martes, 26 de junio de 2012

Textos de Lolo Rodríguez, 2012


Yo, Silvio Astier

No puedo quejarme del nombre que me diste.
Quizás vos mismo hubieras preferido ser Silvio (incluso Erdosain) antes que Roberto Emilio Godofredo Christophensen.
Me he quejado amargamente, sin embargo, de la torpe inocencia con que me ungiste al hacerme creer que con mi berretín de inventor podía romper la dimensión del tiempo en esta vida mediocre. Ya lo dijo mi mamá, lo repitió el Sr. Souza y –como el mazazo final a una vaca en el matadero- me concluyó el Ing. Vitri: 
                                            "Hay que trabajar."

A puro sufrimiento me hiciste comprender : cada paso dado hacia adelante cuesta mucho más que el gasto de energía cinética al mover un pie.

¿A dónde fue mi padre, che ,Arlt? ¿Adónde lo perdí? Acaso me negaste un padre por vengarte del viejo Karl, aquél que amenazaba: 
             
                            “Mañana, cuando amanezca, te voy a azotar” 
y, entonces, vos no dormías en toda la noche, dale mirar el reloj. 
No lo sé. Creo que moriste tan joven y resentido que no has tenido tiempo de decantar esa ansia de venganza en comprensión y perdón para el prusiano loco, ese pobre infeliz... ya lo sabemos , fuera de desertar en su país y soplar vidrio en Argentina, poco más aportó a la humanidad, salvo la simiente que nos dio vida a los dos. En todo caso, cuando él te hizo creer que escupir el pan era escupir sobre la cara misma de Dios- la ofensa más pecaminosa demoníaca bestial despreciable y repugnante- con un solo truco te convenció para siempre de la existencia de la auténtica Trinidad: 
                               Dios, tu viejo y la culpa. 
Con el sagrado miedo y la eterna carga de la culpa, tu deuda con ellos no tuvo fin. Así que, según parece, sólo atinaste a legitimar las jodidas verdugueadas de Karl Arlt.
Al fin y al cabo, era tu padre.
Al fin y al cabo, era eso o nada. Y un niño no puede vivir ni crecer en la nada.

Pero decime: ¿por qué a mí? ¿Por qué también a mí me abrochaste con un viejo tan temido y tan cruel que no se lo podía ni nombrar? Yo podía haber sido alguna especie de héroe o, al menos, alguien querible, ¿sabés? 
Pero no: ¡vos tenías que “inventar algo distinto” en la Argentina! ¡Vos tenías que “escribir la primera novela moderna” de la literatura argentina! ¿No podías meter un héroe, no? Tenía nomás que ser yo el protagonista, un fracaso como pibe chorro, como inventor, empleado, aprendiz.. ¡un fracaso incluso como suicida!... un infeliz, capaz únicamente de traicionar.

Pero irá si habrás sido pelandrún, che Godofredo, que tuviste que morirte para ser reconocido como el gran escritor argentino del siglo XX.

Sartre dijo: Somos lo que han hecho de nosotros, pero: ¿qué hacemos con lo que hicieron de nosotros? Vos, a mí, me diseñaste dos vidas paralelas: Una, en la que miro desde arriba este mundo, este caldo cruel y absurdo de valores falsos, esfuerzos absurdos, ilusiones insensatas y proyectos fracasados. En laa otra , miserable muero y mato por un mendrugo que nunca alcanza y un cacho de perdón que nunca llega.

Como atenuante a tu favor, admito que la vida- a vos- de verdad no te dio respiro.

Se entiende, desde pibe enfrentaste la certeza : el trabajo no conduce a la montaña de billetes sino a la muerte cotidiana. La tuberculosis te llevó a tus dos hermanas y te dejó sin mujer. Tantas cosas…. Debe de haber sido muy duro.

Qué sé yo, te tengo también un poco de lástima.

                                  ¡Pero cómo me jodiste la existencia, che! 


Me escribiste hasta un suicidio fallido.

Con Erdosain tuviste alguna consideración.
Erdosain al menos pudo boletearse.
Cierto, tuvo que cargar con el karma de haber sido yo en su pasado. Cargó con un par de detallecitos más que a mí - no sé si por delicadeza o por falta de oportunidad- me echaste al lomo: lo hiciste, además, de traidor e infeliz, cornudo.
Le diste, de todos modos, la ocasión de planear una venganza más abarcadora que mi intento de incendio con el librero: él soñó con hacer la Revolución. Fracasó, claro. Pero tuvo un sueño adulto.
Por otra parte, le permitiste conversar con su viejo, con tu padre, con el viejo Karl, así como vos lo imaginabas de chico, un guerrero de la Europa.
Está bien, Erdosain me tenía que superar como personaje y como persona. A esta altura comprendo perfectamente las reglas de la literatura. Pero, loco: 


                                   ¡yo soy Silvio Astier! 


Con este nombre debí haber sido un héroe romántico, no el infeliz que me hiciste ser.

Yo no sé cómo se te tiene tan en cuenta y se te considera tan grande, siendo que te la pasaste hablando de vos mismo todo el tiempo, en cada línea.
Eso no sé si habla mal de vos, seguro no habla bien de los críticos.

La verdad, ha pasado tanto tiempo y tantas ediciones, tantos ensayos, críticas y chusmeríos respecto de "El Juguete", su trama, su autor y sus personajes, que me pudriste, che Arlt.
Si pudiera desprenderme de vos, lo haría.
Si pudiera huir de este destino de papel y tinta, saltaría ya mismo a las llamas del infierno o al cielo ofrecido en los escotes de las pibas que, por obligación académica, todavía nos siguen leyendo.
Si pudiera, me rebelaría definitivamente contra vos. Pero ya conozco el final de este universo maldito. 
Ya sé que por toda respuesta me vas a soltar un 
                                          
                                          “rajá, turrito, rajá”.
****





Luna
menina candescente
ansiosa redondez en llenatura
que no me deja
                       en paz
    o que me deja
librado a los reclamos
de lo salvaje
                   lo que nadie nombra


Luna decime
mostrame una razón que no me duela
para entender el trastorno
y la vigilia
con que me estás lloviendo sobre el alma.



Piedra y Camino

El tiempo y el camino, qué más.
Si se apaga una estrella
si una gota infinita sin playa en la que descansar al fin
si el rodar de una metáfora muere piel abajo.

El camino,
qué más sino el camino
cada recodo cada sístole contrae
oprime reticula el azul cada estación
cada año cada nuevo fracaso otra medida
cada vez un otro impulso y echar a andar de nuevo
y el día
                                              el paso el paso el paso
                                                                    hora y hora
tanta
mochila piedra toneladas de congoja otra medida
acumulada en el pequeño
                          punto en que se sitúa el alma allí, 
allí a la izquierda
                   del insomnio bajo las alas de mi amor sin brújula
allí, 
                   sobre la pálida palabra 
                                    allí el silencio que sepulta y ata
mordaza y freno en la boca del deseo

con todo y vida
verás que el tiempo ya no fluye
 sólo se disuelve

y sin embargo
corazón chúcaro, soportarás guerreando
habrás de galopar eternidad de soledades sin alivio

anudarás el color de cada día
con el sudor de tu puño
de tu alma
Desearás empecinado
                                       la  mitad de tu prójimo.
Morirás en el intento.

Canción de viejos Anartistas, Caro Diéguez

En estas secciones aparece material de quienes fueron miembros de la revista de cultura, "El Anartista". La preciosa y querida publicación duró ocho años. La escritura, en manos de algunos de sus participantes, queda como un territorio elegido para siempre...o hasta que dé, bah.




Carolina Diéguez fue miembro del staff de El Anartista, es poeta, narradora, artista plástica y amiga. Va una muestra de su obra


Crónicas lunares


Descargar salon-nac-2012---web.jpg (102,2 KB)Descargar salon-nac-2012---web.jpg (102,2 KB)Poemas
Té de reinas

I
La mesa larga del comedor, servida:
las teteras sudorosas chillan ahogadas;
el budín de calabaza burbujea
su flirteo con la mermelada
            ácido dulzor
                                 en          
                                     g
                                        o
                                           t
                                              a
                                                 s
                                                naranja.


La nena hunde el dedo en la mermelada
me gusta mucho poquito nada
lame su dedo pegajoso
y tatúa su huella en el ruedo del lenguaje.

II
La reina batata irrumpe en la sala
        ¿ya llegaron mis invitados?


La nena escucha su voz por el entre de lo esquivo
(mejor ni contestar)
Se cuelga de las agujas del reloj, da la vuelta
al tiempo  y
acaba con el té de reinas.
Se da la vuelta sin mirar,
se acerca al espejo
y le cuchichea al oído
Una mueca cómplice, al otro lado.
Se mira en el espejo y con color
dibuja su sonrisa.


        Es hora del té, dice la reina.

La nena se sonríe media vuelta y sin decir palabra
abandona la habitación.













No quiero escuchar al espejo, ni una palabra más.


mientras menos como…más me muero

1.


dibujo con el dedo el nombre de las cosas (no puedo nombrar)
a un sujeto,
yo no tengo  ni mayúsculas

el plato lleno sobre la mesa. Los cubiertos, rotos
            miles de pedacitos
el olor  devora  la casa
                                  devoro la comida con los ojos

               náuseas

suficiente.
                            No quiero un bocado más


La punta del mantel entre los dedos
¿lo tiro?, ¿no lo tiro?
las voces en la cabeza. Forcejean. (Ya no escucho)
                             mucho  RUI – DO
Lo tiro.


–Muy mal, señorita. A la cama.


La mesa vacía.
       Pe
              da
                    ci 
                         tos
                                 en el suelo


El espejo me saluda (no lo quiero mirar)
con sonrisa socarrona entre los dientes
                  Espejo ciego, espejo mudo: la cara, desdibujada
¿cuerpo?

No.
la risa en mis oídos
(se silencia en la boca)
El espejo ciego sigue ahí
(no lo quiero escuchar)
se ríe
           se ríe de mí

¡basta! Por favor…,
                      con el dedo, en minúscula.


   – a la reina batata, a la nena no



                                                      


2.


mamá, en la cocina                                 

la mano acaricia el cuchillo
el cuchillo sobre la cebolla


(veo la cebolla redonda
                             en el fondo del espejo)


a la una – a las dos y a las tres – el cuchillo en la cebolla
en gajos
                 se desarma
                                      sobre el plato


(el brillo, translúcido en el filo del gajo, rebota sobre el espejo)


–lágrimas secas

La olla en el fuego.
Adentro, la cebolla

Escucho el sollozo
Mamá llora lágrimas de sal
sobre el guiso de hambre


(el gajo borrado. El espejo en blanco)

Con las manos abiertas restriego mis ojos.


–lágrimas de frío

El vapor de la olla por toda la casa
 tirita de silencio


(el espejo mudo canta una canción de cuna)
 los ojos,
en el espejo; la piel, de la cebolla
                          dorada y transparente
                     sobre los huesos


con  el resto de mi nombre
me dibujo un cuerpo
y, por si el viento sopla fuerte,
                                            una sombra en el suelo

3.

De frente,
el cuchillo contra el dedo,
la sangre en el filo .


De fondo,
redonda se desarma
                       des    ga    ja    da

                                         la cebolla


Desde el fondo el brillo del gajo ronronea


(El espejo en blanco, mudo)


De frente,
no veo
la alacena vacía


una gota de sangre en la olla
                                 una madre
                                         un gajo de cebolla en el espejo.



