Pasada la medianoche, seguía
despierta. Expectante. Al chillido le siguió el sobresalto y oyó el ritmo a lo
lejos, del otro lado del río. Luego el silencio.
Bajó de la cama casi imperceptible. La vela agigantó la
sombra y evitó mirarla cuando el roce de sus pies la acercó a su madre. Desde
donde estaba no la podía ver. Un ronquido alejó sus dudas y dirigió sus pasos a
la cocina, único camino por dentro de la casa que conducía al cuarto de las
sogas.
Las brasas encendidas, costumbre de Segunda de agregar
un leño antes de dormir, iluminaban la penumbra. La ansiedad de Dalmira creció, como el rumor de tambores.
El cálido aliento,
al contacto con el vidrio de la puerta de dos hojas- como todas en ese caserón-
formó un halo. El suave resplandor le devolvió su imagen y giró el picaporte.
Un intenso aroma a cuero crudo era el cuarto de las sogas, así lo definía
Dalmira en su memoria. Le agradaba, igual que los tambores. Un apego
indefinido, profundo. Una memoria ancestral.
muy bueno cesar
ResponderEliminar