jueves, 14 de junio de 2012

Textos de Jazmín Cañete, 2012



Ensayo sobre "El extranjero", Albert Camus.



LUZ NEGRA

Claridad, no-claridad
            La luz traza un recorrido fatal.
            El tiempo avanza en colores: claridad y oscuridad se alternan. La oscuridad a veces tiene forma de sueños. A medida que avanzan, colores y tiempo, el calor y el sofocamiento se intensifican.
            Punto de partida: las dos de la tarde. “Hacía mucho calor”. Luz y calor apuntalan el inicio.
            A la claridad siempre le sigue su contario, la no-claridad, el adormecimiento. A la marca del día “las dos de la tarde”, máxima claridad, sucede un primer adormecimiento en el ómnibus a Marengo, por la “reverberación del camino y el cielo”.            
            Y, al final del recorrido, entre tensiones con la oscuridad, las sombras, la tierra y la sangre –en fin, con la muerte–, nuevamente claridad y adormecimiento: “el autobus entró en el nido de luces de Argel y pensé que iba a acostarme y dormir durante doce horas”.


Claridad en exceso
            Después del primer adormecimiento, reverberación de por medio, el resplandor.
            Mersault llega al asilo y entra en la sala donde se vela a su madre. Claridad en exceso: las paredes, el bigote del portero, la blusa y el vendaje sobre el rostro de la enfermera, blancos. Entre ellos, unas manchas negras: el traje de luto y el féretro en “el centro de la sala”.
            Cambia la luz, avanza el tiempo. No termina de pesar la “luz de media tarde” cuando ya “la noche se había espesado sobre el vidrio del techo”. Con la llegada de la noche, otra vez tensión entre la oscuridad y el encandilamiento blanco de la sala. Además, empieza un proceso de humanización-animalización de las cosas: así como la luna, más adelante, el sol “comenzaba a pesar sobre la tierra”.


Luz y tiempo
            Con la noche encima, el portero prende las luces (pero nada de bajo consumo ni setenta watts). “Quedé cegado por el repentino resplandor de la luz”, exclama Mersault sin salida. “La instalación estaba hecha así: todo o nada”.
            Y, tras el encandilamiento –de nuevo– oscuridad. El huérfano se queda dormido y “al despertar la habitación (me) pareció aún mas deslumbrante”. Tanto que de ella se han borrado las sombras y la piel aparece lisa sobre los viejos rostros. Como sobre una superficie uniforme, “cada objeto, cada ángulo, todas las curvas se dibujaban con una pureza que hería los ojos”.
            La noche pasa, Mersault vuelve a dormirse y, al despertar, “el día resbalaba sobre el techo de vidrio”.
            Este péndulo continúa hasta el final. El tiempo avanza a la par de la luz –la luz hablada en colores–: a la oscuridad, encandilamiento y al encandilamiento, oscuridad.
           

Presencia del Sol
            Y con el tiempo-luz, el calor.
            El agobio sugerido a partir de la primera frase, “hacía calor”, se intensifica desde la salida del asilo y el comienzo de la marcha fúnebre hasta la capilla del pueblo.
            En el patio del asilo, listo para salir, Mersault percibe el sol “cada vez más alto en el cielo” y siente cómo comienza a calentarle los pies. A lo largo de la caminata a través del campo, el sol va subiendo y colmando el cielo: el resplandor y el calor son cada vez más y más insostenibles.
            Ya en los primeros minutos de caminata, Mersault  “tenía calor con (su) traje oscuro”. Luego percibe cómo el sudor corre por sus mejillas, le perla la frente al director del asilo y al empleado fúnebre, que se la enguaja con un pañuelo. Al final del recorrido, la enfermera admite que “no había escapatoria (...) si uno anda despacio, corre el riesgo de una insolación. Pero si anda demasiado lento, transpira y, en la Iglesia, pesca un resfriado”. El máximo golpe del calor: el viejo Pérez se desvanece. “Habríase dicho un títere dislocado”.


