viernes, 28 de junio de 2013

Abuelo a doble ritmo, un cuento de Josefina Bravo, junio de 2013


En la cama del hospital, enchufado a una máquina que muestra el ritmo cardíaco, la presión arterial y no sé qué otra cosa, está el abuelito. Respira aún. El elástico sostiene el nebulizador con oxígeno y le aprieta los cachetes blancos, flacos, de piel arrugada.
A media voz, tarareo una canción de cuna.
El abuelo abre los párpados, revolea los ojos marrones.
¿Me mira?
            Una enfermera -de delantal verde- atiende a un enfermo en la cama de al lado. La puerta de terapia abre y cierra entradas y salidas de visitas. Las manos del abuelo están hinchadas, de no moverlas, dice la enfermera, de pasada.
            Hay sólo una pequeña ventana en la habitación, al lado de la cama del abuelo. Hoy corrieron un poco las cortinas, entra algo de luz.
            El abuelo frunce el ceño, tose.
Respira.

La respiración es un rugido en medio del silencio. Un grito afónico y desesperado. Forzoso. Pegoteado de un hilo a la vida. Se esfuma en una nota de piano antes del silencio total.
Le canto, le digo que descanse, estamos todos bien.
El nebulizador se empaña con la exhalación.
Parece que en cualquier momento, tomará la última
bocanada
de aire,

para soltar
el último
vestigio
de vida.


Ya en casa, suena el teléfono.
-Te hablo del hospital, desde terapia intensiva, ¿sos familiar de…?
Se extinguió,
finalmente.
Miro para atrás,
quiero recordarlo como era antes de su enfermedad. Antes de que no
me conociera, antes de que su memoria hubiera desaparecido para siempre. Cierro los ojos.
Recuerdo el sábado pasado, cuando fuimos a visitarlo.
La mirada ausente, a veces, fija en mí.
-Qué linda sos.
Las palabras resbalan en su cabeza y se escabullen por la boca sin filtro.
Soy muy parecida a la abuela, no puedo negarlo. El mismo azul en los ojos y el mismo rosado en la piel. ¿La verá en mí? Desvía otra vez la mirada.
-¿Cómo estás?
-Y, acá estamos, como harina sin usar y pan sin amasar.
Contesta con respuestas automatizadas, grabadas en el cuerpo. Vive un laberinto blanco, sin matices. Los rostros, los días, todos iguales. Nada ni nadie significante. Sólo alguna vez, por un pequeñísimo lapso de tiempo, se abre una puerta, una barrera en su memoria y recuerda algo o a alguien, para luego poner su mente en blanco otra vez, indefinidamente.
Quiero mirar más atrás, cuando me conocía, cuando era su nietita querida.
Pero los recuerdos se rehúsan a aparecer.



Evoco su casa del pueblo. El negocio al frente. A un lado la cochera abierta, al fondo el portón de la cochera cerrada y la puertita de hierro que lleva al patio. Al otro lado, el pasillo largo hasta la puerta del living. De tardecita, en el verano, ponía una silla en la vereda para ver llegar la noche. Ahí lo encontrábamos cuando llegábamos de visita.
Del otro lado de la casa, recuerdo su escritorio bajo la ventana al patio. Puedo verlo sentado en su silla de cuero negro, de rueditas, la silla en la que yo jugaba a girar y girar, palpando el escritorio y la pared. Puedo verlo de perfil, con el diario abierto sobre el escritorio. La cara recortada en las carpetas negras de contabilidad, en el estante contra la pared. Bajo el corte del pantalón, asoma un tobillo flaco, huesudo. Lo veo – birome en mano- completar los juegos del diario, la torre de números, los crucigramas.
Tranquilo, siempre en paz.
Se levanta y lo sigo hasta el negocio. Sonó la campana de la puerta un instante atrás. Del otro lado del mostrador, un hombre de bombacha de campo y boina lo saluda. Se sienta en un banquito después de pedir un par de alpargatas. Sus manos arrugadas descansan en las rodillas.
]El abuelo se sube a una escalerita de madera -de tres escalones- y alza la vista por los estantes, altos hasta el techo. La luz blanca titila una vez.
Baja con una caja de alpargatas en la mano y le muestra al señor, que se saca las puestas y se calza unas nuevas.
Me paro en una silla para llegar a la caja y le cobro al de boina. Cuento el vuelto y miro al abuelo: asiente -en señal de aprobación- con su bigote gris.
Volvemos al escritorio. El abuelo, sobre su silla de cuero negra, abre el tercer cajón y saca las cartas. Jugamos al culo sucio y al burro. La abuela –el delantal atado a la cintura- nos trae un platito de rodajitas de pan con manteca y azúcar, para compartir. Después el abuelo me recuerda los valores de las cartas en el truco y jugamos a quince.
Salto de baldosa amarilla en baldosa amarilla –sin pisar las rojas- camino a la cocina. La mesita de los ñoquis está blanca de harina, al igual que las manos gordas de la abuela. El tuco burbujea al fuego. Qué aroma delicioso.
Por la ventana de la cocina, veo al abuelo cruzar hacia el patio. Grita y sacude las ramas del ciruelo amarillo.
-Cotorras de mierda, me comen las frutas.
Lo escucho quejarse.
Brilla la pelada de corona blanca con el sol. El abuelo sigue patio atrás.

            

jueves, 27 de junio de 2013

Olas al rescate, otro poema de Pablo Arahuete, camino al libro, junio de 2013

No es el mar
Son olas en rescate  
 agonía de  espuma
                      en
barcos que zarpan         orillas
            veladas en
a brújulas
agobios                         en círculos
Horizonte 
tras
el silencio del mar
Utopía

