CONTRASTES EN FOCO Y FUERA DE FOCO
(Entre Chile y Argentina, 1972 – 2012 .Imágenes para empezar a
recordar y escribir)
1972
-Nos
vamos a Chile- dijo mi mamá.
Yo
tenía seis años. No entendía por qué. Me daba miedo. En Buenos Aires estaban
mis abuelos y mi papá, mis muñecos. Mi
casa. No tengo recuerdos, me cuesta traer imágenes a la memoria. Pero hay
algunas y, cuando las llamo, vienen otras,
arrastradas por las primeras.
2012
Tengo que volver,
enfrentar los miedos y los fantasmas. Grandes amores de mi vida se gestaron allá,
detrás de los Andes. Grandes dolores también.
Pilar, mi hermana. Eva, como una
mamá; Gustavo, ese hermano que me dio la vida. Ellos vienen de allá.
Diego, mi gran amor, Gustavo y su prima Mirna, chilena ella, me
empujan y me sostienen, con mucha fuerzas.
-Tenés
que ir, tenés que ver los lugares, sentir los ruidos y las voces.
-Ahora
es diferente- dice Mirna, que vive y ama su Chile natal- Chile no se merece que
tengas esa imagen, que le cierres la puerta, que tengas recuerdos tan
dolorosos…
Entre
asados, vinos y postres, en la terraza de casa y al calor del fuego de la
parilla, se empieza a gestar el regreso. Ahora es voluntario.
Mis
hijos tienen que conocer la historia, lo merecen. Es parte de su historia.
Ahora Andrés, el más chico, tiene la edad
que yo tenía en aquellos años. Lo
miro y no puedo creerlo, no puedo imaginarme a los seis y siete años. Andrés
tiene otra infancia, tan diferente. Quise que tuviera otra infancia, quise y no
pude evitarle todos los dolores. No se puede
1972
El
viaje: no sabía dónde iba, no lo recuerdo, ni tampoco por qué nos íbamos ni
cuándo volveríamos. Tampoco recuerdo la partida, tengo apenas una fugaz imagen
de la estación de trenes, de un andén y de mi abuela despidiéndonos. No quería
ir, sólo quería volver a casa, con mi papá, mi abuela y Florencia, la muñeca
que hablaba y caminaba. La muñeca con la que llamaba a mi abuela por teléfono.
Y una y otra vez le preguntaba si quería
escuchar lo que decía Florencia.
Florencia era rubia, tenía el pelo lacio- duro como pelo de muñeca- y
unos rulos en la parte baja de la melena. Me parecía hermosa. No era flaca como
las barbies actuales, de piernas gorditas, unos soquetes blancos con broderie,
zapatos tipo guillermina, y un vestido
celeste estampado que le llagaba a las rodillas.
2012
El viaje: otro viaje, elegido, con
miedo y valentía. Y con sostén. Diego me lleva, maneja. Mis hijos me acompañan.
Y Mariela, una sobrina que Diego me trajo a la vida.
El paisaje es una maravilla, los
colores de las montañas ¡cómo puede haber tantos colores entre tierra y rocas!
Las cumbres nevadas, los Penitentes,
vigías que custodian la noche y el día y cuidan a los viajeros. Los Penitentes son ocho, ocho caras de piedra
talladas por la naturaleza en las rocas. Hay quien dice que parecen sacerdotes. La imaginación del
hombre, puede dar forma, imagen y palabras a simples piedras de la montaña. No
tan simples. ¿Cuánto tiempo hace que están allí los Penitentes?
El Puente del Inca, con su viento,
parece llevarse todo. Y se lo lleva. Se lleva una servilleta que Javier corre
durante varios tramos, cuando está a punto de alcanzarla vuelve a volar, en
otra dirección. Y así varias veces, ante la risa de todos, ante el disfrute de
todos los que vemos la escena. Todo vuela, la servilleta, el pelo de Javier,
nuestras ropas, nuestras voces, el viento se lleva las palabras, los objetos,
los recuerdos de ese lugar cuarenta años antes.
Los artesanos del Puente del Inca
intentan convencernos acerca de las
bondades del limo, un barro de la montaña, con metales que curan todos los
males, los del cuerpo y los del alma.
No
recuerdo esto cuando lo recorrí cuarenta años antes, las imágenes no vienen a
la memoria, ¿habrá habido tanto viento?, ¿ habré visto?, ¿o sólo podía mirar
para atrás?
Más
allá el Aconcagua, imponente. Custodio de todo alrededor. Vigía de todo y de
todos. Emperador de las montañas. Impone respeto, admiración. Algunos lo
desafían, a algunos los deja pasar, son quienes lo miran con más respeto, lo visitan como a una divinidad, respetan sus reglas. Otros, los que
creen dominarlo, pierden sus vidas en el
intento de faltarle el respeto.
1972
EL
tren. La sensación del traqueteo, del movimiento continuo y adormecedor. ¿A dónde vamos? ¿Por qué nos vamos?
Por
qué el recuerdo no coincide en nada con lo que cuarenta años después encontré,
en ese mismo camino. Dónde estaría mi cabeza de seis años en aquel viaje…. Los
Penitentes estaban allí, están allí desde que se formaron los Andes. No los vi,
no me vieron. Nos dejaron pasar.
2012
El
tren se cerró durante la Dictadura. Quedan las vías muertas. Pero no parecen
muertas, acompañan a la montaña y a la ruta tan imponentes como si vivieran.
Puentes, vías, túneles y hasta un taller ferroviario en el Puente del Inca, en la mitad
de la cordillera.
Los
puentes y las vías, de un color plateado brillante, como si estuvieran nuevas.
Viajan paralelas a la ruta de los autos,
a la izquierda a la ida,
a la
derecha a la vuelta.
Algún
cruce en algún momento, un túnel que por unos segundos alimenta la intriga de
qué encontraremos al otro lado, cuando se haga la luz.
1972
La
ausencia: mi mamá desapareció un día. No sabíamos dónde estaba. Se escapaba de
los milicos.
Yo,
en esa época, tenía el pelo largo y lacio y me gustaba peinarme mucho frente al
espejo, ver cómo cada día mi pelo era más y más largo. Me gustaba, me gusta
mucho mi pelo. Esa tarde jugaba a
peinarme en el baño, pero la puerta no estaba del todo cerrada, y escuché.
Escuché hablar a las amigas de mi mamá,
la creían muerta,
-
Bajo tierra- les escuché decir. No
recuerdo qué sensación tuve, pero no me desesperé. No sé si fue miedo, o si
supe escucharme, supe sentir mi conexión con mi mamá y saber que no estaba
muerta, que la volvería a ver.
2012
La
ausencia: Ahora sí mi mamá está muerta. Se fue hace seis años. Estuve y
estuvimos a su lado hasta que partió. Y
me quedaron tantas preguntas, tantos silencios. Pero no todos. Me pregunto si es posible que no queden
preguntas, o qué pasa cuando se acaban las preguntas. ¿No queda nada por saber?
¿Nada por construir? Tal vez es mejor que siempre haya preguntas, que nos hacen
buscar…
También
quedaron otras voces y esos recuerdos que van trayendo a otros, abren caminos, se animan a hacer preguntas,
me animan a escribir este relato, a
buscar a esas otras voces que están ahí, dispuestas a hablar, esperan ser
escuchadas. La voz de Eva.
1972
La
embajada: un lugar enorme, inabarcable a los ojos de una niña de seis años.
Mucha mucha gente, gente durmiendo como en campamento, en colchonetas sobre el piso, una al lado de
la otra, largas hileras de colchonetas. Nosotras tres, otra vez juntas. Cómo
las necesitaba.
Eva, afuera, con una enorme panza.
Gustavo, y un nene chico, Luciano, su
hijo mayor, a su lado. Nos decía chau,
desde lejos con la mano.
Había
tanta gente, tantos chicos. Yo tenía un resorte largo y blando, de esos que si
se ponen en una escalera, bajan solos los escalones, como robots torpes, como
si tuvieran piernas. Ahora los hacen de plástico. Es uno de los juguetes que
más recuerdo de mi infancia. Cada tanto me compro uno y me doy permiso para
viajar en el tiempo y jugar en la escalera a verlo bajar torpemente, porque
parece
que se va a
caer,
pero no
se cae,
baja uno
y otro
escalón, en perfecto orden,
y llega al final.
2012
La
embajada: imponente, señorial. Una placa en la puerta recuerda y rinde homenaje
a quienes se refugiaron en ella durante los primeros meses de la dictadura.
¿Nos rinde homenaje a nosotras tres? La firma Néstor Kirchner, Presidente de la
Nación Argentina, en 2003.
