LA MIRADA
La simetría de las ventanas era perfecta: a
cada una de ellas se enfrentaba otra igual.
Típico aire y luz de edificio. Ochenta
departamentos, debidamente ordenados a lo largo de veinte pisos. Cada
dormitorio se enfrentaba a otro en un juego constante de espejos y espejismos.
La mayor parte de las ventanas, veladas por cortinas, discretas, pudorosas. A
veces, la brisa movía alguna de ellas y permitía vislumbrar, adivinar casi, una
sombra moviéndose en el interior. Un soplo de vida, una distorsión, en la
rotunda igualdad de cada departamento. Un color en la pared, el ángulo de un
cuadro, un placard entreabierto. Rastros de individualidad.
Vivía en el edificio desde dos años atrás,
pero nunca se había sentido parte de la singular comunidad conformada por el
consorcio. Si bien saludaba educadamente a los vecinos con quienes solía
cruzarse, no había entablado una relación con ninguno de ellos. Desde el principio, le habían llamado la
atención las ventanas enfrentadas y había tratado, en vano, de adivinar quién
estaba detrás de esas cortinas tan diestras en ocultar identidades. No se preocupaba en cerrar las suyas. La
seducía un poco pensar que alguien podía estar mirando, del otro lado, oculto
tras un trozo de tela color natural.
Esa tarde, cuando volvió del trabajo, la
sorprendió la revelación total del dormitorio de enfrente con las cortinas
abiertas de par en par. La primavera comenzaba a sentirse en el aire. Su
vecino, un total desconocido hasta ese momento, parecía haber decidido
aprovechar la brisa cálida de la tarde. Parado frente a la ventana, miraba
directamente hacia su dormitorio. Aunque los separaban unos cuantos metros, no
tenía dudas. Sentía los ojos del vecino fijos en ella. Su primer impulso fue velarlos, pero decidió
seguir con las cortinas abiertas y comenzó a desvestirse. Despacio, desabrochó
uno a uno los botones de su saco y lo deslizó por sus brazos y su espalda hasta
deshacerse de él. La asaltó un aluvión de sensaciones nuevas. Decidió no mirar
hacia afuera y disfrutar, en cambio, la certidumbre de la mirada del otro en su
cuerpo. De vez en cuando, con el rabillo del ojo, se aseguraba de que su vecino
siguiera parado en el mismo lugar. Sus sentidos parecían haberse afilado por la
presencia del otro. El sonido del cierre de la pollera al deslizarse ocupó toda
la habitación. La dejó caer en el piso y el roce de la camisa sobre los muslos,
libres de la prisión de la pollera lápiz, tuvo para ella un placer nuevo. Se le
erizó la piel de las piernas, pero el resto del cuerpo, cálido, compensó el
escalofrío. Fue liberando, uno a uno, los botones de la camisa. Primero asomó el corpiño con encaje, luego el
vientre plano, después la bombacha mínima.
Todos sus movimientos cobraban sentido. No se trataba de una danza
ridícula. Era una mujer en la rutina de desvestirse. Voló el corpiño y con él, la última duda, el
último reparo.
Rió un poco para sus adentros y corrió a
ponerse la bata. Feliz, como nunca antes, se acercó a la ventana. Enfrente, todavía
estaba parado el vecino. Algo en él, sin embargo, le llamó la atención. En
realidad, la expresión del hombre no había cambiado en absoluto. No es que
pretendiera aplausos u ovaciones pero, una sonrisa cómplice no hubiera estado
mal. Se acodó en su ventana y lo
observó. Al rato, alguien debía haberlo llamado desde el interior del
departamento, porque giró la cabeza de golpe y prestó atención. Con lentitud,
se alejó de la ventana pero antes se agachó y tomó algo que parecía estar
apoyado en la pared. El hombre giró y se dirigió hacia la puerta con cierta
vacilación. Todavía no conocía bien el departamento. Por suerte, el bastón
blanco lo ayudaba a detectar los obstáculos.
La brisa entró en el cuarto. En el
departamento de enfrente alguien cerró de golpe las cortinas.
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