Barthes, eran el staduim de mi foto mental, el epicentro. Salí de la cocina y llegué al patio de atrás, había ruido en la terraza, sonaban varias voces masculinas, aplausos y una o dos guitarras. Un olor exquisito a carne salía de la parrilla. Di media vuelta, pasé entre un par de personas y salí por la puerta delantera.
Retomé la marcha y seguí caminando, un auto negro me pasó a dos milímetros de los pies, pero no sentí la sensación de peligro. Terminé de cruzar la calle y vi a tres amigos esperar el colectivo. Reconocía la esquina, con el “Farmacity” atrás. Pasaban el 5, el 36, el 49, el 92 y el 107 por ahí, pero no era esa la calle, no era de tierra, nunca hubo calles de tierra en el medio de la ciudad. Me llamó la atención que de esa conocida esquina saliera una calle de tierra, no la había visto nunca. La seguí, vi un auto bordó que, perpendicular a la calle y, extrañamente lento, levantaba tierra y se veía a kilómetros. De repente, me percaté de la abierta geografía. Estaba en el medio del campo, andaba entre plantaciones de soja, por Córdoba o por los alrededores. Paz, el auto ya había pasado, dejó una polvareda que rápidamente se disipó.

Seguí mi marcha, mientras admiraba el paisaje, caí en la banquina. Barro, agua, todo por mi ropa y cara. Me levanté, el campo estaba en el cercano horizonte. A unos kilómetros, me encontré con un edificio. Algo raro pasaba al costado en el callejón. Tres personas hablaban en círculo muy por lo bajo, olía a matufia. Pasé por al lado y hasta trastabillé con una lata en el piso. Uno de los tres levantó la cabeza, en símbolo de atención, aunque giró hacia el otro lado. Extraño. Intenté escabullirme, con éxito. Volví a caminar para el lado del campo, que se acercaba a mí, entonces cambiado. Ya era de noche, más lejos, un estadio de fútbol. Paradójicamente el entorno había mutado en un descampado. Sentí unos ruidos extraños a la derecha, las luces eran cada vez más violentas en mi retina. Entrecerré los ojos y vi a un tipo alto, grandote, con una campera de cuero marrón y tres rayas amarillentas en la manga. Sostenía un arma apoyada en la nuca de un tipo arrodillado. Escuché el tiró y, después de eso, no sentí más nada.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Lectura de la poética en tres poemas de María Negroni, por Josefina Bravo

La poética de Negroni avanza “habría que decir/un trazo/de ningún lado a ningún lado”. Va, sin saber desde dónde ni hacia dónde, así como “La ciudad nómade”. Siempre en movimiento:“Córrete para atrás que ahí viene la ciudad”.
Avanzo, “Pero no me detengo”, parece insinuar la poética. Como el río y su corriente interminableA veces, fluye tranquila. “Transcurre, de izquierda a derecha, lentamente”. A veces,  corre, a pura furia, como jóvenes al escapar de las ametralladoras. “Sin saber/ qué hacer con tanta huída”.
Y, en el movimiento, intenta atrapar lo indecible: “(…) esa minúscula/alegoría de lo abstracto”. Y es tan inalcanzable como “El espejo del alma”.
 ¿Cómo nombrar lo que es y no es? ¿O lo que es por un instante?
“El mundo/ acaso/ efímero/ tejiendo/ signos imprecisos/ de un alfabeto olvidado.”
La poesía de Negroni se balancea en la incertidumbre, “o estrellas/donde comienza el deseo/de no morir/y morir”.  En un no saber: “esas ganas de arder en lo incompleto”. Tal vez en busca de una forma, “como un rojo que colmara/una ausencia con su ausencia”. Una búsqueda sin fin.
Así, las imágenes, los sentidos, son, por un instante, y luego se desvanecen. “Como si de tanto ser abril, abril se esfumara.” Se desdibujan “bajo el color inconstante de la niebla”. Pierden la forma.
Y, en el balanceo, devienen en algo distinto. “Como deriva luminosa/de un fracaso”; “Veo que la ciudad se acerca/ y pasa por delante como si fuera un río. / Una novia clara.”
Las cosas, simplemente, mudan. “Esa carta hablaba de las diferencias del río: lo que fue, lo que es, lo que será. Pero vos eras el río y la imagen del río (…)”. Y luego: “Me dejaste a merced de la felicidad, contemplándote, ahora que eras un enorme pájaro blanco”.

