LO QUE HAY QUE HACER
Julio, 2012
¡Lo
que hay que hacer para comer!
Esta
vida me tiene harto, repodrido. Creo que me voy a quedar con el lomo pelado de
andar frotándole la pierna a la bruja.
¿Querés
saber cómo empezó el martirio?
Fácil,
muy fácil. Y prefiero contártelo ahora, que todavía me queda algo de memoria,
antes de que los recuerdos se me sigan borrando
Soy
hijo de una gata cualquiera, sin linaje ni aristocracia. Pero no te equivoques.
Mi madre no tenía linaje, pero era hermosa. Heredé de ella un pelaje gris
plata, salpicado de negro y blanco, muy suave y brillante.
Nací
en una veterinaria de barrio, con portones de madera que alguna vez habían
estado bien pintados. Las vidrieras opacas por la grasa, pero con suficiente
transparencia para que atrajéramos la mirada de los peatones
Mi
mamá y mis hermanos éramos la admiración de todos. Los chicos con los mocos
colgando tironeaban las mangas de sus padres pidiéndoles que nos llevaran. En
esos momentos yo me escondía detrás de mi mamá. Por nada del mundo me quería
separar de ella. Antes de bajar la persiana, el dueño del
local, me levantaba con una sola mano, sosteniéndome por debajo de mis patas
delanteras, mientras las traseras pataleaban en el aire. Me miraba y yo
temblaba imparablemente y me decía cosas, que yo no entendía. Pero me acuerdo
de memoria algo así como "...parecés Platero, pequeño, peludo y
suave".
Mi
mundo era despreocupado y maravilloso, jugábamos todos los días, todo el día.
Con mis hermanos, éramos muy diferentes, pero cada uno tenía- a mi modo de ver-
su propia belleza. Nos llamábamos entre nosotros de acuerdo al sonido que
emitíamos: MIAU, MIAOU, MIU y MIII (esa era la más chiquita). ¿Que quién era
yo? MIU, obvio!, sencillo y efectivo MIU.
¡Hace
tanto que nadie me llama así!
Creo
que mis desgracias fueron causadas por mi belleza. Aunque no se puede soslayar
la influencia de los "amigos" de la veterinaria. Por ejemplo, los
caniches toy, con su aura refinada y su pedigree a cuestas, decían con voz
fuerte y chillona para que todos los escucharan "lo peor que te puede
pasar es que nadie te quiera y te quedes a pudrirte en esta pocilga".
Yo
nunca había observado bien la veterinaria. No te voy a decir que el lugar a mí
me parecía perfecto. La limpieza dejaba bastante que desear, las piedritas las
cambiaban solamente antes del fin de semana, cuando más humanos venían a
vernos. Los otros días solamente le agregaban una fina capa blanca al
recipiente para tapar nuestros desechos. El olor de la jaula tampoco era
precisamente aroma a flores. Todo esto me obligaba a lamerme y lavarme todo el
santo día. Pero yo era feliz.
Otros
en la veterinaria parecían saber bastante de los humanos, hasta hablaban su
lengua (aunque dudo que entendieran qué decían). Las cotorras eran PRRI y PRRE.
Todos los días, antes de que el manto oscuro asesinara su estridenci, se la
pasaban cantando hasta agotarnos: "¡No hay como los seres humanos! ¡Con
ellos hay que vivir!"
Yo
ya andaba medio convencido. Así que, cuando mamá de un empujón me destetó, me
di cuenta: debía buscar una nueva vida.
Ese
fin de semana venía tranquilo. Pocos visitantes. Un matrimonio con un nene
pegajoso de helado se llevó a uno de los toys blancos (yo ya me imaginaba la
desesperación del "aristócrata" viéndose lleno de helado de
chocolate, ja)
Después
de la siesta, a puro chirrido, se abrió la puerta y entró una humana. De sólo
mirarla ya noté que no era cachorra. No, qué va, ni siquiera hembra joven. Era
una viejecita de aspecto amable, con anteojos de carey y el pelo muy ordenado
en un rodete. Olía a limpio. Eso me gustó. Bueno, pensé, quizás esto sea mejor.
