miércoles, 5 de junio de 2013

El hombrecito, un texto de Diego Soria, Junio de 2013


EL HOMBRECITO

Jorge es un chico muy curioso. Parado en el patio de la escuela, ajeno a lo que pasa a su alrededor, piensa. Piensa mucho e imagina misterios detrás de cada puerta, señales ocultas tras manchas de humedad. En especial, en el muro que linda con el instituto vecino: allí ve diablos, duendes, seres espectrales que salen se suben a los pinos en la manzana de la enorme escuela. Otras veces el misterio no se presenta y, en su lugar, llueven piedras del  eterno rival. Jorge corre entonces, herido, un hilo de sangre nace bajo de su exuberante pelo negro, recorre sus mofletes grandes hasta llegar a su boca pequeña, casi siempre muda, vigilada por sus imperturbables ojos negros.

Jorge es un buen estudiante, llega a la escuela solo, sus padres son ilustres desconocidos para el resto. Camina las dos cuadras  hacia la entrada del colegio, bordea la pared de humedad en  busca  de manchas misteriosas junto a los pinos, siempre de punta en blanco, siempre con la valija marrón de cuero, siempre  al ritmo que alguien invisible le dicta, siempre atraviesa el portón por la derecha, siempre se sienta bajo la galería y espera, siempre espera el timbre para reunirse con los demás. Jorge reza a los santos y a la bandera como el resto de la escuela, con la mirada hundida en lo alto del mástil.

Jorge es un militar, charreteras y sable corvo a un lado, tan brillante que ilumina la calle toda. Los vecinos  nunca hablan con él  y se dan vuelta al verlo pasar, lo aprueban, lo admiran, ha de ser un chico bueno -comentan por lo bajo las viejas- pero Jorge es inmutable, camina como todo un militar, empujado por un ritmo invisible. En su valija lleva a su amiga entrañable, una pistola 45 con la que va los polígonos de tiro a despejar la mente de esos pensamientos que nublan la cordura. Su casa está en una esquina del barrio, donde siempre tiene un techo a dos aguas, de color crema sus paredes asoman detrás de las ligustrinas que ocultan todo de las miradas ajenas. 

Jorge es un paciente más en el psiquiátrico, deambula sin rumbo entre los pabellones de la comunidad, busca un misterio o algo así, hasta que halla uno y se queda horas larguísimas con la mirada fija en un punto, horas y horas desentrañando alguna cosa que solo él sabe, va contra la pared con sus ojos hundidos, de la misma forma en que una tarde de septiembre miró a sus padres sentados en la cocina y les disparó con su amiga calibre .45 hasta vaciar el cargador. La policía llegó y encontró a Jorge sentado en la cocina, sobre un charco de sangre, él solo limpiaba su pistola. No dijo nada cuando lo esposaron, tampoco lloró por sus padres. Lo arrastraron entre dos hasta el patrullero, pero seguía inmutable, tan solo una mueca. Alrededor de la puerta, las viejas vecinas murmuraban.


Jorge  tiene dificultades para relacionarse con sus compañeros, dice la directora del secundario a su madre, fuera Jorge no escucha, ve la escena desde el patio. La madre gesticula enojada, golpea la mesa con la mano como si picara cebollas en la cocina, la directora hace un mohín de cansancio e inclina el sillón hacia atrás. Jorge mira, como si lograra entrar en aquella conversación de algún modo; su respiración es imperceptible, solo las sombras de las nubes en el patio se mueven con algún ahínco, Jorge solo ve, y desde las aulas lo ven a él, le gritan cosas, su madre que ya no pica cebolla, amasa, ruega, la directora mira hacia Jorge y suspira.


La noche es negra y, en un bar de La Plata, los uniformados pasan sus horas de franco entre cerveza y risotadas.  Jorge trata de ser uno más, sonríe -hace que sonríe- y todos se ríen de él y él carcajea con ellos-. Las botellas se acumulan en la mesita sin orden. Junto a ellas, se extienden prolijas líneas blancas y largas como barrotes. Uno a uno, aspiran las líneas, Jorge  inhala líneas y complejos. Cuando despierta, su cabeza  cuelga de la cama, ve una ventana cubierta por una cortina sucia, afuera el sonido de la calle, arriba un ventilador gira lento, a su lado una mujer desnuda, blanquísima, apenas respira. Jorge se incorpora horrorizado, no sabe qué paso, ni cómo llego hasta esa habitación descascarada de humedad. Sobre la mesa de luz una bolsita blanca reposa junto al arma.  

Jorge sonríe en el aula del quinto año del secundario, es el centro de atención, al menos  esta vez. En la noche ladrones entraron a su casa y él, dando muestras de coraje, tomó el arma de su padre y los ahuyentó con varios disparos al aire. Cada vez que lo relata toma nuevos bríos y detalles: que la muerte estuvo cerca, dice; que el miedo es un desconocido para él, afirma. U na y otra vez los profesores lo felicitan, hay elogios y augurios de futuro hombre de armas. Policía, quizás. Las viejas del barrio están orgullosas del hombrecito. Al fin Jorge tiene una mirada diáfana y aceptación social gracias a su nueva amiga.  

Jorge es un soldado dedicado, como todas las tardes  espera arriar la bandera en el patio de armas. Y, aunque los mosquitos lo asedien, no mueve un musculo. En las duchas soporta como ninguno los castigos generales, de cuclillas, mientras el agua fría cae sobre los cuerpos, las golpizas sin sentido de los compañeros o las carreras de medianoche a campo traviesa, nunca se queja, todo aquello forja el carácter, le han dicho los padres. Pero lo que más disfruta son las prácticas con armas, sus amigas silenciosas. Si hasta hablan por él a través de un gatillo. Jorge corre el campo arado con una ametralladora a cuestas, los pies se hunden en la tierra, más a cada paso, la artillería resuena, pero él sigue adelante, inhala-exhala como le han enseñado, hasta que llega al helicóptero, salta dentro y monta la ametralladora mientras vuela por los aires y la tierra queda cada vez más lejana.

Jorge es un prófugo peligroso, la televisión advierte a la población sobre “el loco de la 45”, el chacal parricida que deshonró a las tradiciones militares anda suelto. Las viejas del barrio hablan por lo bajo, no lo nombran pero se persignan.


Jorge llega temprano como siempre, marcha como siempre, atraviesa el portón de entrada, camina entre los pinos y la pared húmeda, busca los misterios de antes: los duendes, los fantasmas, el diablo. Cuando la mañana llega, Jorge es un misterio más. 

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