Todo cambia, nada permanece. “Presentí que la casa existía en la memoria, cosa que confirmaste atravesando con tu brazo el hielo que suplantaba ahora a las paredes”.  La vida es un ciclo sin fin, una rueda que no descansa en su eterno giro, un movimiento que “(…) trae siempre/lo que tuvo que traer”. No como destino, sino como descubrimiento del propio devenir.




 Los tres poemas



LA CIUDAD NÓMADE 

Como si de tanto ser abril, abril se esfumara.
Y yo, esa mujer cansada, sin saber
qué hacer con tanta huida,
dónde esconder las armas del exilio y la astucia.
Al entrar, primero a un corredor
y luego a un patio cuadrado y generoso,
alcanzo a ver al hombre que tal vez me enseñe a amar.
Por un beso,
recogería ese umbral,
ese cielo más hondo donde sueñan sus labios,
abrazaría mis lágrimas futuras,
esta penosa vida que me avanza.
Pero no me detengo,
el patio hierve: unos jóvenes corren,
un auto frena en seco,
rugen ametralladoras, la noche clandestina,
hay un algo de nupcias con fantasmas,
de cita cantada.
De pronto, dice una voz a mi lado:
—Córrete para atrás que ahí viene la ciudad.
Veo que la ciudad se acerca
y pasa por delante como si fuera un río.
Una novia clara.
Transcurre, de izquierda a derecha,
lentamente,
con su perfil de almenas y de lumbre.
Alborozada, me pregunto por dónde he de cruzarla.


MARIA NEGRONI











El espejo del alma



Como el alma que canta por sí misma
en su limpia casa de cristal
Hermann Broch




Tuve que viajar a Nevada para verte. Una gran planicie rodeaba la casa donde me esperabas con una túnica blanca, más alta que de costumbre.
Presentí que la casa existía en la memoria, cosa que confirmaste atravesando con tu brazo el hielo que suplantaba ahora a las paredes. Acostumbrada a esconderme en las palabras, quise darte una carta. Esa carta hablaba de las diferencias del río: lo que fue, lo que es, lo que será. Pero vos eras el río y la imagen del río, visto desde la altura (quiero decir, la furia misma). Me miraste, morada de ternura, bajo el color inconstante de la niebla. Terminé por tratar de pinchar la carta a tu plumaje pero te negaste, afable, como quien aprecia el esfuerzo de simular lo imposible. El pico tembló ligeramente. Me dejaste a merced de la felicidad, contemplándote, ahora que eras un enorme pájaro blanco.




Ut pictura poesis

habría que decir
un trazo
de ningún lado a ningún lado

o bien esa minúscula
alegoría de lo abstracto

el mundo
acaso
-----efímero
------------tejiendo

signos imprecisos
de un alfabeto olvidado

o estrellas
donde comienza el deseo

de no morir
y morir

esas ganas de arder
en lo incompleto

como un rojo que colmara
una ausencia con su ausencia

habría que decir lo que promete
una moneda a la absoluta
casa imaginaria

y trae siempre
lo que tuvo que traer

como deriva luminosa
de un fracaso

María Negroni




domingo, 10 de noviembre de 2013

Como en París, por Viviana García, noviembre de 2013

COMO EN PARÍS

Amaneció nublado y lluvioso, como en París. Ivette se dio vuelta en la cama y sintió la huella de los años en su cuerpo. Cada día, al despertar, algún dolor le recordaba que había pasado los cincuenta. Se levantó rápido, sin pensarlo demasiado. Miró por la ventana: la llovizna caía, silenciosa, sobre el empedrado. Las pantuflas la esperaban, prolijas, al lado de la cama. El frío de la mañana se coló en su cuerpo. Pensó:  tendría que mudarse a un departamento con calefacción y, así, olvidar la rutina diaria del encendido de la estufa. Se sonrió y los ojos claros se le iluminaron con picardía: el sueldo de profesora difícilmente le alcanzaría para eso.