– Escucho el sollozo
(La cebolla, desde el espejo, llora a la nena)


La nena recoge sus huesos.
Desde el fondo de la madre,
los acomoda.
Con tiza, dibuja sus pies sobre el suelo
y un par de “mayúsculas” al filo del dedo.


lunes, 25 de junio de 2012

Textos de Mónica Maravini, 2012



GUARDIANA
La casa estuvo siempre, o casi siempre.
Con las enredaderas que corren como arterias por las paredes anchas,
con el sol que se filtra por entre las columnas de la gran galería.
Sus tejas salpicadas de musgo y de pajitas.
Y la campana verde al borde del camino y la aldaba que custodia la puerta de madera.

Estuvo incluso el día en que naciste. Y se llenó de rezos y murmullos, de tensa expectativa y llantos estridentes.
Con olor a colonia, a leche y a galletitas transcurrieron los días.
Y la casa era el mundo, limitado recinto donde ensayar la vida:
el jardín como selva, los charcos como ríos.
Y después de la lluvia corrían caracoles carreras interminables sobre las hojas.
Escenario de guerras y de fiestas, de rayuelas, de manchas, de escondidas.
Aún alberga, en sus recónditos rincones, una  princesa, un pirata, una española.
Supo disimular, para cuidarte, la oscuridad que asusta, la sombra que obsesiona y el susurro del viento que despierta en medio de la noche.

Y, cuando llegó el día del final de los juegos, la primavera corrió por sus pasillos, como por tus mejillas los colores. La sangre transportaba confusión y deseos.
 Y el naranjo embriagó con su perfume.
Se pintó de pasión y de ilusiones, guardó cartas de amor y flores secas y,
en el viejo bahut de la sala, quedaron olvidados los poemas.
Y aquel chico y aquellos ojos verdes y aquel nombre que, mientras esperabas,
 grabaste al costado del umbral.

El día que te fuiste se inundó de silencio, se quemaban las luces y perdían las llaves.
Se marcharon los grillos y, como en  vísperas de muerte, aullaron los perros.
El otoño llegó antes de hora y ya no florecieron los geranios.

La casa estuvo siempre, o casi siempre.
Hoy está cerrada, pero no vacía.
Fantasmas, voces viejas, cantares de otros tiempos, lejanas alegrías, pasiones y pesares, la habitan, la recorren, la arrullan, la consuelan.

Como un guardián celoso vigila, porque sabe.
Como un faro en la noche se enciende, por si acaso.













Vainillas para Emma

De azúcar y de asombro,
de par en par
los ojos donde se posan
dejan preguntas y sorpresa.
                      
De tanta amapola en las mejillas
      el llanto aviva el fuego y
                           corre por la casa,
de roja seda, tibia.

De andar y andar sin tregua,
manitas sucias,
por donde pasan,
quedan huellas,
                          arrugas.

Pequeña puerta al cielo,
                el mundo se te abre.
Y no se salva nada.
Y nada se te esconde.

Te traje de colores
       papeles y brillantes.
          Huída de un cometa
                          tras las nubes.

Si el sol de la merienda,
              se trepa a la ventana
tenemos chocolate,
          almendras y vainillas.

Si acaso cae la tarde,
puedo leerte un cuento
que dibuje en el aire
      castillos y princesas.

Te traje miel rosada.
        Te traje miel y leche
por si se pone oscuro
y no te llega el sueño.

De azúcar,
          cielo y mundo.
De huellas,
seda y leche.
                        


CORAZONES DE HIERRO

¿Cuándo se comienzan a descascarar los muros?
¿Cuándo, a borrarse la tinta de los papeles?
En la Vieja Europa los novios escriben sus nombres en un candado,
 lo cierran y tiran la llave al fondo de un río.
               Y ahí quedan, sujetos a las orillas para siempre,
lápidas oxidadas, añejas armaduras.
Cerrados eternamente, corazones de hierro
 exhiben las palabras cargadas de deseo y
destilan el orgullo de no saberse solos.
Nombres, a cadena perpetua,
espejos de ilusiones, que la vida no alcanza.
                       Las llaves yacen en el fondo,
                                                                   quietas.
De noche,  los ojos de los peces las iluminan.
De día, el sol se filtra entre las algas y las entibia.
Y ellas brillan, estrellas sobre un firmamento de arena y barro.
Si hay tormenta, apenas se mueven y vuelven a acostarse.
Si hay luna llena, viran del amarillo ocre al verde plata.
Y ellas duermen tranquilas, como amantes.
Lo mejor del amor está a salvo.
Ajeno a los muros derruidos,
                        a los papeles viejos
                                            y al tiempo que desgasta.






Textos de Maite Puppo, 2012


DOS CARAS
I
Dos caras
                   en la camilla del box,
mi cuerpo se relaja
                   en la voz de la dra Ana
 bla que te bla con una paciente,                       en el box de al lado,
puertas  se deslizan
el teléfono  suena  su   risa 
                   de secretaria Leticia que bla bla bla con alguien.

II
 La ayudante de la dra,
                  tímida y sonriente: cómo está,
                  la luz, sobre todo, va sin retaceo, 
 ronquidos dan cuenta
del  ensueño,
                  Y las veo.

Transparentes, redondas
                   mirada abierta y tranquila,
de niña y adulta.
                  Frente a mí, suspendidas.

III

Cierro los ojos,
                 de solo tenerlas breves segundos.
                  y   desvanecer.
La mayor, con ojos claros nariz grande y torcida; la menor, más pequeña y vivaz
 familiares
     entrañables
        dos lágrimas
               por cada una
                      sin porqué


IV
La masajista continúa, crema y calor,
                                                         en las rodillas.
Al fin entra Ana,
Me revisa la espalda.
en ondas cuánticas (qué tremendo aparato)
            Dos puntos
                    se deslizan
                                             al ensueño de al lado.



viernes, 22 de junio de 2012

Canción de viejos Anartistas, Mario Ricca

En estas secciones aparece material de quienes fueron miembros de la revista de cultura, "El Anartista". La preciosa y querida publicación duró ocho años. La escritura, en manos de algunos de sus participantes, queda como un territorio elegido para siempre...o hasta que dé, bah.




Mario Ricca fue miembro del staff de "El Anartista", poeta, narrador, amigo



El ángel de la media luna


Desde el pozo de los siglos, un gallo cantó.
Era el único vigía despierto al alba.
Hasta entonces, la leyenda dormía, la realeza soñaba.
Hasta entonces, en el cielo, los ángeles obedecían.
I
Había una vez, en un lejano país de oriente, una bella ciudad. Se levantaba en medio del desierto, junto a un oasis. Los viajeros la reconocían de lejos, por el perfil ocre de las murallas y sus altos minaretes. Pero lo que más la distinguía era la cúpula que coronaba el templo: una gran lágrima azul, depositada sobre la torre mayor. Aquella tarde, techos y almenas aparecían por igual moteados de blanco. El invierno llegaba a su fin en la comarca y el sol, en el poniente, aún entibiaba el aire de la plaza real. …¡Miren, miren mis alas desplegadas! No las vemos, ¡tonta!, no las vemos, deben ser más chicas que...¡tonta, no las vemos!...que las de Bulubul, ¡no las vemos! No, niños, las mías son como las del ave del paraíso, invisibles para los necios. ¡Há, há! ¡No me digas!… Su Alteza, sabio conductor del pueblo, se hallaba ausente por asuntos de estado. Era el gran visir, para quien orden y silencio debían marchar siempre juntos, el que ocupaba su lugar en palacio, aunque no en el corazón de los súbditos. En tales ocasiones, ellos debían aquietar el bullicio cotidiano de sus vidas, resignados a esperar el regreso del jeque. Y cualquier sonido parecía más intenso por la calma reinante en las calles, en los patios, en la explanada del mercado, ya vacío...


II
¡Iiiuuhhh, iiiiiiiiuuuuuuhhhh!¡Sí te digo!... En esa hora apacible, sobre la última nieve, sólo risas de niños, las notas de un laúd y el canto de un ruiseñor. Desde el empedrado, frente al palacio, vocecitas y música se elevaban, acariciaban muros y rodeaban torres; como diminutas alfombras mágicas, se escabullían a través de ventanas suntuosas o simples tragaluces. Y, más allá de la urbe amurallada, llegaron hasta las tiendas de los trashumantes Jan, acampados a la vera del oasis. Así, en la vecindad o en lontananza, distintos oídos las oyeron, unos humildes, otros eminentes. El mío, azabache, es el más veloz. El mío es alazán, me lo dejó un soldado que partió a la guerra. ¡Iiiiiááhh, iiiiááááhhh! Soy un ángel, ¡iiuuhh, iiiuhhh! ¿no escuchan, acaso la música del cielo? Si sos ángel, entonces que tus alas te libren de nuestros cascos. Niños tontos, no saben de prodigios. ¡Vamos, volá! ¡iiááááhhhh! Sí, batí esas alas para no ser atropellada, hacé como mi pájaro ¡Ya! ¡Pero miren quién me amenaza! ¡Há, há! Si tu caballo ya no soporta tu peso, ¡glotón! Bulubul, el ruiseñor, hacía endemoniadas piruetas, de las crines de una cabalgadura, hasta las orejas de la otra. Los briosos corceles eran cañas de hisopo con cabezas talladas en madera, grandes piezas de ajedrez aplicadas a otro juego. A veces, las riendas sofrenaban el galope; giraban en redondo y hacían un paso ecuestre; otras, trazaban círculos alrededor de ella, al trote. ¡Si me lastiman, los haré castigar! Yo conozco a Dios. De pronto, avanzaban hacia la niña-ángel y la esquivaban, o retrocedían. Y nosotros al Diablo, ¡está en nuestros animales! ¡Iiiááááhhhh!. Bailarina u odalisca, hada o juglar, se desplazaba suavemente de costado, ora los brazos remontaban, ora sus pies se posaban. ¡Ha, hááá! ¡Si vieran lo pequeños que son desde la altura! Subir, bajar y deslizarse; su danza fluía al modo de la escritura, que une las letras solares y lunares. El instrumento derramaba notas en cada vaivén y Bulubul le seguía el ritmo, que guiaba a los caballos de caña. Como el cálamo del escriba, iban dejando líneas, marcas y curvas sobre la página de nieve. Soy un ángel... hacía ondear su yasmina celeste... ¡más hermoso que la cuarta luna del Ramadán! Con el ocaso, el cielo de occidente se encendió y, suspendida más arriba, apareció el tenue arco amarillo de la luna nueva. La algarabía se fue atenuando, ondas en un estanque quieto. Todo quedó en silencio. Esa noche hizo mucho frío y brillaron las estrellas sobre la ciudad.


III
Al otro día, cuando los sirvientes de palacio abrieron la ventana que daba a la plaza, hubo sorpresa y cuchicheos. A media mañana, alarma y comentarios entre amanuenses; a mediodía, estupor y conciliábulos entre ministros. Para cuando el sol ya pintaba sombras sobre la nieve de la explanada, la inquietud se extendía a todo el pueblo. En cambio, bajo las palmeras del oasis, los aprontes para la próxima caravana era la única preocupación de los mercaderes nómades. Extranjeros en todos los reinos, tenían su patria entre las dunas, tan mudables como sus tiendas. Los problemas de los ciudadanos no existían fuera de las murallas que, supuestamente, los protegían. Por su parte, los tres niños tenían su propia aflicción: no se les dejaba volver a la ciudad, por haber regresado a casa ya entrada la noche, el día anterior. ¡Miren…! Miren que bella se refleja la torre en el estanque. ¡Ahá! Muy bella, dijo su hermano y arrojó un guijarro al agua. ¡Hakim, no hagas eso! Ya no se ve nada, lo estropeaste a propósito. No molestes a Zahída, primo. No te olvides que es un ángel, no sea que te maldiga y te traiga mala suerte. Ya lo hizo, Rahmat, estamos en penitencia por su culpa ¿no te acordás? Ella nos hechizó, allá en la plaza. ¡Tonterías!, no soy ninguna bruja para hacer hechizos, todo lo hicimos de común acuerdo...Lo dañino es comer de más, Rahmat, ¡pará ya con los dátiles! O vas a enfermar a Bulubul; siempre encuentra dulces en tu bolsillo. E inclinándose con delicadeza, acarició la cabecita gris, que se asomaba entre los gordos pliegues del abrigo.


