martes, 12 de junio de 2012

Textos de Víctor Dupont, marzo-junio 2012


VARIACIONES SOBRE EL SÉPTIMO SELLO

Mientras La Muerte se ahogaba, el Caballero se  apresuró hacia un árbol. Su vista, nublada. Su armadura, brillante. Se sintió ridículo por apurarse. Se sintió ridículo por pensar, se sintió ridículo.  Había pedido tiempo. Tiempo, palabra preciada. Tiempo, tiempo.  Sabía: como si la tormenta a pleno sol durara para siempre o siempre volviera a encontrar esa lluvia, ese árbol, tras ganar la partida de ajedrez.


  
NOCTURNAL DE LA SIRENITA

Denso, críptico, desolador: detrás de las paredes,  un acorde. Con la sonoridad de un piano de cola, dedos enérgicos: paaaam... Y se sostuvieron las notas por largo rato, como si varios pies hubieran apretado el pedal. Me desperté con sorpresa. Jamás vinieron ruidos del departamento de al lado. Por eso, mi marido me decía:
-Yo creo que están inmóviles todo el tiempo, encerrados en su silencio.
La noche tenía el olor de los árboles. En esa época, apenas podía entrar en mi habitación, con mansedumbre, relajarme un poco y dormir. Mi casa olía muy bien. Perfumes de hojas o a ramas secas. Y un día – el día incluye la noche – el acorde, detrás de las paredes, denso, críptico y desolador. Mi marido ya no estaba y yo reparé en sus palabras:
-Se encierran en su silencio.
Silencio: ausencia de sonidos. El sonido no se propaga en el vacío. Salvo la tierra, todo  permanece en silencio. Mi marido me decía,  creo haberlo dicho:
-Están inmóviles todo el tiempo.
A la mañana siguiente, pensaba acomodar unas fotos. Me gustaba una en algún armario: tenía el pelo largo, lacio, de un rubio impecable. Los ojos negros. Una expresión de tranquilidad en los extremos de la sonrisa. La foto debía ser de unos meses antes de cortarme el pelo, unos años antes de perder la gestualidad de mi juventud y tener esta cara, esta cara de silencio y reflexión, que tengo ahora.
También debía buscar una postal de mamá, en una playa, con su traje de baño, sus piernas después del agua, la orilla en blanco y negro. Todo eso haría a la mañana siguiente, pero desde el silencio – yo ya había apagado la tele, tenía los ojos cerrados y empezaba a formarse un sueño borroso en mi cabeza –, desde el silencio brotó, denso - críptico - desolador, el acorde. Si hubiese estado mi marido, le hubiera podido decir: -Viste, no están inmóviles ni encerrados. En algún rincón de su casa tienen un piano. Con sigilo, la mujer levantó la tapa, preparó sus dedos. De seguro aprendió de chica los rudimentos de la digitación. Años con ejercicios de mano izquierda, mano derecha. Años de: blancas, negras, corcheas. El minucioso vaivén del metrónomo. Do, mi, sol. Entonces, tocó el acorde. 
La noche olía a árboles. Perfumes de árboles, ramas, hojas, sequedades.
Creo que el sueño - el sueño borroso, el sueño antes del acorde - era así: yo tenía un vestidito y caminaba por la playa. Los peces estaban todos en la orilla, no sé por qué, y otros animales marinos también. No sé sus nombres, sólo me acuerdo de sus patitas, sus colores amarillos o azules, sus cuerpos en la arena. En fin, caminaba y una anciana a mi lado me detuvo. Me miraba amenazándome. Los ojos de transparencia espumante. Las manos de arrugas de mar.
Y paaaam denso críptico desolador.
Me levanté y puse mi oído contra la pared. Alguien empezó con una sonata. Un motivo repitiéndose entre tibias armonías. El sonido atrapado en la atmósfera. Me volví a acostar.
Me dormí. 
Y la persistencia de la música se coló en mi sueño. Otra vez la anciana nacía entre las sombras del sueño y hablaba:
-Vení conmigo a mi casa. Tenemos que cruzar la otra playa. Pero vale la pena.
- ¿La otra playa? – Debo haberla mirado con furia.
- Todas las playas son una.
El sonido de las olas se mezclaba con el motivo de la sonata, casi esfumado.
             -Debemos cruzar los acantilados, caminar y caminar por la orilla hasta la última playa. De ahí, subimos por una escalera y la casa queda cerquita.
                Caminamos.
                -Qué casa hermosa – le dije. Sus ojos de transparencia espumante pestañearon. Por momentos, parecía una bruja de intensa belleza.
- Usted tiene un pelo magnífico, ¿sabe? El color amarillo de la arena. Y sus ojos negros como el cielo nocturno. Aunque aburren tan pocos colores, ¿no cree? Los sueños deberían ser en blanco y negro.
- ¿Sabe?, cuando yo era joven, soñaba en blanco y negro... Cuántas escaleras tiene su casa – subíamos desde hacía rato.
-Debe hacer el esfuerzo. Todas las casas hermosas tienen escaleras.
-Señora, ¿usted sabe por qué esa sonata no se detiene? Quisiera estar en silencio.
-Sólo hay sonido en la tierra. Muchos piden por el silencio, pero… ¿realmente cree que lo soportarían?
Las escaleras terminaban contra una puerta. Me abrió mi marido, joven y rozagante.
-Hola.
Yo también estaba joven y rozagante, según sus palabras.
-Pasá y no lo olvides: nos encerramos en nuestro silencio.
Y la sonata no se oyó más.
Mi marido y su perfume de árboles.
El comedor de la casa era enorme, desolador. No había muebles ni cuadros. Sólo una gran ventana, que daba al mar. Y un piano de cola, en un rincón. 
-¿Ésta es la casa de la anciana? –le pregunté. La anciana había desaparecido.
-No, claro que no.
Mi marido perdió su mirada en un rincón. Apenas podía hablar:
-Al lado vive una señora que cree que nosotros vivimos encerrados…
Sus ojos parecían animales marinos.
          -Una señora que cree…
          -¿Qué cree?
          Mi marido no quiso decirlo.
          -Encerrados en nuestro silencio.
          Se quedó inmóvil, con las manos arrugadas.
            Me dirigí al piano. Cerré los ojos y, con sigilo, levanté la tapa. Una ráfaga de olores marinos invadió la casa. Olores brotando del instrumento, olores de peces, de animales bañados por espuma, de rocas; perfumes de agua dulce, de agua muda, partículas que se propagaron, en un segundo, por todo mi cuerpo, llenaron mis manos de un aroma por momentos duro, por momentos ágil - por milésimas -, quebradizo y mortal. No soporté el silencio.
            Y dejé caer mis dedos en el piano.
            Abrí mis ojos y lo vi: mi marido me observaba con pena. En silencio.
            Un sonido hueco reemplazó el acorde - el paaaam – que yo esperaba.
            El piano no tenía teclas.
            Lo golpeé y lo golpeé hasta sangrar mis manos.