parte                            la calma del viento 

Poción, un cuento de Francisco Oscar Famá, junio de 2013

POCIÓN


Mariana no es de cargar muchas bolsas cuando va de compras. Camino a su auto pasa por un local de venta de usados y algo le llama la atención. Sin detener su marcha y sin desviar la vista , da un vistazo. Al llegar a su auto inclina la cabeza y mira por sobre los lentes de sol. Una brisa cuza la calle fresca, la toca y lleva su mirada al frente del local. El el viento invita a los ojos hacia un remolino delante de la vidriera. Cierra la puerta trasera del auto y aprieta la tecla del control, traba las puertas. Curiosa, se deja llevar , el remolino se repite. Cierra los ojos por la arenilla. Se saca los lentes oscuros para ver mejor. La mujer dentro del local pone un adorno al objeto de su atención.  Ya en el local, la delgada mujer viste un chaleco tejido en lana marrón, que combina con la camisa escocesa de lana blanca. Separa los rulos de su frente para mirar la postura decidida de la pequeña mujer. Mariana pasea por  escaparate su jean blanco, su camisa blanca y una campera de lana negra desprendida al frente. Mira fijo a la mujer sin acomodarse el revoloteado cabello hasta la mitad de la espalda.
-En qué puedo servirle –dice la dueña de la tienda de usados, sin sacar la vista del objeto el cual deja en el estante.
-Justamente, ¿vende eso? –hace el movimiento con su mano derecha y su índice.
-¿Le gusta? –toma al frasco con sus dos manos.
Cuando la mujer va a sacar una cadena con una llave antigua como agregado, Mariana dice:
-Tal cual lo tiene en la mano lo quiero.
-¿Sí? -Abre los ojos como si le sorprendiera el gusto de su cliente.
Cabecea repetidas veces con guturales mm.
La dueña del local deja en manos de Mariana el frasco con la cadena y la llave. Mira el frasco, toca la cadena de unos eslabones gruesos de un centímetro de alto, torcidos enochos. Pintados junto a la llave de unos diez centímetros y de una sola paleta algo abiertas las puntas.
-Pintura plateada a soplete. –Dice la comerciante.
Mariana asiente, se distrae por la campanilla de la puerta de acceso. Entra un matrimonio de mediana edad con una adolescente.
-Atienda mientras miro –le ofrece Mariana, la mujer asiente y camina hacia los recién llegados. Mariana acomoda un poco la cadena y observa con más tiempo el frasco. Otra vez la campanilla, entran dos mujeres mayores. La dueña del local camina hacia Mariana. Invita con ademanes a las recién llegadas a que pasen.
-Lo llevo.
-¿Quiere que le pongamos un corcho? Por cierto, mire -con una mano acompaña sus palabras-  de todo lo que hay en mi tienda, algo puede que le interese.
-Me gustaría. –señala el pico del botellón.
La mujer camina hasta el mostrador y debajo descorre un canasto de mimbre con tapa. Abre, mete la mano y revuelve corchos de todo tamaño.
-Aquí hay uno –lo coloca en el pico del frasco, parece que ese va.
-Me gusta, ¿cuánto es el precio?
La comerciante le escribe el número, Mariana paga y luego observa todo el escaparate, camina entre los pasillos, ve los objetos en oferta y se desprende de la historia de su parientes fallecidos. Toca una mecedora y escucha el crujir de la madera en su vaivén. Cerca, un velador de pie con revistero y paragüero. En una mesa, planchas en todos los estilos: a carbón, kerosene, a gas, eléctrica. El pasado se presenta, ella camina entre artículos de más de cien años. El olor a serenidad, a quietud, a tiempo. Los diarios con su historia, revistas,  libros con las hojas oscuras. El tiempo tocado por el sol entran por los amplios y antiguos ventanales. El color madera se adueña del lugar. Le llaman la atención retratos de familias de casi dos siglos atrás, ¿quién los querrá?. Cámaras de fotos, con sus cajones intactos. Toma de la mesa una de marca inglesa a cuerda de medio cuadro. Camina hacia la salida. Se detiene a ver unos morteros de distintos tamaños, bronce, vidrio, porcelana, mármol y uno de cocina de madera. Cabecea, apartan la vista de ellos, la dueña la miraba a los ojos y le comenta.
-Todo lo de esa mesa perteneció a la Favorita. –Mariana dirige su mirada a la señora. –Claro.., usted sería una niñita, cuando…
-Es posible, que tenga usted un buen día.
-Vuelva pronto, buen día.
El viento parece coquetear con Mariana, ahora le revolotea al ras del piso. Sube a su auto y deja en el asiento contiguo el frasco con la bolsa de papel.
Es una hora de tránsito pesado, las corridas con los chicos a las escuelas. Estaciona delante de la puerta de la farmacia. Entre perfumes lavanda y medicamentos, se sabe dónde se está. Aguarda su turno. Camina hacia la balanza, deja la cartera en el asiento contiguo, sube, mira que su peso deje de parpadear en el tablero. El espejo en la pared lee lo revoloteado de su cabello. Lo acomoda con los dedos de ambas manos.
-Mariana. –dice la farmacéutica.
-Sí, voy –mientras toma la cartera.
-Recordame la cantidad.
-Hablamos de cuarto litro.
-¿Usas mucho esta crema?
-Poco, antes de acostarme.
-¿Te molestaría si te vendo el doble? Es que hice cantidad, entregué a quienes me pidieron y me queda un cuarto litro más.
-Dámelo, lo llevo.
Sube a su vehículo y conduce hasta su casa.
En un sillón deja su cartera y el saco. Lleva la botella dentro de la bolsa y las dos con las cuartos de crema. Abre apenas las ventanas del living y una de la cocina. Pone la pava con agua arriba de la hornalla que acaba de encender. Saca de la bolsa el frasco. Panzón de base y un estirado cuello. Lava por separado la cadena con las llaves y el frasco. Los deja a escurrir. Toma el corcho con dos palillos y los pone delante del vapor desde el pico de la pava. Que escurran. Va hacia el suavemente iluminado living, allí las cortinas atajan al sol. Se detiene frente al equipo de música, justo arranca ese CD. La música inunda el departamento. Se abandona en uno de los sillones. A la débil brisa fresca  parece gustarle la melodía.
Hojea una revista, la abandona en su regazo, dormita.
Los compases del allegro la despiertan. Va a la cocina, toma el frasco y coloca la crema incolora. Mientras lee las indicaciones. Retinol, colágeno, elastina, vitamina A, rosa mosqueta. Mariana mira el líquido viscoso incoloro bajar por el vidrio del frasco. Buen aroma. Toma el frasco, lo tapa y se traslada a una cómoda en el living. Una carpeta huérfana sostiene el frasco, tiene dudas. No preguntó por su procedencia. Las grabaciones incrustadas denuncian ser de alguna bebida alcohólica fina, licor o coñac. Donde termina o comienza el cuello, reza: 1866. La cadena y la llave, que habrían sido de algún caballero, ahora decoran el recipiente. También ayudan las burbujas de oxígeno atrapadas en la crema.
Es el mediodía, Mariana se ausenta. La computadora encendida y en reposo, el protector de pantalla destella figuras uniformes de varios colores. El frasco de crema copia los colores de la pantalla y los arremolina en la viscosa sustancia. Las cortinas  mueven  la luz del sol como si el viento la paseara de una pared a otra, de un ambiente a otro, hasta menear al piso de granito oscuro. El frasco de crema cambia de color mientras se lo permiten el viento, el sol y la pantalla del ordenador. Una nube interrumpe el oscilar de la luz. Ahora la pantalla oscura, solo un led de preencendido titila, llega la noche.
Mariana en el departamento. Enciende el velador de pie. Cierra las ventanas después de arrimar los postigos. Directo a su dormitorio, camisón de lino sin nada debajo y  unas ojotas. Entra en la cocina, prepara algo para cenar. Camina al living, enciende la computadora, lee su mail, sin sentarse. Se aleja del escritorio para entrar en la cocina. Enciende el televisor con un volumen bajo, solo escucha. El aroma desde el horno hace que abra la puerta y dé un vistazo. Mueve el cuerpo al ritmo  de un comercial. Se acomoda en una silla alta junto a la mesada, con el plato, su comida, cubiertos, baso agua. Come mirando el televisor con una novela empezada. Solo fija los ojos en un actor cincuentón. Sonríe.
Ordena todo antes de retirarse, apaga el televisor. Prepara con mucho entusiasmo una base con servilleta. Camina al living hasta quedar frente al frasco. Lo pone de cabeza para que el corcho se humecte. Quita el corcho dejándolo en la base de servilleta. Entra en su habitación y deja el corcho con la base en su mesa de luz. Va al baño, lava sus dientes y regresa. Se sienta en el borde de la cama, mira y toma lo dejado en la mesita.
-Hola, mi amor, me encontrás siempre por acostarme.
-¿Cómo estás, vida?
- Muy bien, ¿cómo ha sido tu día hoy?
-Con trabajo, algo agotado.
-Ya ocupé el baño, me pondré crema mientras volvés.
Con el cabello recogido en la parte alta de la nuca, comienza a pasarse la crema. Sin agredir, la piel casi  toca los costados de los ojos. Masajea sus pómulos, nariz, mentón.
-Aquí estás, acostate y te pongo un poco.
-¿Qué hace esa crema?
-Te quita las arrugas, te rejuvenece.
