jueves, 28 de noviembre de 2013

La Crecida, un cuento de Diego Soria, noviembre de 2013

La Crecida


 La crecida ha empezado a filtrarse por debajo de la puerta. Ahora entiende: es tiempo de abandonar la casa. Afuera, el pequeño bote cabecea las olas, atado a un muelle que ya no se ve bajo el manto marrón del río.
Pedro arranca el pequeño motor. No sin esfuerzo se aleja de la costa.  Poco a poco remonta el río como una cuña de madera contra la corriente, da saltitos entre las olas río arriba, hacia el refugio de prefectura. Más adelante, el agua zigzaguea y se funde con el gris del cielo.
Un día como este, la crecida se llevó a su familia y a parte de él también. Desde entonces, solo acepta la compañía sonora del motor. A regañadientes, viaja al refugio. Aunque podrá comer, también piensa en el encuentro con los habitantes del pueblo, a quienes detesta, pues nunca le dieron una mano. Y, en estas ocasiones, se muestran más hipócritas que nunca. Pedro comienza a extrañar su soledad de pescador costero.
Al fin, el refugio se empieza a recortar en el horizonte, hasta llegar a los muelles, donde Pedro desembarca y ata firmemente su única posesión.
En el refugio los movimientos son intensos. Los prefectos corren de un lado a otro, aprestan las lanchas y los salvavidas para ir al rescate de los isleños. Nadie repara en Pedro, todos lo conocen. La radio atrona órdenes y contra ordenes hasta que, al final, todos se suben a las lanchas. Algunos remontan el río y otros lo hacen rio abajo. Pedro queda solo, a las puertas del refugio, mientras la lluvia cae.
 Es lo que resta de él: un flaco esmirriado de unos 70 años, pelo ralo y barba blanca, pantalones raídos y musculosa celeste desteñida por el sol. Contempla cómo el rio se devora la costa y arrastra todo a su paso.
Pedro abre la puerta del galpón, huele a humedad. El lugar es grande, hay menos cien camas simétricamente dispuestas desde la puerta hasta el fondo, donde la luz mengua su intensidad. Hacia  allí camina, deja sus zapatillas al pie de la cama y se recuesta a escuchar la lluvia caer.
El río da, el río quita.
La puerta se abre de golpe, las voces de quienes entran presurosos reverberan en el  lugar.
-¡Carajo!, ¡qué fin de semana! –dice Alberto empapado cuan largo es
-¡Bueno, Albert! -reprocha su mujer, Sandra-, ¡al menos, estamos vivos, che!, mientras acomoda sus voluminoso cuerpo en una de las camas
Alberto baja la vista y se sienta en otra de las camas, Pedro oye desde el fondo, algo aturdido pero curioso. Los recién llegados no advierten su presencia.
La puerta se vuelve a abrir, Adrián, amigo del matrimonio, entra insultando al aire.
-¡Vos también calmate, che! –dice Sandra-, el barco tiene reparación. Y, con la guita que ganás operando en Estados Unidos, te podes comprar tres iguales si querés.
Adrian no responde, se siente humillado, al final dice:
-Bueno, bueno, tenés razón, pero uno viene de vez en cuando y la quiere pasar bien. Este país siempre igual, todas decepciones.-Adrián mete sus manos en los bolsillos de su pantalón náutico. Afuera las ráfagas de viento son intensas.
-Por qué no llamas a Anita, Sandra –dice Alberto-, avisale, estamos aquí para que no se preocupe.
Sandra busca el celular en su bolso, su enorme cuerpo se mece en el borde de la cama, Alberto piensa en un escarabajo boca arriba. Adrián la mira a través de los lentes negros y molduras doradas. Pedro parece invisible, no lo han visto. Él, camuflado en la oscuridad, escucha entretenido a los extraños.
-Estas cosas se manejan distinto allá, viste –Dice Adrián-, el primer mundo tiene otro nivel, mirá aquí –señala con las manos- cómo se gastan los recursos en ir a buscar a estos muertos de hambre a las islas.