IV
¿Dónde están los niños que ayer jugaban en la plaza, frente a palacio? La voz, estentórea, provenía de una nube de polvo, que oscureció por completo el espejo de agua. Un piquete de caballería irrumpió en medio del campamento. Si ustedes son amigos de la ciudad, no los ocultarán. ¡Sabemos que viven aquí! En medio del tumulto, Iljaní, padre de los dos hermanos, y la viuda Anizé, madre de Rahmat, se presentaron enseguida. Son nuestros hijos ¿porqué los buscan, han hecho algo malo? Habló él, con un hilo de voz, y ella, lívida, se aferraba a su brazo. Por toda respuesta, el emisario de palacio les extendió un papel de pergamino. Ellos lo tomaron. Temblaba la hoja en sus manos, doblada por el peso del lacre; desconcertados, parecían no entender. ¡El gran visir quiere ver a los chicos y a sus padres! Impaciente, el funcionario. Entonces fueron a buscar a sus hijos y se prepararon para comparecer en palacio. Pero antes: ¿Qué es lo que han hecho? ¡Nada! ¿Robaron algo en el mercado? ¡Nada! Juramos por Dios… Tienen que decirnos la verdad. ¿Cómo es posible que nos hagan esto? ¡Es la verdad! No hicimos nada malo, sólo cantar y divertirnos. ¡Mentiras y juramentos! ¡Basta! Pero…¡Yá! Parecen hijos de infieles. La discusión continuaba cuando el carro de reos en que los llevaban, trasponía las puertas de la ciudad. Encogido de susto, las manos entre las piernas, Rahmat apretujaba sin querer a Bulubul. Y él clavaba su piquito con saña en el dedo del amo, una y otra vez. Zahida lo miraba. Pequeño manojo de plumas, tan decidido a resistir. ¡Rahmat, lo vas a ahogar! Ruiseñor, ángel o mujer, da igual. Si te sujetan las alas, ¡hay que picar, picar, picar hasta que suelten! Y brillaron los ojos grises. Ya en el patio del palacio, mientras esperaban que llegara su hora, un albacea les advirtió sobre el protocolo. A fin, la sala del Consejo se abrió para ellos.


V
Vieron al gran visir, de pie junto a su sillón, rodeado de secretarios. Intimidaba su toga negra, realzada por los rayos del sol, a raudales a través de los arabescos de la ventana. Creo que voy a vomitar, susurró la niña, al oído de su hermano. Yo estoy descompuesto, dijo él a su primo, que lo miraba pálido. Con un gesto, su guía les indicó inclinarse. ¿A qué tribu pertenecen?, la voz seca del anciano visir. Somos descendientes del Khan, respondió el padre. ¿A qué se dedican? Comerciamos camellos y productos del país, en Persia y más allá. ¿Sabes leer? No, eminencia. A un chasquido de sus dedos, se abrieron las hojas del ventanal. Les mandó acercarse y señaló hacia la plaza. Se veía claramente una leyenda en letras grandes, grabada sobre la nieve. Entonces ¿no podrás decirme qué está escrito allá, abajo? No, eminencia. ¡Yo puedo! dijo Zahída y sintió que, desde atrás, alguien le tiraba del vestido. ¿Conoces el alfabeto? Mi tío Omar me enseñó a leer y escribir. ¡Por Alá, leé, entonces, nena!. Y ella leyó, con voz fuerte:

                             
                                          Zahida, el ángel, descendió aquí, antes de la primavera.

Bien leído. Y ¿quién es Zahída? Soy yo. Entonces ¿vos lo escribiste? No, yo sólo jugaba con Hakim y Rahmat, señor, con sus caballos de caña y mi laúd. Zahída, ¿sabés lo que dice el sagrado Libro sobre aquellos que ponen nombre de mujer a los ángeles? Mmm...no. No lo sé. Pues dice que pecan y merecen ser castigados. La miraba enarcando las cejas. Y muchos te escucharon jactarte de tener alas. ¿Qué respondés a eso? Bueno, yo nunca quise ofender a nadie, sólo era un juego; además, todos necesitaremos alas para llegar hasta Dios, ¿no es eso lo que Él quiere?. Y el cielo está muy alto. Pero ¿no tenés temor de la ira de Alá? ¿Porqué, señor? El nunca me ha hecho daño. Y he visto que en cada página del Libro está escrito: “En el nombre de Dios, el clementísimo, el misericordioso”. ¡Há! ¡Vean lo que tenemos aquí! Y miró en derredor con una mueca amarga, respondida por un murmullo de sorna. A una mujerzuela que pretende enseñar la Escritura a quien Alá ha confiado las almas y bienes de su ciudad. ¡Y mentirosa, además! Pero señor, yo dije la pura verdad...¡Silencio, es hora de escuchar! Iljaní y Anizé temblaban. El viejo volvió a señalar hacia afuera, esa vez, al cielo del atardecer. ¿Sabes lo que son esos cuernos?, Sí, señor. Es la luna nueva. El tío Omar decía que sigue al sol y se pone... ¡Es evidente que ese Omar enseña muchas cosas, pero no las que debería! Otro gesto y el albacea se dispuso a escribir el dictamen. Pues bien, ya que sos un ángel, te conmino a que vuelvas al cielo, donde decís pertenecer; y, antes de que la luna llegue al creciente, estés de regreso con ella en tus manos, en esta sala, para que podamos creerte. Y si, por algún arcano, tu empresa no contara con la bendición divina... ¡Dios es grande!, recitó el coro de funcionarios, ... y no le dieras cumplimiento; dado tu corta edad y la de tus cómplices, la culpa de ustedes pasa a sus padres. Ellos, decreto, deberán servir por nueve estaciones, en la mezquita mayor. Y su tribu ya no será bienvenida en la ciudad, nunca más. ¡Llévenlos fuera! Tengo asuntos más importantes.


VI
Angustia y desazón en las tiendas del oasis, a partir de esa tarde. Los febriles preparativos de días anteriores, se trocaron en perplejidad y brazos caídos. "Hasta el cuarto creciente", un plazo insensato, para cumplir condiciones absurdas, imposibles. Perder a dos familias por el veredicto del gran visir. ¡Papá, perdónanos!, se alternaban en la súplica Zahída y su hermano, mortificados por el silencio que obtenían por toda respuesta. Iljaní no estaba de humor para ser condescendiente. La situación se agravaba de hora en hora para ambos padres. Las recriminaciones y críticas proliferaron, violentas o solapadas: He perdido una venta de cinco camellos al bazar de Beremiz, por culpa de tus hijos. ¿Cómo me compensarás? Yo tenía acordado el transporte de ánforas de alabastro hasta Cachemira. Pero ahora anularon mi contrato. ¿Qué haré? ¡Ibamos a dejar a dos hijos con Hamed, el maestro de álgebra! ¿A quién recurriremos ahora? También la autoridad preveía amargos frutos políticos y económicos: ¿Quién reparará el orgullo de la tribu y el perjuicio por desviar nuestra ruta por detrás de las montañas? ¡Basta, por favor! Para la próxima luna, mis hijos y yo estaremos recluídos tras esos muros; a Zoraida, mi mujer, que nos espera en Dizful junto a sus padres, se le partirá el corazón cuando se entere. ¿Qué más penas debemos pagar? ¡Un poco de piedad! Un desánimo semejante había entre Rahmat y su madre, caída en desgracia. ¡Mentiroso,... madre, no escribimos nada... mirá las penurias que ustedes han acarreado! Pero, si no sabemos ... Te dejaste llevar de las ínfulas de tu prima, que tiene la lengüíta como una daga, y no se amilana ante un rey. ¡No vayas a seguir su ejemplo! Por imperio de los hechos y por tristeza, ellos permanecieron todo el día en sus casas. Una reunión de los mayores con el jefe de la caravana, dio a los muchachos la ocasión para escabullirse del encierro opresivo. ¿Qué hacemos, Hakim? Siento que tengo las manos atadas y grillos en los pies. ¿Acaso pensás que yo estoy mejor? No...pero... ¿Por qué no nos creen, por qué tanta injusticia? ¡Y qué se yo...! Además, tengo una hermana terrible. Mientras así cavilaban, alcanzaron la muralla de la ciudad y siguieron su perímetro, por un sendero manchado de blanco.


VII
Se habían alejado mucho y fue entonces que las fuerzas naturales decidieron, como en los antiguos mitos, participar en los avatares humanos. La tarde se volvió oscura, y el viento, tempestad de arena. Regresemos ya, o tendremos más problemas, primo. Apuraron el paso. Se ponía cada vez más frío. Hakim...¿Qué? Tengo hambre. Vaya novedad. Comenzó a nevar. Caminaban en la tiniebla, quebrada en ocasiones por relámpagos. Hubo un fogonazo seguido de un gran estruendo. Miraron hacia arriba, aterrados. La torre mayor se alzaba ante ellos, apoyada en la muralla y un rayo había caído sobre la cúpula, que despedía centellas. ¡Cuidado, Rahmat! Se tiraron de bruces. Un golpe estremeció el suelo. ¡¡Por Dios, Hakim!! ¿Qué pasó? Sintieron que algo se desmoronaba. ¡Corré, corré, Rahmat! Su primo, inmóvil, en la nieve. ¡Cuidado la cabeza! Siguió una lluvia de cascotes. Con la luz que siguió a un trueno pudieron ver: al frente, clavado de punta en la nieve, un enorme arco de metal brilló un instante. Semejante a la hoja de una hoz, más alta que un hombre, resplandeciente a la luz blanca del relámpago ¿Qué es eso? Desde el suelo, miraba con ojos de búho a su primo. Éste, temerario, estaba ya cerca de la cosa, que humeaba .¡No, Hakim, no lo toques! ¡Aaauch! ¡Esto quema! Rahmat se incorporó ¡Te lo dije, vámonos de aquí! Pero tropezó con algo y volvió a caer. Su mano despejó la nieve sobre una piedra plana. Era una laja de lapislázuli y tenía pequeñas estrellas de plata incrustadas en el azul oscuro. ¡Mirá, hay más pedazos! La tormenta arreciaba. ¡Vámonos de una vez!, dijo Rahmat. Esperá, mejor nos llevamos estas cosas. ¡Estás loco! Escuchá, primo, todo esto pertenece al templo. Debe ser muy valioso y si lo dejamos aquí, el primero que pase se los llevará. ¿Y? No es asunto nuestro, ¿qué tenemos que ver? ¿Ah, no? ¿Y a quién creés que acusará la gente de la ciudad? Nuestro campamento es lo más cercano. Y tengo una idea. A Rahmat le costaba menos seguir las opiniones ajenas que las propias. ¡Ojalá no me arrepienta de hacerte caso! Puso las lajas en su bolsa y entre los dos voltearon el arco. Cada uno tomó una punta y lo arrastraron hasta las tiendas. La nieve se ocupó de borrar toda huella. ¡Fantástico! Ahora sí somos ladrones. O nos matan nuestros padres o lo hará la cimitarra del verdugo. Hakim, no quiero seguir con esto. ¡Me tenés que escuchar! Si devolvemos los bienes de la ciudad, quizás el gran visir nos reduzca el castigo que nos impusieron. Pero no le digas nada a tu madre, se angustiará. No lo haré. ¡Prometémelo! Lo juro. Ocultaron las cosas en un cobertizo, entre pieles de camello y se fue cada quien a su casa. La aventura pasó inadvertida, por el sigilo de uno y la suerte del otro: Rahmat, ¿qué fue eso? Se me cayó el candil, madre, no te levantes. ¡Dormí tranquila! En la tienda de Iljaní, Zahída ahogaba su llanto en la almohada. Hermanita, no llorés; hallamos algo valioso que cambiará nuestra suerte. Lo miró de reojos, entre lágrimas. Tenés que venir con nosotros a la ciudad, mañana temprano. Rahmat tendrá listo el burro. ¿Otra aventura? No, no Hakim... No digas nada a nuestro padre, hermana. ¡Afligir más a papá! No, claro que no; ¿Y no pensaste cuando mamá y los abuelos se enteren? Por eso, no estoy dispuesta…Es que sin vos, no podemos hacer nada, ¡tenés que venir!. Te contaremos todo cuando estemos en camino ¡Por favor, Zahída! Ella lo vio angustiado y se enjugó los ojos enrojecidos. Bueno...está bien,... iré con ustedes. Sos un ángel. Le sonrió, dolorida. ¿Ah, sí? Pues yo me siento como el diablo. Ahora a dormir. Partimos antes de la oración. La consoló con un beso. Afuera, viento y arena luchaban, tras las lonas de la tienda. En sus almas, las penas vividas y los riesgos que prometía el mañana, disputaban terreno al cansancio. Pero, al cabo, venció este último y se durmieron profundamente.