-Bien, ¿no irrita la piel?
-Nada de eso, quieto, cerrá los ojos –humecta sus dedos. Después de un minuto. -¿Qué sientís?
-Parece que me estuviera tocando una niña. –Ella ríe.
-Ahora, a descansar, abrazame. ¿Querés hacerlo? Dajame besarte.
Transcurre la noche, interrumpe la alarma del celular. Mariana empuja su brazo para encontrar a su compañero. No está. El espejo le devuelve la imagen con el cabello revuelto. Acerca el rostro al espejo sin erguirse y mira los lados. Sonríe. Recupera su altura camino al baño. Al entrar se frena y siente la presencia de su hombre tomándola de los brazos, éste baja la cabeza para besarla, ella en puntas de pie rodea su cuello con sus brazos e inspecciona los lados del rostro. Cabecea contenta, lo deja pasar y ocupa el baño.
Desayuna mate amargo con unas tostadas y mermelada de frutilla. Enciende la televisión en el canal de noticias para informase sobre el clima. Camina por el departamento abre un poco las ventanas. Recuerda tapar el frasco de crema con el corcho. Sale a ocuparse de su vida laboral. El sol entra cortado. En rayos, revolotean las partículas que se trepan a la luz. El viento, algo fuerte en ese momento, acomoda la llave que cuelga del frasco y arrastra una nota típica de metal y vidrio. Por momentos, por el accionar de la luz fijada en el piso y paredes, la crema del frasco muestra hilos  de arco iris bailotear el celeste entremezclado con un azul más fuerte.
Los días se le copian a Mariana. Por la mañana, su trabajo. Administrativa en una importante cerealera. Almuerza en la empresa y se retira a las diecisiete. Pasa a ver a sus padres y visita alguna que otra vez algún hermano o pariente camino a su casa. Poco tiempo pierde en saludos o charlas familiares. Luego se instala en su departamento. Dos o tres veces a la semana sale y hace compras. Y dos días a la semana con hora y media de gimnasio. Ella desea mantener frescos sus cuarenta años.
Todas las noches se encuentra con su hombre. Y lo somete a los masajes faciales. Cada mañana le sorprende el rejuvenecimiento del rostro y de todo su cuerpo. Ella se mira al espejo y la imagen no tiene arrugas. Su cuerpo sigue igual al que ve a diario.
Mientras hace como de costumbre sus masajes faciales, Mariana entra en la habitación. Su pareja anda con la toalla en su cintura. Llega a ella, se inclina y besa su frente, deja caer la prenda. Mariana gira sentada en la banqueta, lo enfrenta, se pone de pie lo abraza, hace que retroceda y se siente. Luego se cuestan. Ella se arrodilla en la cama, gira un poco para tomar el corcho con la crema. Se recuesta al lado de él y hace lo de todas las noches, masajes faciales.
-¿Cómo te sentís? –sus ojos brillan de ansiedad.
-Muy bien, cada día mejor. El espejo me está devolviendo la imagen de alguien más joven. Algo tiene que ver tu crema.
-Lo noto como vos, lo extraño es que no te estoy poniendo en el cuerpo.
-Verdad. Será que deseo estar siempre joven a tu lado.
-Eso es bueno, -sonríe.
A la mañana siguiente, con los cabellos revoloteados, Mariana se sienta en la cama y enfrenta al espejo. La imagen es cada vez más lisa en la piel detrás de sus ojos, labios y nariz. Se levanta y va hacia el baño cuando tropieza con él. Pone ambas manos en su pecho, toca sus pectorales, baja al abdomen, la cadera. Abre grandes sus ojos y toca a un adolescente. Ríe, lo saluda, en puntas de pie,  con un beso en sus labios y entra al baño.
Cada día su rostro fresco y alegre. Las precauciones al salir son las de siempre. Dejar algo abiertas las ventanas así parece cobrar vida el departamento. Las gotas de crema  caen desde el corcho y provocan arcos iris redondos con el reflejo del sol contra la cómoda. La llave cada día se acomoda a su gusto del lado opuesto en que la deja su dueña. Hoy se nota el paso de nubes delante del astro. Las partículas aún trepan al techo, ya algo más pesadas.
            El regreso de Mariana es muy puntual, diecisiete treinta y cinco. Se apura a cerrar las ventanas, una tormenta estalla en ese mismo momento. Enciende como de costumbre su computadora. Mientras espera, frunce el ceño: la llave se ubicó otra vez a su gusto. Sonríe.
            Prepara la cena. Hoy vendrá él. Vuelve living y el servidor se sigue disculpando por la falta de conexión en Internet. Los truenos  no pueden apagar las ventanas detrás de cada relámpago y el sonido de la lluvia tan particular. Mariana mira la hora en el televisor sin volumen. Comienza a preparar la mesa, escucha la entrada del hombre en el departamento. Sale de la cocina y ve su campera al costado de la puerta de entradas.
            -Hola, amor -dice él al girar hacia ella.
            -Hola. ¡Pasado por agua!
            -Sí, quiere lloverse todo.
            -¿Querés darte un baño? La cena estará en un momento. -Se pone en puntas de pie frente a él, se dan un beso en los labios.
            -Ya salgo y cenamos.  –Ella asiente con la cabeza mostrándose feliz.
            No deja de observar el torso de él. Se lo ve muy joven según sus ojos.
            -Te la pasas mirándome todo el tiempo. Estoy como siempre a pesar de mis cuarenta y cinco.
            -Es que parece que estuvieras cada vez más joven.
            -Te parece a vos, debe ser el gimnasio, los músculos de marcan más. Parezco más fibroso, me siento bien.
            Cenan con la televisión con volumen bajo. Pasan una noticia de la ciudad. Se dan un abrazo, más besos y hacen la tarea los dos antes de ir a la habitación.
            Todos los días la crema en ambos rostros. La lluvia los pone románticos. En esos momentos se escucha  al viento golpear con fuerza la persiana de la habitación. Entre caricias y besos se funden en abrazos.
A la mañana siguiente ella después de apagar el celular que la despierta, pasa el brazo por el lado donde debía estar su hombre. No está, el lugar esta algo frío. Se levanta de inmediato. No se mira al espejo camina al baño, no lo ve. Va a la cocina, al living, la terraza balcón. Nada de él. Mira al perchero, la campera está. Regresa al baño, en el canasto se dispersa la ropa que se quitó la noche anterior. Va a la habitación, abre el placard. La ropa de él esta en su lugar, como los zapatos, zapatillas, borcegos. Se dirige a la mesa de luz del lado de él los documentos, llaves de su auto, la tarjeta verde, el celular. Levanta el celular apagado, lo deja con el resto de pertenencias.
Camina al espejo de su cómoda, se descorre el cabello del rostro, le devuelve la imagen de siempre. Ya en la cocina, pone arriba de la hornalla encendida al mínimo la pava. Va al baño como todos los días. Después de los mates amargos y las tostadas con mermelada, sale del departamento. Mariana saca de su garage su auto. . Durante el día llama al taller, los empleados  le dicen que el hombre no ha llegado.
Se tranquiliza. No quiere pensar nada con respecto a la familia de él. Decide esperar hasta la tarde para escucharlo como todos los días coquetearle por teléfono.
Nada, llega la hora de salir de su trabajo. Pasa por el taller. Nada. Sigue camino a su departamento, deja el auto contra el portón del garage.  Cuando está por abrir el portón, se acerca el hermano de Martín.
-Hola, ¿cómo estas?
-Bien, tu familia, ¿todos bien?
-Sí, gracias por preguntar, vine a ver qué sabes de Martín.
-Nada, pasé por su trabajo y los chicos no lo vieron.
-La policía vino varias veces a tocar tu timbre.
-¿Qué  buscan?
-A Martín, la familia fue a la comisaría.
-¿Qué le dijeron?
- Dicen que esperen veinticuatro horas más o cuarenta y ocho.
-Qué decirte, no lo veo desde anoche.
Entra en el departamento. Adentro, una luz algo azulada saliente del botellón de crema revolotea por el living. Ve una sombra entrar en su cuarto. Se apura, camina hasta el lado de la cama de él. En la mesa de luz siguen sus documentos, billetera, tarjeta verde de su auto, el celular y llaves del auto. Deja sin tocar nada, abre el placard, la ropa aún allí. Va al baño, entra en la cocina, todo en su orden. Entra, va hacia la campera, revisa los bolsillos. Encuentra unos chocolates que acostumbra a  regalarle a diario. Sonríe.
-Buenas tardes, Mariana, ¿cómo esta?
-Bien, dígame.
-Por el momento nada formal. ¿Qué sabe de Martín?
-Nada, todo me parece muy extraño.
-¿Qué cosa le parece extraña?
-Todo está como lo dejé en la mañana. ¿Qué puedo decir?
-Tranquilícese, si se entera de algo o lo ve antes que nosotros, por favor, comuníquenos.
-Lo haré.
-Buenas tarde.- Ella cabecea asintiendo. Camina al portón, lo abre y entra su auto. Sube al departamento, entra. Cuando se para de espaldas al frasco, una luz azul entrelazada con celeste la envuelve. Un cuadro caído y apoyado en la pared del frente a la cómoda. Camina, alza el cuadro y lo cuelga en su lugar previo. El paisaje primaveral con un camino entre dos filas de árboles se pierde en el horizonte. El hombre, al final del camino parece  saludarla. Deja el cuadro, da unos pasos hacia atrás. Sonríe.


FOF
 



miércoles, 26 de junio de 2013

Cansancio, un cuento de Diego Soria, junio de 2013

Cansancio.

Cuando Marcelo llegó al campo luego de larga travesía, el corazón le daba saltos. En la entrada del pueblo el camino de asfalto se corta en el ripio como un adiós; el aire se mezcla con los aromas de las hierbas que bordean el río, son imágenes  de un paraíso -se le ocurrió.
No más violencia, no más discusiones con el jefe -pensó y sonrió al recordar: los viajes en colectivo, la ciudad atestada, los rostros mustios de la oficina, la carrera sin línea de meta. Se cansó un día de todo aquello, pensó hasta en matarse, pero ya vivía asfixiado.
Así huyó Marcelo, con lo puesto, como los presos, solo con su mochila.
Entró al pueblo a paso firme, en una mañana de cuento: el campo se extendía infinito y verde, igual en los afiches de la ciudad, el rocío colgaba en infinitas gotitas atravesadas por el sol.
Lo primero que vio fue la plaza principal, donde el pueblo parecía reunido en torno a un algarrobo, ¿una festividad tal vez?, pensó. Se acercó despacio, como quien entra en casa ajena.
El corazón volvió a agitarse.
De una rama, una cuerda; ahorcado, el maestro de la escuela.
-Se cansó -dijo alguien en alpargatas.

Camino al albergue, Marcelo sintió que la mochila le pesaba.

martes, 25 de junio de 2013

El santo condenado, un poema de Santi Tombetta, junio de 2013

EL SANTO CONDENADO

La atmósfera se adensa
La nuca caliente y húmeda
La bestia asciende
Todo tiembla en la llegada

Ya no corro ni vuelo
En su ala eterna me pierdo
Condenado de su fuente bebo
Siempre listo para otra vuelta


Qué, la espera, un poema de Francisco Famá, junio de 2013

 Qué, la espera

Tus fotos, las mías.
 escritas en
tu voz, la mía
a un tiempo.
de
abrazo,
mirada fija en el alma, profundo
 perfume de la ciudad
en un comienzo de dos.
paso firme al caminar.
 nuestros labios
me recibís, te tengo,
intentamos
la ansiedad de la piel que habla.
 hasta la distancia parlotea
palabras sentidas
Qué nos dice,

espera, espera, espera.

lunes, 24 de junio de 2013

Cama vacía, por Gabriela Ramos, Junio de 2013

Cama Vacía

            Ahora se desarma bajo piernas largas, sobre el recorte de una sábana, extrañamente rozada por un talón blanco y febril. Las manos se esconden furiosas, nudos en la almohada. Truenos azules, figuras fantasmagóricas plegadas en un retazo de rodilla, una encrucijada sudorosa de ombligos, flores marchitas, espantosas ensoñaciones. Se desplaza en tristes rincones, desanda el cuerpo, esa cama vacía. Una ventana quita de laureles, falta de sol, vacía de flores.
            Una cama repleta de apariciones, de fulanos sin falta.
            La cama vacía arrulla los gemidos de las hojas, las estrellas en lo alto, la enorme espera de la noche en retazos. La noche perdida. Los cuerpos amados, las tristes figuras, los quejidos ausentes. Cuando termina la noche, la cama se hace, se calza, revive.
            Anochece y la cama vacía a veces abriga las partes perdidas, los frágiles recuerdos, los escasos vacíos, los breves restos del día. La cama vacía anda cuerpos.
            Al otro día repite la mágica ceremonia, la despedida del instante.

            Llega el día y la cama hecha ya no espera.

Silla para Elvira, un poema de Maite Puppo, junio de 2013

Silla para Elvira


desde el momento en que la vi
aún vacía
                            tuya
 tu presencia a ella
      amurada
me gustó el azul descanso de su estructura
y la tela rojiza
             naranja cálido de su ropaje
mullida
aun ausente
            y  ante ella mis palabras con sus tonos y vacíos
a  ritmo
            desacompasado
       
            la silla está por vos
llena
adherida a  fibras tu ritmo corazón;
y todos los tonos de tu voz en ella 

            me devuelven la mirada.

jueves, 20 de junio de 2013

Ceguera de dioses, un poema de Horacio Intorre, junio de 2013

I
Un paso                        dos pasos                   tres  pasos
La tierra,       desangra        
                                          mis ojos.

Con ceguera de sangre,                     
Un paso                           dos pasos                  
                                ¿Cuántos más?
Los que sean necesarios
                                            curar la Tierra
                                            es la cosa primera
la sangre limpia el camino
y el ojo se pone andar.

II
Sin palabras vacías               
                                                             la Tierra es ahoras
No habrá,                        nunca más                  ahoras
Sangre de tierra que duele la mía

La sangre
es ríos,                                       
             y agoniza
¿Adonde,   el dios de los cristianos,  de los judíos o el de los musulmanes?
                                               ¿Adonde se escondieron?
                                              ¿O, acaso,  también ellos desangrados?
La tierra
Remonta el curso,

            Sobre el cadáver de los dioses

miércoles, 19 de junio de 2013

La tela-araña

            Generalmente, es muy tormentoso romper con todo aquello que te lastima. Pero casi siempre quedan huellas e hilos de difícil fractura.

            Así, limpiar el fondo de mi casa se hizo un tarea ardua. Empecé  por los rincones menos trabajosos y luego por las rendijas más difíciles. Sin embargo, el trabajo me tomó todo el día y me olvidé de las cosas que creí mucho más importantes. No me daba por vencida, seguía limpiando. Para colmo de males, una tela-araña se impuso en mi tarea. Por todo empeño que pusiera para que se rompiera, ella más potente se hacía. Pasaba el trapo una, otra vez y  nada: seguía ahí la sucia tela-araña. Mi cuerpo exhausto aparentaba no poder continuar, pero el espíritu estaba vivo con ganas de seguir limpiando.

            Cuando parecía limpio casi todo, la araña traviesa nuevamente tejió su tela . Yo seguí limpiando. Con la sensación de que ningún bicho travieso me vencería , continué con la con la trabajosa labor de raspar toda huella.

            A la mañana siguiente. me levanté con el sol en la cara. Todo mi cuerpo dolorido de tanto pasar trapo. Me asomé a la rendija de la puerta para ver si el limpiador había matado al bicho (no murió para mi sorpresa). Se me vino una idea –hablar con ella- y le pregunté ¿por qué era tan testaruda?, ¿por qué no se había ido? Y ella me contestó (con cara burlona)

            - Me hacen gracia las ganas con las que pretendés eliminarme. Por eso, me quedé para ver cómo sufrís cada vez que pasas el trapo.

            Así que la araña se aburrió de ver el mismo episodio  todos los días. Ella lo sabía: nunca se iba  a dar por vencida (seguiría refregando una y otra vez). La araña se fue en busca de otro lugar más divertido.

            -Me voy a un lugar donde pueda tejer mi tela tranquilamente, un lugar sin  mujeres como vos.



                Pobrecita, la entiendo. Es muy tormentoso romper con lo que te lastima.

Otros 500 pasos, un texto de Pedro Astocasa, junio de 2013

OTROS 500 PASOS

                Recorrió otros 500 pasos  y fue testigo de una noche, que no quiso recordar. Solo pensó en el maestro, él enviaría  a su hijo para salvarlo de esa pesadilla. El atardecer se despedía y  la noche lo saludaba.

             143…155…160…, transita los pasos  y mira el cielo, a ver si aclara. El silencio, oscuro,   ni los perros ladran,  no están fuera de casa. Entonces habla solo,  nadie lo acompaña.

 - … No existen los espíritus, si viera uno, quizá sería  mi compañía, ¿no crees?

                El gallo duerme, no es su hora de levantarse. Las casas resisten  a los vientos y al suspenso frío. Mientras, dentro, alguien se cubre el cuerpo y  crea un sol.

                – Maestro, por qué la vida es así. Si ya estoy destinado a morir, por qué morir así-  mira el cielo.

                221...232…243, reposa un momento. Estira su buzo y cubre sus rodillas. Esconde sus manos en posición fetal y lucha por ganarle al tiempo.  Espera el amanecer,  así  verá miradas que podrán alcanzarle un té. Su cuerpo  va a ritmo de toda esa mudez, a ver si alguien  puede escuchar.              
     Un magnífico ser de cuatro patas se encuentra con él. Lo mira fijo, con miedo  y sigue su camino. Él  intenta acercarse pero  ese perro corre asustado y lo pierde de vista.
     La tristeza de la luna contagia  las paredes, sin embargo, ellas son fuertes y  no sufren. Entonces,  esconde aguas  escapadas de sus ojos . Es el único  presente en la obra sin público.  El cuerpo baila al compás del llanto, las luces iluminan el escenario, el silencio anuncia el inicio y él pone a reproducir la cinta.
                Lo abandonaron, nunca le preguntaron qué pensó. Todo lo decidían ellos y, en el medio, estuvo quien no hablaba. Sus padres  se  separaron, nunca supo el motivo, lo intuía y ese fue su primer secreto. Él debió trabajar y llevar adelante su familia. Ya no alcanzaba con madrugar alas 5am. Su madre decidió dejar  ese dolor que lentamente la consumía y  que la volvió más alcohólica.  Aunque ella intentó lo posible por avanzar,  ya no pudo.  Así, despojado de vínculos, él solo deseaba tener a su familia. Sin reproches ni maltratos
     
      Se levanta,  se limpia las pestañas y empieza a caminar (244…). Vuelve a mirar el cielo y  vuelve al Maestro.
                –Maestro,  dicen que, en los momentos más difíciles en tu vida, tú envías a tu hijo, mi hermano,   a sacar del sufrimiento. Maestro, dile que venga, lo necesito ahora.
                3:00am… 3:30am…  sigue yendo, mientras  piensa que su cuerpo va a traspirar  y  a emitir un calor que lo abrigue. Pero no sucede. Una luz se enciende en una vivienda  “quizás sea una señal”, piensa. Espera, frente a  él,  y  esa luz se apaga.
                367…399… 422… camina sin brazos, porque están entremetidos en sus axilas. El poco calor de su cuerpo le provee lo necesario para mantenerse con vida. Se cansa  de la espera. El hijo también se cansa del Maestro. Y pone en práctica lo aprendido en esos días en la calle.
                Ve un camión que lleva arena, cemento y ladrillo. Está estacionado en un portón. Entonces agarra un fierro y un palo y comienza a abrir la puerta. Mira a todos lados, se asegura que no merodee  nadie. Finalmente,  ya  no se interesa si lo ven o no. Abre y entra, cuidadosamente, sin hacer un ruido y siente la suavidad del asiento.
4:30am, los vidrios se empañan y  doblan a juan de un lado a otro. Se despierta  y ya no mira el cielo. Se mira en el espejo retrovisor, acomoda su cabello. Luego, observa sobre el agujero  que hace con sus dedos.  No ve a nadie. Vuelve a acostarse  y esconde toda su piel entre su ropa, así nadie lo ve.
6:30am un desgraciado lo delata  con su quiquiriquí quiquiricá, alguien abre la puerta del camión y dice:
-¿Qué haces acá, hijo de puta, qué me robaste? -le da un golpe en la pierna.
-No robé nada, solo entré porque hace frío.
- Salí de acá, dale, o te cago a trompadas.  Juana, pasame un palo.- llama a su mujer en voz alta.
-Bueno,  no te saqué nada, solo entré,  me acosté y listo.
                Viene una mujer  con un fierro de un metro, aproximadamente.
-Vecinos, vecinos, nos quiso robar  -dice la mujer, mientras golpea las puertas
                Las luces de las casas se prenden y todos salen a chusmear  qué  pasa
-Tanto escándalo hacés, la conchadetumadre, si no te robé nada, solo tenía frío, a ver si lo entiendes. - dice Juan, mientras se aleja y tira la puerta del camión
- Caminá, dale caminá, tomatelá- el hombre sostiene en su mano el fierro que trajo su mujer.
                Los espejos del camión ven que  un vecino se acerca y obstruye el paso de Juan. Lo toma de una mano, mientras la otra espera, con el puño cerrado, la voz de lo demás. Los gritos de reproches, consejos y sermones confunden a la violencia de aquel hombre. Mientras, Juan  observa venir  aquel puño amenazante. Entonces busca en esa sequía un poco de agua, una sola mirada que pueda ver en él un hijo de dios. No encuentra nada en aquellos ojos y agacha la cabeza,  los ojos casi se le hunden en el barro, también seco.
                Un suelo carga el deseo de un sacrificio ante los rostros  armados, como guerreros aztecas. Unas gotas de sangre satisfacen su sed y calma la sequía. Se tiñe de rojo  y desaparece en una sombra. El rayo del sol ciega a los espejos  y estos alumbran a aquella señora que tironea la poca ropa de Juan. Las manos de Juan intentan defender a los espejos de aquellos cazadores sin fortunas. Desprenden  las uñas de la mujer,  que arranca  la tela (sólo esa  tela e se apiadó de él en la noche más fría) y lo lleva lejos de aquella manada. Sin embargo,  el agujero en la espalda  de aquel buzo  ve las marcas del suelo, que guarda las huellas sobre las almas negras reflejadas al sol.

-          Qué mal educado  este muchacho-enrolla su bufanda en el cuello- así  se empieza, se entra en un camión, luego se entra en una casa.
-          Anteayer intentaban entrar en  mi casa y mis perros ladraban tanto que los ahuyentó- Juana señala  el lugar donde entraron
-          ¿Por qué no ladraron ahora, cuando él entró en el camión?
-          Los tengo adentro, afuera hace demasiado frío.
Siguen murmurando la situación. Mientras, de lejos, se ve una sombra venir. Antes, esa sombra  había salido de su casa para encontrarse con ella, su novia, quien ansiosa esperó por su aniversario. Entusiasmado, Martin se probó una y otra vez la vestimenta para aquel encuentro. Compró también un detalle, quiso impresionarla, y gozó de antemano con la imagen de ella sorprendida. Su madre  lo vio y lo retó por cómo iba a salir tan  desabrigado, ya la televisión había dicho que la temperatura estaba demasiado baja. Entonces, ella lo cubrió con una campera y una bufanda. Él había aprendido de sus padres sin discutir y esta vez tampoco discutió. Solo esperó la llegada del padre y le pidió plata. El padre, después de  darle unos pesos, le deseó mucha suerte. La madre lo besó y se despidió. Con su bufanda en su cuello y la sonrisa en su rostro, se alejó de su casa. Unos días atrás había cumplido dieciocho años, ya todo un hombre.
Se dirigió hacia el camión de su padre. Abrió la puerta y sacó unos billetes  escondidos debajo del asiento, luego cerró la puerta. Aunque se olvidó de poner llave, porque se distrajo con aquella sombra  en una esquina, doblándose en varias formas. Asustado, se marchó sin mirar atrás y caminó en una helada noche. El resto resultó, hasta un punto, casi predecible. Se encontró con su novia, fueron a bailar, luego a un hotel y, finalmente, él la acompañó a su casa.



                Regresa a su casa después de dar varios pasos (su novia vivía muy lejos) y se encuentra con aquella sombra. Juan voltea hacia atrás y siente un  temor al ver que más vecinos salen de sus casas.
Dos sombras humanas se encuentran: sin vestimentas, oscuros, sin colores, sus manos son iguales,  no hay nada que las diferencie  ni tampoco  nada las distingue. Solo se cruzan en el camino. Juan mira a Martin cansado y muerto de frío, lentamente se acerca a él, busca en su mirada ayuda. Martin  alarga sus pasos  y agacha su mirada al suelo, un suelo que brilla por una luz, pero a su vez  es cubierto por una alfombra roja. 
La madre de Martin lo ve venir  y lo llama, desesperada, le cuenta que ha entrado un ladrón a robar el camión. Su padre ha descubierto que, aparentemente, el intruso solo quiso guardar  drogas debajo del asiento y fingió querer dormir porque tenía demasiado frío.
                - Vas a tener cuidado con quién conversas, esto es jodido, mirá cómo  ha hecho ese agujero en el asiento. Hay que tomar una decisión, estos roban para la droga.-dice el padre, mientras se acomoda la gorra
                -Pero qué podemos hacer. Yo ya le enseñé a ese pibe y creo que no lo volverá hacer -unos de los vecinos prende otro cigarrillo
                -Si así es este, cómo serán sus padres, seguramente, ya deben estar en la cárcel… o ni eso- dice Juana- por suerte, mi hijo está yendo por el buen camino.
Por un momento el murmuro se hace silencio y el imaginario viste a aquella sombra. Martín solo escucha los comentarios, Otra vecina sale de su casa y comenta que  anoche ,en el noticiero, dijeron: hay que tener mucho cuidado con los menores, porque matan y después salen libres, como si nada,  no hay justicia , todos están desprotegidos.
Los espejos del camión ven a un vecino acercarse. Lo abraza haciéndole cosquillas en la panza. Su padre apoya su mano en los hombros, mientras  la otra mano deja caer el fierro para poder abrazarlo. El resto de las voces son consejos, aliento y orgullo. Confunden al suelo, mientras  Martín observa venir aquellas manos alentadoras. Entonces, busca en ese calor un poco de viento, una sola mirada que pueda ver en él un hijo más de dios. Encuentra todo en aquellos ojos y levanta la cabeza  hacia las sonrisas en los rostros.
                Un progreso es el deseo que carga ese suelo al ver los rostros civilizados, una alegría satisface y calma  el mal momento. El suelo se queda dormido y desaparece de escena. El rayo del sol también se corre y alumbra a aquellas torres de ladrillos. La manada entra a prepararse para sus deberes y Martín entra también a su vivienda. Guarda  las huellas de las almas, pues ya no reflejan la luz del sol. Y Así da sus otros 500 pasos.
                Otros vecinos  se dirigen hacia sus trabajos, se saludan  y algunos más abren los negocios. El sol desempaña lentamente la pared de ladrillo, las luces se apagan y los perros salen a jugar en la tierra. Algunas casas han crecido con los años  y taparon la luz del sol. En un pasillo-  en un rincón-  un círculo de luz ilumina como luz de escenario cuando presenta a su público y a sus actores favoritos. Juan se acerca a esa luz “esta es la señal” piensa, y se abriga con ese calor junto con su sombra. Trata de completar  su sueño: sus otros 500 pasos van cumplidos.

 Pedro Astocasa



viernes, 14 de junio de 2013

El fulano, un cuento de Gabriela Ramos, junio 2013

El fulano


Una mañana despierta. El hombre de traje le había interpelado.

-No te levantaste esa mañana- Le había dicho.
-No te interesó en lo más mínimo ayer.
-Viajaba por los subtes, un poco perdido.

Nada sucedía, todas las mañanas. Pero el subte le hacía recordar los días y olvidar las mañanas.

-Otra vez perdiste tu turno.
-Otra vez aumentó el subte.
-Otra vez te olvidaste de mí.

Nada sucedía, e iba en camino. Casi todas las mañanas eran iguales, monótonas, azules, claras. Pero siempre temerosas.