Nos
recibe el cónsul, con café y brownies. Sin miedo, sin dolor.
Recorro
las mismas escaleras donde jugaba con el resorte. Un hombre baldea ese patio,
ahora sin gente. Me parece ver la cantidad de chicos jugar en ese parque. Y veo
a mi resorte mientras baja esas escaleras señoriales, de mármol, con escalones
curvos, hasta llegar al piso bajo de
baldosas blancas y negras intercaladas formando dibujos.
Un
solo hombre lava el piso, ese piso en los que más de seiscientas personas
circulaban cada día durante aquellos meses
ya en 1973.
La
memoria transforma los recuerdos. Esa imagen que tengo de Eva despidiéndonos,
es imposible, no puede haber sucedido como la recuerdo. La arquitectura del
lugar no lo permite. Pero como la
recuerdo quedó en mí. No importa cómo haya sido la realidad, importa cómo la
recuerdo, que marca me deja en la piel, en el alma.
Voy
al baño. Señorial, mármol, jabones perfumados, toallas suaves. El cónsul me
dice después que me imagine que esos mismos baños, y algún otro del piso de
arriba, eran los únicos para los seiscientos refugiados.
Contraste.
Contraste de imágenes y de sensaciones. Un baño enorme y suntuoso para uno es
un baño que no alcanza para seiscientos.
Pasillos anchos y señoriales para cuatro o cinco son espacios estrechos
donde seiscientos están hacinados. Pero a salvo.
Una
mesa larga, de madera, con muchas sillas alrededor y una lámpara. Mariela se
sienta y se saca una foto en la cabecera, “es el lugar donde se sienta la
presidenta cuando nos visita”, dice el cónsul. Nos divertimos, jugamos y
sacamos más fotos presidenciales. Varios
turnos de comedor se necesitan en esa
larga mesa para atender las comidas de seiscientas personas. Siempre primero
los chicos.
Siento
un silencio también señorial, sólo interrumpido por nuestras voces alegres.
Imagino un murmullo y ruidos en esos mismos espacios. No pudo haber habido
tanto silencio.
Mirna
nos guió en Chile, nos llevó a conocer lugares donde se disfrutan comidas,
bebidas, paisajes, bailes. Nos buscó albergue, compartió horas con nosotros.
Ella contó nuestra historia en la Embajada Argentina, y pidió que nos
recibieran. Yo sola no lo hubiera podido hacer.
1972
Fuimos
dos. Volvimos tres. Una tarde, recuerdo a mi mamá, vestida de blanco, de
perfil, embarazada. Muy embarazada. Tal vez, momentos antes de salir a parir a
mi hermana. Es la única imagen de mi mamá embarazada. ¿Yo no lo sabía?, ¿sabía
que iba a tener una hermana? Uno o dos
días más tarde alguien me llevó a conocer a mi hermanita. Entré en una
habitación de hospital, no la recuerdo
con precisión. Sólo algún color rosado en la fachada del edificio y una cama
con sábanas blancas; y a mi mamá, con una bebé muy, muy peluda acostada a su
lado. Me pareció fea.
-
Ella tiene las patillas como San Martín- así cuentan las historias de familia
que le dije a mi mamá. Justamente San Martín, otro argentino cruzó la cordillera para liberar a Chile,
para construir otro proyecto de nación y de vida, como hizo mi mamá.
No
sabía quién era su papá, no entendía por qué no había un papá. Más tarde supe
quién era.
2012
Tengo
una hermana, chilena, seis años menor que yo. Ya no es peluda ni se parece a
San Martín. Sí es valiente y fuerte y forma parte de aquellas cosas que
vinieron de Chile, que nacieron y llegaron a mí en un momento tan oscuro y
doloso, pero hoy son gran parte de la
luz de mi vida.
1972
EL
maletín verde. Mi papá me fue a visitar a Chile una vez. Fue en su Kaiser
Carabela azul de techo blanco, el auto
de mis recuerdos de infancia. No recuerdo mucho ese viaje, sólo que sí me
compró muchas cosas y me llevó un maletín de escuela color verde, con hebillas
doradas y unas tiras blancas.
Hermoso.
Me
moría de vergüenza en la escuela con ese maletín, el único verde entre todos
los clásicos de cuero marrón. Me sentía diferente, me daba vergüenza ser diferente. Yo ya era la
argentina- la distinta- ¡encima, por entonces, tenía el maletín verde con
patitas! Cuánto me costaba disfrutar de las cosas lindas. Cuánto dolor me
impedía disfrutar de ese maletín, y de ese papá.
2012
Años
más tarde, correría el año 2000, mi papá
y yo volvimos a hablar de Chile. Tal vez Chile fuera lo único
que no podía perdonarle ¿Por qué me dejaste ir? ¿Por qué no me fuiste
a buscar? Las preguntas eran duras, dolorosas. Las respuestas comprensibles,
tranquilzadoras.
-No
podía separarte de tu mamá, cómo iba a hacer algo así.
Cambian
las perspectivas pensé, qué hubiera hecho yo en su lugar… no lo sé, pero
entendí: hizo lo que creyó mejor. Todos sufrimos. Ahora lo comprendo. Tenemos
esta charla en una plaza frente al jardín japonés. Javier, mi hijo, tiene un
año y juega con los baldes de arena, hace castillos, estrellas de mar, los pisa
y los vuelve a construir con una infinita paciencia. Hay sol, hace calor y
Javier es testigo de esa charla entre padre e hija que le dio armonía a la
relación para siempre. Cada uno entendió el dolor y las razones del otro. Y acá
estamos, en paz, en la plaza, construyendo castillos en la arena, sólidos, muy
sólidos, no se derrumbarán.
1972
Nos
volvemos. Un jeep nos viene a buscar, subimos y nos lleva directo a un avión.
Vamos a Buenos Aires. Qué alivio, voy a volver a ver a mis abuelos, a mi papá y
a Florencia. ¿Le habrán puesto las pilas? ¿Seguirá hablando? Confío en que mi
abuela se haya ocupado de cuidar sus rulos rubios.
Regreso.
Una de las primeras imágenes es la de una barba negra y peluda. Un muchacho
se agacha a darme un beso y un abrazo en la puerta del ascensor de
Independencia, la casa de mi tía Ana. Es
mi primo Félix. Dos años antes su cara estaba limpia de pelos, era un chico.
Entonces, parecía un hombre.
2012
La
ruta tiene dos partes:
del
lado argentino la pendiente es larga y lenta;
del lado chileno están los “caracoles”. Los
caracoles son unas bajadas espiraladas muy pronunciadas que, a la vuelta, son subidas. Son treinta y tres caracoles, en bajada, y luego
en subida.
Durante las siete noches que dormimos en Chile, soñaba
que el auto no iba a poder subir los caracoles,
no iba a tener fuerza, nos íbamos
a quedar para siempre ahí. Pesadilla.
Pero
pudimos viajar, el viaje de vuelta fue sencillo, el auto subió, tocamos suelo
argentino. Respiré.
Respiré
porque toqué suelo argentino, porque volví a mi casa, a mi país, a mi papá, a
mis abuelos, a mi muñeca Florencia. Pero también porque pude volver. La
pesadilla había terminado. Ahora Chile
es un recuerdo, tal vez difícil de procesar, pero ya no es un fantasma.
Post scriptum
Septiembre de 2012. Voy a ver
“infancia clandestina” una película que se estrenó en Buenos Aires esta semana,
cuyo director Benjamín Avila, es un hijo de desaparecidos. Narra una historia,
tal vez en parte autobiográfica, de la lucha de los montoneros en el año 1979-
en lo que llamaron la “contraofensiva”- desde la mirada de un niño. Un niño,
hijo de militantes, que viven en la clandestinidad, escondiéndose y
espacándose. En medio de esa lucha, el niño es un niño que hace cosas de niño,
que siente como un niño y desea como un niño.
Me vi en ese niño. Pasé cuarenta
años tratando de entender los por qué. Por qué era más importante para esa
generación de padres luchar por un mundo mejor y darle a los hijos una vida más
dolorosa, más angustiante. Peleé internamente con esa disyuntiva durante muchos
años, entre comprender a esa generación y enojarme con ellos. Entre admirar la
fortaleza para la lucha y preguntarme por qué no se quedaron en casa y nos
festejaron el cumpleaños como a un chico cualquiera, como lo hacemos hoy.
Las peleas internas no tienen final.
A veces gana la comprensión, la admiración por la valentía, y otras veces gana
el enojo, enojo porque nos llevaron por los caminos más dolorosos.
Siguen los contrastes, son parte de
la vida.
Ayelén Attías
qué lindo y emocionante!! tengo lágrimas en los ojos!!
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