Atravesó de memoria el pasillo, todavía oscuro, hacia la cocina. Se le ocurrió que pronto se formaría un surco en ese recorrido. ¡Tantas veces lo había transitado! Puso la pava sobre el fuego y miró otra vez por la ventana.  Ahora sólo podía ver las azoteas de algunas casas vecinas y las ventanas, aún cerradas, de los edificios que compartían la manzana. Pensó en París y se sintió terriblemente vieja. Dispuso sobre la mesa un mantel pequeño y un plato con galletitas sin sal. La pava silbó. El aroma “du thé” le produjo una sensación agradable. Buceó en el remolino dentro de la taza.

Había dejado Francia de la mano de un argentino que se volvía, entusiasmado, porque “entonces sí el país iba a estar en el primer mundo”. El primer mundo había durado poco, tanto como su relación, pero a esa altura Ivette ya estaba instalada como profesora de francés y había decidido quedarse. Se preguntó por qué. Cuando volvió al dormitorio, se detuvo un momento frente al espejo. Vio algunas canas asomar desde las raíces. Pronto tendría que ir a la peluquería. 

Se cambió y salió del departamento hacia la primera clase del día.  A través del vidrio de la entrada le llegaba la imagen de la vereda húmeda. Cuando estuvo en la calle abrió el paraguas. El barrio entero olía a lluvia. Fue en busca del colectivo esquivando charcos. Su figura delgada se deslizaba por la vereda con rapidez pero sin apuro. Una elegancia natural la destacaba. Llegó a la parada justo a tiempo. Se escurrió entre la gente hasta encontrar un rincón en el fondo donde poder leer, releer en verdad, “Por el camino de Swan” y su famoso fragmento de la magdalena. Con los años, había desarrollado una notable habilidad para leer en el colectivo, rodeada de extraños, y para abstraerse en su propio mundo. De paso, el viaje se le hacía mucho más corto.

Cuando vio aparecer por la ventanilla las viejas casonas de Belgrano, un poco veladas por la lluvia constante, se preparó para bajarse. Detrás de ella, dos personas discutían. Creyó entender: alguien había empujado a una señora al querer alcanzar la puerta: “¿Estás muy apurado, eh? ¡Todos esperamos para bajar! ¡Mal educado!” Cuando pisó la vereda la lluvia era intensa. Se apuró a abrir el paraguas y con torpeza, tropezó con un hombre que venía en sentido contrario.

-        Excusez-moi!- se disculpó.
-        ¿Perdón?... No entiendo
-        ¡Oh! ¡Hablaba en francés!- sonrió. – Ocurre… el colectivo… la lluvia… yo leía… me bajé… y…- intentó explicar.

Si bien vivía en Buenos Aires desde unos veinte años atrás, todavía arrastraba las “r” al mejor estilo parisino. El hombre sonrió y la miró directo a los ojos. Los de él eran azul profundo y parecían dos lagos en los que Ivette se hubiese hundido con todo placer. Algo en ella lo había cautivado porque pronto dijo:

-        Llueve demasiado para conversar en la vereda. ¿Querría tomar un café? Sobre Federico Lacroze hay varios lugares. No entiendo una palabra de francés pero me gusta escucharlo.

El corazón le dio un vuelco. ¡Ningún hombre la había invitado en muchos años! Dudó un segundo y fue suficiente para acobardarse. París volvió a ocupar sus pensamientos. La lluvia y el frío colaboraron.

-        ¡Tengo clase! Merci!

Corrió sin darse vuelta, apurada, por 11 de Septiembre hacia la Alianza Francesa. La esperaba un día completo de clases. Olvidó el paraguas, sin abrir, en su mano izquierda. Su rostro, empapado, tenía grabada la mueca del llanto.

