martes, 30 de diciembre de 2014

Estado de mar, un poema de Ceci Petrujno, diciembre de 2014

Estado de mar
Oleándote así, con mis dedos, me balanceo sobre tu cuerpo arenándose a mi piel. Y, entonces, nos espumamos en la orilla, nos salpicamos en las rocas, nos playeamos en maremoto. Embravecidas se baten nuestras lenguas, se rizan,  bucean  extensas, en salinidad.

Y, una vez más, nos inundamos en la mesopelágica zona. Peces que agitan sus azules, acantilados uno sobre la geografía del otro.

lunes, 29 de diciembre de 2014

El dibujo, un cuento de Roberto Aguilar, diciembre de 2014

                                                           El dibujo


       Al principio me sentía una mujer muy alta, como la Olivia de Popeye. Después me acostumbré a mi nariz larga,  a mis ojos rasgados igual a los de una china, a mi voz con acento francés, en fin, a todo mi cuerpo. El que me hizo me nombró Abi Francesca Spanazini. Spanazini, con doble z y doble n. Me dio un documento argentino y el título de profesora de inglés. Las nubes y la lluvia me han contado que mi dibujante y escritor de historietas es brasileño. Linda mezcla, ¿no? A mi padre lo suelo llamar Dos Santos. Madre no tengo. Dos Santos me regaló una Yamaha XRV 100 en donde voy a casi todos lados y una memoria casi privilegiada. Con mi XRV salto por el mundo de un recuadro blanco a otro gris o negro o nuevamente blanco. Principalmente la uso para ir al trabajo. Uno de mis primeros laburos desde que llegué aquí –dice Dos Santos que vengo de París-  fue en una fábrica rara, antigua y fea. Desde afuera, parecía un predio abandonado con altas paredes sin pintar y una gran chapa como puerta por donde entré con mi moto. Antes de pasar los muros de la fábrica estacioné la Yamaha afuera, bien pegada contra el portón. Bajé  y pasé por una puerta lateral, pequeña y gris, ante el llamado insistente de un timbre que me invitaba a pasar por allí. Me agaché para no chocar con el dintel de la puertita. Una vez adentro, la voz, digamos el grito casi desesperado y tembloroso de ‘Por aquí’, salido detrás de una ventana gruesa y espejada, me detuvo.  Justo quedé ante un gran agujero, debajo del vidrio, por donde se pasaban las cartas y se atendía a la gente. Una voz masculina, entonces suave y segura se coló por el hueco y me preguntó por mi identidad. Le pasé mi documento a través del orificio. Esperé un poco hasta que la misma voz  me dijo: ‘Puede pasar. Entre por la primera puerta de reja y vaya hasta el edificio de enfrente. ¿Vio el cartel debajo del árbol contra la pared? Bueno, al lado hay una puerta doble hoja. Pase por allí. Puede esperar en la recepción al gerente Mascardi. Ese hombre va a ser su alumno. Antes, si es tan amable: ¿Podría estacionar su moto a 45 º sobre la línea negra al lado de las restantes? Están detrás de usted al final del playón. No se preocupe por las puertas. Desde aquí, se las abro a todas. Muchas gracias. ¡Bienvenida!’. Yo me sonreí e intenté mirar por el vidrio espejado a fin de ver la cara de tan gentil portero, pero fue imposible. Desde afuera apenas se veía la silueta de alguien que se movía adentro de una gran habitación hermética y cerrada o tal vez se quedaba quieto frente a una mesa o escritorio . Entonces, la imagen de mi nariz protuberante reflejada contra la ventana me hizo avergonzar por mi cara tan fea- dentro de mí, maldije a Dos Santos y a sus ocurrencias-. Alisé mi pelo y sonreí al portero. Después seguí sus indicaciones. Le hice caso en todo, hasta que llegué a la puerta doble hoja. Allí cambié de decisión: No entré a ver a mi alumno de inglés. Me puse bajo la sombra del árbol enredadera sostenido por los ladrillos de una pared sin revocar y esperé y esperé. ¿Habrán pasado unos minutos, unas horas, unos siglos? No lo sé. Lo que sí sé es que Dos Santos por fin se decidió a darme un corazón. Éste latía con toda intensidad por aquella voz de ultratumba venida detrás de aquel vidrio espejado. Como dije, desde afuera apenas se veía la sombra de alguien que atendía a las personas. Miré hacia allí. De pronto,el resplandor del sol detrás de las nubes encegueció mis ojos oscuros con sus rayos del mediodía. No podía creerlo . Toda mi cara se puso gris ceniza. ¡Mis brazos también! Mi cuerpo y mi pecho ardían dentro de un carozo a punto de estallar. ¡Quería dar mi  fruto maduro al pobre portero de la fábrica textil ‘Hoja negra’!. Cerré los ojos hasta queo alguien me despertó: Era la voz del gerente Mascardi: ‘Señorita, permítame acompañarla. Soy su alumno. Pero, ¿por qué no pasó? Por aquí, por favor’.  Seguí la nueva indicación atraída por el perfume francés de aquel gerente. Pero aquella voz, aquella voz del portero dibujada en mis oídos me derritió. El gerente me guiaba hacia adentro del edificio con sus buenos modales y sus ojos lagrimosos llenos de falso romanticismo. Sin embargo, todo el fuego dentro de mí lo contuve para el portero hasta que terminara de dar la clase al Sr. Mascardi. Después de dos horas salí al patio cochera de la fábrica y el rocío de un cielo encapotado me recibió. Cerré de vuelta los ojos, junté mi pelo largo lacio y lo até bien pegado contra mi nuca. Tomé con parsimonia mi casco de carbón y me lo puse sobre la cabeza. Sentía que él observaba cada detalle de mis movimientos detrás de la ventana. Ajusté mi mochila sobre mi espalda y arranqué la moto. Recordé cada espacio de la cochera y fui despacio rumbo a la salida. Allí me detuve. Abrí los ojos, entorné la vista y saludé con mi cabeza en dirección al vidrio espejado del portero. No se le veía la cara ni aún con una luz interna usada para escribir y cuyo resplandor me llegaba tenue hasta mi vista. De golpe, me pareció que una mano en zig-zag, como un parabrisas en movimiento y estampado contra el vidrio espejado, intentaba escribir algo. Sin embargo,ro creo que él sólo  me saludaba desde adentro con grandes ademanes. Yo hice lo mismo con mi mano liberada del acelerador de la moto y le sonreí. Mi corazón por fin se partió. Volví a cerrar los ojos. Hice lo imposible por retener, guardar cada momento de aquel suceso. El gran portón automático de la ‘Hoja negra’ se abrió lento hacia un nuevo espacio en blanco. La lluvia caía sobre mi fruto reventado. Su jugo naranja inundó la acera y después la calle. Salí despacio cuando oí el portón abierto trabarse en la pared. Escuché de nuevo su grito lleno de desesperación: ‘¡Por aquí!’. Detuve la marcha. Esperé, lo esperé con todo mi amor en el siguiente recuadro, pero el portón se cerró detrás de mí. Abrí los ojos, a mis costados se escuchaban las hojas mecidas por un viento norte entre los árboles verdes cargados con el tinte rojo de un atardecer y, atrás de mi figura, un arco enorme  hecho con líneas de siete colores que jamás había visto  hacía estallar el horizonte, el cielo en cientos de matices. Emocionada con este mundo de colores, olvidé para siempre todo mi pasado. Arranqué la moto. La avenida era ancha y brillante como un río. El olor de los eucaliptus alrededor me envolvía y guiaba. Más allá de esta celda un viaje nuevo me esperaba.   

Como una viejita de vientre apretado, un cuento de Gaby Ramos, diciembre de 2014

Como una viejita de vientre apretado

Torres Novas, a una hora de Lisboa en auto: distrito de Santarém.  Es el Medio Téjo.  Voy en bicicleta, las nubes parecen humo de piedra y el cielo, un mar en espera. Cuesta ir de la “baixa” hasta el castillo, a donde me dirijo, el empedrado me hace más difícil aún subir: las casas miden un metro y noventa de altura, son del siglo dieciocho, no todas tienen vista a la calle, algunas son parte de  “nidos”. Para entrar en estos nidos hay que pasar por un jardín donde se cuelga la ropa, subir escaleras muy angostas de piedra, o cemento, que van de una casa a otra. Como “edificios nidos” pequeños, estas casas forman una gran casa donde hay que subir o bajar, pasar por la ventana del vecino, hasta dos pisos de altura o menos o en el mismo piso, todo tan arbitrariamente dispuesto. Estoy encantada.
Ruedo por las calles en una metáfora gris y, cada tanto, una brisa caliente acaricia mi cuerpo, respiro: el aire es más claro que el hielo. Decido dejar la bicicleta para descansar un poco, el sol parece prometerme una impresión cálida del paisaje. Subo muy fácilmente: hay una escalera a la calle, como si lo invitaran a uno a estar un rato en el techo para descansar y apreciar mejor la vista. Arriba hay piedra, ladrillo, pero está limpio. Una sábana de casas diminutas frente a mí: todos los tejados naranja. Lo más alto es el castillo, pleno de musgo y colores tierra, óxidos. No hay mar.
En Torres Novas hay diecisiete Feligresías o municipios, a pesar de ser muy pequeño. La población no supera los quince mil habitantes, la mayoría adultos. Me asusta que haya tan pocos jóvenes. Las mujeres mayores llevan pañuelos en sus cabezas, negros o blancos, y polleras que pasan la rodilla. Llama la atención que vivan hasta muy  viejitas, en sus miradas parece verse el cielo y la tierra, ambos adentro, como si expusieran sus  vientres en sus ojos, apretados, plenos de mundo.
Bajo despacio por la escalera del techo de la casita y me subo a la bicicleta: sólo queda seguir cuesta arriba. No hay autos en movimiento y por la calle de barro sólo pasa un auto. Como casi en todo el pueblo, no hay veredas. Forcejear con la altura me obliga a hacer una bocanada de aire para resolver las contradicciones: ir al castillo o seguir el pedaleo. Los últimos metros los hago a pie, llevo mi bicicleta con las manos. 
Al fin dentro del castillo. Me subo a los ladrillos de barro, aún fuertes, vórtice de conflicto e historia,  y espío entre las torres de este el pueblo. Hago sombra-sol-sombra al pasar por ellas. Las fortificaciones, antes densas,  apiñados caballos de piedra, son hoy libres; me acerco a la levedad: veo cómo se expande el aire, los sonidos y los colores: un montón de olivos ahí, listos para ser cosechados. Escucho el ladrido de un perro. Cuando giro, el perro, desde abajo, me mira como una viejita de vientre apretado.


bella crónica de Gaby Ramos, diciembre de 2014

Tomar cerveza en el Parque Lezama

A nosotros nos gusta ir a Parque Lezama a la noche.
Tomar cerveza en las plazas, ver luna llena, luna nueva, cuarto creciente, cuarto menguante, y velarlas con un halo de humo de cigarrillo a todas según la ocasión. Tomar cerveza en los parques es más elegante, ya que una plaza resulta más chica y los parques son más grandes. Además hay menos parques que plazas. A tal hora, en tal esquina, a tal parque.
En Parque Lezama, se ven cosas que no están.

El plan: una cerveza y cigarrillos. Muchos practican deporte, juegan a la pelota, hacen malabares, caminan en cuerdas elásticas, muestran obras de teatro, títeres o venden artesanías. Otros: llevan a sus hijos para que jueguen mientras se tiran en sus mantas a tomar sol o mate. Pero lo nuestro: de noche.
El quiosco hay que haberlo conseguido por contacto. Está la opción de comprar la cerveza en el supermercado chino, llevarla en una mochila o bolso y rogar que no se ponga demasiado caliente. Entonces, se llega a la plaza, se elige un lugar bajo un árbol donde tirarse: que sea un árbol grande- si tiene buenas raíces mejor- y que entre sus ramas pueda verse la luna.
Entonces comienza la pregunta: ¿abrimos la cerveza? Puchos, ¿tenemos? Y, sobre todo, quién abre la birra. En esto empieza la pelea, no por quién paga, sino por quién tiene la mejor herramienta para abrirla: un encendedor, un anillo destapador, o el destapador de cerveza común. Cada uno quiere mostrar su destreza. Quién toma primero es fundamental, todos quieren ofrecer el primer trago y el que tome primero va a dar el “ok”. “Está asquerosa” o “uh, está helada”.  Dame un trago, será la respuesta de la segunda; tendríamos que haberla comprado en el quiosco que yo te dije, la otra. La charla puede durar horas, pero no tantas antes que alguien diga, qué linda está la noche, qué ganas de otra o ya se me calentó el pico.
En Parque Lezama es diferente. Es punto de referencia y se pasa seguro mañana tarde o noche por ahí. En este parque, por empezar, los bancos son de cemento con granito. Hay muchos con molduras muy bonitas y los árboles son los más grandes, por lo tanto los más lindos.
Vamos ahí porque de noche la brisa parece estar teñida del color del rocío, porque la densidad del aire está velada por una luz nocturna que pareciera desprenderse del vuelo de pájaros azules. Flotan luciérnagas toda la noche, nos tienden  la alfombra.  El Parque, además, es el guardián del museo histórico, lo guarda como a un pichón bajo el ala.
Mientras transcurre la noche en El Parque Lezama, el césped- pequeñas tortugas marinas- tiene colores de mariposas silvestres, peces o lagartos.  El anfiteatro,  se llena de arlequines y elefantes diminutos, gatos y payasos enanos. No es la cerveza, es la atmósfera a la noche.
Hablamos tendidamente y pareciera que el mago Aladino nos ofreciera la lámpara para extender las preguntas y las ideas. Cuando nos vamos y amanece, nos vamos contentos.
Por eso, no es cualquier parque, es El Parque.


martes, 23 de diciembre de 2014

El remisero y la violinista, un cuento de Juan Carlos Pedot, diciembre de 2014

El remisero y la violinista



Noviembre del 91, un calor terrible, en el Gran Buenos Aires.   En estos días agobiantes cargados de humedad, si se tiene unos pesos, es preferible pagarse un remis que sufrir la espera del transporte público.

Sergio era chofer en la remisería la Universal de I. Casanova. Considerado buen pibe por los choferes más viejos, aunque un poco botarate como chofer. Apenas estrenó un Peugeot 406, flor de coche, le hizo un tremendo raspón  todo lo largo el costado derecho. El dueño del auto se lo quería comer, los otros remiseros, ya por costumbre, le daban manija al patrón en contra de su compañero, no por chupa medias sino por la puta costumbre de “denostar al otro.”
- No hay que confrontar con los colectivos, dejalos pasar, si no te llevan por delante sin importarles nada.-le aconsejaban.
Sergio,  joven remisero recién iniciado, si continuaba en esta actividad podría mejorar, según palabras de Lita, la dueña del negocio. Ser remisero era una posibilidad laboral a tener en cuenta, cuando otras han desaparecido. El remis, como un servicio de transporte público, apareció en los 90 y vino para quedarse. Como a su tiempo el colectivo y el taxi, hoy es el tiempo del remis, nueva modalidad de  la vida ciudadana. Ante la rapidez de los cambios, la gente se pregunta cómo se hacía tiempos atrás,  sin celulares, sin computadora y sin remis?
Sergio charlaba demasiado con los pasajeros.
   -Cuando se es profesional del volante, hay que charlar lo menos posible- consejos de los remiseros ya profesionalizados.
-   Tampoco hay discutir y menos de política por varias razones: te topas con algún zurdo o, peor, un recalcitrante peronista, y estás en problemas. Puede traerte algunos conflictos innecesarios, se te puede enojar  algún cliente y eso de alguna manera llega a Lita, la dueña de la remisería. No hay peor cosa que te rete una mujer. - consejo de los remiseros más cancheros.



El muchacho del que hablamos era un joven de unos 28 años delgado, bien parecido, de grandes ojos negros y una amplia sonrisa. Encarador con las minas, cualquiera le venía bien, no tenía ninguna especificidad, cuando de levante se trataba. Podríamos decir...un clásico "Don Juan demodé".

-Te toca a vos salir- le indicó Lida, la telefonista, a Sergio- , es su turno, otra vez la cliente de la calle Figueroa, la que llevaste el domingo a la casa de sus tíos en San Miguel, lindo viajecito, te quedaron algunas monedas-
Justamente en este caso, lo que menos le interesaba a Sergio era el dinero. Le había gustado esa chica de aspecto hippoide, de una pachorra poco común, como si hubiera estado en otro mundo o más allá de este, mundano. Siempre relajada, de polleras largas, muy pálida, con esos cabellos ondulados y su violín a cuestas. Además de su aspecto tipo hindú se destacaba esa impertérrita ajenidad a todo. Ana Cecilia era una bella muchacha de unos 23 años. Ese domingo que Sergio la llevó a San Miguel iba escuchando el partido de San Lorenzo y Boca en la cancha de Boca. Los cuervos ganaron 3 a O. Durante el viaje cruzaron pocas palabras. Ante cada gol de San Lorenzo, Sergio sanlorencista, gritaba y ella, en lugar de molestarse que hubiera sido lo más común, festejaba suavemente.
-Vos también sos cuerva- decía Sergio y ella asentía ondulando la cabeza que él seguía por el espejo retrovisor.
-Qué bueno contar el viaje con una hincha de San Lorenzo, tiene otro precio. ¿No te parece que estamos resurgiendo? No me cae bien Tinelli pero la ayuda que nos está dando...,  ¿no te parece?-
Ella asentía con un abrir y cerrar de ojos.
-El clima está pesado, hay mucha humedad ¿Prendo el aire?- Gentil, Sergio- ¿querés que lo ponga más fuerte?
- No, está bien-agregaba ella.
 Ana gustaba del trato diferente que recibía, no comparable con la parquedad de otros...  remiseros. Este lazo con un simpatizante femenino de San Lorenzo no estaba mal, justo con una chica con esas extrañas formas de vivir, tal vez, inexplicable, con la camiseta  del club de sus amores, para él era una novedad  que algún designio le enviaba. Cuanta aventura la vida le ofreciera, estaba dispuesto a correr los riesgos. Ningún contra tiempo le podría  traer esta flor que la vida de la calle le obsequiaba.



Ana no tenía memoria en amores. La memoria en amores siempre fue insustancial, efímera y fugaz con Sergio, en falta de amores entonces, estaban empatados.
 Aunque al final siempre hay un desempate y alguien pierde.
En el viaje a través del espejo retrovisor él le veía el rostro y parte de su torso, ella los profundos ojos negros que la hipnotizaban.
  
                “Parezco apática, pero cuando quiero me desvivo en besos”, pensaba internamente Ana.
 Sergio quedó atrapado por esa inmutabilidad de la chica, a las cosas de la vida cotidiana. Menos al  fútbol, claro, en el canto de las hinchadas algo hacía vibran su interior. Pensaba cómo viviría ella la música. Solo sabía que la acompañaba un violín. Ana la del violín. Él  chapurreaba algunas zambas en la guitarra y le parecía que el violín era un instrumento sublime. Ana, fina, delicada, insospechada de algún tipo de irritabilidad o violencia, una rara avis en los suburbios de I.Casanova. Justo allí, donde crudamente el fútbol rebela cierta violencia social Ana y el violín. ¿El violín y Ana  serían la misma cosa?
En una semana se produciría la marcha de San Lorenzo por volver al barrio de sus orígenes, 100.000 personas convocadas tras la consigan “volver a Boedo”. Sergio se subió a los micros que partieron custodiados por la policía, de I.Casanova. Grande fue la sorpresa cuando, en el fondo del colectivo, como una mosca en la leche, resaltó la figura de Ana en medio de gritos, estribillos e insultos de la parte  de la brava de Casanova. Entre el continuo batir de un enjambre de bombos,  Ana no era la misma a. A pesar de la alegría que vivía, una extraña dureza petrificaba  su mirada. Ana le hizo un lugar y, ante el asombro del amigo, saltaba sobre el asiento, se sacudía al ritmo. En plena tarde, el exuberante derroche de energía  los contagiaba. Envueltos en vahos  de la marihuana, que, como una fina niebla de un olor picante, flotaba dentro del colectivo.


Marcharon desde Boedo a Plaza de Mayo tomados de la mano y a los besos. Festejaban todos los cantos de los hinchas, lo único distinto de la masa en la cual se fundían eran los arrumacos que se regalaban generosamente a lo largo de cuadras y cuadras de caminata.

A la semana siguiente se juntaron en el departamento de Ana, aprovechando que Sergio estaba de franco.
-Venite a casa y vemos el partido- invitación de Ana.
- El domingo juega San Lorenzo y es una fiesta,
 Estaría bueno, yo llevo una picada y nos tomamos unas birras- la propuesta de Sergio le temblaba en la vos, ¿y si ella no aceptaba?
-Y si llueve es más emocionante-  la voz  de Ana no temblaba
-El domingo que juega San Lorenzo es un domingo especial.- Sergio pensaba que si remarcaba lo especial de la causa, destacaba lo especial del encuentro entre ellos.
-Nosotros también nos jugamos un partido entre los dos y espero que no sea una final- Ana  estaba tan seguro que se le encandilaba el rostro.
En el departamento flotaba una química entre dos, catalizada por  el deporte de las mayorías.

El referí pita, se abrazan, se inicia el partido, no vuela una mosca, silencio total. Ana sirve cerveza.
A los 15 minutos, penal a favor de Independiente, el penal puede engrosar la estadística futbolera pero la desazón del hincha es una cicatriz.
- Qué hijo de puta, cobró penal- Ana con la mirada desencajada como ante un hecho criminal.
- No te calientes, lo pueden errar- Sergio, con la voz apagada por cierto cansancio.
En ese momento, un estallido de vidrios rotos, un vaso rebota y rompe el vidrio de la mesita ratona. Es el vaso de Ana, Sergio, atento al televisor, no puede ver si se le ha caído o ella lo hizo explotar voluntariamente.  Se asombra al ver cómo Ana ni se inmuta. Es él  quien reacciona para limpiar y barrer las esquirlas de vidrios rotos y el enchastre de burbujas del líquido.


El partido lo ganó San Lorenzo, siguieron entre festejos y cerveza hasta que anocheció y la fiesta futbolera dio paso al amor en la cama, como a otro de triunfo de la vida.

Unos meses después, Sergio se enredó con amoríos con una viuda joven pero mayor que  él. Empezó a esquivar a Ana, quien lo perseguía telefónicamente. Sergio no lo soportó. Cambió de  número de celular  e indicó en la remisería que, sin su autorización, el número de su celular no se lo diera  nadie. Hasta cambió de turno, se pasó a la noche.



Una tarde, Ana se acercó a la remisería a preguntar por Sergio:
-Si te pierdo, mi vida no tiene sentido-, según Lidia que la atendió y la escuchó. Lidia asegura que Ana estaba sacada y no entendía razones.
  - A veces las remiserías cambian los turnos…- Lidia, displicentemente, como sin importancia.


Una noche en que los remiseros reunidos en su estar, miraban “Bailando por un sueño”, de Tinelli, ante cualquier agobio, o aburrimiento, culos y tetas para todos. Al finalizar la pulseada por la pareja ganadora, que aumenta la ficción arteramente, sintieron una terrible explosión en la playa de la remisería.
Afuera, el remis de Sergio era una tea que dibujaba la figura de un auto envuelto en llamas, ya  no había nada que hacer.
-Qué noche de horror-  balbuceó Sergio y su rostro reflejo la mueca del desconcierto.

De fondo, se escuchaba el relato de un gol, quién sabe de quién contra quién. Un gol, seguramente en contra.

lunes, 22 de diciembre de 2014

Veredas, una crónica de Ricardo Varela, diciembre de 2014

Amanece, lentamente el barrio recobra su rutina entre un calor sofocante. Un señor mayor muestra su cansancio; no ha dormido bien. Se sienta al umbral de su casa y un perro, a su lado, con la cara apoyada contra sus piernas, lo mira vigilante.
             Ella dispone toda su robustez al limpiar la vereda. