POCIÓN
Mariana no es de cargar muchas bolsas cuando va de compras. Camino
a su auto pasa por un local de venta de usados y algo le llama la atención. Sin
detener su marcha y sin desviar la vista , da un vistazo. Al llegar a su auto
inclina la cabeza y mira por sobre los lentes de sol. Una brisa cuza la calle
fresca, la toca y lleva su mirada al frente del local. El el viento invita a
los ojos hacia un remolino delante de la vidriera. Cierra la puerta trasera del
auto y aprieta la tecla del control, traba las puertas. Curiosa, se deja llevar
, el remolino se repite. Cierra los ojos por la arenilla. Se saca los lentes
oscuros para ver mejor. La mujer dentro del local pone un adorno al objeto de
su atención. Ya en el local, la delgada
mujer viste un chaleco tejido en lana marrón, que combina con la camisa
escocesa de lana blanca. Separa los rulos de su frente para mirar la postura
decidida de la pequeña mujer. Mariana pasea por
escaparate su jean blanco, su camisa blanca y una campera de lana negra
desprendida al frente. Mira fijo a la mujer sin acomodarse el revoloteado
cabello hasta la mitad de la espalda.
-En qué puedo servirle –dice la dueña de la tienda de usados, sin
sacar la vista del objeto el cual deja en el estante.
-Justamente, ¿vende eso? –hace el movimiento con su mano derecha y
su índice.
-¿Le gusta? –toma al frasco con sus dos manos.
Cuando la mujer va a sacar una cadena con una llave antigua como
agregado, Mariana dice:
-Tal cual lo tiene en la mano lo quiero.
-¿Sí? -Abre los ojos como si le sorprendiera el gusto de su
cliente.
Cabecea repetidas veces con guturales mm.
La dueña del local deja en manos de Mariana el frasco con la
cadena y la llave. Mira el frasco, toca la cadena de unos eslabones gruesos de
un centímetro de alto, torcidos enochos. Pintados junto a la llave de unos diez
centímetros y de una sola paleta algo abiertas las puntas.
-Pintura plateada a soplete. –Dice la comerciante.
Mariana asiente, se distrae por la campanilla de la puerta de
acceso. Entra un matrimonio de mediana edad con una adolescente.
-Atienda mientras miro –le ofrece Mariana, la mujer asiente y
camina hacia los recién llegados. Mariana acomoda un poco la cadena y observa
con más tiempo el frasco. Otra vez la campanilla, entran dos mujeres mayores.
La dueña del local camina hacia Mariana. Invita con ademanes a las recién
llegadas a que pasen.
-Lo llevo.
-¿Quiere que le pongamos un corcho? Por cierto, mire -con una mano
acompaña sus palabras- de todo lo que
hay en mi tienda, algo puede que le interese.
-Me gustaría. –señala el pico del botellón.
La mujer camina hasta el mostrador y debajo descorre un canasto de
mimbre con tapa. Abre, mete la mano y revuelve corchos de todo tamaño.
-Aquí hay uno –lo coloca en el pico del frasco, parece que ese va.
-Me gusta, ¿cuánto es el precio?
La comerciante le escribe el número, Mariana paga y luego observa
todo el escaparate, camina entre los pasillos, ve los objetos en oferta y se
desprende de la historia de su parientes fallecidos. Toca una mecedora y
escucha el crujir de la madera en su vaivén. Cerca, un velador de pie con
revistero y paragüero. En una mesa, planchas en todos los estilos: a carbón,
kerosene, a gas, eléctrica. El pasado se presenta, ella camina entre artículos
de más de cien años. El olor a serenidad, a quietud, a tiempo. Los diarios con
su historia, revistas, libros con las
hojas oscuras. El tiempo tocado por el sol entran por los amplios y antiguos
ventanales. El color madera se adueña del lugar. Le llaman la atención retratos
de familias de casi dos siglos atrás, ¿quién los querrá?. Cámaras de fotos, con
sus cajones intactos. Toma de la mesa una de marca inglesa a cuerda de medio
cuadro. Camina hacia la salida. Se detiene a ver unos morteros de distintos
tamaños, bronce, vidrio, porcelana, mármol y uno de cocina de madera. Cabecea,
apartan la vista de ellos, la dueña la miraba a los ojos y le comenta.