En una de esas me deja más tranquilo. Yo había oído muchas historias
espeluznantes de lo que los cachorros humanos le hacen a sus mascotas.
Así
es que, cuando vi a ese viejo espécimen, me senté muy derechito, puse cara de
angelito y, tratando de sonar a la vez dulce y desesperado, lancé mi ¡MIUU!
La
anciana me miró con ternura y le dijo al vendedor "Ese, ese me
gusta", y apuntó directo a mí. Una vez en sus manos, me cuidé bien de
guardar mis uñas y me dediqué a frotar mi lomo contra su pulgar. ¡Tenías que
ver la cara de la vieja!¡Idiota estaba, idiota nomás! Mientras tanto, a mí me
preocupaba que se babease encima de mí.
Así,
rápidamente se selló el negocio y yo acepté meterme en la bolsa porta gatos,
con solamente un poquitín de protesta. De ahí, a la casa de la humana.
Con
el vejestorio, de entrada nomás, nos llevamos mal. En parte, tengo que
reconocerlo, fue por intolerancia e incomprensión mutua. Por ejemplo, ella
empezó a chillar como loca cuando, ni bien salí del bolso, empecé a
"marcar" toda mi nueva casa. Yo no entendía por qué ella gritaba y
ella no entendía mis necesidades primarias. ¿Te das cuenta lo que te digo?
Incomprensión pura. La verdad, los sillones eran rancios como ella. De patas
torneadas y un poco apolilladas. Tampoco le hice mucho daño al tapizado con las
uñas cuando salté sobre ellos, porque ya estaban bastante desteñidos.
Ahora,
si bien no nos comprendíamos, la intolerante era ella. Yo toleraba
perfectamente sus manías de vieja. Eso de tener todo ordenadito, eso de hablar
sola todo el día o, peor, ¡aguantarla cantar!. Es más, si ella gritaba, yo no
hacía nada, la miraba nomás y seguía con lo mío. Pero, para mi tercer pis, me
empezó a tirar cosas. Primero un diario, después una zapatilla que esquivé por
poco y, para el cuarto pis, un libro que me dio de lleno en la cabeza y me hizo
llorar. Ahí, ella se ablandó un poquito y me levantó diciendo cosas
incomprensibles, pero con un tono meloso. ¡Ahá Un llanto la conmueve!.
¡Bravo! Había descubierto un arma.
A
pesar de ese momento de ternura, después se sucedieron eventos de extrema
violencia. Por ejemplo, cuando la muy yegua descubrió mi necesidad de afilar
las uñas en las patas de los sillones, las sillas y la mesa.
Ya
para el momento de esos zapatillazos, yo había aprendido una palabra en idioma
humano o, mejor dicho, dos. La primera, mi nombre. Ya te imaginarás que era
horrible, hasta me da vergüenza decirlo: MICHITO. La segunda palabra- siempre
pronunciada a los gritos-: ¡DESGRACIADO!.
Así
transcurría mi vida, entre intentar escaparle a la bruja, tratar de hacer lo
mío y que me dejara en paz.
La
culminación de mi ascendente carrera contra la vieja ocurrió con la llegada del
maullido anhelante de Margarita. Esa noche cálida de verano, imborrable, el
lavadero había quedado abierto. Así, el amor entró de golpe a mis oídos y a mis
gónadas. Ahí nomás, salté por la ventana abierta y caí sobre la terraza de al
lado. Por fin, me sentía vivo. Corrí como un loco, dejaba los bofes en cada
esquina, seguía el insinuante sonido de la gatita.
Te
la resumo. Fui feliz una noche entera. Fuimos uno solo. Nos creíamos los dueños
del amor felino en la noche estival.
Volví
a mi casa al día siguiente, bastante maltrecho por la pelea contra los otros
gatos, y hasta algún arañazo de Margarita.
¿Vos
te pensás que la vieja de mierda se alegró con mi plenitud?. No, la muy guacha,
cuando me vio, empezó perseguirme, gritando por toda la casa. Tengo que reconocerlo,
la aventura de la noche me había dejado un poco agotado, que si no ni en chiste
me alcanza.
Pero
me alcanzó. Me envolvió en un toallón para que no la rasguñara y me llevó a la
veterinaria. Yo lloraba desconsoladamente, pero la muy maldita esta vez no se
compadeció.