VIII
El sol se encendía en levante, y el viento del desierto arreaba lejos la manada de nubes. Tres pares de ojos juveniles, atentos al tumulto cerca del muro occidental, miraban desde el fondo de sus capuchas. La tela de lana les protegía del filoso soplo del simún. Apenas dejaba ver sus caritas, fruncidos los ceños por el fulgor amarillo de la nieve nueva. Sólo Zahída montaba el burrito mientras ellos le seguían el paso a pié. Añoro los primeros días, cuando hacíamos este viaje; todo era paz, en la ciudad, teníamos las calles para nosotros, la plaza,…¡daban ganas de cantar! Al salir de un recodo del camino, el lomo de un médano ocultó el sol. Pero la luz de la alborada recortaba, en el punto más alto, la figura de un gallo. ¡Kikirikííí!, se paseaba, muy erguido. ¿Qué hace un gallo en el desierto? Hakim miró a sus compañeros ¿Acaso alguien vive por aquí? ¡Kik-kiri-kíííííí! Zahída rió: está bien, avecita de corral, esto va dedicado a vos:


Al alba del día primero, un gallo cantó.
Hasta entonces, la leyenda dormía, la realeza soñaba.
Hasta entonces, en el cielo, los ángeles obedecían.
Un gallo blanco - comenzó la leyenda - Canta,
                                Para ser escuchado en lo alto del tiempo.
                                La realeza se desperezaba - El gallo es un sueño -
                               Un gallo sabio - siguió la leyenda - Nació con el mundo.
                               Ayudó con su pico, a romper la cáscara del huevo celeste.


Imposible; los gallos no pueden volar.
Desde entonces, la realeza reina. La leyenda calla.
Los ángeles miran, debajo del cielo, volar a los pájaros.
En el suelo, los gallos vigilan y cantan.
Desde entonces, por las fisuras de la noche, gotea amanecer.

¿Dónde lo aprendiste?. Telassim, una alumna del tío Omar, recitaba poemas. Zahída se quedó pensativa. El horizonte atraía su mirada gris, como si, allá a lo lejos, hubiera visto a Telassim en persona. Su voz era muy bella, pero nunca vi su cara. Los niños callaron. Detrás de la montura, el arco de metal estaba oculto en un hato de heno. Colgaba a ambos lados de la grupa y también las alforjas, con los restos de piedra azul. El ingenio de Rahmat había considerado que bastaba un largo cordel de algodón para sujetar toda la carga, incluida su bolsa de frutas secas.


IX
Zahída insistía: No debí haber venido ¡ya nada será igual! Yo, al poblado, lo veo como siempre, prima. Da lo mismo, con nieve o arena: al llegar a la puerta, uno ya está cansado de caminar. Y la queja de Hakim: Para mí también es diferente ahora. ¡Las cosas que se conseguían en el mercado! Me gustaba un arco de cazador y sus venablos. Pero ahora sólo tenemos deudas. Así, lentamente, avanzaban por el camino entre dunas, el animal bamboleándose por el peso excesivo. Sí, y yo extraño, también, el aceite de rosas y los chales; pero ya no quiero a esa gente injusta. Hasta el templo ha perdido su mástil y la pureza del azul. ¿Injusta?, se indignaba Hakim, ¡son unos cretinos! Y vos, hermana, sos un inocente angelito, que no sabe nada. ¡Adiviná! ¡No! Basta de misterios, quiero saber qué pasa. Está bien: ahora mismo, estás sentada encima de las cosas que echás de menos. Ella abrió grandes sus ojos al desatar una alforja y casi gritó. ¡Piedras preciosas, estrellas de plata!¿De dónde salió todo esto? Es una historia larga ¿no, Rahmat? No sé, primo, ¡ojalá nunca hubiera ocurrido! Entonces, las dos versiones de su aventura, compitieron como cobra y culebra que salen del mismo cesto, por el asombro de Zahída. Y, por una vez, fue ella la prudente: ¡Shhhht, que ya estamos cerca! Y discutiendo o susurrando de tal suerte, franquearon la puerta de la ciudad, sin que nadie reparara en ellos. Tres niños con un burro: visitantes demasiado inofensivos para la guardia, atenta a los sucesos al pie de la muralla. Vieron cierta animación en las calles, más concurrido el mercado. El vendedor de peines hablaba con una anciana: ¡Miserables! La bóveda celeste del gran fundador, quebrada por un rayo y robada por bandidos, ¿sabe usted? ¡Algo peor!, falta el pináculo del templo, ¡otro tesoro de la ciudad! Con cada rumor, el miedo volvía a la boca de sus estómagos. Pero Hakim aparentaba aplomo: Tanto zopenco que anda por ahí vestido con lujo y nunca pisó palacio; en cambio nosotros, hijos de pastores, hemos hablado con el gran visir ¡y hasta estamos enjuiciados! ¿No es gracioso saber que somos importantes? Zahída montaba con donaire y Rahmat transpiraba. Necesitaban un descanso y se detuvieron a la sombra de una encina. Hakim aprovechó para sacar un pergamino y pedirle a su hermana que escribiera. Creo que “Respetable Señor” está bien para empezar. No, ése no es el título correcto, mejor: “A Su Eminencia”.Tampoco,...Inventarse un protocolo, encontrar palabras dignas, ocultar resentimientos, evitar la súplica. Y lo más importante: decir lo que querían decir. Nada de eso fue fácil, pero cada uno aportó lo suyo y, por fin, la carta estuvo lista. Entonces la enrollaron y la guardaron en la alforja. Después, con el ánimo retemplado, enfilaron hacia las escalinatas del palacio, donde se toparon con un centinela.


X
Buenos días, señor. Traemos un mensaje para el gran visir. ¿No podría usted llevarnos con él? ¡Há, há há!… Noooo, niños, el gran visir se ocupa de gobernar, no de juegos infantiles. Sabe usted, es por algo importante para la ciudad, tiene que creernos... Está prohibido permanecer en el atrio ¡Llévense de aquí su burro y sus trastos, niños forasteros! Pero...pero, señor...!Desaparezcan, o los mando encerrar! Contrariados, volvieron sobre sus pasos. Bajaban los escalones de piedra, cuando resonaron cascos en el pavimento. ¡No hay nada allá afuera! Vieron que el jefe de la guardia de jinetes se dirigía al centinela. Esos ladrones no dejaron rastros ni huellas, con ayuda de la tormenta. Hay que revisar el campamento de los mercaderes, antes de que se vayan. ¡Necesitamos una orden! Los niños escucharon todo y decidieron no alejarse mucho. Expectantes, se quedaron detrás del minarete de la explanada. En la puerta de palacio, apareció un ministro: ¡La guardia debe esperar aquí! El visir viene. El robo de la cúpula ya es un asunto de estado y exigirá respuestas inmediatas. Hakim estaba ansioso: ¿Qué hacemos? Ni siquiera nos escuchan, se quejó. ¡Vámonos ahora, primos!, se asustaba Rahmat. Dejemos aquí el burro y la carga, y avisemos al campamento. Pero Zahida dijo que huir es deshonroso, si uno no es un delincuente, y su hermano la apoyó. Sonó un gong. La guardia del visir lo precedía cuando salió al atrio. La patrulla se cuadró, y el gobernante hizo su interrogatorio, seguido de un monocorde discurso. Las palabras no sonaban claras para los niños, pero sí el tono intolerante y ambicioso. Tengo ganas de llorar, suspiró Zahída. Deslizó sus largos dedos por las cuerdas del laúd y se puso a tocar unas notas tristes. Bulubul, en tanto, picoteaba migajas de higos en el lomo del jumento, indiferente a toda melancolía.


XI
En eso, un derviche con cara de loco que pasaba los miró con curiosidad. Iba acompañado de una cabra huesuda y canturreaba una melodía. ¡Señor, señor!, lo llamó ella, necesitamos suerte, porque pasamos por apuros, ¡Por favor, dinos un poema!. Entonces él se detuvo y recitó:

Tal como el océano rodea a la Tierra, así tú, mujer, rodeas las murallas de la ciudad con el abismo de tus lágrimas.

Demasiado triste; otro, otro para enfrentar la desdicha. ¡Por favor! Él sonrió con sus ojos, único rasgo visible entre la mata de cejas y barba. La pena es gratuita, pero la felicidad es costosa. Dame un dinar para mi cabra. Hakim sacó una moneda y, arrojándosela, musitó: Le debe dar de comer monedas, por lo flaco que está el animal. Y así dijo el viejo:

¡Ve, niña de mis ojos!
Te acompaña un iris de alas grises,
escudo de plumaje marcado de rojo,
y pestañas como lanzas.
El gallo alba te prestará la furia;
el trino del ruiseñor, su trueno;
la nieve, silencio y página blanca.
Ve y azulea con tu pluma la lámina de oro.
Lleva el rumor del mar hasta la puerta oscura,
Mi trémula pupila de rubí.
¡Que tiemble la túnica negra
y la realeza se prosterne ante una cabra!

Ella le devolvió su sonrisa blanquísima y los chicos se ruborizaron. El sonido grave de dos cuernos en las almenas de la muralla hizo mirar a todos hacia la puerta de la ciudad y al gran visir, silenciar su filípica.