-Todo lo de esa mesa perteneció a la Favorita. –Mariana dirige su
mirada a la señora. –Claro.., usted sería una niñita, cuando…
-Es posible, que tenga usted un buen día.
-Vuelva pronto, buen día.
El viento parece coquetear con Mariana, ahora le revolotea al ras
del piso. Sube a su auto y deja en el asiento contiguo el frasco con la bolsa
de papel.
Es una hora de tránsito pesado, las corridas con los chicos a las
escuelas. Estaciona delante de la puerta de la farmacia. Entre perfumes lavanda
y medicamentos, se sabe dónde se está. Aguarda su turno. Camina hacia la
balanza, deja la cartera en el asiento contiguo, sube, mira que su peso deje de
parpadear en el tablero. El espejo en la pared lee lo revoloteado de su
cabello. Lo acomoda con los dedos de ambas manos.
-Mariana. –dice la farmacéutica.
-Sí, voy –mientras toma la cartera.
-Recordame la cantidad.
-Hablamos de cuarto litro.
-¿Usas mucho esta crema?
-Poco, antes de acostarme.
-¿Te molestaría si te vendo el doble? Es que hice cantidad,
entregué a quienes me pidieron y me queda un cuarto litro más.
-Dámelo, lo llevo.
Sube a su vehículo y conduce hasta su casa.
En un sillón deja su cartera y el saco. Lleva la botella dentro de
la bolsa y las dos con las cuartos de crema. Abre apenas las ventanas del
living y una de la cocina. Pone la pava con agua arriba de la hornalla que
acaba de encender. Saca de la bolsa el frasco. Panzón de base y un estirado
cuello. Lava por separado la cadena con las llaves y el frasco. Los deja a
escurrir. Toma el corcho con dos palillos y los pone delante del vapor desde el pico de la pava. Que
escurran. Va hacia el suavemente iluminado living, allí las cortinas atajan al
sol. Se detiene frente al equipo de música, justo arranca ese CD. La música
inunda el departamento. Se abandona en uno de los sillones. A la débil brisa
fresca parece gustarle la melodía.
Hojea una revista, la abandona en su regazo, dormita.
Los compases del allegro la despiertan. Va a la cocina, toma el
frasco y coloca la crema incolora. Mientras lee las indicaciones. Retinol,
colágeno, elastina, vitamina A, rosa mosqueta. Mariana mira el líquido viscoso
incoloro bajar por el vidrio del frasco. Buen aroma. Toma el frasco, lo tapa y
se traslada a una cómoda en el living. Una carpeta huérfana sostiene el frasco,
tiene dudas. No preguntó por su procedencia. Las grabaciones incrustadas
denuncian ser de alguna bebida alcohólica fina, licor o coñac. Donde termina o
comienza el cuello, reza: 1866. La cadena y la llave, que habrían sido de algún
caballero, ahora decoran el recipiente. También ayudan las burbujas de oxígeno
atrapadas en la crema.
Es el mediodía, Mariana se ausenta. La computadora encendida y en
reposo, el protector de pantalla destella figuras uniformes de varios colores.
El frasco de crema copia los colores de la pantalla y los arremolina en la viscosa
sustancia. Las cortinas mueven la luz
del sol como si el viento la paseara de una pared a otra, de un ambiente a otro,
hasta menear al piso de granito oscuro. El frasco de crema cambia de color
mientras se lo permiten el viento, el sol y la pantalla del ordenador. Una nube
interrumpe el oscilar de la luz. Ahora la pantalla oscura, solo un led de
preencendido titila, llega la noche.