Yo,
estúpido de mí, creía que me llevaba a cortar las uñas y mi mayor miedo era que
me fueran a bañar.
Cuando
llegamos a la veterinaria, la vieja habló unas palabras con el dueño. Él,
como un mago, sacó mi pata delantera de entre los pliegues del toallón. Me la
sostuvo con firmeza. ¡Qué raro! Eso no me lo hacen ni para bañarme, pensé.
Después vino el pinchazo y el mundo se evaporó.
Me
desperté dolorido y mareado. Me miré y vi que tenía un tajito en la panza.
No
sé qué pasó, no sé qué me hizo la bruja,
pero ahora no hay nada que me interese. Cada vez me acuerdo menos de lo que
fui. De Margarita apenas recuerdo su dulce olor. Duermo la mayor parte del día
y sólo espero mi plato de comida y pago
su precio al frotar la pierna de la vieja.
Y
no paro de preguntarme. ¿Era así la vida?
SALE
Alicia Lapidus-2011
No
era carnicero. Trabajaba de carnicero. Siempre, de fondo, el sonido agudo de la
sierra.
Bajito,
retacón, de ojos celestes casi transparentes y cara cuadrada. Piel muy blanca
como la de su esposa.
Ambos
habían llegado a Buenos Aires, allá por 1900. Se conocieron en
Santa Fe. Él, en busca de trabajo. Ella, llevada por sus padres.
Se
llamaba Sale. Nombre único, imposible, surgido de un típico error de
inscripción en la Oficina de Inmigraciones de Buenos Aires. Recién llegado, al
preguntársele por su nombre, él- ruso de origen- pronunció lo mejor que pudo
BEZALEL. Eran tantos para anotar, tantos los recién llegados y con nombres tan
extraños. Lo que se oía se anotaba. Y lo que oyeron fue SALE. Y así quedó
rebautizado cuando pisó suelo argentino.
Sale era
un hombre taciturno. Cuando hablaba, no era necesario que alzara la voz porque
todos hacían silencio al instante. Nunca lo oí gritar. Su autoridad era como un
halo invisible, siempre presente.
De
Santa Fe pasó a Rosario y de empleado, a dueño de su propia carnicería.
Seccionaba la carne con dedos delicados, que no tenían nada en común ni con su
tarea ni con el aspecto de Sale.
La
vida fue generosa y mezquina también, como corresponde a cualquier vida. Tuvo
siete hijos y estaba orgulloso de que los dos primeros hubieran sido varones.
La felicidad se completó con dos nenas y tres varones más.
Sale
tenía un sueño. La carnicería era estrecha para su deseo. Quería que sus hijos
estudiaran, que fueran "profesionales". Trabajó mucho para eso. No
tuvo toda esa suerte y sólo los dos
primeros varones fueron universitarios diplomados.
Hombre
de fe, cumplía todos los preceptos. Todavía lo recuerdo ya viejo, caminaba
lentamente y con dificultad hacia el templo cada sábado.
Sale
era sereno y serio. Nunca lo vi sonreír. Ni siquiera en las fotos. Las fotos,
que siempre estampan la ilusión de una felicidad pasada, en la risa eterna de
sus protagonistas. Pero Sale ni frente a la cámara sonreía.
Nunca
habló de su Rusia, nunca mencionó un recuerdo, nunca compartió la tristeza de
lo perdido.
Sale,
mi abuelo, no era carnicero, trabajaba de carnicero. Él, con sus delicadas
manos, era violinista en una Rusia olvidada dentro de su boca y presente en su
nostalgia.
Ahora su música era la sierra, siempre, de fondo.
Mi padre
Mi padre es un águila.
Un sabio ignorante. Un cálculo matemático.
Un pan con anchoas en Mar del Plata.
Mi padre es un bigote, una galaxia hecha
cuento.
Es un vermut con platitos.
Mi padre, un tirano y un siervo.
Una mañana en la playa y una ausencia de
infancia.
Es un sobreviviente de su aventura.
Mi padre es un viaje y una historia.
Mi padre es su tango y
para mí,
mi
primer vals
y un vuelo rasante
sobre aguas calmas ahora.
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