 Griselda nunca  recordaba el comienzo y el final del día. Pero notaba las diferencias en los instantes. Su marido, Fulano, simplemente le recordaba aquello que ella quería olvidar, aunque en ella no estaba ni el comienzo ni el final. Simplemente Fulano quería saber. Nadie sabe qué.

-Te espera un café en la mesa amarilla.

Todas las mañanas eran iguales. Una mesa amarilla. Ella era feliz, quién sabe. Nadie lo sabía.

-No te levantaste esta mañana.
-Es casi madrugada.
-No, amor, estábamos en el subte.

Griselda ya veía claro, no había tragedia. Todo había terminado. Su marido la esperaba, ese Fulano.

En la mesa amarilla le esperaba un té y unas galletas.

Desde el espejo, su imagen, la quería olvidar.


jueves, 13 de junio de 2013

Tanteo en la oscuridad, un poema del amigazo Pablo Arahuete, junio de 2013


Tanteo en la oscuridad

                                                (calmo escrutinio)
 dudo
 y su efecto embriagador
                (las palabras)
del vacío,
             lo profundo 
                                 (  no me contento                      con el contorno).
Entre escombros,
                             (lo  sublime) y lo nefasto.
Y otra vez
 en el hálito vital
 y etéreo                                                                    
                                                 desfallecer
                                                    en  silencio
                                            la grieta que se estira
desde la sombra

de un tiempo  tardío                             que  acaba de partir. 

PUERTA DE DOBLE HOJA, un cuento de César López Osornio, junio de 2013

Pasada la medianoche, seguía despierta. Expectante. Al chillido le siguió el sobresalto y oyó el ritmo a lo lejos, del otro lado del río. Luego el silencio.
Bajó de la cama casi imperceptible. La vela agigantó la sombra y evitó mirarla cuando el roce de sus pies la acercó a su madre. Desde donde estaba no la podía ver. Un ronquido alejó sus dudas y dirigió sus pasos a la cocina, único camino por dentro de la casa que conducía al cuarto de las sogas.
Las brasas encendidas, costumbre de Segunda de agregar un leño antes de dormir, iluminaban la penumbra. La ansiedad de Dalmira creció, como el rumor de tambores.
El cálido aliento, al contacto con el vidrio de la puerta de dos hojas- como todas en ese caserón- formó un halo. El suave resplandor le devolvió su imagen y giró el picaporte. Un intenso aroma a cuero crudo era el cuarto de las sogas, así lo definía Dalmira en su memoria. Le agradaba, igual que los tambores. Un apego indefinido, profundo. Una memoria ancestral.


miércoles, 12 de junio de 2013

DIGO TUS CARTAS, POEMAS DE FRANCISCO OSCAR FAMÁ, JUNIO DE 2013

DIGO TUS CARTAS

I


Hoy la distancia
            Me atreve
                        (en voz baja muy baja)
a un abrazo
            (casi mis labios sobre la escritura).
Y al andar
   El fuego.
                        Quema la distancia
                                    (a llama alta, muy alta).


II


Hoy,
                        Me repite su palabra
     (hoy, hoy, hoy).
Como el sol repite la naturaleza
            De los ojos.
Y el deseo
En todos los rostros.


III


Aún hoy.
            Al no ver mi partida
Llueve la tarde,
Donde solo se que hoy más para escribir.
                        (a llama alta, bien alta).






FOF

Plegado en la noche, un poema de Diego Soria, Junio de 2013

Plegado en la noche

Escapó en la madrugada
plegada en la noche,
          su noche de mortaja
maldita tu semilla,
maldito tu terror,
sembrado en tierra
                                   los miedos,
                                          la desesperanza,
muerte que pare
                           pavorosos
siervo, no más

                             lacayo.

