jueves, 11 de octubre de 2012

Nuevos textos de Josefina Bravo, octubre 2012


                        EL TIEMPO EN QUE EL AGUA TOMA COLOR A TÉ

          Jorge se se disponía a fumar un buen cigarrillo sentado en su despacho, después de una larga noche de formalidades. Como administrador de la estancia, había conversado con muchos de los comensales, bailado con algunas damas y cenado a la derecha de su patrón. Entonces, se distendía cuando Amelia entró al despacho agitada, con las mejillas rojas, el rodete desprolijo y los ojos acongojados.
-Clarita no está en la habitación.
-¿Cómo que no está? ¿Te fijaste en el baño y en la cocina?
El ama de llaves asintió. La distensión se volvió tensión en el gesto del hombre. Sin embargo, disimuló, para no alarmar a  la mujer. Le dijo que no se preocupara, la iban a encontrar. Alertá a Ramona y a todas las empleadas domésticas. Yo me ocupo de los hombres. Y voy a ir hasta lo de Martín, quizás Gastón sepa algo.
El hombre alto, elegante, que hablaba de manera tan serena, se precipitó por el pasillo una vez que el ama de llaves se alejó hacia la cocina. Ya afuera, sintió el rocío fresco de la noche y percibió la luz plateada de la luna sobre la oscuridad despejada. Pasos largos, apurados, enseguida se convirtieron en un trote jadeante y acortaron la distancia hasta la casa de Martín. Había luz. Agitado, tocó la puerta de madera y gritó para que le abrieran rápido. El dueño de casa lo hizo pasar.
-Hombre, ¿qué pasó?
-No encontramos a Clarita…
Gastón apareció por el pasillo, el pelo revuelto y los ojos pegoteados de sueño.
-¿Sabés algo de tu amiga?
El niño movió la cabeza de derecha a izquierda. Martín dijo que se encargaría de ensillar algunos caballos. Jorge iba a despertar a Mario, el jardinero y a pedirle que alertara al resto de los hombres. Quería salir cuanto antes en busca de la niña.
En la casa, Amelia hacía lo mismo con Ramona y las domésticas. Entonces, todas las mujeres de la casa, vela en mano, buscaban a Clarita en las habitaciones, placares, debajo de las camas, detrás de las puertas, debajo de las mesas, detrás de las cortinas. El ama de llaves -farol en mano- caminó hasta el establo. Martín ensillaba unos caballos con la ayuda de Gastón. Jorge terminaba de ensillar el suyo y se preparaba para salir.
- Mario, vení conmigo.
El hombre justo entraba al establo. Asintió y de inmediato subió al lomo del animal que Martín le cedía. Se escuchaban las voces de unos hombres acercarse.
-Que ellos vayan para el lado de la ruta, Mario y yo vamos hacia los límites de la estancia de los Ping. Martín y Gastón, busquen en el monte y en el molino de las cañas. Amelia, si las mujeres ya buscaron en la casa, que ahora salgan y busquen en todo el casco.
-¿Necesitan faroles?
-No, con la luz de la luna alcanza.
Serio, la cara inmutable, así salió el Señor Benger del establo. Se escuchó el galope de los caballos alejarse y entrar en la profundidad de la noche. El tractorista, un hombre moreno y petiso, se subió de un salto al caballo que le tocaba. El otro hombre, un tanto más alto y regordete, tuvo más dificultades, pero una vez arriba demostró destreza para dirigir al animal. Salieron sin decir una palabra, acataban órdenes. Segundos más tarde, Martín y Gastón, padre e hijo, abandonaron el establo a trote.
Amelia casi corrió hasta la casa. Momentos después todas las mujeres caminaban el pasto húmedo al grito de:
Claaaaraaa.
