La
Pasión según Osuna
I.
Lo miro
desde la entrada de terapia intermedia, la mano apoyada sobre los azulejos blancos.
Necesito un momento para tomar coraje: hay una especie de energía inefable en
el ambiente. La puerta entornada deja expuesta una cama ortopédica y el cuerpo
inerte de un hombre, allí acostado. Hace pocas horas, Juan Osuna dejó en un
quirófano del Hospital Fernández medio
hemisferio cerebral y la tapa de sus sesos.
(Conocí a
Juan años atrás, frente a la guardia del hospital Pirovano. Sobre la vereda de
Monroe, otros sin techo como él y cartoneros, que esperaban la hora del tren
blanco, se juntaban para matar el hambre.
Un grupo de gente menos herida por la crisis traía la comida, preparada con
buena voluntad y donaciones.)
Esta
madrugada lo trajeron de urgencia desde el barrio de Belgrano, después de la
noche más negra de su vida. Fue atacado mientras dormía sobre las balaustradas
de un templo cristiano de la calle Sucre, su ascético refugio lumpen. Un
enemigo en sombras (uno de tantos) le partió la frente con un hierro, dejándole
un coágulo grande como una ciruela. Fue hallado a primera hora del día, en su
lecho de mármol y sangre. Imagino constelaciones en explosión dentro de la
cabeza de Juan, mucho más brillantes que las luces verdes y azules de
ambulancias y patrulleros.
II.
Busco en mi
memoria otras ocasiones en que la cercanía de un lugar me haya afectado de
manera semejante. Hay más de un recuerdo de la milicia: me veo vestido de
combate, cuerpo a tierra sobre baldosas rotas, tragando angustia mientras apunto
una ametralladora hacia la puerta de una casa, en la esperanza de que nunca
llegue la orden de disparar. Otra vez, la puerta se
parecía más al portal del Edén: éramos varios soldados reservistas en la puerta de un cabarute, perdido en la desolación
patagónica. Buscábamos alguna suavidad para aliviar las asperezas de la vida entre
sones de guerra, en la frontera. Recuperada mi condición humana, me encontré
una tarde frente al portón de una
mansión decadente, casi desisto de golpear el llamdor de bronce: yo estaba advertido, ¡los excéntricos dueños tenían un tigre de
Bengala por mascota! Pero más fuerte (más entrañable) es el recuerdo de una madrugada
fría, frente a la basílica de Luján. Estoy a punto de cruzar la gran puerta,
culminación de un día y una noche de caminata junto a una muchedumbre exhausta.
Todos nos debatimos entre la piedad y las ganas de echarnos a dormir en la casa
de la Madre del Cielo.
Sí, esa fuerza
que emana de un Juan en el filo de la navaja, de su silencio y quietud
poderosos, me enciende una emoción parecida al miedo (¡me eriza la piel!); pero
se asemeja más a la fragilidad, al anonadamiento frente a lo sagrado que los
místicos llamaron “santo temor de Dios”.
III.
“Ecce homo”
Las palabras se me aparecen como el nombre
propio del dolor, al mirar a Osuna desde la puerta. -“¡He aquí al hombre!”- proclamó Pilatos, mientras exhibía ante el gentío de Jerusalén a un Jesús despojado de aspecto humano, a
fuerza de tormentos. Y viene un salmo de David:
“Soy burla de todos
mis enemigos, para mis amigos motivo de espanto; los que me ven por la calle
huyen de mí. Como un muerto, he caído en el olvido, me he convertido en cosa
inútil”.
Nunca quiso
ser profeta Juan osuna. No creo que alguna vez se le haya cruzado la idea, ni
ahora que casi no tiene cabeza, ni antes de verse sumergido en el mar rojo o
antes aun de la noche del exterminador. Pero sujeto como está, de muñecas y
tobillos, con tiras de gasa a los cuatro parantes de la cama; yacente y desnudo
en su silencio de piedra; así, dopado,
tan débil por la batalla con la hermana muerte, el aguerrido negro ya no puede
oponerse. Y profetiza con el silencio.
- ¡Juan,
Juan Osuna!
-...
-Hola Juan.
No sé si podés escucharme. -...-Sólo me dejan darte agua.
(Aplico un
algodón empapado sobre la boca de pescado de Juan, sobre los labios resecos,
cuarteados).
-mmmm-mm…
A pesar de
sí mismo, el infame hace que me sienta como ante un tabernáculo: tengo el
impulso de arrodillarme, de adorar al cordero que aún palpita en su carne. Él
me obliga a volver sobre mí, a estar alerta: me llama desde lo profundo, desde
lo inefable en mí. Y debo empeñarme en abrir mis puertas, rasgar el velo,
cortar (como un cirujano) hasta dejar expuesta la visión de (¡santas
paradojas!) lo sagrado invisible, la escucha del oráculo sin palabras.
IV.
El Arca de la
Alianza fue un objeto singular: diseñada por el mismo Dios Altísimo, mandada
construir por Moisés, tenía por función guardar las Tablas de la Ley. Tuvo, sin
embargo, otros usos eminentes: conquistar la Tierra Prometida, abrir las aguas
del Jordán, presidir el derrumbe de Jericó y promocionar los reinados de David
y Salomón. Pero cuatro mil quinientos años de avatares ( incluída la caída de
Jerusalén), desvencijaron el Arca del
éxodo, la multiplicaron en una diáspora de incontables variantes.
Nunca quiso
ser rey Juan Osuna (y, aunque ahora lo quisiera, con la
cabeza alargada y blanda como un melón podrido, no le cabría una corona). Y,
sin embargo, entre las leyendas que hoy ubican el Arca en Zimbabwe, u oculta en
Jordania, o en una iglesia de Etiopía, existen múltiples versiones inadvertidas
del Arca. Son útiles allí donde haya algo sagrado que preservar, alguna realeza
subrepticia que dignificar, según el carpintero de Nazareth:
“Por eso yo les confiero
la realeza, como mi Padre me la confirió a mí.
Y en mi Reino, ustedes
comerán y beberán en mi mesa, y se sentarán sobre tronos para juzgar a las doce
tribus de Israel.”
En la
versión de arca de Juan Osuna, se reemplazó la madera de acacia negra,
recubierta de oro, por caños y flejes,
algo despintados; la escudilla que contenía el maná del desierto fue cambiada
por una bandeja descartable con medio kilo de gelatina de frambuesa; en lugar
de la vara florecida de Aarón, hay una varilla con manchas de óxido y ganchos
de los que cuelgan sendas bolsas de suero y sangre; lo santo no está, ahora, en
el sancta sanctorum del templo de Jerusalén; espera, dormido y sin velo,
en una sala desnuda y vieja de hospital público. En cuanto a los querubines que
custodiaban el cofre legendario, ya no existen y no hay nada que pudiera
corresponderles; la única cosa asociable con seres alados es el nido de vello
púbico del paciente, del que asoma un pico que, o por presunto origen amorreo o
por alguna marca de sangre en la ingle o por mera distracción de la Ley, se
salvó del bisturí.
Dicho de
otro modo, Juan: si no podés hacerte de un reino por falta de linaje, ¿por qué
no intentarlo por izquierda? Está el caso del ladrón que crucificaron a la
derecha de Cristo. En el último minuto de su vida, le dice al compañero de
suplicio:
-“Acordate
de mí cuando llegues a tu Reino”
-“Hoy
mismo estarás conmigo en el Paraíso”- fue la respuesta.
Menudo
ladrón Dimas, que se robó el Cielo.
V.
Y, al
tercer día, resucitó. O casi: para resucitar hay que morirse del todo; y de
Juan sólo murió un pedazo de cabeza, con la parte de memoria, vida, odios,
ansias allí guardados. El resto de Juan se agarra a este mundo, después del
descenso a los infiernos. Habrá que bancarse que siga la pasión, ofrecer el sacrificio
sin altar, pasada la Pascua.
Nunca quiso
ser sacerdote Juan Osuna. Nunca lo afligió no pertenecer a la familia de Leví,
ni siquiera a la de Judá. De religión, ni hablar, pudo decirme alguna vez. Y con
el cura Mengano está todo mal, me dijo otras veces.
-¡Dale!
¡Aprovechá ahora!- me dice Juan sin mirarme, sin hablar, tieso como las tablas
de Moisés -Dale, que yo ya estoy jugado, estoy para el sacrificio. Aprovechame,
gil, traeme todo, abrí todo, las puertas los placares los postigos. Traé todo
lo que pesa, lo que duele, lo que nunca mostraste por vergüenza, aquel yugo que
cargás desde siempre. Total, ¿a mí qué me hace?, ¡mirá cómo estoy! Traeme tus
pecados, el recuerdo de aquella mina que me contaste, que al final no te quiso,
los años que perdiste, el amor que escondiste, esa herida que cicatrizó sin
curar, vamos, no te guardes nada, hasta el menor resentimiento. Dame todo y lo
quemamos, es ahora. Ya estoy ardiendo, pero no me duele, esto es como la zarza
del Sinaí: se quema sin consumirse. ¿Qué estás mirando? No hace falta que te
saques los zapatos, vos sabés que yo, de santo, nada.-
Seguro,
Juan. Sin embargo, la cruz te la estás bancando. Vos no tenés por qué
saber quién es Theilard de Chardin. Pero un rezo suyo podría ser la música de
tu silencio:
“Señor, no tengo ni
pan, ni vino. Pero sobre el altar de la tierra entera, te ofrezco la pena y el
trabajo del mundo.”
VI. Con la salida de la primera estrella, termina
el horario de visitas. Y no me echan: sirvo para acompañar al paciente en la
cena de los ácimos. No ha probado bocado, no tiene hambre. Para colmo, Juan se
ha convertido al Islam: usa turbante de vendas.
-¿Y
gelatina, Juan?
Subo al
séptimo piso, están cerrando la cocina, se apiadan de nosotros.
-¡A cenar,
Juancito! Mirá qué fresca está.
-Ayudame,
che, siento la cabeza como una mochila. Y los brazos…-balbucea Juan.
-A ver,
abrí la boca. Ahí va. ¿Está buena?
-Mm-mmm,
mshí.
-¡Quién
diría, Osuna…! ¿Te acordás de los fideos con bolognesa, en la puerta del
Pirovano?
-No me
hagás acordar, que me duele… Yo fui muy bueno para lo malo. Ya sabés las que me
tuve que comer, de chiquito. Algo te conté, de mi tío. Así me pintó la
vocación… robé a mano armada, vendí merca; bueno…,también fui
plomero y pintor.
Una noche
vos dijiste que, al final, yo era un buen tipo.
-Vos no
tenés idea- te dije -Yo estuve en Caseros, le hundí una faca a más de uno.
Quien ahora
me susurra en el corazón es, creo, el vidente del Apocalipsis:
“Tú andas diciendo: Soy
rico, estoy lleno de bienes y no me falta nada. Y no sabes que eres desdichado,
digno de compasión, pobre, ciego y desnudo. Por eso, te aconsejo: ¡Reanima tu fervor y
arrepiéntete! Cómprame oro purificado en el fuego para
enriquecerte, vestidos blancos para revestirte y cubrir tu vergonzosa desnudez.”
Pobre, ciego, sordo,
creí que las palabras eran para Osuna; pero no, el vidente me hablaba a mí,
como Juan me habla con su silencio. Él me lleva ventaja: ya ha pasado por el
fuego, la vergonzosa desnudez es mía.
-Pero yo, a
ustedes, todos los miércoles en el Pirovano, los ayudaba. No me ponía en la fila con los muertos de
hambre, yo servía el guiso de onda, con los voluntarios. Después, siempre
volvíamos a pie, por Superí.
Y, entre girones de recuerdos y tragos de gelatina, otra
vez el Ángel de Laodicea:
Juan profeta,
sacerdote,
rey.
-¡Hola, buenas noches! ¿Cómo está el paciente? En un rato vengo para los
controles, ¿sí?
Juan intenta un vistazo imposible hacia el pasillo, donde se aleja la
enfermera turno noche, con su ambo blanquísimo, ceñido a la cintura.
-¡Chisssssssst, chiiissss-ssstttt!
Juan sobreviviente,
im-paciente,
reo.
Mariotyto 2012