VARIACIONES
SOBRE EL SÉPTIMO SELLO
Mientras La
Muerte se ahogaba, el Caballero se
apresuró hacia un árbol. Su vista, nublada. Su armadura, brillante. Se
sintió ridículo por apurarse. Se sintió ridículo por pensar, se sintió
ridículo. Había pedido tiempo. Tiempo,
palabra preciada. Tiempo, tiempo. Sabía:
como si la tormenta a pleno sol durara para siempre o siempre volviera a encontrar
esa lluvia, ese árbol, tras ganar la partida de ajedrez.
NOCTURNAL DE LA SIRENITA
Denso, críptico,
desolador: detrás de las paredes, un
acorde. Con la sonoridad de un piano de cola, dedos enérgicos: paaaam... Y se
sostuvieron las notas por largo rato, como si varios pies hubieran apretado el
pedal. Me desperté con sorpresa. Jamás vinieron ruidos del departamento de al
lado. Por eso, mi marido me decía:
-Yo creo que
están inmóviles todo el tiempo, encerrados en su silencio.
La noche tenía el
olor de los árboles. En esa época, apenas podía entrar en mi habitación, con
mansedumbre, relajarme un poco y dormir. Mi casa olía muy bien. Perfumes de
hojas o a ramas secas. Y un día – el día incluye la noche – el acorde, detrás
de las paredes, denso, críptico y desolador. Mi marido ya no estaba y yo reparé
en sus palabras:
-Se encierran en
su silencio.
Silencio:
ausencia de sonidos. El sonido no se propaga en el vacío. Salvo la tierra,
todo permanece en silencio. Mi marido me
decía, creo haberlo dicho:
-Están inmóviles
todo el tiempo.
A la mañana
siguiente, pensaba acomodar unas fotos. Me gustaba una en algún armario: tenía
el pelo largo, lacio, de un rubio impecable. Los ojos negros. Una expresión de
tranquilidad en los extremos de la sonrisa. La foto debía ser de unos meses
antes de cortarme el pelo, unos años antes de perder la gestualidad de mi
juventud y tener esta cara, esta cara de silencio y reflexión, que tengo ahora.
También debía
buscar una postal de mamá, en una playa, con su traje de baño, sus piernas
después del agua, la orilla en blanco y negro. Todo eso haría a la mañana
siguiente, pero desde el silencio – yo ya había apagado la tele, tenía los ojos
cerrados y empezaba a formarse un sueño borroso en mi cabeza –, desde el
silencio brotó, denso - críptico - desolador, el acorde. Si hubiese estado mi
marido, le hubiera podido decir: -Viste, no están inmóviles ni encerrados. En
algún rincón de su casa tienen un piano. Con sigilo, la mujer levantó la tapa,
preparó sus dedos. De seguro aprendió de chica los rudimentos de la digitación.
Años con ejercicios de mano izquierda, mano derecha. Años de: blancas, negras,
corcheas. El minucioso vaivén del metrónomo. Do, mi, sol. Entonces, tocó el
acorde.
La noche olía a
árboles. Perfumes de árboles, ramas, hojas, sequedades.
Creo que el sueño
- el sueño borroso, el sueño antes del acorde - era así: yo tenía un vestidito
y caminaba por la playa. Los peces estaban todos en la orilla, no sé por qué, y
otros animales marinos también. No sé sus nombres, sólo me acuerdo de sus
patitas, sus colores amarillos o azules, sus cuerpos en la arena. En fin, caminaba
y una anciana a mi lado me detuvo. Me miraba amenazándome. Los ojos de
transparencia espumante. Las manos de arrugas de mar.
Y paaaam denso
críptico desolador.
Me levanté y puse
mi oído contra la pared. Alguien empezó con una sonata. Un motivo repitiéndose
entre tibias armonías. El sonido atrapado en la atmósfera. Me volví a acostar.
Me dormí.
Y la persistencia
de la música se coló en mi sueño. Otra vez la anciana nacía entre las sombras
del sueño y hablaba:
-Vení conmigo a
mi casa. Tenemos que cruzar la otra playa. Pero vale la pena.
- ¿La otra playa?
– Debo haberla mirado con furia.
- Todas las
playas son una.
El sonido de las
olas se mezclaba con el motivo de la sonata, casi esfumado.
-Debemos cruzar los acantilados,
caminar y caminar por la orilla hasta la última playa. De ahí, subimos por una
escalera y la casa queda cerquita.
