En la cama del
hospital, enchufado a una máquina que muestra el ritmo cardíaco, la presión
arterial y no sé qué otra cosa, está el abuelito. Respira aún. El elástico sostiene
el nebulizador con oxígeno y le aprieta los cachetes blancos, flacos, de piel
arrugada.
A media voz,
tarareo una canción de cuna.
El abuelo abre
los párpados, revolea los ojos marrones.
¿Me mira?
Una enfermera -de delantal verde-
atiende a un enfermo en la cama de al lado. La puerta de terapia abre y cierra
entradas y salidas de visitas. Las manos del abuelo están hinchadas, de no
moverlas, dice la enfermera, de pasada.
Hay sólo una pequeña ventana en la
habitación, al lado de la cama del abuelo. Hoy corrieron un poco las cortinas,
entra algo de luz.
El abuelo frunce el ceño, tose.
Respira.
La respiración
es un rugido en medio del silencio. Un grito afónico y desesperado. Forzoso.
Pegoteado de un hilo a la vida. Se esfuma en una nota de piano antes del
silencio total.
Le canto, le
digo que descanse, estamos todos bien.
El nebulizador
se empaña con la exhalación.
Parece que en
cualquier momento, tomará la última
bocanada
de aire,
para soltar
el último
vestigio
de vida.
Ya en casa, suena el teléfono.
-Te hablo del hospital, desde terapia
intensiva, ¿sos familiar de…?
Se extinguió,
finalmente.
Miro para atrás,
quiero
recordarlo como era antes de su enfermedad. Antes de que no
me conociera, antes
de que su memoria hubiera desaparecido para siempre. Cierro los ojos.
Recuerdo el sábado pasado, cuando fuimos a
visitarlo.
La mirada ausente, a veces, fija en mí.
-Qué linda sos.
Las palabras resbalan en su cabeza y se
escabullen por la boca sin filtro.
Soy muy parecida a la abuela, no puedo
negarlo. El mismo azul en los ojos y el mismo rosado en la piel. ¿La verá en
mí? Desvía otra vez la mirada.
-¿Cómo estás?
-Y, acá estamos, como harina sin usar y pan
sin amasar.
Contesta con respuestas automatizadas,
grabadas en el cuerpo. Vive un laberinto blanco, sin matices. Los rostros, los
días, todos iguales. Nada ni nadie significante. Sólo alguna vez, por un
pequeñísimo lapso de tiempo, se abre una puerta, una barrera en su memoria y
recuerda algo o a alguien, para luego poner su mente en blanco otra vez,
indefinidamente.
Quiero mirar más atrás, cuando me conocía,
cuando era su nietita querida.
Pero los recuerdos se rehúsan a aparecer.
Evoco su casa del pueblo. El negocio al
frente. A un lado la cochera abierta, al fondo el portón de la cochera cerrada
y la puertita de hierro que lleva al patio. Al otro lado, el pasillo largo
hasta la puerta del living. De tardecita, en el verano, ponía una silla en la
vereda para ver llegar la noche. Ahí lo encontrábamos cuando llegábamos de
visita.
Del otro lado de la casa, recuerdo su
escritorio bajo la ventana al patio. Puedo verlo sentado en su silla de cuero
negro, de rueditas, la silla en la que yo jugaba a girar y girar, palpando el
escritorio y la pared. Puedo verlo de perfil, con el diario abierto sobre el
escritorio. La cara recortada en las carpetas negras de contabilidad, en el
estante contra la pared. Bajo el corte del pantalón, asoma un tobillo flaco,
huesudo. Lo veo – birome en mano- completar los juegos del diario, la torre de
números, los crucigramas.
Tranquilo, siempre en paz.
Se levanta y lo sigo hasta el negocio. Sonó
la campana de la puerta un instante atrás. Del otro lado del mostrador, un
hombre de bombacha de campo y boina lo saluda. Se sienta en un banquito después
de pedir un par de alpargatas. Sus manos arrugadas descansan en las rodillas.
]El abuelo se sube a una escalerita de
madera -de tres escalones- y alza la vista por los estantes, altos hasta el techo.
La luz blanca titila una vez.
Baja con una caja de alpargatas en la mano
y le muestra al señor, que se saca las puestas y se calza unas nuevas.
Me paro en una silla para llegar a la caja
y le cobro al de boina. Cuento el vuelto y miro al abuelo: asiente -en señal de
aprobación- con su bigote gris.
Volvemos al escritorio. El abuelo, sobre su
silla de cuero negra, abre el tercer cajón y saca las cartas. Jugamos al culo
sucio y al burro. La abuela –el delantal atado a la cintura- nos trae un
platito de rodajitas de pan con manteca y azúcar, para compartir. Después el
abuelo me recuerda los valores de las cartas en el truco y jugamos a quince.
Salto de baldosa
amarilla en baldosa amarilla –sin pisar las rojas- camino a la cocina. La
mesita de los ñoquis está blanca de harina, al igual que las manos gordas de la
abuela. El tuco burbujea al fuego. Qué aroma delicioso.
Por la ventana
de la cocina, veo al abuelo cruzar hacia el patio. Grita y sacude las ramas del
ciruelo amarillo.
-Cotorras de
mierda, me comen las frutas.
Lo escucho
quejarse.
Brilla la pelada
de corona blanca con el sol. El abuelo sigue patio atrás.
gracias josefina, me hace acordar a uno de mis abuelos, el bigote, como asentía con la cabeza y su peladita brillosa como dice en la ultima parte, saludos
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