Mariana en el departamento. Enciende el velador de pie. Cierra las
ventanas después de arrimar los postigos. Directo a su dormitorio, camisón de
lino sin nada debajo y unas ojotas.
Entra en la cocina, prepara algo para cenar. Camina al living, enciende la
computadora, lee su mail, sin sentarse. Se aleja del escritorio para entrar en
la cocina. Enciende el televisor con un volumen bajo, solo escucha. El aroma
desde el horno hace que abra la puerta y dé un vistazo. Mueve el cuerpo al ritmo
de un comercial. Se acomoda en una silla
alta junto a la mesada, con el plato, su comida,
cubiertos, baso agua. Come mirando el televisor con una novela empezada. Solo
fija los ojos en un actor cincuentón. Sonríe.
Ordena todo antes de retirarse, apaga el televisor. Prepara con
mucho entusiasmo una base con servilleta. Camina al living hasta quedar frente
al frasco. Lo pone de cabeza para que el corcho se humecte. Quita el corcho
dejándolo en la base de servilleta. Entra en su habitación y deja el corcho con
la base en su mesa de luz. Va al baño, lava sus dientes y regresa. Se sienta en
el borde de la cama, mira y toma lo dejado en la mesita.
-Hola, mi amor, me encontrás siempre por acostarme.
-¿Cómo estás, vida?
- Muy bien, ¿cómo ha sido tu día hoy?
-Con trabajo, algo agotado.
-Ya ocupé el baño, me pondré crema mientras volvés.
Con el cabello recogido en la parte alta de la nuca, comienza a
pasarse la crema. Sin agredir, la piel casi toca los costados de los ojos. Masajea sus
pómulos, nariz, mentón.
-Aquí estás, acostate y te pongo un poco.
-¿Qué hace esa crema?
-Te quita las arrugas, te rejuvenece.
-Bien, ¿no irrita la piel?
-Nada de eso, quieto, cerrá los ojos –humecta sus dedos. Después
de un minuto. -¿Qué sientís?
-Parece que me estuviera tocando una niña. –Ella ríe.
-Ahora, a descansar, abrazame. ¿Querés hacerlo? Dajame besarte.
Transcurre la noche, interrumpe la alarma del celular. Mariana
empuja su brazo para encontrar a su compañero. No está. El espejo le devuelve
la imagen con el cabello revuelto. Acerca el rostro al espejo sin erguirse y
mira los lados. Sonríe. Recupera su altura camino al baño. Al entrar se frena y
siente la presencia de su hombre tomándola de los brazos, éste baja la cabeza
para besarla, ella en puntas de pie rodea su cuello con sus brazos e
inspecciona los lados del rostro. Cabecea contenta, lo deja pasar y ocupa el
baño.
Desayuna mate amargo con unas tostadas y mermelada de frutilla.
Enciende la televisión en el canal de noticias para informase sobre el clima.
Camina por el departamento abre un poco las ventanas. Recuerda tapar el frasco
de crema con el corcho. Sale a ocuparse de su vida laboral. El sol entra
cortado. En rayos, revolotean las partículas que se trepan a la luz. El viento,
algo fuerte en ese momento, acomoda la llave que cuelga del frasco y arrastra
una nota típica de metal y vidrio. Por momentos, por el accionar de la luz
fijada en el piso y paredes, la crema del frasco muestra hilos de arco iris bailotear el celeste entremezclado
con un azul más fuerte.
Los días se le copian a Mariana. Por la mañana, su trabajo.
Administrativa en una importante cerealera. Almuerza en la empresa y se retira
a las diecisiete. Pasa a ver a sus padres y visita alguna que otra vez algún
hermano o pariente camino a su casa. Poco tiempo pierde en saludos o charlas
familiares. Luego se instala en su departamento. Dos o tres veces a la semana
sale y hace compras. Y dos días a la semana con hora y media de gimnasio. Ella
desea mantener frescos sus cuarenta años.