Explosión
            La tensión señalada por la enfermera no puede resolverse y, por eso, estalla. Primero,  insinuada como reverberación, estallido latente, en Mersault –“yo sentía que la sangre me golpeaba en las sienes”–; luego, concreta, en el alquitrán del suelo –“el sol había hecho estallar el alquitrán. Los pies se hundían en él y dejaban abierta su carne brillante”–.
            Tras la explosión, el sujeto se hunde sin escapatoria y el suelo pasa a formar parte del proceso de humanizacion-animalización que ya afectó al sol y la luna.


Hombre-bestia
            La animalización no afecta sólo cosas sino también personas, especialmente, viejos. Al evocar por primera vez a su madre, Mersault recuerda que “cuando mamá estaba en casa pasaba el tiempo en silencio, siguiéndome con la mirada”, como lo haría un perro. O, al atravesar el patio del asilo y escuchar que a su paso los ancianos interrumpen sus conversaciones: “hubiérase dicho de un sordo parloteo de cotorras”; así como, durante el velorio, “los amigos de mamá se deslizaban en silencio”.
            En todos los casos, el animal aparece junto al silencio: la imposibilidad de decir –y decidir– o de ser escuchado. Se refleja, el extranjero. A medio camino entre la bestia y el hombre, golem sin lenguaje ni poder de voluntad, un infante –o en su rcontracara– un viejo.


Colores-contraste
            Con la carne estallada del suelo, el negro nuevamente mancha la claridad. Los colores monótonos del “cielo azul y blanco” contrastan con ese negro del alquitrán, de los trajes de luto y del coche fúnebre. Se suman “los geranios rojos en las tumbas del cementerio” y “la tierra color de sangre” –imagen que ya se había precipitado en el campo de “tierra rojiza y verde”–. Con la tierra, un nuevo aspecto: los olores.
                       

...confunden
            En el patio del asilo, antes de salir, Mersault “aspiraba el olor a tierra fresca”. Tierra: doble cara, vida y muerte, punto de partida y llegada de todo lo orgánico.
            Al olor vivificante y fatal, se añade “todo esto, el sol, el olor del cuero y del estiércol del coche, el del barniz y el del incienso”. Mersault se encuentra perdido.


Solo en compañía de la luz
            A la par del calor, la distancia. Desde el principio Mersault indica que “el asilo de ancianos está en Marengo a ochenta kilómetros de Argel” y justifica con esto las pocas visitas a su madre.
            Rumbo a la capilla, el coche fúnebre se adelanta y se distancia de los caminantes. Luego, ellos también se adelantan o atrasan entre sí según su cansancio, según el peso del calor en ascenso. Finalmente, Mersault mira hacia atrás y Pérez le parece “muy lejos, perdido en una nube de calor”. El anciano se aleja del grupo para cortar camino por campo traviesa y así oscila, camino-campo, camino-campo para ganarle al calor y la distancia.
            “Me  pareció que el cortejo marchaba un poco más a prisa. A mi alrededor continuaba siempre el mismo campo luminoso colmado de sol”. En el campo, la distancia es clave para la percepción del tiempo distendido y confuso que tiene Mersault sobre lo sucedido después de abandonar el asilo. El relato la muerte de mamá termina con una enumeración donde los acontencimientos se condensan, en lugar de desplegarse por el espacio y el tiempo;  aparecen como flashes sensoriales: “(...) la tierra color de sangre que rodaba sobre el féretro de mamá, la carne blanca de las raíces que se mezclaban, gente aún, voces, el pueblo, la espera delante de un café, el incesante ronquido del motor (...)”.
            La única certeza de su percepción: la luz– enceguecimiento y calor– acompaña constante.


Condenado
            Varios elementos apuntalan la confusión. El tironeo de un claroscuro al estallar, colores que se mezclan, distancias, olores...
            Aún durante el cautiverio –en el limbo entre el mar y la muerte– la luz continúa su recorrido y anuncia el destino fatal.           
            Durante el período de “instrucción”, la oscilación claridad-oscuridad y el calor vuelven a arremeter.
            Al entrar en la  la oficina del juez; Mersault advierte “sobre el escritorio había una sola lámpara que iluminaba el sillón donde me hizo sentar mientras él quedaba en la oscuridad”. El lugar común de la escenas de interrogatorios –el foco sobre el acusado– adquiere otra magnitud; aquí donde la luz ya lleva un recorrido: perseguir y enceguecer a su condenado.


En la hoguera
            Cuando visita por segunda oportunidad al juez ya “eran las dos de la tarde, y esta vez el escritorio estaba lleno de una luz apenas tamizada por una cortina de gasa. Hacía mucho calor”. Siempre a la carga, el dispositivo principal de la luz para hacer sucumbir al individuo ante la confusión: el calor.
            Durante la visita del abogado en su celda,  llama la atención a Mersault –como siempre–  el hecho de que éste “a pesar del calor (...) llevaba traje oscuro, cuello palomita y una extraña corbata de gruesas rayas blancas y negras”. Aunque el sofoco no dé descanso, las preguntas continúan.
            Por qué no llora a su madre, por qué no muestra arrepentimiento, por qué cinco disparos, por qué no tiene fe, por qué no abraza la salvación. Al intentar vagamente alguna respuesta, no podría ser más claro: “expliqué que tenía una naturaleza tal que las necesidades fisicas alteraban a menudo mis sentimientos. El día del entierro de mamá estaba muy cansado y tenía sueño, de modo que no me di cuenta lo que pasaba”. Ahí mismo, durante el interrogatorio, esas “necesidades físicas”, esas sensaciones lo enceguecen y siguen en funcionamiento. “Estaba harto...cada vez hacía más y más calor (...) A decir verdad, yo había seguido muy mal su razonamiento, ante todo porque tenía calor (...)”.
            El desconcierto alcanza altísimos grados, ebulliciona y paraliza: “de nuevo revivió en mi la playa roja y sentí en la frente el ardor del sol. Pero esta vez no contesté nada”.
            Barrotes, calor y confusión: Mersault está totalmente atrapado.
           

Jugar en el límite
            “Al principio no le tomé en serio”, señala respecto del juez cuando comienza el proceso.
            Venimos siguiendo el paso de una confusión que tiene un nuevo efecto: el condenado siente la situación como irreal. Es un largo camino –de cavilaciones, de palabras suspendidas– el que el extranjero recorre para percibir qué sucede.   
            Desde su primera vez en la oficina del juez, Mersault advierte que “había leído una descripción semejante en los libros y todo (me) pareció un juego”. Los interrogatorios pasan e incluso termina por sentir: “todo era tan natural, tan bien arreglado y tan sobriamente representado, que tenía la ridícula impresión de formar parte de la familia”.


Animal de costumbre
            La confusión se expande. Se desparrama sobre la realidad. Lo extraordinario es percibido como natural, lo natural como extraordinario. El primer caso, efecto de la costumbre. Así como tiene la impresión de formar parte de la familia, Mersault confiesa que, al terminar el primer interrogatorio, el juez “(me) pareció muy razonable y simpático (…) iba a tenderle la mano, pero recordé a tiempo que había matado a un hombre”.
            Cautivo de sus propias palabras y acciones, responde con suma naturalidad preguntas de doble filo,  “(me) preguntó si quería a mamá. Dije: “Sí, como todo el mundo” (...) Todos los seres normales habían deseado más o menos la muerte de aquellos a quienes amaban”.  Es el segundo caso, el que le costará la vida.
           

Se corre el telón
            Paradoja: esa sensación de irrealidad –“juego”, “espectáculo”, “representación”es la que ayuda a Mersault a caer en la cuenta, a esclarecerse.
            Un cura lo visita en su celda. Se da la epifanía. “Ninguna de sus certezas valía lo que un cabello de mujer”. El espectáculo, pura apariencia, es el de un mundo absurdo donde reina el azar.  Culpable o inocente. Se puede recurrir a la apelación o dejar que el engranaje –lo inevitable– siga su cuso. Se puede matar o no matar. “Había vivido de tal manera y hubiera podido vivir de tal otra”.
            Mersault estalla, grita, insulta y le salta al cuello al cura: “abierto a la tierna indiferencia del mundo (…) estaba seguro de mí, seguro de todo, más seguro que él, seguro de mi vida y de esta muerte que iba a llegar”.


Luz negra
            Desde la ventana de su celda, mira el “declinar de los colores que llevan del día a la noche” y viceversa: Mersault espera el alba. Es cuando irán a buscarlo.
            Sobre el final del recorrido, salpicaduras: reaparecen todos los elementos en juego. Colores en el cielo, un sol animal, “olores a noche, a tierra y sal”. Incluso el repentino recuerdo de su madre y la comprensión de que ella había comenzado a jugar otra vez. Se avecina “esa brevísima alba”.
            Y llega.
            Alba: límite. Final y comienzo.
            “En ese momento y en el limite de la noche, aullaron las sirenas (...) anunciaban partidas hacía un mundo que ahora me era para siempre indiferente”. Oscuridad y claridad se tironean. Y, en esa tensión, Mersault se entrega al juego de brazos abiertos.








Arena de buitres


I
Tomo sol
                  ombligo en alto.
                                      Un pez salta
confundido por la bola de fuego.
Hoz plateada,
                 la tajea al medio
                      y se estrella contra mi cuello.

Mi cabeza se desangra
                      mi cuerpo
                               pierde a lo lejos
                                             en el baile del pollo.
Baila baila,
avanza en medialunas.


II
Un perro me agarra de los pelos.
Nos sacude
                     –a mi cerebro
y al suyo–.
          Qué placer el bamboleo.
           ¡No siento las cervicales!

Unas manitos llenas de arena
                  sacan- de la placenta
afilada y babosa-
            una nena en bombacha de bikini-
levanta mi cabeza en alto
y festeja su hallazgo bricoleur
                       (hija de un intellectuel).
III
Papá anteojos aparece
y nos agarra,
                  una en   cada           mano.
Me acuesta en una caja de zapatos
al lado de piedras y caracoles
–compañeros recolectados–.
                             Hora de dormir:
me ponen la tapa.

IV
Mi cabeza rueda
por una cinta desmontaje.
          Motor de heladera,
                 paseo vibrante,
                              pinzas de acero inoxidable,
                                       toboganes-tubo de zinc,
              ojos de lupa sin párpados.
Pasé la prueba de calidad:
¡al frasco!

¿Tendré más presión ocular envasada al vacío?


V
Papá pipa, en su estudio,
me mete en un escaparate.
Las yemitas blancas
dejan sobre el vidrio
diez redondeles grasientos
de crema humectante.

Que me vea ahora
mi cuerpito gallina,
hecha trofeo de un Premio Nobel
mientras él escupe
arena y algas por la orilla.
          
                       ¿A quién le importa
           el calor del sol,
          cuando lo ilumina
           el bajo consumo del conocimiento?

Todas las noches,
papá barba  cuentos metafísicos.
Pero se pasa en sanata
y tanto engorde transgénico
termina por endurecer
mi carnedumbre rosada.
                    ¡Si mi vagabundo playero
tenía que hacerse tasajo primero!


VI
Y,
mientras mi cabeza sin pelo
alimenta a la carroña iluminada,
mi cuerpecito alado salta
y salta,
como el pez de su génesis playera.
                                                                                                Rebota sobre un trampolín
–pero no un trampolín de pileta,
directo al vacío climatizado–,
un trampolín de trapecista:
                                    un salto y ¡eject!
hombre bala,
atraviesa el cielo-espejo y

descubre el agujero.
VII
Sin dejar de bailar
ni de hacer la medialuna,
mueve y mueve
                         el aire,
llena el vacío y,
cuando se cansa,
se destapa una birra.





No hay comentarios:

Publicar un comentario