XII
Dos caballos negros entraron al galope. Sus jinetes los sofrenaron trabajosamente a ambos lados de la entrada, mientras una gran lanza con un bastidor pasaba, inclinada, por debajo del arco de piedra. De ella pendía un largo lienzo color solferino, retorcido de arriba a abajo. Su portador encabezaba un séquito silencioso de guerreros, que seguían el paso de su cabalgadura, blanca como la ropa y el turbante. Algunos ciudadanos empezaron a juntarse. ¿Y ahora, qué va a pasar?, preguntó Rahmat. Los chicos escucharon un murmullo. A medida que el gentío aumentaba se hizo rumor ¡Es la embajada del Jeque, nuestro Hafez a regresado!, alguien, así, como al pasar. Cuando el jinete blanco se detuvo en el centro de la plaza, un segundo grupo de caballeros atravesó la puerta y hubo una ovación ¡Hafez, viva Hafez! Sólo su porte lo distinguía del resto; alzó los brazos y fue aclamado nuevamente: ¡Larga vida a nuestro conductor! Un lugarteniente le alcanzó un collar de anchos eslabones dorados, con un medallón. La tez aceitunada, la sonrisa joven, la barba color ala de cuervo, su carisma eran los verdaderos atributos, realzados por la joya. Sin dejar de responder los saludos, su caballo árabe se abría paso, lentamente, hacia el palacio, por la brecha abierta de guardias y gente. Los chicos miraban azorados. En eso, una voz conocida los sacudió: ¡Pichones sin plumas, crías de camelleros ignorantes! Son unos niños tontos que juegan a volar y no saben ver más que lo que mira la chusma, a la altura de sus narices... Los tres se sobresaltaron al ver detrás de ellos al derviche, pero más los asustó su cara. Una sonrisa extática, desorbitada, multiplicaba sus arrugas. Y cuatro dientes amarillos bailaban en un hueco, entre la barba hirsuta. ¡No me miren a mí, ni a él tampoco! ¿Por qué acudir al heredero, siendo que el ancestro está con nosotros? Dejen que los mire el Gallo Sasánida, ¡y aprendan a ver como él ve! Y dirigió su nudoso bastón adelante y arriba. En eso, el estandarte amarillo se desplegó y comenzó a ondear al sol. Un ojo de pupila rojiza los miró intensamente, por sobre la multitud. ¡Miren, miren!, dijo Zahída, con el corazón en la boca. Y sin que Rahmat pudiera evitarlo, Bulubul salió volando como una exhalación y se perdió de vista. Entonces vieron que el ojo era de un ave majestuosa, un gallo de pico soberbio y un halo por cresta. El ave del paraíso no podría tener plumaje más hermoso y sobre los reflejos irisados del cuello ostentaba un collar, semejante al que llevaba ahora el jeque. ¿Qué es un gallo sasánida?, quiso preguntar Hakim al viejo, pero él y su cabra habían desaparecido. Absortos ante tantas impresiones, los chicos se dejaron llevar por el movimiento de la muchedumbre y a poco se encontraron, otra vez, cerca del atrio del palacio. El gran visir permanecía aún allí, con sus amanuenses. Hierático y grave, esperaba que concluyera la cálida recepción del jeque y que éste reparara en él, para devolverle su cetro. Pero Hafez no parecía tener ningún apuro.


XIII
El primer impulso lo llevó alto, muy alto. Tanto, que desde allá arriba, la ciudad era un cofre abierto en la arena. Y, a través del velo de tenues nubecitas, las casas alineadas semejaban piezas de marfil; algunas cúpulas, zafiros y las cisternas, aguamarinas. La multitud, cuentas multicolores de collares, enredados en la plaza o desparramados por las calles. Los árboles, almohadillas de seda. Los jardines y huertos, arabescos de jade. Y, en el silencio de la altura, apenas sonaban las notas de cítaras, timbales y flautas de la fiesta popular. Pero, ni tesoros encofrados, ni cajas de música importan a un ruiseñor. Él sólo había tomado distancia para trazar su recorrido. Entonces, se zambulló, vertiginoso. Su primera parada, el campamento del oasis. En vuelo desaforado se metió en la tienda de sus amos, dio la señal con un canto de alarma y raudamente volvió a partir. Bajó en el mercado y, en el lenguaje de los pájaros, convenció a tres codornices y tres palomas de que lo siguieran. De un establo, reclutaron a un grupo de corzos que picoteaban forraje, entre bosta y patas de dromedarios. Enseguida se les sumaron dos perdices, al pasar por un olivar, y un gavilán cuando atravesaban las almenas del fuerte. Después volaron lejos, hasta el cementerio. Sobre las ramas secas de un alcornoque, encontraron a cuatro cuervos, dos buitres y un halcón, custodios de osamentas. Más allá, perduraban las ruinas de un templo de Zoroastro, guardado por seis ibis egipcias, parecidas a cigüeñas negras; también se incorporaron al grupo. En heterogénea formación, volvieron a la ciudad. Se posaron en los tamarindos y granados del palacio, llenos de brotes. Las favoritas del jeque paseaban su piel blanca y vestidos de seda por el jardín. Cantidad de calandrias y cuclillos se cruzaban con ellas entre azucenas y el aire rebozaba de perfume y cantos. Bulubul repitió el suyo y una bandada levantó vuelo, arrastrando también a un faisán. Unas garzas los saludaron desde el estanque con su graznido, demasiado grandes para seguirles el paso. Dieron un rodeo mientras volaban bajo sobre el leprosario. Desde un algarrobo, tres búhos los seguían, fijas las miradas de gatos con plumas. También ellos fueron convocados y levantaron vuelo. Por fin, a la vista de la cúpula azul truncada por el rayo, el ruiseñor volvió a cantar con toda su fuerza, esta vez en su propio dialecto. Enseguida comenzaron a llegar los de su especie, de todas partes. Y se formó una nube color ruiseñor, matizada por el plumaje variopinto de sus compañeros. Entonces sí, la bandada enfiló, resuelta, hacia la plaza del palacio real. Y la infinidad de alas, fueran pequeñas o majestuosas, ya planearan o batieran, hacían gemir el aire y el soplo del desierto se abría a su paso como las olas ante la quilla de un bajel.



XIV
¡Zahída, Hakim, Rahmat! ¿Nadie ha visto a tres niños con un burro? Los padres, preocupados, ya buscaban entre el gentío a sus incorregibles hijos. ¡Por favor! Los muchachos visten chalecos de piel de camello y mi niña una yasmina celeste, ¡ayúdennos a encontrarlos! Una vendedora de frutos los había visto bajo la encina; hacia allí se dirigieron. En tanto, una fuerza invisible parecía emanar del gran visir y su cohorte y repeler a la multitud, que dejaba un espacio vacío alrededor del atrio. Detrás del círculo humano estaban los niños y su burrito. Los intrigaba la viril austeridad del jeque, el disfrute del pueblo y sobre todo, el misterio de su heráldica. ¿Por qué un gallo? ¿Quiénes eran los Sasánidas? Un estudiante se compadeció de su curiosidad. ¿Cuál es tu nombre? Me llaman Alí. Sentados en las escalinatas con las cabezas juntas, ellos se aislaron del bullicio circundante para escuchar el relato. Las raíces del país se hundían en el pasado, a través de cuatro dinastías. El Islam ya era un imperio cuando apareció la cuarta, ¿y a que no adivinan, chicos, el nombre de esa familia? ¡Los Sasánidas! Ellos, al unísono. ¿Y de dónde venían? Mmmm, no sabemos. Es que nadie lo sabe con certeza. Quizás del Farsistán. Lo cierto es que su civilización fue persa, su dios Zoroastro y sus rivales, los romanos. ¿Y el gallo?, lo apuró Zahída. Un rebuzno alargó la interrupción. Rahmat dio al asno un puñado de heno. La clase prosiguió: aquella dinastía tuvo su texto sacro, el Avesta, o Libro de los Reyes. En sus páginas, el Gallo Blanco es el compañero de Sraosha, el ángel que defiende al hombre de los demonios. Su canto anuncia la llegada de la luz y es símbolo de la realeza. Y el jeque Hafez fue sabio al preservar la llama que encendieron los Sasánidas, sus antepasados. Zahída miró con asombro la imagen del estandarte, que brillaba al sol. Pero siglos antes, advirtió el joven, hubo una época tenebrosa. El buen rey Tahmurés había conquistado a los demonios y éstos le enseñaron la escritura. Pero su reino fue usurpado por Zahak, de cuyos hombros, dice el Avesta, brotaban dos serpientes, que debían ser alimentadas con carne humana. Era uno de los hombres-diablos, de la raza de los Divs, llamados los Oscuros. Ahora, adivinen: ¿de qué estirpe descienden el gran visir y sus secuaces? ¡De los Divs!, unánimes, los chicos. ¡Qué alumnos tan despiertos! Estoy tan conforme, que no voy a cobrarles la lección. Justo cuando una trompeta llamaba a ceremonia, algo empezó a oscurecer el sol y el aire, a formar remolinos de polvo.


XV
Un ruido extraño precedió a la sombra, como si el mar de Arabia se hubiera arrimado hasta las murallas de la ciudad, o las nubes se hubiesen juntado para susurrarle a la tierra. Todo el mundo miró hacia el cielo, y vieron algo semejante a una manga de langostas que descendía sobre ellos. El zumbido se volvió ensordecedor y las langostas, colosal torbellino de alas y plumas. De la multitud se elevaron clamores. ¡Son pájaros, es un prodigio! ¡Sí! ¡No! ¡Un castigo del infierno! Algunos empezaron a correr, otros se postraban o elevaban sus brazos a lo alto. La guardia cerró filas alrededor del jeque y los arqueros apuntaron con sus flechas a la tromba de pájaros. ¡No! ¡Todos, bajen sus armas, quietos y en silencio!, se escuchó su voz firme. El visir se puso tan pálido que hasta sus ojeras se blanquearon. Las aves trazaban un veloz remolino alrededor de la plaza. En tanto, Iljaní y Anizé, de la tristeza al estupor, vieron que un viejo harapiento y una cabra flaca los miraban. ¡Si buscan a sus amores, sigan a los ruiseñores! ¡Há, há, háááááá! A pesar del susto, ellos recordaron el canto de Bulubul. Y en ese preciso momento, la bandada de los de su especie se desprendió de la nube de pájaros y siguió a su líder, cerca del palacio. Ellos los vieron descender y allá fueron, ansiosos. El tornado de aves se desmembraba. Las de rapiña se posaron sobre la lanza del estandarte y su travesaño, dispuestas a custodiar la efigie del gallo de leyenda. Las de plumaje regio fueron a adornar el cortejo del jeque Hafez. Las más pequeñas y juguetonas volaban raudas sobre el séquito del gran visir. Y saludaron a los funcionarios, dejando caer unas florcitas blanquiverdosas sobre sus tenebrosos atuendos negros. ¡Jamás he visto tantos bulubules juntos!, decía Rahmat. ¡Qué hermoso!, repetía Zahída y miraba a Hakim, mudo y exultante. Los ruiseñores, por cientos, alrededor y encima de ellos, hacían que todo el mundo los mirara. Y también a Bulubul, parado entre las orejas del asno. Orgulloso de semejante liderazgo, hinchaba las plumitas del pecho. Pero el momento era sólo una tregua, antes de la próxima batalla. Y, con un simple gorgeo, llamó a zafarrancho de combate.

XVI
Dada la señal, un montón de sus hermanos volvieron a revolotear, pero sólo alrededor del borrico. Y un puñado de ellos se subió al lomo. Cada vez más inquieto, empezó a sacudirse y el ruiseñor, a picotear sobre las ataduras de la carga. Entonces, el resto lo imitó. Se escucharon rebuznos de protesta. ¡Bulubul!, gritó la niña, ¡Quedate quieto, pajarito!, ordenó el dueño. Pero arreció el ataque y el burro, cargado como estaba, empezó a saltar y a dar coces. La gente retrocedió y el animal salió disparado hasta el centro del espacio vacío, frente al atrio. El jeque y su comitiva el visir y sus lacayos el pueblo reunido y los tres niños. Todos miraban asombrados los corcovos del pobre burro, cuando la banda de ruiseñores se dispersó. Sólo sobre la grupa, pequeño domador, Bulubul resistía. El burrito paró, agotado. Entonces el pájaro miró en derredor, desafiante o en busca de testigos, y le dio un picotazo al cordel de la carga. El hilo se cortó con el restallar de un látigo, las alforjas se abrieron y el hato de heno se aflojó. Hubo ruido de piedras cayendo y tañir de metales: un verdugo gigante e invisible arrojaba su cimitarra sobre el empedrado. Libre del peso, el burro corrió con sus amos. El silencio absoluto duró un segundo. Después, un ¡ooooooohhhhhh! se extendió a través de la multitud, del centro hacia fuera, y regresó como eco desde las murallas. Sobre el piso de la plaza, en medio de todos, yacían los pedazos de un cielo oscuro, estrellado de plata. Y una preciosa, enorme, media luna de oro. En la concavidad de la lámina y en los bordes, resplandecía el sol de la tarde. Y en el centro, orondo como un conquistador, Bulubul parado sobre su propio reflejo. Miró a los chicos y entonó un trino que sonaba a gloria. Pero, ¿quién comprende el lenguaje de los ruiseñores? Quizás, proclamaba su derecho al botín. O quizás, invitaba a alguien a compartirlo.