Todas las noches se encuentra con su hombre. Y lo somete a los
masajes faciales. Cada mañana le sorprende el rejuvenecimiento del rostro y de
todo su cuerpo. Ella se mira al espejo y la imagen no tiene arrugas. Su cuerpo
sigue igual al que ve a diario.
Mientras hace como de costumbre sus masajes faciales, Mariana
entra en la habitación. Su pareja anda con la toalla en su cintura. Llega a
ella, se inclina y besa su frente, deja caer la prenda. Mariana gira sentada en
la banqueta, lo enfrenta, se pone de pie lo abraza, hace que retroceda y se siente.
Luego se cuestan. Ella se arrodilla en la cama, gira un poco para tomar el
corcho con la crema. Se recuesta al lado de él y hace lo de todas las noches,
masajes faciales.
-¿Cómo te sentís? –sus ojos brillan de ansiedad.
-Muy bien, cada día mejor. El espejo me está devolviendo la imagen
de alguien más joven. Algo tiene que ver tu crema.
-Lo noto como vos, lo extraño es que no te estoy poniendo en el
cuerpo.
-Verdad. Será que deseo estar siempre joven a tu lado.
-Eso es bueno, -sonríe.
A la mañana siguiente, con los cabellos revoloteados, Mariana se
sienta en la cama y enfrenta al espejo. La imagen es cada vez más lisa en la
piel detrás de sus ojos, labios y nariz. Se levanta y va hacia el baño cuando
tropieza con él. Pone ambas manos en su pecho, toca sus pectorales, baja al
abdomen, la cadera. Abre grandes sus ojos y toca a un adolescente. Ríe, lo
saluda, en puntas de pie, con un beso en
sus labios y entra al baño.
Cada día su rostro
fresco y alegre. Las precauciones al salir son las de siempre. Dejar algo
abiertas las ventanas así parece cobrar vida el departamento. Las gotas de
crema caen desde el corcho y provocan
arcos iris redondos con el reflejo del sol contra la cómoda. La llave cada día
se acomoda a su gusto del lado opuesto en que la deja su dueña. Hoy se nota el
paso de nubes delante del astro. Las partículas aún trepan al techo, ya algo
más pesadas.
El regreso de Mariana es muy
puntual, diecisiete treinta y cinco. Se apura a cerrar las ventanas, una
tormenta estalla en ese mismo momento. Enciende como de costumbre su
computadora. Mientras espera, frunce el ceño: la llave se ubicó otra vez a su
gusto. Sonríe.
Prepara la cena. Hoy vendrá él.
Vuelve living y el servidor se sigue disculpando por la falta de conexión en
Internet. Los truenos no pueden apagar
las ventanas detrás de cada relámpago y el sonido de la lluvia tan particular.
Mariana mira la hora en el televisor sin volumen. Comienza a preparar la mesa,
escucha la entrada del hombre en el departamento. Sale de la cocina y ve su campera
al costado de la puerta de entradas.
-Hola, amor -dice él al girar hacia
ella.
-Hola. ¡Pasado por agua!
-Sí, quiere lloverse todo.
-¿Querés darte un baño? La cena
estará en un momento. -Se pone en puntas de pie frente a él, se dan un beso en
los labios.
-Ya salgo y cenamos. –Ella asiente con la cabeza mostrándose
feliz.
No deja de observar el torso de él.
Se lo ve muy joven según sus ojos.
-Te la pasas mirándome todo el
tiempo. Estoy como siempre a pesar de mis cuarenta y cinco.
-Es que parece que estuvieras cada
vez más joven.
-Te parece a vos, debe ser el gimnasio,
los músculos de marcan más. Parezco más fibroso, me siento bien.
Cenan con la televisión con volumen
bajo. Pasan una noticia de la ciudad. Se dan un abrazo, más besos y hacen la tarea
los dos antes de ir a la habitación.