Cuando salió ya era de noche y la lluvia, aunque tenue, persistía. Volvió a su casa en un colectivo casi vacío donde pudo acomodarse en un asiento del lado de la ventanilla. Las gotas de lluvia golpeaban el cristal, intermitentes, y deformaban las imágenes de la calle. Una pareja caminaba abrazada mientras se refugiaba debajo de un paraguas. Varios adolescentes corrían. Los autos andaban más despacio que de costumbre. Las luces de las vidrieras se le aparecían rodeadas de un halo brillante.


Pronto llegó a su barrio. Se bajó del colectivo. Pasó por la verdulería y compró algunas frutas. Contestó distraída los comentarios sobre el clima. Cenó, sola, en su departamento. Mientras tanto, resonaban los acordes de Carmen. Al acostarse confió en que al día siguiente saldría el sol.

viernes, 8 de noviembre de 2013

Ni una gota, un poema de Pedro Astocasa, noviembre de 2013

NI UNA GOTA…

Se intentó,
Pero
 ni una gota de oscuridad.
 ni lágrimas de
 sombra que va y que aparece.
En un puente
Allí intento
De anverso y reverso
Sin derramar una gota,
                        Ni una gota
                                        de 
 verdad  va y aparece.
Me esfuerzo por retener.
Su luz sin sentido.
                  En un puente de cemento.
Yo me olvidé de ella.
Ella se olvidó de nosotros.
Nosotros nos olvidamos
de nosotros. 
Y la escondida es.
en un puente de madera.


Ahora mis manos temen
son canas
que se van y aparecen.
Debajo de un árbol.
 La tinta se desintegra
Sin nada escrito.
Soy un árbol.
Luego un papel.
 un puente
             Que
                 Se
                   derrama




domingo, 3 de noviembre de 2013

La mirada, un cuento de Viviana García, noviembre de 2013

LA MIRADA

La simetría de las ventanas era perfecta: a cada una de ellas se enfrentaba otra igual. 
Típico aire y luz de edificio. Ochenta departamentos, debidamente ordenados a lo largo de veinte pisos. Cada dormitorio se enfrentaba a otro en un juego constante de espejos y espejismos. La mayor parte de las ventanas, veladas por cortinas, discretas, pudorosas. A veces, la brisa movía alguna de ellas y permitía vislumbrar, adivinar casi, una sombra moviéndose en el interior. Un soplo de vida, una distorsión, en la rotunda igualdad de cada departamento. Un color en la pared, el ángulo de un cuadro, un placard entreabierto. Rastros de individualidad.
Vivía en el edificio desde dos años atrás, pero nunca se había sentido parte de la singular comunidad conformada por el consorcio. Si bien saludaba educadamente a los vecinos con quienes solía cruzarse, no había entablado una relación con ninguno de ellos.  Desde el principio, le habían llamado la atención las ventanas enfrentadas y había tratado, en vano, de adivinar quién estaba detrás de esas cortinas tan diestras en ocultar identidades.  No se preocupaba en cerrar las suyas. La seducía un poco pensar que alguien podía estar mirando, del otro lado, oculto tras un trozo de tela color natural.
Esa tarde, cuando volvió del trabajo, la sorprendió la revelación total del dormitorio de enfrente con las cortinas abiertas de par en par. La primavera comenzaba a sentirse en el aire. Su vecino, un total desconocido hasta ese momento, parecía haber decidido aprovechar la brisa cálida de la tarde. Parado frente a la ventana, miraba directamente hacia su dormitorio. Aunque los separaban unos cuantos metros, no tenía dudas. Sentía los ojos del vecino fijos en ella.  Su primer impulso fue velarlos, pero decidió seguir con las cortinas abiertas y comenzó a desvestirse. Despacio, desabrochó uno a uno los botones de su saco y lo deslizó por sus brazos y su espalda hasta deshacerse de él. La asaltó un aluvión de sensaciones nuevas. Decidió no mirar hacia afuera y disfrutar, en cambio, la certidumbre de la mirada del otro en su cuerpo. De vez en cuando, con el rabillo del ojo, se aseguraba de que su vecino siguiera parado en el mismo lugar. Sus sentidos parecían haberse afilado por la presencia del otro. El sonido del cierre de la pollera al deslizarse ocupó toda la habitación. La dejó caer en el piso y el roce de la camisa sobre los muslos, libres de la prisión de la pollera lápiz, tuvo para ella un placer nuevo. Se le erizó la piel de las piernas, pero el resto del cuerpo, cálido, compensó el escalofrío. Fue liberando, uno a uno, los botones de la camisa.  Primero asomó el corpiño con encaje, luego el vientre plano, después la bombacha mínima.  Todos sus movimientos cobraban sentido. No se trataba de una danza ridícula. Era una mujer en la rutina de desvestirse.  Voló el corpiño y con él, la última duda, el último reparo.
Rió un poco para sus adentros y corrió a ponerse la bata. Feliz, como nunca antes, se acercó a la ventana. Enfrente, todavía estaba parado el vecino. Algo en él, sin embargo, le llamó la atención. En realidad, la expresión del hombre no había cambiado en absoluto. No es que pretendiera aplausos u ovaciones pero, una sonrisa cómplice no hubiera estado mal.  Se acodó en su ventana y lo observó. Al rato, alguien debía haberlo llamado desde el interior del departamento, porque giró la cabeza de golpe y prestó atención. Con lentitud, se alejó de la ventana pero antes se agachó y tomó algo que parecía estar apoyado en la pared. El hombre giró y se dirigió hacia la puerta con cierta vacilación. Todavía no conocía bien el departamento. Por suerte, el bastón blanco lo ayudaba a detectar los obstáculos.