Sandra, finalmente en pie, se separa un poco del grupo, gesticula a su interlocutor, sus palabras llegan como olas: río, crecida, marrón, refugio, prefectura.
-¿Cómo es allá, Adrián? –dice Alberto, quien revive desde el silencio.
-Bueno, mirá, por empezar la guita se utiliza de manera útil –dice inflando el pecho Adrián, regocijándose de poder llevar luz a la noche del tercer mundo. La ayuda no es para todos, solo para la gente  útil, ¿entendés, Alberto?
Alberto asiente como niño obediente.
-Allá –sigue Adrián- el ejército sale a la calle, como en el último tornado, lo habrás visto en la tele. 
-Sí, sí, algo vi –dice Alberto gesticula como quien minimiza una situación.
-Bueno, los más afectados fueron los más pobres –dice Adrián  y acentúa con admiración cada palabra. Eso es proteger lo importante, a los que nos rompimos el culo estudiando para poder pertenecer a ese mundo.
-Bien que te educaste aquí… -reprocha Alberto.
Adrián se queda en silencio, mira fijo a Alberto, quien se dibuja en los cristales de molduras doradas. -Eso es porque… -empieza a explicar Adrián cuando Sandra lo interrumpe con noticias desde el celular.
-Ya están viniendo…
Alberto le tira una mirada furibunda a su mujer.
-¡Bueeeenooo! Perdón –dice Sandra ampulosamente.
-Seguí, Adrián –exige Alberto.
-Bueno, lo del estudio es relativo, ¿sabes? –Dice Adrián-, Allá eso no importa,  importa  que te dan herramientas para lograr tus sueños, ¿entendés?, vos deberías irte de este basurero -sugiere Adrián mientras se percata del charco de agua  filtrado desde sus ropas.
Sandra asiente entusiasta, como si no fuera la primera vez que habla del tema.
Pedro ya no puede dormir, las noticias del mundo más allá del río lo tienen impresionado.
-Además, Albertito tenés seguridad, hasta podes hacer justicia por las tuyas –dice Adrián al borde de la euforia.
Alberto está petrificado, Sandra se entusiasma cada vez más.
Adrián se saca los anteojos por primera vez. Los cuelga en uno de los bolsillos de su náutico, se adelanta unos pasos para terminar sentándose junto a Alberto, tose un poco. Sandra, sentada sobre la cama de enfrente, se acerca, presiente que se va a contar algo importante. Pedro gira levemente la cabeza para no perderse lo que se va a decir.
-Mirá, Albertito –dice Adrián con voz grave-, la semana pasada, en pleno huracán estaba en mi mansión, cuidaba que no se me rompiera nada, puse tablones en las puertas y lo que se suele hacer en estos casos. Entonces,  lo vi.
Adrián hizo una pausa, un hilo de agua empezaba a filtrarse por debajo de la puerta.
Una mano –gesticula Adrián  y señala el fondo del refugio- ¡Una mano negra!
Alberto y Sandra abren la boca en forma temeraria.
-Un refugiado, un “homless” como decimos allá –Adrián olvida su pasado en Montechingolo-, trata de entrar a mi casa. Llamo al 911 y no me contesta nadie, entonces, cuando el estado no está para ayudarte voy al escritorio del estudio.
-¿Llamas alguien más? –dice Alberto.
-¡No, Alberto! –dice enojado Adrián, acompañado de la indignación de Sandra.
-¡Saqué el arma! Albertoooo, ¡justicia instantánea! -Adrián apunta con el índice. Saque el arma, me acerque al ventanal y le apunté.
Pedro no daba crédito a lo que escuchaba.
-Ya tenía un brazo dentro –continuo Adrián-, amartillé el arma y…
La puerta se abrió de golpe, Anita apareció como traída por el viento, los pelos revueltos, la acompaña una voz nasal. Hubo abrazos, retos, “nomeavisasteantes” y una salida tan intempestiva del refugio como cuando habían llegado.
De los visitantes, solo quedaron los charcos.

Pedro se incorporó de la cama, caminó hasta la puerta entreabierta, la empujó; afuera no había nadie, solo la radio daba órdenes, en el río marrón  solo flotaba su pequeño bote.

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