Todos los días la crema en ambos
rostros. La lluvia los pone románticos. En esos momentos se escucha al viento golpear con fuerza la persiana de
la habitación. Entre caricias y besos se funden en abrazos.
A la mañana siguiente ella después de apagar el celular que la
despierta, pasa el brazo por el lado donde debía estar su hombre. No está, el
lugar esta algo frío. Se levanta de inmediato. No se mira al espejo camina al
baño, no lo ve. Va a la cocina, al living, la terraza balcón. Nada de él. Mira
al perchero, la campera está. Regresa al baño, en el canasto se dispersa la
ropa que se quitó la noche anterior. Va a la habitación, abre el placard. La
ropa de él esta en su lugar, como los zapatos, zapatillas, borcegos. Se dirige
a la mesa de luz del lado de él los documentos, llaves de su auto, la tarjeta
verde, el celular. Levanta el celular apagado, lo deja con el resto de
pertenencias.
Camina al espejo de su cómoda, se descorre el cabello del rostro,
le devuelve la imagen de siempre. Ya en la cocina, pone arriba de la hornalla
encendida al mínimo la pava. Va al baño como todos los días. Después de los
mates amargos y las tostadas con mermelada, sale del departamento. Mariana saca
de su garage su auto. . Durante el día llama al taller, los empleados le dicen que el hombre no ha llegado.
Se tranquiliza. No quiere pensar nada con respecto a la familia de
él. Decide esperar hasta la tarde para escucharlo como todos los días coquetearle
por teléfono.
Nada, llega la hora de salir de su trabajo. Pasa por el taller. Nada.
Sigue camino a su departamento, deja el auto contra el portón del garage. Cuando está por abrir el portón, se acerca el
hermano de Martín.
-Hola, ¿cómo estas?
-Bien, tu familia, ¿todos bien?
-Sí, gracias por preguntar, vine a ver qué sabes de Martín.
-Nada, pasé por su trabajo y los chicos no lo vieron.
-La policía vino varias veces a tocar tu timbre.
-¿Qué buscan?
-A Martín, la familia fue a la comisaría.
-¿Qué le dijeron?
- Dicen que esperen veinticuatro horas más o cuarenta y ocho.
-Qué decirte, no lo veo desde anoche.
Entra en el departamento. Adentro, una luz algo azulada saliente
del botellón de crema revolotea por el living. Ve una sombra entrar en su
cuarto. Se apura, camina hasta el lado de la cama de él. En la mesa de luz
siguen sus documentos, billetera, tarjeta verde de su auto, el celular y llaves
del auto. Deja sin tocar nada, abre el placard, la ropa aún allí. Va al baño,
entra en la cocina, todo en su orden. Entra, va hacia la campera, revisa los
bolsillos. Encuentra unos chocolates que acostumbra a regalarle a diario. Sonríe.
-Buenas tardes, Mariana, ¿cómo esta?
-Bien, dígame.
-Por el momento nada formal. ¿Qué sabe de Martín?
-Nada, todo me parece muy extraño.
-¿Qué cosa le parece extraña?
-Todo está como lo dejé en la mañana. ¿Qué puedo decir?
-Tranquilícese, si se entera de algo o lo ve antes que nosotros,
por favor, comuníquenos.
-Lo haré.
-Buenas tarde.- Ella cabecea asintiendo. Camina al portón, lo abre
y entra su auto. Sube al departamento, entra. Cuando se para de espaldas al
frasco, una luz azul entrelazada con celeste la envuelve. Un cuadro caído y
apoyado en la pared del frente a la cómoda. Camina, alza el cuadro y lo cuelga
en su lugar previo. El paisaje primaveral con un camino entre dos filas de árboles
se pierde en el horizonte. El hombre, al final del camino parece saludarla. Deja el cuadro, da unos pasos hacia
atrás. Sonríe.
FOF
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