martes, 11 de junio de 2013

Acordes libres, un cuento de Santi Tombetta, Junio de 2013


ACORDES LIBRES


Minimalistas… la re puta madre…, ¿por qué conozco ese nombre? ¿Y por qué sé que es una banda?”, pensó Humberto, frustrado frente a la computadora. Concentradísimo, leía un artículo sobre la banda. Sin prestar atención a la ventana abierta que congelaba el cuarto entero. El monitor de LED recién estrenado estaba frío como sus manos sobre la mesa negra de la computadora. Google, YouTube, Twitter, Facebook, nada. Ni avisos, ni noticias. Ni siquiera un “por qué” él conocía hasta los nombres de los temas, no canciones, sólo nombres: “La Dama”, “Tinta Nueva, etc. Los rizos de su negra cabellera se le enrulaban más todavía delante de sus anteojos de marco tipo sheriff, ante el tema que lo volvía loco, la banda conocida desconocida.
El tema pasó a ser más obsesión, llegó a encontrar notas en portales de música, pero nunca canciones. En los bares, por lo general conchetos, de estilo Plaza Serrano o Cañitas, nunca se acordaban de esa banda, ni podían dar información vital sobre ella. Hasta que un día, Humberto se cruzó con Elizabeth, una morocha de pelo ondulado, no más de metro setenta, no gorda, pero polenta, de nariz respingada. Ella se acercó al buscador de la banda fantasma:
 –Disculpá que te joda, pero te escuché recién hablar con el dueño del bar y le preguntaste sobre Minimalistas-  ella, con su voz atrapante, que resaltaba dentro del bullicio del bar en Barrio Norte.
 A Humberto se le llenaron los ojos de esperanza, pensaba que tal vez ese era su día de suerte, se enteraría de qué carajo se trataba esa banda fantasma.
  - ¿Sabés quiénes son esos Minimalistas? Porque ya perdí la cuenta desde hace cuánto intento averiguar quiénes son- agregó ella, mirando a su alrededor, al excéntrico bar lleno de vinilos y tapas de discos de bandas extranjeras colgadas en la pared y techo. El atisbo de esperanza de nuestro poco afortunado protagonista se desdibujó, pero no del todo, había encontrado una compañera en su solitaria cruzada. Y le respondió , entre risas:
 -No puedo creerlo, no soy el único, estoy como un loco intentando averiguar ALGO sobre ellos. Conozco nombres de temas, lugares donde tocaron y algo de su historia, pero nunca encontré una canción o alguien que me pueda hacer algún comentario, más allá dede extraños en Facebook o Twitter-
Así pasaron toda la noche entre carísimos tragos y charlas sobre sus “adelantos” y, sobre todo, fracasos en sus búsquedas. Él se ofreció a llevarla a la casa luego de la agradable noche.
 -Gracias, pero estoy en auto- antes de dejarle anotado su número de teléfono en una de las servilletas. Alejándose así con un andar que provocaba a los hombres  dar la vuelta y subirse a su 306 modelo 2008.
Humberto y Elizabeth se vieron, rápida e inesperadamente, atraídos el uno por el otro. S u obsesión por el extraño acontecimiento de la banda era ya rara vez mencionada, solo una jugarreta que el mundo, cuasi real, de las redes sociales les había jugado. Habían descubierto muchísimas otras cosas en común. Hasta les asustaba por momentos ser tan parecidos: tipo de sangre, año y fecha de nacimiento (los dos de 35 años, nacidos un 5 de abril de 1978) y el hoyuelo en las peras que ambos tenían.
Una noche, como cualquier otra en la que salieron juntos, Humberto tiró el chiste-comentario que ninguno de los dos se animaba antes a nombrar:
  –Mirá si  en realidad somos hermanos mellizos, no gemelos porque no somos iguales “iguales” de cara-                                                                                                                                                     
-Callate, boludo, después de todas las chanchadas que hicimos sería tremendo eso- respondió Eli, sin saber si horrorizarse o reírse era lo más adecuado.
El elefante en la sala no se volvió a nombrar, hasta que al año de su primer encuentro, en busca de la banda redsocialera (apodo que le habían puesto entre los dos) Elizabeth fue a la casa de Humberto sin previo aviso y con un sobre en la mano. Beto (como Eli le decía cariñosamente) la hizo pasar al comedor y se sentaron  en la mesa, ella con unos ojos muy serios, que pocas veces Humberto había visto, le dijo:
–Humbert, tenemos que hablar. Acá tengo este papel con el turno para ir  al banco de sangre para  exámenes de identidad-.
 –Waw- fue lo máximo que las cuerdas vocales de Humberto pudo emitir. De repente una nube tapó el sol, el amarillo clarito del comedor diario se oscureció y el viento tumbó uno de los portarretratos que estaban en el mueble del teléfono junto a ellos, haciendo que Eli saltase en la silla. Ambos quedaron sentados en silencio, viendo el turno para ir al banco a extraer la sangre.
-¿Cuándo es el turno?-alcanzó a decir, todavía sin  conexión a tierra.
-Mañana a las 8am, antes de tu horario de laburo, por eso lo saqué yo. Además vos todavía no sabés mis horarios- terminó medio en chiste medio en reproche.
-… ni te preocupes en consultarme, total es solo para vos, ¿no?- Se atajó violentamente Humberto. –No podés tomar la decisión de sacar turno para esto así, no es ir al dentista. Y además ¿Qué carajo hago si da positivo? ¿Qué hacemos si da positivo?- Culminó, casi tirando la silla por la violencia con la que se levantó y dirigiéndose al balcón por la puerta de la cocina, donde siempre encontraba paz entre tantas plantas, la calma y el silencio del piso 35.
Eli se encogió de hombros y cerró los ojos, confundida y apenada, sabía que él se iba  a enojar. No pudo siquiera mirarlo. Se levantó cuidadosamente de la silla de acero con almohadones verdes manzana y fue a recostarse a su sillón favorito, el marrón, sin más nada que acotar.
-Perdón, Negra, no quise reaccionar así de feo, estuviste bien en sacar el turno, pero deberías haberme dicho primero, yo salté mal, aunque vos tampoco deberías haberme pasado por alto así- Le dijo mientras entraba al departamento por la puerta del living que daba al balcón y se acostó en la “L” del sillón, junto a ella, y empezó a buscar el control remoto con la vista.
-Ya sé, Betito, perdóname, fue un arranque de locura, escuché el anuncio en la radio y ni lo pensé, cuando reaccioné ya estaba hablando con la secretaria y no pude parar. Pero tenés absolutamente toda la razón, fue mi error y te pido disculpas- Le decía mientras le acariciaba y le dibujaba círculos con los dedos en el cabello.
-Ya está, tirémonos de cabeza a esto y nos lo sacamos de encima- “¿donde carajo quedó el control?”, pensaba mientras terminaba su frase. “Por algo mandé a hacer este sobrecito que cuelga del costado del sillón, ‘ta madre que me parió”.
Así quedaron los dos en silencio, ella sentada y el casi acostado, mientras zappeaban en la tele, por varios infinitos minutos, sin siquiera tomar el mate que había cebado Humberto. “¿Por qué mierda me habré cruzado con la banducha Minimalistas en Facebook?, ¿no podía seguir viendo videos de INXS?”, pensaba en forma de reproche sin siquiera prestar atención a los canales que pasaba o al pedido de Eli de dejar alguna película.
-¿Te querés quedar a dormir, Eli? Se hizo tarde y no quiero que andes por ahí sola. Y la verdad  no da dormir solo y menos ir a laburar mañana.
-Sí, dale, dale, yo tampoco tengo ganas de estar sola justo ahora, igual, camas separadas, por favor- rió tímidamente ella.
-Jaja, ni lo menciones, así no la yeteamos, vos mi cama, yo me traigo unas frazaditas acá al sillón, que la rompe- le sonrió comprensivo Humberto. 
El momento más oscuro de la noche pasó, dejó el escenario a una mañana con nubes negras, cargadas de agua. En el auto el silencio avanzaba hacia el banco de sangre. Cada uno se extrajo sangre y luego partieron en direcciones opuestas. Humberto se dirigió al subte “A” en, Rivadavia, mano al centro, hacia el trabajo y Eli, en auto a su casa, se había tomado el día libre.
Beto, en el  trabajo, sólo físicamente. Sentado en su cubículo, paredes de yeso de metro cincuenta, pierna izquierda en punta de pie repiquetea violentamente contra el piso, sus marcados rizos, fito-paezianos, con menos definición que “240pixels”, y sus ojos, clavados en el monitor. Minimalistas, de nuevo se divisaba entre sus cejas. Información, fechas, historia, todo y nada a la vez.
Elizabeth en su casa, carcomida por nervios, intenta ordenar su estudio, lleno de papeles, carpetas, no lo soporta más, pega un portazo y sale a la calle. La ceguera la lleva inconscientemente al bar donde conoció a Humbert. Son las diez de la mañana, pero la situación aprueba el Jack On The Rocks. Sentada, con el vaso dibujándose en la córnea de su ojo izquierdo, mira a su alrededor. Entre tanto cuadro de bandas y posters hace foco en un aviso. “Esta noche, Minimalistas”. No da crédito a sus ojos, se termina el bourbon de un trago, se calma un poco. El tema de la banda está algo gastado en ella pero, sin duda, esa misma noche ella se haría presente en el lugar.
De un arranque cuasi claustrofóbico, Humberto huye de la oficina. Evita el subte y se toma el colectivo. En el viaje siente vibrar la pierna, agarra el celular y lee desconcentrado un mensaje de Eli. “Esta noche, Minimalistas, en el bar donde nos conocimos”. Su desinterés no desaparece del todo. Intenta llamar a Eli unas tres veces, pero le da ocupado. Seguramente la verá a la noche en el bar. Respira aire fresco en la ventanilla del colectivo y al final llega a casa. Sube en el ascensor,  casi que aguantando su respiración y se tira en el sillón, donde duerme toda la tarde.       
Después de una mañana movida, a pesar de no ir al trabajo, Eli ha logrado tranquilizarse y pasa la tarde escribiendo en su casa, ya con la compañía de un buen pesado café negro. Aparta la vista del monitor y lo nota: es lo único que alumbra el living, ya son las 7 de la tarde y quiere pegarse una ducha antes de ir al bar.

Humberto se despierta a las nueve de la noche, justo para lavarse la cara, tomarse un whiskey y salir. Antes de salir, nota el portarretrato caído boca abajo en el mueble, lo levanta, mira la foto con un atisbo de melancolía, lo deja y se va. Cuando llega al bar le parece raro no verla por ningún lado a Eli, la llama dos veces y sigue dándole ocupado. Se lleva la mano a la pera, qué extraño. Levanta la vista y divisa a sus compañeros, se cuelga la guitarra y arrancan a tocar.