 


XVII
Al principio, nadie se movió y, al aquietarse el rumor de las aves, sólo quedó el viento. Quien habló primero fue el Gallo Sasánida, con la voz de una ráfaga que hizo flamear, violenta, el estandarte amarillo. Zahída sintió subir, cálida, esa onda por su espalda. De sus ojos muy abiertos voló, en libertad, una bandada de sorpresa, miedos y dudas. Y echando hacia atrás su chalina, avanzó a paso firme hacia los escombros de cielo, en medio del espacio vacío. Los chicos querían que los tragara la tierra. Allí parada, miró hacia el palacio, al gran visir y su grupo, mientras Bulubul, de un brinco, se posaba en su hombro. ¿Qué quiere hacer tu hermana? ¿Cómo querés que lo sepa, si está loca? Entonces, Zahída se agachó y comenzó a levantar, con gran esfuerzo, la media luna. Ya corrían hacia ella Hakim y Rahmat, sin escuchar el clamor de sus padres, que llegaban en ese momento. ¿Qué querés hacer? ¡Ayúdenme! Entre los tres elevaron el arco lunar. Sus reflejos bailaban en todas direcciones y lo mantuvieron en alto. Zahída casi gritó: ¿Querías la luna, señor visir? ¡Aquí te la traigo! ¿La querías antes del creciente? Te la traemos nueva, ¿Te gustaba con cuernos? Ésta los tiene, como una gacela joven, ¿Me mandaste al cielo? Hasta allí volé ¡y te traje algunos pedazos! Miró a Rahmat. Él, poniéndose colorado, alzó una laja. Pero entonces se animó: su brazo regordete levantó, bien alto y para que todos lo vieran, el lapislázuli estrellado. Y ahora, si tu justicia es justa, señor visir, nos devolverás, a nuestros padres y a nosotros, lo que nos corresponde: nuestra honra ¡y nuestra libertad! Nadie daba crédito a lo que escuchaban y veían. Menos aun el visir. Sus oídos no toleraban ser humillados por la vocecita infantil y, con la mano, se cubría los ojos: el reflejo del sol en la hoja de oro le daba directo en la cara. El jeque hizo un gesto al secretario Rashid. Éste, rápidamente, rescató de entre los trozos de piedra azul, un rollo de pergamino y se lo alcanzó a su jefe.


XVIII
En eso, los padres llegaron junto a los hijos y los ayudaron a bajar la carga. Después, permanecieron de pié tras ellos, en silencio. Sólo el zumbar del simún crecía; soplaba del desierto, en dirección al palacio. Y el chal de Zahída ondeaba hacia el hombre de negro, señalándolo. Parecían alas celestes que mantenían un reclamo sin palabras, cómplices del viento. De pronto, aferrado al cetro, el viejo alzó la voz: He aquí un ejemplo de barbarie: hijos que superan a sus padres en la falta de respeto y la burla. Comenzó a gesticular. ¿Qué puede esperarse de estas tribus sin escuela ni patria? ¿Acataron alguna vez lo sagrado? No, su único dios es el tintineo de las monedas, ignorantes de la Religión. Tenían un juicio; agregan un sacrilegio. Y apuntó con el cetro en derredor ¡Pongo por testigo al pueblo de la Ciudad de la Cúpula y a sus autoridades! ¿Acaso no estaba en su poder nuestro tesoro? ¿No quiso Dios que quedara al descubierto su culpa?...¡Dios es grande!, recitó su cohorte....En un arrebato, sacudió la toga, salpicando guano sobre la gente. Ustedes mismos lo han visto: son ladrones que reclaman justicia y honra. La honra les es ajena, ¡pero justicia se les dará! Ni juicio hará falta, porque se han condenado. Esperarán su suerte en prisión ¡Guardias, a ellos! Un piquete de lanceros se dirigió, a paso vivo, hacia los acusados y los rodeó. De nada valieron los sollozos de Anizé, mientras les sujetaban las manos con un mismo cordel; tampoco las protestas suplicantes de Iljaní, diseminadas por el viento creciente. De un tirón, los arrastraron al encierro. El jeque volvió a llamar a Rashid; pidió un papel y redactó, perentorio, una nota. Después de entregársela y comisionarlo de urgencia, se aprontó para recuperar su cargo.


XIX
Los guardias de pecheras negras ya despejaban el camino de los reos entre el gentío atónito. En ese instante, alguien se abrió paso en sentido contrario y salió al llano. Lo seguía un caprino blanco. Se detuvo donde había estado la niña. Entonces, el anciano visir presintió que el tiempo de la humillación no había terminado ¿Quién te enseñó tu justicia, maldito? A vos te hablo, el que no sabe sostener un cetro y lo usa de garrote contra los inocentes. ¡Y ni siquiera es tuyo! El viento silbaba y hasta la cabra se paró, desafiante, sobre el cielo roto. ¿Quién es ese infeliz? Hubo murmullos entre la multitud. Alguien, al oído, dijo al Oscuro que quien lo insultaba era un derviche, mezcla de mendigo, mago y poeta. Y la gente solía cuidar a los de su clase. Se decía que él ya estaba allí cuando la ciudad fue fundada, y también el animal. No tenía nombre ni edad, pero era conocido por todos. Siguió con su invectiva: Mis harapos huelen a azahares comparados con tu alma. Verdugo de niños, sabés que no tienen culpa. ¡Háganlo callar! El viento aullaba. Te creés lobo en el gallinero, pero las gallinas te desprecian: ellas se comen a los gusanos. Salvo a los venenosos, a esos los aplastan. ¡Callate, o te hago cortar la lengua! El viento rugía. Todos aquí conocen mis poemas, excepto vos. Hasta mi cabra , con un palo atado a la cola , es capaz de escribirlos. Uno de sus versos quedó sobre la nieve, justo donde ahora yace la luna; seguro lo viste desde tu ventana, ¿lo recordás? El funcionario levantó el cetro. ¡Por última vez, te ordeno callar! Béééé, béééééééé, le contestó la cabra. ¡Há, háááá!, ya ves, una cabra capaz de recitar, ¿obedecerá, acaso, a un reptil? Pues yo tampoco:
                                                               
                                                                                                         En lo alto del tiempo se escuchó
                                                                   El canto del Gallo Blanco, único vigía despierto al alba.
                                                                  Porque la luna nueva cae de la noche y nievan estrellas.
                                                                             De la Ciudad de la Cúpula clamó a Sraosha:
                                                                                 El relámpago negro desmembra constelaciones.
                                                                                   Y los Oscuros medran con la oscuridad.
                                                                                   ¿Podría, acaso, solo, el Gallo Sasánida,
                                                                                       levantar lunas, repintar el cielo?
                                                      
                                                                                                    Me llama el anunciador de la luz.
                                                                             Cordel de arco en guerra, vibra nuestra alianza.
                                                                             Ve, brillo de mis ojos, porque el ave necesita alas.
                                                                                              Llévate el ejército de arco iris.
                                                                                                    Busca en el silencio una leyenda
                                                                                                        Y en la leyenda las palabras.
                                                                                       Átalas en ramillete con cuerdas de laúd
                                                                                        Y en el corazón de la Ciudad
                                                                                       Suéltalas como pájaros y flechas.
                                                                                      Bendigo tu blasfemia, celebro tu rebeldía.
                                                             Haz que enmudezcan los cuchicheos debajo de los capotes
                                                            Así se cuidará de tu inocencia la dureza de los cerrojos...
Con la mirada, el visir fulminó al arquero de la custodia: ¡Quiero que lo silencies, ya! El brazo del harapiento lo señaló:
                                                                  ...El vino dulce está pronto para la libación.
                                                                Buen precio es rasgar un odre de piel añeja,
                                                               Con tal de disolver el óxido negruzco
                                                               Y así se destrabe la maquinaria sutil de los astros.
                                                               Desde allá vino alguien a traerme un signo:...
Un zumbido, a contraviento.
...Un ángel descendió aquí, antes de la primav...

El derviche cayó sobre la cabra y su lomo blanco se tiñó de rojo. Tenía una flecha atravesada en la garganta.


XX


Se escucharon gritos, comenzó un tumulto. El viento se enardeció y turbantes y gorros volaban por doquier. La furia del aire convirtió el estandarte en velamen de barca a punto de naufragar. El abanderado tuvo que pararse sobre los estribos para sujetarlo. Justo por encima de su mano, un soplo violento rompió el mástil y su lanza voló hacia adelante. Saeta enorme, llevaba por penacho un revoltijo de lienzo y se clavó entre los goznes del portal. Aún vibraban las maderas cuando la tela amarilla, desplegada por el golpe, descendía suavemente sobre los hombres y sus gritos de terror. Hafez y los suyos se empeñaban en aplacar los nervios de sus caballos, ellos mismos atónitos por los hechos. En medio del gentío en retirada, algunos esbirros del visir eran
bultos temblorosos bajo el paño; otros ya huían arrastrándose. El jeque desmontó y subió la escalinata. Semejante al rollo de un temible bando dado a publicidad, la figura heráldica colgaba, sostenida por la lanza contra la puerta. La punta de bronce besaba el pico del Gallo y, sobre la tela allí perforada, crecía lentamente una mancha negra. De un tirón, Hafez descorrió la tela. Se encontró frente a un gigantesco murciélago, desplegadas las alas membranosas de su capa. Tenía la cara del gran visir y la mirada ciega de los seres de la noche. Un fluido negro caía de la boca y orlaba la lanza en su pecho. No hubo cánticos en la ceremonia del descubrimiento; sí, aullidos. El cetro real estaba en el suelo, manchado por el mismo líquido. El rey lo quebró con su sandalia, bajó la escalera de piedra y recogió el bastón del derviche. Hizo un par de caricias a la cabra y ella lamió su mano. No se tu nombre, pobre animal; tampoco conocimos el de tu dueño. Bééééé, sacudió las orejas. Él dejó su sangre en tu cuero. Poco consuelo puedo darte: agua y heno fresco. Si su cayado va a ser mi nuevo cetro, es justo que me ocupe de vos. Conseguiremos quién te cuide. Caía la tarde. El viento declinaba y había sangre sobre el empedrado. Hafez levantó la vista y miró el panorama de la plaza. Sólo quedaban allí milicianos que guardaban silencio. Ocúpense de los muertos. Yo, por mi parte, dispondré que sean honrados por los vivos, cada quien según su mérito. Entonces, se puso en marcha a pie y la cabra lo siguió.


XXI
El secretario alcanzó a los carceleros cuando chirriaba el portón de hierro de los calabozos. Se interpuso en su camino y les espetó: ¡Tengo órdenes nuevas! Y señaló a las cinco tristes figuras. Ellos no van a las mazmorras; permanecerán en un recinto, dentro del palacio. Le contestó el cancerbero jefe: No juegues con tu buena suerte, edecán. ¿Acaso el gran visir no fue claro? Rashid extendió el papel. Esta es la voluntad del Jeque, con su sello: que los desaten y me los entreguen. Los guardianes titubearon. ¿Acaso Su Alteza no es claro? Esta gente queda bajo mi tutela. Entonces, los liberaron. Aquellas palabras resultaron un bálsamo para los niños y sus padres. Y, aunque maltrechos y sin ganas de hablar, se empeñaron en seguir el paso rápido del secretario. La buena comida y lo confortable de la sala ayudaron a que recuperaran el ánimo. Su Alteza los recibirá por la mañana. ¡Que tengan buen descanso!, los despidió Rashid, con un guiño. Acurrucados sobre mullidos almohadones, los cinco cayeron, rendidos por el sueño. Un perfume de azahares se filtró por una ventanita, que hacía de marco a la silueta de un ruiseñor. La luz del amanecer los despertó. Allí, a su alcance, encontraron pan, queso, frutas y un cántaro de agua fresca.