Caminamos.
-Qué casa hermosa – le dije.
Sus ojos de transparencia espumante pestañearon. Por momentos, parecía una
bruja de intensa belleza.
- Usted tiene un
pelo magnífico, ¿sabe? El color amarillo de la arena. Y sus ojos negros como el
cielo nocturno. Aunque aburren tan pocos colores, ¿no cree? Los sueños deberían
ser en blanco y negro.
- ¿Sabe?, cuando
yo era joven, soñaba en blanco y negro... Cuántas escaleras tiene su casa –
subíamos desde hacía rato.
-Debe hacer el
esfuerzo. Todas las casas hermosas tienen escaleras.
-Señora, ¿usted
sabe por qué esa sonata no se detiene? Quisiera estar en silencio.
-Sólo hay sonido
en la tierra. Muchos piden por el silencio, pero… ¿realmente cree que lo
soportarían?
Las escaleras
terminaban contra una puerta. Me abrió mi marido, joven y rozagante.
-Hola.
Yo también estaba
joven y rozagante, según sus palabras.
-Pasá y no lo
olvides: nos encerramos en nuestro silencio.
Y la sonata no se
oyó más.
Mi marido y su
perfume de árboles.
El comedor de la
casa era enorme, desolador. No había muebles ni cuadros. Sólo una gran ventana,
que daba al mar. Y un piano de cola, en un rincón.
-¿Ésta es la casa
de la anciana? –le pregunté. La anciana había desaparecido.
-No, claro que
no.
Mi marido perdió
su mirada en un rincón. Apenas podía hablar:
-Al lado vive una
señora que cree que nosotros vivimos encerrados…
Sus ojos parecían
animales marinos.
-Una señora que cree…
-¿Qué cree?
Mi marido no quiso decirlo.
-Encerrados en nuestro silencio.
Se quedó inmóvil, con las manos
arrugadas.
Me
dirigí al piano. Cerré los ojos y, con sigilo, levanté la tapa. Una ráfaga de
olores marinos invadió la casa. Olores brotando del instrumento, olores de
peces, de animales bañados por espuma, de rocas; perfumes de agua dulce, de
agua muda, partículas que se propagaron, en un segundo, por todo mi cuerpo,
llenaron mis manos de un aroma por momentos duro, por momentos ágil - por
milésimas -, quebradizo y mortal. No soporté el silencio.
Y
dejé caer mis dedos en el piano.
Abrí
mis ojos y lo vi: mi marido me observaba con pena. En silencio.
Un
sonido hueco reemplazó el acorde - el paaaam – que yo esperaba.
El piano no tenía teclas.
Lo
golpeé y lo golpeé hasta sangrar mis manos.Poemas
I
Alguien me ha dicho:
-debés ser poeta, ¡camina!
Pues bien, camino.
Alguien me ha dicho:
-¡debés decir qué ves!
Pues bien, lo digo.
El agua del puerto enmudece.
Y los zapatos del policía preñan asfaltos o envoltorios de chocolate.
Charcos.
Ya lo sé, luna sobre el puente, solcito puerco.
Y un solo de motores de barco,
quizá un trino de pichón desbocado
en la cara de la mujer que camina, fuma,
se pintarrajea y se va.
Umbrales.
II
Alguien me ha dicho:
-debés ser hombre, ¡reflexiona!
Pues bien, no soy ni seré
-¡reflexiono!-
ni quiero ser nada y aparte, je, las tengo todas.
Y fuera de eso, qué sé yo.
III
Bueno, me las pico del puerto y entro a mi departamento
y lo veo, lo veo, al mismo, sí, señoras y señores,
les juro,
con ustedes, el gato de Bukowski, el mismo, blanco y bizco,
me mira apaleado
y pienso entonces en el asunto del amor,
la comida, las vacunas, el veterinario y su diagnóstico:
-“míster, el gato está muy grave”
y evoca al Bukowski hospitalario con su cerveza y su Brahms preparándole
una cama, recuperándole la picardía y la gracia gatuna
chau, gatito, le digo, lo echo y se va por el tejado, pobrecito,
como puede, renguito, con furia por mi miseria
IV
Alguien me ha dicho: debés ser hombre, ¡selo!
Pues bien, lo soy.
Me voy a dormir y pienso
en puertos, umbrales.
Tal vez debería tener una mascota.
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