La
Crecida
La crecida ha
empezado a filtrarse por debajo de la puerta. Ahora entiende: es tiempo de
abandonar la casa. Afuera, el pequeño bote cabecea las olas, atado a un muelle
que ya no se ve bajo el manto marrón del río.
Pedro arranca el pequeño motor. No sin esfuerzo se
aleja de la costa. Poco a poco remonta
el río como una cuña de madera contra la corriente, da saltitos entre las olas
río arriba, hacia el refugio de prefectura. Más adelante, el agua zigzaguea y
se funde con el gris del cielo.
Un día como este, la crecida se llevó a su familia y
a parte de él también. Desde entonces, solo acepta la compañía sonora del
motor. A regañadientes, viaja al refugio. Aunque podrá comer, también piensa en
el encuentro con los habitantes del pueblo, a quienes detesta, pues nunca le
dieron una mano. Y, en estas ocasiones, se muestran más
hipócritas que nunca. Pedro comienza a extrañar su soledad de pescador costero.
Al fin, el refugio se empieza a recortar en el
horizonte, hasta llegar a los muelles, donde Pedro desembarca y ata firmemente
su única posesión.
En el refugio los movimientos son intensos. Los
prefectos corren de un lado a otro, aprestan las lanchas y los salvavidas para
ir al rescate de los isleños. Nadie repara en Pedro, todos lo conocen. La radio
atrona órdenes y contra ordenes hasta que, al final, todos se suben a las
lanchas. Algunos remontan el río y otros lo hacen rio abajo. Pedro queda solo,
a las puertas del refugio, mientras la lluvia cae.
Es lo que resta
de él: un flaco esmirriado de unos 70 años, pelo ralo y barba blanca,
pantalones raídos y musculosa celeste desteñida por el sol. Contempla cómo el
rio se devora la costa y arrastra todo a su paso.
Pedro abre la puerta del galpón, huele a humedad. El
lugar es grande, hay menos cien camas simétricamente dispuestas desde la puerta
hasta el fondo, donde la luz mengua su intensidad. Hacia allí camina, deja sus zapatillas al pie de la
cama y se recuesta a escuchar la lluvia caer.
El río da, el río quita.
La puerta se abre de golpe, las voces de quienes
entran presurosos reverberan en el lugar.
-¡Carajo!, ¡qué fin de semana! –dice Alberto
empapado cuan largo es
-¡Bueno, Albert! -reprocha su mujer, Sandra-, ¡al menos,
estamos vivos, che!, mientras acomoda sus voluminoso cuerpo en una de las camas
Alberto baja la vista y se sienta en otra de las
camas, Pedro oye desde el fondo, algo aturdido pero curioso. Los recién
llegados no advierten su presencia.
La puerta se vuelve a abrir, Adrián, amigo del
matrimonio, entra insultando al aire.
-¡Vos también calmate, che! –dice Sandra-, el barco
tiene reparación. Y, con la guita que ganás operando en Estados Unidos, te
podes comprar tres iguales si querés.
Adrian no responde, se siente humillado, al final
dice:
-Bueno, bueno, tenés razón, pero uno viene de vez en
cuando y la quiere pasar bien. Este país siempre igual, todas decepciones.-Adrián
mete sus manos en los bolsillos de su pantalón náutico. Afuera las ráfagas de
viento son intensas.
-Por qué no llamas a Anita, Sandra –dice Alberto-,
avisale, estamos aquí para que no se preocupe.
Sandra busca el celular en su bolso, su enorme cuerpo
se mece en el borde de la cama, Alberto piensa en un escarabajo boca arriba.
Adrián la mira a través de los lentes negros y molduras doradas. Pedro parece
invisible, no lo han visto. Él, camuflado en la oscuridad, escucha entretenido
a los extraños.
-Estas cosas se manejan distinto allá, viste –Dice
Adrián-, el primer mundo tiene otro nivel, mirá aquí –señala con las manos- cómo
se gastan los recursos en ir a buscar a estos muertos de hambre a las islas.
Sandra, finalmente en pie, se separa un poco del
grupo, gesticula a su interlocutor, sus palabras llegan como olas: río,
crecida, marrón, refugio, prefectura.