XXII
Zahída fue la primera en hablar: Anoche tuve un sueño. Los cuatro prestaron atención. Alguien me despertaba en medio de la noche. Entraba luz por la ventana y vi a una mujer. ¡Shhhtt!, vení conmigo, Zahída. La manera como susurró mi nombre me hizo acordar a Telassim. Siempre me había gustado su andar y así caminaba mi visitante; tenía que ser ella. ¡Há há!, la interrumpió su padre. ¡La bella Telassim! Lo decía tu tío: “En ella hay dos mujeres, cortadas por la cintura: arriba, la princesa de un friso egipcio, estricta y angulosa; abajo, una alta copa de carne y hueso; se mueve como vino dulce recién servido. ¡Deja que Zahída siga contando!, dijo Anizé. Pues bien, sí, se movía callada. Salimos al jardín. Nos sentamos al lado del estanque y el cric-cric de los grillos. Y por primera vez ví su cara: sonreía feliz y me apretó contra su pecho. Sentí que el claro de luna también venía de ella, de su sonrisa, y temí un encantamiento. Pero repitió mi nombre y me abrazó otra vez. Sos Telassim ¿no?, es lo que me atreví a decir. Dijo que sí con la cabeza y entonces noté su cabello, suelto y largo. La chiquita de los libros misteriosos, aunque sin velo y ya hecha una mujer. ¡Quisiera ser tan linda, cuando sea grande! Me tomó las manos. Zahída, no tengas angustia, ni miedo. El visir ha muerto, después de perpetrar su última injusticia. Un croac, croac se zambulló entre los nenúfares y nos salpicó gotitas frías. Y conozco a Hafez, el Jeque. He vivido en la Ciudad de la Cúpula y pude haber sido su favorita. Enseñé la ciencia de Omar, sobre los astros y las cifras. Y aquí aprendí de alfabetos, escrituras y poesía. Aunque, al fin, elegí las montañas a la corte, y la compañía de un pastor a la de un rey. En eso vi, sobre un capitel de mármol, el triángulo de un reloj de sol. Cuando eras muy pequeña, tu familia fue mi familia...¿Cómo es eso? Yo sólo recuerdo tu cartapacio lleno de pergaminos y un compás y... ¡Ah, sí! Un regalo de tu padre. Llevo en mi corazón aquellos recuerdos; y quiero que lleves algo mío junto al tuyo. Se quitó una gargantilla plateada de la que pendía un medallón, igual al reflejo blanco del estanque, y lo puso en mi mano. Se oyó un batir de alas dentro del follaje de un árbol. Había una vez, en las montañas donde vivo, una cabra que era inmortal. En su eternidad, se había convertido en poeta y ella misma berreaba sus versos. Mi ciencia nunca pudo penetrar su misterio. Tengo uno para vos:


XXIII
                       Soy pura caída.
                         Frío, blancura, mortaja del mundo.
                              Pero no me temas; si acercás mucho tu pupila trémula,
                                              Verás que soy toda flor, jardín inconmensurable,
                                                   Primavera en invierno, desde el pozo de los siglos.
                                                         Desde allí canta el de plumaje blanco, de cuello irisado.
                                                                 Sé que me toca partir: anunció tu llegada.
                                                                    Me disuelvo en el suelo, para que afirmes tus pies,
                                                                      Ángel caminante y sin alas.
                                                                       ¿Se las prestaste a él, y él te prestó sus ojos de rubí?
                                                  Ahora podrás ver tesoros
                                        Que sólo se ven desde muy alto o de muy cerca.
                               Me alegra que vinieras, ¿ te cuento mi secreto?
                      Mis flores son estrellas, no huelen a azahares,
                Son puro azar, junto al perpetuo número
            Seis de hielo de sus pétalos.
                 ¡Te cuento otro! Cuando cayó la luna,
                     No me dolió su filo: no tengo sangre que anegue mis heridas.
                           ¡En vez, derramé fulgores, y delataron mis entrañas azules!
                                   Pero no me importa: antes que princesa, prefiero ser cómplice,
                                  Leyenda antes que realeza.
                            Desorientar a las horas y las piedras,
                     Cubrir, en silencio, las huellas, irme sin dejar vestigio;
                 Disfrazarme de cabra, turbante, perla, claro de noche.
             O gallo anunciador de su propia partida.
    ¿Quién sabe? Quizás quiera quedarme en la luz que declina.

Una estrella fugaz cruzó el cielo ¡Mirá, mirá!, y desapareció en el resplandor lunar. Tengo que irme. ¿Ya te vas? ¡no terminaste tu poema!, protesté. Tuve otro abrazo y un beso en cada mejilla. Sonrió y dijo: Te lo enseñé para que vos lo sigas escribiendo. Y partió, rápida y sin ruido. Todavía se dio vuelta una vez más: ¡Estaré esperándote el próximo invierno! Los pastores de carneros, al oriente de las ruinas del templo... Casi corrió... ¡Preguntales por mí! Y vi todavía el blanco de su vestido, como una flor nocturna entre las hojas de espadaña, cuando Telassim ya no estaba. Miré al reloj, libre de hiedra. La luz de la luna no hacía sombra sobre el cuadrante. ¿Será que un reloj de sol no sabe marcar el tiempo de la noche? Y pensé, otra vez, en magia. Un arroyito de luciérnagas me guió, de regreso, a la galería. Ya en la oscuridad, no veía nada; para llegar hasta mi cama, seguí la fragancia del sándalo. Y cuando quise soñar con lo que había pasado, me desperté. Sólo brillaban las chispas de los sahumerios, la noche era oscura y todos dormían, menos yo.


                       





XXIV
A Su Alteza
Los hijos de los de los hijos del Khan te escribimos esta carta porque no nos creyeron cuando hablamos.
Sabemos que, en la ciudad, lo escrito tiene más valor que lo dicho. Pero nosotros dijimos la verdad y ella merece ser escuchada. Eso te pedimos: que nos escuches.
No somos mentirosos: desconocemos quien escribió sobre la nieve.
No somos ladrones: el Destino, o Dios, quiso que el tesoro de la ciudad quedara a nuestros pies. Aquí te lo traemos, hasta la ultima estrella. Lo custodiamos como ciudadanos que aman a su ciudad, a su hermosa torre y a su gente y los pájaros y el ruido, comprar en el mercado y jugar en la plaza.
Y amamos, sobre todo, a nuestros padres, como ustedes a los suyos. No son culpables, no merecen castigo alguno.
Acampamos fuera de las murallas porque tenemos por patria las dunas, allí somos libres como el viento. Nuestro hogar son las tiendas y nuestros carruajes, los camellos.
No somos ignorantes: sabemos escribir al Soberano. No somos injustos y esperamos tu justicia.
Te saludamos, Alteza. Saludamos al Pueblo de la Ciudad de la Cúpula y deseamos, de corazón, que sea feliz y se libre de sus enemigos.
Zahida y Hakim, hijos de Iljaní, y Rahmat, hijo de Anizé, camelleros de la tribu Jan, escribieron esto junto a la fuente de la encina, el último día del invierno, muchísimos años después de la Hégira.




XXV
El secretario volvió a enrollar el pequeño pergamino. Hubo un silencio de instantes, nervios, simpatías y distancias. El jeque acentuaba el clima: gesto de meditación, alternado con pitadas a un narguilé, a la derecha de su sillón de cuero. Rashid le entregó la carta y todos los ojos se detuvieron en él. Entonces, se oyó cantar un gallo. Regresé a mi ciudad y a mi gente porque necesitaba un signo. Y dejé a muchos esperándome allá. Su seriedad se volvió una sonrisa franca: ¡No crean que es fácil adueñarse del tiempo de los soberanos! El tono confidente acabó con todo resquemor. Imaginen la Asamblea, una reunión de jefes del país: por las provincias persas, dieciséis sultanes; y el doble de jeques y visires, por las ciudades grandes de la Mesopotamia. Está escrito que todo tiene su tiempo. Y no quedaba nadie en la asamblea que no hubiera hablado, excepto vuestro jeque. ¿Debía votarse un impuesto, de las ciudades a las caravanas, por acampar junto a sus murallas? Y las tribus nómades ¿no se hacían deudoras por el uso de los oasis y el ingreso a las calles y mercados? Volvió a chupar la boquilla; volutas de humo azul lo envolvieron. ¡Y eso no es todo! Los más influyentes, los gobernadores de Jorramabad, del Arabistán y el valle del Tigris, bregan aún por trazarles una ruta fija, tras los montes Savah. Ya saben: ¡quien encuentra allí un manantial, debe ser tenido por profeta! Alegan que los trashumantes, por la libertad de costumbres, son mala influencia para los ciudadanos. Los acusan de ignorantes y de impureza religiosa, por frecuentar infieles, a causa del comercio y el cruce de demasiadas fronteras. Arqueó las cejas y mostró las palmas de sus manos. La verdad es que sus tierras son muy fecundas, muchas ciudades tienen puertos visitados por las flotas africanas. Todo lo que producen sube y baja por sus ríos y el mar de Arabia. En la balanza de sus intereses, el agua pesa mucho más que la arena. No necesitan a las tribus de las dunas; por eso, buscan excusas para despreciarlas. La mirada de halcón sabio recorrió, lentamente, su auditorio. Les mostré el cuarto creciente; no cierren ahora los ojos al plenilunio: también es verdad que las ciudades del desierto dependemos de esa prosperidad. Por siglos, hemos comido los frutos de la media luna fértil y nuestros caballos saben cómo cruzar la montaña para llegar hasta ellas. ¿Sería yo prudente si ignorara su poder? Zahída se reclinó sobre el hombro de su padre, Bulubul pio varias veces porque Rahmat lo apretujaba de nuevo y, en sus corazones, renació cierta inquietud.

XXVI
Está escrito: "todo tiene su tiempo". Pero también: "un soberano, que debe tomar una decisión considerada grave para su pueblo, tiene derecho a retirarse tres días." El voto de la Ciudad de la Cúpula era decisivo y, en su nombre, reclamé mi prórroga. Me regocija recordar los rostros del sultán de Dizful, el sayed de Tabriz, el imán de Bagdad y los de otros visires, expertos en obsecuencia, cuando la Asamblea me otorgó el plazo. Miró a los niños. Así fue que volví a mi ciudad y a mi gente, buscando un signo. Y lo encontré. Pero estaba murallas afuera: ustedes son mi signo. Ya he decidido mi voto en la asamblea: las tribus y sus caravanas son bienvenidas en nuestro reino... El entusiasmo de sus oyentes, que saltaban y vivaban, lo interrumpió... y en esta ciudad. Y lo seguirán siendo en adelante. Supe de la actuación de los sicarios, dentro y fuera del Palacio. Hasta sufrimos una emboscada en el trayecto de regreso. En verdad, los acontecimientos de estos días fueron prodigiosos, terribles. Mi silencio dio frutos: sé que arriesgo el equilibrio del poder en Persia, pero nada duradero se construye a costa de la justicia. ¡Viva el Jeque! ¡Sí, que perduren él y la memoria de los antepasados! Me sentí desfalleciente, lo confieso. El poder, como la arena, pueden hacer del Rey del Mundo, sólo un hombre que sucumbe de sed. Pero la fuerza de nuestro linaje nunca me abandona: aún en el espejismo del desierto, un ave me indica el camino al próximo oasis. ¡Qué extraño!, pensó Hakim. Tiene su collar, pero no el medallón del Gallo Blanco. Debo volver a la Asamblea, en Bagdad. Antes, quiero que conozcan siete decisiones:
Tráiganme mi sello.


