lunes, 29 de octubre de 2012

Nuevo- bellísimo texto de Mario Ricca, octubre de 2012


La Pasión según Osuna


I.

Lo miro desde la entrada de terapia intermedia, la mano apoyada sobre los azulejos blancos. Necesito un momento para tomar coraje: hay una especie de energía inefable en el ambiente. La puerta entornada deja expuesta una cama ortopédica y el cuerpo inerte de un hombre, allí acostado. Hace pocas horas, Juan Osuna dejó en un quirófano del Hospital Fernández  medio hemisferio cerebral y la tapa de sus sesos.
(Conocí a Juan años atrás, frente a la guardia del hospital Pirovano. Sobre la vereda de Monroe, otros sin techo como él y cartoneros, que esperaban la hora del tren blanco, se juntaban  para matar el hambre. Un grupo de gente menos herida por la crisis traía la comida, preparada con buena voluntad y donaciones.)
Esta madrugada lo trajeron de urgencia desde el barrio de Belgrano, después de la noche más negra de su vida. Fue atacado mientras dormía sobre las balaustradas de un templo cristiano de la calle Sucre, su ascético refugio lumpen. Un enemigo en sombras (uno de tantos) le partió la frente con un hierro, dejándole un coágulo grande como una ciruela. Fue hallado a primera hora del día, en su lecho de mármol y sangre. Imagino constelaciones en explosión dentro de la cabeza de Juan, mucho más brillantes que las luces verdes y azules de ambulancias y patrulleros.

II.  

Busco en mi memoria otras ocasiones en que la cercanía de un lugar me haya afectado de manera semejante. Hay más de un recuerdo de la milicia: me veo vestido de combate, cuerpo a tierra sobre baldosas rotas, tragando angustia mientras apunto una ametralladora hacia la puerta de una casa, en la esperanza de que nunca llegue la orden de disparar. Otra vez, la puerta se parecía más al portal del Edén: éramos varios soldados reservistas en la puerta de un cabarute, perdido en la desolación patagónica. Buscábamos alguna suavidad para aliviar las asperezas de la vida entre sones de guerra, en la frontera. Recuperada mi condición humana, me encontré una tarde frente al portón de  una mansión decadente, casi desisto de golpear el llamdor de bronce:  yo estaba advertido,  ¡los excéntricos dueños tenían un tigre de Bengala por mascota! Pero más fuerte (más entrañable) es el recuerdo de una madrugada fría, frente a la basílica de Luján. Estoy a punto de cruzar la gran puerta, culminación de un día y una noche de caminata junto a una muchedumbre exhausta. Todos nos debatimos entre la piedad y las ganas de echarnos a dormir en la casa de la Madre del Cielo.
Sí, esa fuerza que emana de un Juan en el filo de la navaja, de su silencio y quietud poderosos, me enciende una emoción parecida al miedo (¡me eriza la piel!); pero se asemeja más a la fragilidad, al anonadamiento frente a lo sagrado que los místicos llamaron “santo temor de Dios”.

III.

       “Ecce homo”
 Las palabras se me aparecen como el nombre propio del dolor, al mirar a Osuna desde la puerta. -“¡He aquí al hombre!”- proclamó Pilatos, mientras  exhibía ante el gentío de Jerusalén  a un Jesús despojado de aspecto humano, a fuerza de tormentos. Y viene un salmo de David:
“Soy burla de todos mis enemigos, para mis amigos motivo de espanto; los que me ven por la calle huyen de mí. Como un muerto, he caído en el olvido, me he convertido en cosa inútil”.
Nunca quiso ser profeta Juan osuna. No creo que alguna vez se le haya cruzado la idea, ni ahora que casi no tiene cabeza, ni antes de verse sumergido en el mar rojo o antes aun de la noche del exterminador. Pero sujeto como está, de muñecas y tobillos, con tiras de gasa a los cuatro parantes de la cama; yacente y desnudo en su silencio de piedra;  así, dopado, tan débil por la batalla con la hermana muerte, el aguerrido negro ya no puede oponerse. Y profetiza con el silencio.
- ¡Juan, Juan Osuna!
-...
-Hola Juan. No sé si podés escucharme. -...-Sólo me dejan darte agua.
(Aplico un algodón empapado sobre la boca de pescado de Juan, sobre los labios resecos, cuarteados).
-mmmm-mm…
A pesar de sí mismo, el infame hace que me sienta como ante un tabernáculo: tengo el impulso de arrodillarme, de adorar al cordero que aún palpita en su carne. Él me obliga a volver sobre mí, a estar alerta: me llama desde lo profundo, desde lo inefable en mí. Y debo empeñarme en abrir mis puertas, rasgar el velo, cortar (como un cirujano) hasta dejar expuesta la visión de (¡santas paradojas!) lo sagrado invisible, la escucha del oráculo sin palabras.