Jorge y Mario recorrieron un buen trecho. Galopaban un tanto alejados uno de otro. Los ojos atentos a los costados. Jorge, dos por tres, veía algo blanco a lo lejos y se acercaba ilusionado para comprobar que eran huesos de animales, brillaban con luz de luna. Repasaba en la cabeza cada lugar donde podría llegar a estar la pequeña. No lo decía en voz alta, pero tenía miedo. La llanura se veía gris. El viento soplaba en dirección a la casa. Peinaba hacia atrás la cabellera de los hombres. No hablaban. Jorge lanzaba algunas miradas al cielo.
-Quizás deberíamos volver, no pudo haber llegado tan lejos.
Hacía más de una hora que galopaban a la deriva. El señor Benger no quería saber nada con abandonar la búsqueda. Quedaban muchos lugares donde buscar todavía. Mario insistía, debían intentar más cerca de la casa. Además, quizás los otros ya tenían noticias. Lo mejor era regresar. Jorge estaba más terco que nunca.
De repente, a lo lejos, vieron una luz moverse en todas direcciones. Galoparon en esa dirección. Jorge tenía el pecho oprimido, la garganta anudada. Era alguien a caballo. A unos pocos metros escucharon unos silbidos. Gastón.
- ¡Llevo más de media hora buscándolos!
-¿La encontraron?
-Sí, está en la casa con Amelia.
-¿Y está bien?
-Sí, sólo había subido a la colina de los panaderos y no se dio cuenta de la hora…
Gastón dijo algo más, pero Jorge no escuchó, ya iba a todo galope hacia el casco. Sus grandes manos (transpiradas) apretaban con fuerza las riendas ásperas de cuero viejo. Los grillos de la noche gris se callaron con el golpe de los cascos en la tierra húmeda, la respiración agitada, los ruidos crujientes de la montura y las crines al pegar en el muslo del animal. Jorge pensaba en esa chiquilla desobediente y estribaba más fuerte. La habían mandado a dormir y ella, muy campante, había salido de la casa a tan altas horas de la noche. No era la primera vez que lo hacía, no, la había encontrado otras veces. Espiaba las reuniones y las fiestas desde afuera de la casa. Salía a ver la noche estrellada o a escuchar los grillos. Siempre tenía una excusa. Y podía convencer a cualquiera de que la apañara en sus ocurrencias. La estaban consintiendo mucho. Se había vuelto del colegio pupilo porque extrañaba, dormía con su tía porque tenía miedo. Tenían que ponerle límites. Ahora lo iba a escuchar, cuando llegara. Ya iba a ver esa chiquilla, preocupar así a todo el mundo, despertar a media estancia para buscarla porque se le ocurre desaparecer de un momento a otro. Nada de cabalgatas, nada de mi comida preferida, nada de quedarme un ratito más despierta, nada de puedo ir al pueblo con vos. Ya no iba a consentirla más.
Llegó al casco de la estancia, dejó su caballo a Martín en el establo y se dirigió a la casa, con pasos largos y ruidosos. Pasó por la cocina, donde Ramona tiraba hierbas secas en grandes tazas de agua caliente y balbuceaba algo que Jorge no se quedó a escuchar. El aroma suave de las hierbas lo acompañó hasta la habitación de Amelia. Una vez en la puerta, vio a Clara dormida en la almohada y oyó a su tía tararear una canción de cuna, mientras le acariciaba el pelo, desde la frente hasta la oreja.
En el tiempo en que las hierbas caen y llegan al fondo de la taza, en el tiempo en que el agua toma color a té, se desvaneció el enojo en el gesto de Jorge, cedió la presión en su pecho, los hombros bajaron y se deslizó una lágrima por su mejilla fría. Entró, silencioso, besó la frente de Clara, apoyó un momento su mano (entonces seca) en el hombro de Amelia. Se quedó unos segundos en esa posición. Sus ojos: cautivos del movimiento pausado del cuerpo de la niña al respirar. Luego, con el cuerpo exhausto y pesado, caminó lento hasta la cocina, guiado por el aroma del té.

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