COMO EN PARÍS
Amaneció nublado y lluvioso, como en París. Ivette se dio vuelta
en la cama y sintió la huella de los años en su cuerpo. Cada día, al despertar,
algún dolor le recordaba que había pasado los cincuenta. Se levantó rápido, sin
pensarlo demasiado. Miró por la ventana: la llovizna caía, silenciosa, sobre el
empedrado. Las pantuflas la esperaban, prolijas, al lado de la cama. El frío de
la mañana se coló en su cuerpo. Pensó: tendría que mudarse a un departamento con
calefacción y, así, olvidar la rutina diaria del encendido de la estufa. Se
sonrió y los ojos claros se le iluminaron con picardía: el sueldo de profesora
difícilmente le alcanzaría para eso.
Atravesó de memoria el
pasillo, todavía oscuro, hacia la cocina. Se le ocurrió que pronto se formaría
un surco en ese recorrido. ¡Tantas veces lo había transitado! Puso la pava
sobre el fuego y miró otra vez por la ventana. Ahora sólo podía ver las azoteas de algunas
casas vecinas y las ventanas, aún cerradas, de los edificios que compartían la
manzana. Pensó en París y se sintió terriblemente vieja. Dispuso sobre la mesa
un mantel pequeño y un plato con galletitas sin sal. La pava silbó. El aroma “du thé” le produjo una sensación
agradable. Buceó en el remolino dentro de la taza.
Había dejado Francia de
la mano de un argentino que se volvía, entusiasmado, porque “entonces sí el
país iba a estar en el primer mundo”. El primer mundo había durado poco, tanto
como su relación, pero a esa altura Ivette ya estaba instalada como profesora
de francés y había decidido quedarse. Se preguntó por qué. Cuando volvió al
dormitorio, se detuvo un momento frente al espejo. Vio algunas canas asomar
desde las raíces. Pronto tendría que ir a la peluquería.
Se cambió y salió del
departamento hacia la primera clase del día.
A través del vidrio de la entrada le llegaba la imagen de la vereda húmeda.
Cuando estuvo en la calle abrió el paraguas. El barrio entero olía a lluvia.
Fue en busca del colectivo esquivando charcos. Su figura delgada se deslizaba
por la vereda con rapidez pero sin apuro. Una elegancia natural la destacaba.
Llegó a la parada justo a tiempo. Se escurrió entre la gente hasta encontrar un
rincón en el fondo donde poder leer, releer en verdad, “Por el camino de Swan”
y su famoso fragmento de la magdalena. Con los años, había desarrollado una
notable habilidad para leer en el colectivo, rodeada de extraños, y para
abstraerse en su propio mundo. De paso, el viaje se le hacía mucho más corto.
Cuando vio aparecer por
la ventanilla las viejas casonas de Belgrano, un poco veladas por la lluvia
constante, se preparó para bajarse. Detrás de ella, dos personas discutían.
Creyó entender: alguien había empujado a una señora al querer alcanzar la
puerta: “¿Estás muy apurado, eh? ¡Todos esperamos para bajar! ¡Mal educado!”
Cuando pisó la vereda la lluvia era intensa. Se apuró a abrir el paraguas y con
torpeza, tropezó con un hombre que venía en sentido contrario.
-
Excusez-moi!- se disculpó.
-
¿Perdón?... No entiendo
-
¡Oh! ¡Hablaba en francés!- sonrió. – Ocurre… el
colectivo… la lluvia… yo leía… me bajé… y…- intentó explicar.
Si bien vivía en Buenos
Aires desde unos veinte años atrás, todavía arrastraba las “r” al mejor estilo
parisino. El hombre sonrió y la miró directo a los ojos. Los de él eran azul
profundo y parecían dos lagos en los que Ivette se hubiese hundido con todo
placer. Algo en ella lo había cautivado porque pronto dijo:
-
Llueve demasiado para conversar en la vereda. ¿Querría
tomar un café? Sobre Federico Lacroze hay varios lugares. No entiendo una
palabra de francés pero me gusta escucharlo.
El corazón le dio un
vuelco. ¡Ningún hombre la había invitado en muchos años! Dudó un segundo y fue
suficiente para acobardarse. París volvió a ocupar sus pensamientos. La lluvia
y el frío colaboraron.
-
¡Tengo clase! Merci!
Corrió sin darse vuelta,
apurada, por 11 de Septiembre hacia la Alianza Francesa. La esperaba un día completo
de clases. Olvidó el paraguas, sin abrir, en su mano izquierda. Su rostro,
empapado, tenía grabada la mueca del llanto.
Cuando salió ya era de
noche y la lluvia, aunque tenue, persistía. Volvió a su casa en un colectivo
casi vacío donde pudo acomodarse en un asiento del lado de la ventanilla. Las
gotas de lluvia golpeaban el cristal, intermitentes, y deformaban las imágenes
de la calle. Una pareja caminaba abrazada mientras se refugiaba debajo de un
paraguas. Varios adolescentes corrían. Los autos andaban más despacio que de
costumbre. Las luces de las vidrieras se le aparecían rodeadas de un halo
brillante.
Pronto llegó a su
barrio. Se bajó del colectivo. Pasó por la verdulería y compró algunas frutas.
Contestó distraída los comentarios sobre el clima. Cenó, sola, en su
departamento. Mientras tanto, resonaban los acordes de Carmen. Al acostarse
confió en que al día siguiente saldría el sol.
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