IV.

El Arca de la Alianza fue un objeto singular: diseñada por el mismo Dios Altísimo, mandada construir por Moisés, tenía por función guardar las Tablas de la Ley. Tuvo, sin embargo, otros usos eminentes: conquistar la Tierra Prometida, abrir las aguas del Jordán, presidir el derrumbe de Jericó y promocionar los reinados de David y Salomón. Pero cuatro mil quinientos años de avatares ( incluída la caída de Jerusalén),  desvencijaron el Arca del éxodo, la multiplicaron en una diáspora de incontables variantes.
Nunca quiso ser rey Juan Osuna (y, aunque ahora lo quisiera, con la cabeza alargada y blanda como un melón podrido, no le cabría una corona). Y, sin embargo, entre las leyendas que hoy ubican el Arca en Zimbabwe, u oculta en Jordania, o en una iglesia de Etiopía, existen múltiples versiones inadvertidas del Arca. Son útiles allí donde haya algo sagrado que preservar, alguna realeza subrepticia que dignificar, según el carpintero de Nazareth:
“Por eso yo les confiero la realeza, como mi Padre me la confirió a mí.
Y en mi Reino, ustedes comerán y beberán en mi mesa, y se sentarán sobre tronos para juzgar a las doce tribus de Israel.”
En la versión de arca de Juan Osuna, se reemplazó la madera de acacia negra, recubierta de oro,  por caños y flejes, algo despintados; la escudilla que contenía el maná del desierto fue cambiada por una bandeja descartable con medio kilo de gelatina de frambuesa; en lugar de la vara florecida de Aarón, hay una varilla con manchas de óxido y ganchos de los que cuelgan sendas bolsas de suero y sangre; lo santo no está, ahora, en el sancta sanctorum del templo de Jerusalén; espera, dormido y sin velo, en una sala desnuda y vieja de hospital público. En cuanto a los querubines que custodiaban el cofre legendario, ya no existen y no hay nada que pudiera corresponderles; la única cosa asociable con seres alados es el nido de vello púbico del paciente, del que asoma un pico que, o por presunto origen amorreo o por alguna marca de sangre en la ingle o por mera distracción de la Ley, se salvó del bisturí.
Dicho de otro modo, Juan: si no podés hacerte de un reino por falta de linaje, ¿por qué no intentarlo por izquierda? Está el caso del ladrón que crucificaron a la derecha de Cristo. En el último minuto de su vida, le dice al compañero de suplicio:
-“Acordate de mí cuando llegues a tu Reino”
-“Hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso”- fue la respuesta.
Menudo ladrón Dimas, que se robó el Cielo.


V.

Y, al tercer día, resucitó. O casi: para resucitar hay que morirse del todo; y de Juan sólo murió un pedazo de cabeza, con la parte de memoria, vida, odios, ansias allí guardados. El resto de Juan se agarra a este mundo, después del descenso a los infiernos. Habrá que bancarse que siga la pasión, ofrecer el sacrificio sin altar, pasada la Pascua.
Nunca quiso ser sacerdote Juan Osuna. Nunca lo afligió no pertenecer a la familia de Leví, ni siquiera a la de Judá. De religión, ni hablar, pudo decirme alguna vez. Y con el cura Mengano está todo mal, me dijo otras veces.
-¡Dale! ¡Aprovechá ahora!- me dice Juan sin mirarme, sin hablar, tieso como las tablas de Moisés -Dale, que yo ya estoy jugado, estoy para el sacrificio. Aprovechame, gil, traeme todo, abrí todo, las puertas los placares los postigos. Traé todo lo que pesa, lo que duele, lo que nunca mostraste por vergüenza, aquel yugo que cargás desde siempre. Total, ¿a mí qué me hace?, ¡mirá cómo estoy! Traeme tus pecados, el recuerdo de aquella mina que me contaste, que al final no te quiso, los años que perdiste, el amor que escondiste, esa herida que cicatrizó sin curar, vamos, no te guardes nada, hasta el menor resentimiento. Dame todo y lo quemamos, es ahora. Ya estoy ardiendo, pero no me duele, esto es como la zarza del Sinaí: se quema sin consumirse. ¿Qué estás mirando? No hace falta que te saques los zapatos, vos sabés que yo, de santo, nada.-
Seguro, Juan. Sin embargo, la cruz te la estás bancando. Vos no tenés por qué saber quién es Theilard de Chardin. Pero un rezo suyo podría ser la música de tu silencio:
“Señor, no tengo ni pan, ni vino. Pero sobre el altar de la tierra entera, te ofrezco la pena y el trabajo del mundo.”

VI. Con la salida de la primera estrella, termina el horario de visitas. Y no me echan: sirvo para acompañar al paciente en la cena de los ácimos. No ha probado bocado, no tiene hambre. Para colmo, Juan se ha convertido al Islam: usa turbante de vendas.
-¿Y gelatina, Juan?
Subo al séptimo piso, están cerrando la cocina, se apiadan de nosotros.
-¡A cenar, Juancito! Mirá qué fresca está.
-Ayudame, che, siento la cabeza como una mochila. Y los brazos…-balbucea Juan.
-A ver, abrí la boca. Ahí va. ¿Está buena?
-Mm-mmm, mshí.
-¡Quién diría, Osuna…! ¿Te acordás de los fideos con bolognesa, en la puerta del Pirovano?
-No me hagás acordar, que me duele… Yo fui muy bueno para lo malo. Ya sabés las que me tuve que comer, de chiquito. Algo te conté, de mi tío. Así me pintó la vocación… robé a mano armada, vendí merca; bueno…,también fui plomero y pintor.
Una noche vos dijiste que, al final, yo era un buen tipo.
-Vos no tenés idea- te dije -Yo estuve en Caseros, le hundí una faca a más de uno.
Quien ahora me susurra en el corazón es, creo, el vidente del Apocalipsis:
“Tú andas diciendo: Soy rico, estoy lleno de bienes y no me falta nada. Y no sabes que eres desdichado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo. Por eso, te aconsejo: ¡Reanima tu fervor y arrepiéntete! Cómprame oro purificado en el fuego para enriquecerte, vestidos blancos para revestirte y cubrir tu vergonzosa desnudez.”
Pobre, ciego, sordo, creí que las palabras eran para Osuna; pero no, el vidente me hablaba a mí, como Juan me habla con su silencio. Él me lleva ventaja: ya ha pasado por el fuego, la vergonzosa desnudez es mía.
-Pero yo, a ustedes, todos los miércoles en el Pirovano, los ayudaba.  No me ponía en la fila con los muertos de hambre, yo servía el guiso de onda, con los voluntarios. Después, siempre volvíamos a pie, por Superí.
Y, entre girones de recuerdos y tragos de gelatina, otra vez el Ángel de Laodicea:
“Yo estoy junto a la puerta y llamo: si alguien oye mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos.”

Juan profeta,
sacerdote,
rey.

         -¡Hola, buenas noches! ¿Cómo está el paciente? En un rato vengo para los controles, ¿sí?
           Juan intenta un vistazo imposible hacia el pasillo, donde se aleja la enfermera turno noche, con su ambo blanquísimo, ceñido a la cintura.
         -¡Chisssssssst, chiiissss-ssstttt!

Juan sobreviviente,
im-paciente,
reo.

Mariotyto 2012









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