-¿Cómo es allá, Adrián? –dice Alberto, quien revive
desde el silencio.
-Bueno, mirá, por empezar la guita se utiliza de
manera útil –dice inflando el pecho Adrián, regocijándose de poder llevar luz a
la noche del tercer mundo. La ayuda no es para todos, solo para la gente útil, ¿entendés, Alberto?
Alberto asiente como niño obediente.
-Allá –sigue Adrián- el ejército sale a la calle,
como en el último tornado, lo habrás visto en la tele.
-Sí, sí, algo vi –dice Alberto gesticula como quien minimiza
una situación.
-Bueno, los más afectados fueron los más pobres
–dice Adrián y acentúa con admiración
cada palabra. Eso es proteger lo importante, a los que nos rompimos el culo
estudiando para poder pertenecer a ese mundo.
-Bien que te educaste aquí… -reprocha Alberto.
Adrián se queda en silencio, mira fijo a Alberto,
quien se dibuja en los cristales de molduras doradas. -Eso es porque… -empieza
a explicar Adrián cuando Sandra lo interrumpe con noticias desde el celular.
-Ya están viniendo…
Alberto le tira una mirada furibunda a su mujer.
-¡Bueeeenooo! Perdón –dice Sandra ampulosamente.
-Seguí, Adrián –exige Alberto.
-Bueno, lo del estudio es relativo, ¿sabes? –Dice
Adrián-, Allá eso no importa,
importa que te dan herramientas
para lograr tus sueños, ¿entendés?, vos deberías irte de este basurero -sugiere
Adrián mientras se percata del charco de agua
filtrado desde sus ropas.
Sandra asiente entusiasta, como si no fuera la
primera vez que habla del tema.
Pedro ya no puede dormir, las noticias del mundo más
allá del río lo tienen impresionado.
-Además, Albertito tenés seguridad, hasta podes
hacer justicia por las tuyas –dice Adrián al borde de la euforia.
Alberto está petrificado, Sandra se entusiasma cada
vez más.
Adrián se saca los anteojos por primera vez. Los
cuelga en uno de los bolsillos de su náutico, se adelanta unos pasos para
terminar sentándose junto a Alberto, tose un poco. Sandra, sentada sobre la
cama de enfrente, se acerca, presiente que se va a contar algo importante.
Pedro gira levemente la cabeza para no perderse lo que se va a decir.
-Mirá, Albertito –dice Adrián con voz grave-, la
semana pasada, en pleno huracán estaba en mi mansión, cuidaba que no se me rompiera
nada, puse tablones en las puertas y lo que se suele hacer en estos casos.
Entonces, lo vi.
Adrián hizo una pausa, un hilo de agua empezaba a
filtrarse por debajo de la puerta.
Una mano –gesticula Adrián y señala el fondo del refugio- ¡Una mano
negra!
Alberto y Sandra abren la boca en forma temeraria.
-Un refugiado, un “homless” como decimos allá
–Adrián olvida su pasado en Montechingolo-, trata de entrar a mi casa. Llamo al
911 y no me contesta nadie, entonces, cuando el estado no está para ayudarte
voy al escritorio del estudio.
-¿Llamas alguien más? –dice Alberto.
-¡No, Alberto! –dice enojado Adrián, acompañado de
la indignación de Sandra.
-¡Saqué el arma! Albertoooo, ¡justicia instantánea!
-Adrián apunta con el índice. Saque el arma, me acerque al ventanal y le
apunté.
Pedro no daba crédito a lo que escuchaba.
-Ya tenía un brazo dentro –continuo Adrián-,
amartillé el arma y…
La puerta se abrió de golpe, Anita apareció como
traída por el viento, los pelos revueltos, la acompaña una voz nasal. Hubo
abrazos, retos, “nomeavisasteantes” y una salida tan intempestiva del
refugio como cuando habían llegado.
De los visitantes, solo quedaron los charcos.
Pedro se incorporó de la cama, caminó hasta la
puerta entreabierta, la empujó; afuera no había nadie, solo la radio daba
órdenes, en el río marrón solo flotaba
su pequeño bote.