La brisa entró en el cuarto. En el departamento de enfrente alguien cerró de golpe las cortinas.

viernes, 1 de noviembre de 2013

Levedad, un poema de Juan Carlos Pedot, noviembre de 2013

Levedad




Giróscopo  

                       en el vacío

la vida dada vuelta

en direccción

               sin norte

un punto fijo, giróscopo,

si solo los  nos amarran

y  aferran

 giroscópicos


                        sin   destino.

Aurora, un bello texto de Roberto Aguilar, noviembre de 2013



                                            Aurora

       En los inconmensurables vestigios de la noche,
donde todo duerme, pero las lavanderas del insomnio bailan, tienden el primer rosedal de la bruma sobre los campos, la angostura de los ríos, sangre entre las sienes,  vertederos de fugaces estrellas, la lagaña larga de los ojos, la herida  en el costado del horizonte,  edificios son demolidos por los sueños de las langostas. Allí donde el viento para su vuelo, un preludio infinito de números y palabras se levanta fuera del camino.
                                                      La yerba mala, la hostia en los
labios carcomidos por los gusanos se atraganta, quedan enhebra-
dos a las cuerdas del ángel de la discordia. Con el puño cerrado,
los niños largan su primer orgasmo. Entonces, de nuevo la noche,
el nervio de los sin horas, sin lugar, sin coronas o huracanes de
orgullo sobre sus pechos. Sólo muecas, un crear de puntos negros en el olvido, la costa brava, la arena en el ojo y el simulacro de incendios calmados por prostitutas de bocas rancias. Una calle cualquiera, la más desconocida. De vuelta la mirada, una lágrima entre sonrisas. Grito sobre el corto cielo antes del despertar.

 ¡Gota!,
 la seca, la que no dice nada, entre el pasto, la que se junta en la
lengua del desierto, fuera de los ríos y de los campos. La lluvia de este lado. De aquel,

                                                                                     silencio
                                                                                 al margen del
                                                                                  otro margen,
                                                                                  alguien llora.
                                                                                 La urraca sobre
                                                                                 el tendedero y
                                                                                 su canto,
                                                                                        canto,

                                                                                            canto…canto…canto.