Primero, la misiva de los niños, prueba de su inocencia y educación, será publicada como bando real para conocimiento de todos.

Segundo, se prohíbe la caza y cautiverio de ruiseñores en nuestro territorio.

Tercero, se entregará a los camelleros el cofre de monedas sasánidas, como indemnización

Cuarto, los arquitectos de palacio restaurarán la cúpula de la torre. Y nuestros astrólogos elegirán tres estrellas, aquellas que acompañen el destino de estos niños, para que sean sus talismanes.

Quinto, designo, para tutelar a la cabra de nuestro derviche, a Zahída, si ella lo acepta, porque tiene la ternura e inteligencia requeridas.

Sexto, el cayado del dueño del animal será, desde hoy, mi emblema de poder; espero que la sabiduría depositada en él me asista en mis decisiones.

Séptimo, se proveerá a la caravana de todo lo necesario para que ya no demoren su partida.


¡Que viva tu prudencia!
Y padres e hijos se separaron del estrecho abrazo para saludar a Hafez, que venía hacia ellos, fuera de toda ceremonia.



XXVII
El cielo no lucía su azul aquella tarde. Y el oasis había perdido el color de palmeras, olivos silvestres, sauces y plantas de agua. El apacible lugar de las tiendas de la mañana se había convertido en un revoltijo de bestias, gente y bultos de toda clase. En vertiginosa tarea, levantaban campamento y una nube de polvo y briznas de paja. Todo tenía color terracota y el sol parecía rojo. ¡Hijo de perra!, gritaba Abdul, ¡que arda tu padre y te lleve el lavador de muertos! El arriero sonreía malicioso al escuchar a sus espaldas los insultos; ya había puesto distancia, de regreso a la ciudad, después de venderle dos caballos inútiles al incauto de la tribu. ¿Tu burro carga sebo de carnero? Vas con el grupo de Muza, ¡rápido! ¿Alguien más lleva zarzas o almendro a Teherán? Que arrime su camello, ¡ya! En medio del ruido, sonaron platillos y timbales. Corrían las mujeres y todos las siguieron; ellas se congregaron y, con sus chales a modo de colgadura, hicieron una calle. Detrás de un jinete escolta, un coche con banderín real se detuvo. Al ver bajar a un desconocido, se hizo un repentino silencio: era Rashid, el secretario. Pero él permaneció respetuosamente junto a la puerta, mientras bajaban Iljaní, Anize, Hakim, Rahmat y Zahída. Entonces volvió la algazara y el festejo. La noticia de su libertad y reivindicación los había precedido. Y la apoteosis: el padre de Zahída levantó el cofre y mostró las monedas de los Sasánidas, prenda de amistad entre la Ciudad y la tribu de los Jan. Se agregaron panderetas, castañuelas de cobre, caramillos y flautas. ¡Benditos ustedes y sus hijos! Y muchos acusadores, avergonzados, comentaron aquel proverbio árabe: “El principio de la ira es ridículo y arrepentimiento el final de ella”. Todo el mundo quería saludarlos, pero sus parientes los apuraban: ¡Vamos, sólo faltan las tiendas de ustedes! El grupo de Sáadi ya partió. Mientras los niños agitaban sus brazos y el coche del edecán se perdía en el camino, los padres se empeñaban en envolver bultos y preparar monturas.



XXVIII
A su alrededor, el caos fue, lentamente, ordenándose en hilera: la caravana estaba en marcha. Adelante, caballos, guardias, banderines espadas gallardetes lanzas escudos dagas. Muchos al paso, algunos trotes, un galope. Zahída, en cuclillas, ayudaba al padre. Miró a la multitud de cascos: de alazanes, pintos, azabaches, turcomanos. Recordó los caballitos de madera y el juego de la danza con alas... Hacía tanto tiempo... ¡Apenas dos días! Después, seguían los jorobados: camellos y dromedarios; los humanos: jefes, familias, ancianos, sirvientes, viajeros, sobre altos sillares; los verdes azules solferinos blancos anaranjados de trajes, tapices sedas quitasoles; el tintineo de narguilés braserillos alabastros porcelanas bronces. Sentada junto a su cabra, miraba pasar el alto bosque de patas: ¡Estamos como estaría Bulubul, en medio de un estanque repleto de garzas!. Detrás venían las bestias de carga: burros mulas jumentos onagros; los conducían mozos criados cocineros niños halconeros; transportaban blandos rollos de alfombras; racimos de botijos con azul de añil, azafrán, dátiles dorados, higos negros; fardos suaves de algodón y pieles y vellones; fragancias de menta regaliz manzanilla rosas. Mientras plegaba el último lienzo, observó las pezuñas grandes, los muslos grises y cortos. Bestias de carga. Pero nuestro burrito ¡bien se sacudió la suya, frente al rey y a todo el pueblo! Cerraba la procesión un rebaño de cabras, carneros, potrillos y otras crías. Y más atrás todavía, ya se disipaba la espesura del polvo. El oasis recuperaba de a poco el espejo de agua, el verdor, el remanso de su espacio vacío. ¡Chicos, a lavarse; tenemos que irnos! Presurosos, aprovecharon el agua fresca. Y sus manos deshicieron en mil ondas y brillos la última visión de la ciudad invertida. Un galope en el camino, otra pequeña nube: ¿Quién viene? ¿Alguien se retrasó en la ciudad?, se preocupó la viuda. ¡Alí, es Alí!, gritó Hakim, y la hermana y el primo también saltaban de contentos. El padre ya estaba pronto para partir: ¿Quién es ése? Alí es un amigo nuestro, padre; un estudiante. Él nos acompañó, hasta que fuimos presos. Y Zahída corrió a su encuentro. El muchacho desmontó de un salto y saludó a los niños. Por el jubileo de la ciudad, mi maestro me ha dejado visitar a los míos en Dizful. ¿Creen que sus padres me permitirán acompañarlos? Tengo un buen caballo. Has ayudado a nuestros hijos en dificultades, estamos en deuda con vos. Compartirás la tienda y la mesa con nosotros. Anizé asintió, sonriente, con una leve reverencia. Tenemos dos camellos, un asno, una cabra y tu alazán. Somos los últimos y ya es hora de partir. Declinaba la tarde y, por fin, se pusieron en camino.




XXIX
¡Dios los guarde en la Luz de Sus Ojos!
¡Bendiciones para la tribu Jan!
¡Son siempre bienvenidos!
Éstos y otros saludos amistosos recogieron, antes de flanquear el cementerio; era viernes y muchos ciudadanos regresaban de visitar a sus muertos. Atravesaron la portada ojival de Gumbat y se adentraron en el desierto, con rumbo al oriente. A veces, divisaban la cola de la caravana; otras, las dunas la ocultaban.
¿Cuántos rayos tiene la tuya, Rahmat? Cinco, pero no recuerdo su nombre. Y arrimó el camello, que también llevaba a su madre, al de Iljaní y su hija. Zahída leyó el nombre grabado en la estrella de plata: Altair, “El Águila que se precipita”. ¡Mmmm! ¿Será porque vió alguna presa, o porque ha comido demasiado? Prima, ya sabés que para él todo lo que se come es una presa. Y se oyeron carcajadas en el desierto.


En eso, Bulubul se asomó, justo bajo el cuello del dueño. ¡A ver la mía!; Hakim lanzó su amuleto con el cordel, como una honda y el padre lo barajó. Ella dijo: la tuya se llama Sadak, “Ventura de las Tiendas”, con
cuatro puntas grandes y cuatro pequeñas. ¡Cuanta responsabilidad!, ironizó Alí, su compañero de cabalgadura.
Falta la de Zahída, reclamó Anizé: La mía es preciosa, un astro de seis rayos: Alfeca, “La Perla desprendida de la Corona”. Vaya, vaya, ¡qué hijos maravillosos tenemos! Rahmat miró hacia atrás: vaya, vaya, ¡cómo me hubiera gustado oír eso hace dos días! Y entre charla y risas siguieron camino al Beluchistán. Ya se divisaba su espesa cordillera: estarían allí al caer la noche.
Dejaron atrás las ruinas zoroástricas. Hacia el sur, se veían unos montes romos. Zahída recordó las palabras de Telassim: “los montes más alla del templo”. No, fue sólo un sueño. Pero su corazón palpitaba bajo la camisa de paño. Metió su mano en el pliegue y sacó algo sólido. La luz del atardecer realzaba el brillo del medallón. Se quedó con la boca abierta: ¡Ella me lo dio, éste es mi verdadero talismán! Un gallo de oro lustroso, con un ojo de rubí. No lo puedo creer: ¡Miren, es el que llevaba Hafez en su cuello! Vamos, hermanita, ¡te lo regaló el jeque! No, les juro que fue Telassim, ya les conté que lo había soñado. La buscaré y le daré su estrella. Ella es la verdadera “Perla desprendida de la corona”. Pero ¿dónde buscarla, en la montaña, el año próximo? ¿o en mi próximo sueño?
Entonces, lo miró del reverso. Algún orfebre calígrafo había grabado casi una miniatura. Eran letras bellísimas pero Zahída no podía leerlas. ¿Qué escritura es ésta, Alí, la conocés? Él miró la medalla a la luz del crepúsculo: se llama escritura suspendida, es muy antigua. Y esto... parece un poema.
A partir de ese punto, el camino descendía a un valle. Zahída pidió a su padre detenerse un momento, para mirar atrás, antes de que las montañas ocultaran del todo el horizonte del poniente.



XXX
¡Vengan, vengan todos a decir adiós a la ciudad!
Su color ocre había variado al marrón oscuro. Detrás, ardía el cielo. Y bordaba una filigrana de luz anaranjada en los bordes de murallas, minaretes y cúpula.
Los demás se le unieron, en silencio; todos creyeron escuchar un lejano ¡kik-kiri-kííí! vespertino.
Y Alí supo que era el momento de leer:



                                                           Me
                                                       oculto
                                              en la lámina de oro,
                                     detrás de espadas y puñales,
                                     zarcillos de vides y diamantes,
                                                   de la escritura.
                             Lean mis labios en los ojos del Gallo.
                   Si apenas susurrara, los atemorizarían truenos.
                     Porque mi voz no es mía; son innumerables voces,
                      de sabios, amantes, inmortales, soldados, pájaros,
                                 reinas, pastores: una dinastía.
                 Voces pobladas de palacios, dunas, caravanas, tumbas,
                soles. Siglos: las horas de la primera jornada del mundo.
                      Me están leyendo: es que mi luz declina. El canto
                que escucharon incontables albas, se ha vuelto palabras
                  para ser leídas. Desde que anuncio mi primer ocaso,
                        la realeza tiene algo de leyenda; la sabiduría,
                                    de amante; la inmortal, de sangre;
                                 el rey, de mendicante; el ruiseñor,
                                   de águila y el ángel, de mujer.
                                  La nieve se refugia en la alta
                                    montaña, allende las ruinas.
                                La corona y el collar, ya pesan
                                 como lunas o piedras celestes
                                 y el invierno se acuesta a morir,
                                   más allá de la Ciudad de la
                                    Cúpula. Así se hizo el tiempo;
                                un mismo vestigio les dejamos,
                                            suspendido
                                 en la víspera ardiente: una
                               pestaña blanca, una pluma,
                                        un borde de plata,
                                  en la punta de la lágrima azul,
                                 depositada sobre la torre mayor.



Zahída, a través del agua de sus ojos, se detuvo en la silenciosa mirada de la cabra. Esos globos tristes guardaban un misterio. Y reflejaban, desde el oriente, la primera estrella de primavera.