Poemas


I
Alguien me ha dicho:
                          -debés ser poeta, ¡camina!
Pues bien, camino.
Alguien me ha dicho:
                         -¡debés decir qué ves!
Pues bien, lo digo.
 
El agua del puerto enmudece.
Y los zapatos del policía preñan asfaltos o envoltorios de chocolate.
Charcos.
Ya lo sé, luna sobre el puente, solcito puerco.
Y un solo de motores de barco,
quizá un trino de pichón desbocado
en la cara de la mujer que camina, fuma,
se pintarrajea y se va.
Umbrales.
 
II
Alguien me ha dicho:
                            -debés ser hombre, ¡reflexiona!
Pues bien, no soy ni seré
                                   -¡reflexiono!-
ni quiero ser nada y aparte, je, las tengo todas.
Y fuera de eso, qué sé yo.
 
III
Bueno, me las pico del puerto y entro a mi departamento
y lo veo, lo veo, al mismo, sí, señoras y señores,
les juro,
con ustedes, el gato de Bukowski, el mismo, blanco y bizco,
me mira apaleado
y pienso entonces en el asunto del amor,
la comida, las vacunas, el veterinario y su diagnóstico:
                                                -“míster, el gato está muy grave”
y evoca al Bukowski hospitalario con su cerveza y su Brahms preparándole
una cama, recuperándole la picardía y la gracia gatuna
chau, gatito, le digo, lo echo y se va por el tejado, pobrecito,
como puede, renguito, con furia por mi miseria
 
IV
Alguien me ha dicho: debés ser hombre, ¡selo!
Pues bien, lo soy.
Me voy a dormir y pienso
en puertos, umbrales.
 
Tal vez debería tener una mascota.










































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