La bolsa del perdedor
Hasta antes del sexto round
pudo mirar el andar y el culo de la mina que paseaba su estampa y los
cartelitos por el cuadrilátero. Después se puso fulero. Cuando terminó esa
vuelta lo estaban esperando con el botiquín entero. Recibió dos zurdazos de
demolición que hicieron estragos en su ojo derecho y el labio superior. Igual,
en un parpadeo, entre los dedos del asistente que le secaba la sangre,
vislumbró algo- de lo que contenía con mucho esfuerzo- el shorcito azul. La
campana anunció el séptimo y apenas la escuchó. El sonido de trenes y grillos a
coro estaba en su cabeza desde hacía unos cuantos minutos. Un empujón de su
segundo y la furia del público se lo confirmaron: tenía que pelear una vuelta
más.
Como pudo buscó ponerse fuera
del alcance de las manos del adversario, sin quedar arrinconado contra las
sogas. ¡Pucha que se movía ese cabrón!. A esta altura la visión era difusa y la
cabeza le pesaba como si hubiera estado llena de tuercas de acero. Él sabía,
esto podía pasar, ya no tenía los años y el empuje que lo habían llevado a
cosechar una pequeña fama. Pero la necesidad de unos pesos para poner el
negocio que le permitiera mantener a su familia, lo hicieron aceptar el
desafió. Mejor dicho “desafiar” al campeón de la categoría.
La bolsa de dinero en juego lo
salvaría si ganaba o perdía. Habían pactado 10.000 para el ganador y 3.000 para
el perdedor. El promotor le aseguraba, duplicar la bolsa del perdedor, si la
pelea - pactada a diez - duraba ocho rondas.
El hombre llegó al ring con los sueños secos.
Esos que había sembrado a lo largo de los años. Porque los sueños si no se
riegan, si no se los cuida, si uno no remueve la tierra de vez en cuando con el
esfuerzo de otros sueños, se mueren.
Terminó el séptimo sin aire, salpicaba sangre
y sudor en cada movimiento. Su pocas fuerzas le bastaron para darse cuenta de que
estaba a punto de iniciar la ronda decisiva. En ésa, cada golpe del rival y
cada golpe de la vida podrían haber tenido una recompensa doble. Recibió muchas
indicaciones en el rincón, pero no las podía procesar. Instintivamente miró a
la tribuna, buscaba el rostro de su hija. Entonces recordó con alivio, que le
había pedido que no viniera al combate.
Sonó, más fuerte aun, la
campana. Temblando de debilidad buscó erguirse, adoptar una postura digna para
un final inminente. Así pudo por un rato mantenerse a salvo. Hasta que una
mano, o bien pudo ser un mazazo, le abrió una herida tremenda en la frente.
Sintió doblarse sus rodillas y luego chocar su cara contra la lona. La sangre
hacía charco y le pegoteaba el pelo. Una voz sin agitación, más nítida que el
griterío del público, contaba:
- Uno…, dos…, tres…- pausado.
A su mente llegaron los momentos felices de la
vida. Sus primeros triunfos en la categoría. La primera salida con su mujer. El
nacimiento de la nena. Y poco más. El árbitro dejó de contar, tomó sus manos, las
sopesó y le dijo algo que no entendió.
- Siga, siga. Cuidado con las
cabezas.
Se dio cuenta, se estaba
incorporando, el público gritaba con nuevos bríos. El rival era una nube
oscura, fría y peligrosa que amenazaba devorarlo. Retrocedió hasta el fin del universo. Esas
cuerdas tensas y gruesas eran la frontera infranqueable. Entonces enfrentó el
nubarrón; tiró un par de piñas para disiparlo. Pero un rayo que salió desde el
otro lo impacto en el hígado. Y otra vez la lona, los gritos.
- Uno, dos, tres, cuatro...
El bailoteo de los pies del campeón contra la lona sonó a redoblantes de murga, como
aquella en la que había participado en su niñez. Todos sus afectos danzaban
alrededor, con ese ritmo.
- Siete, ocho.
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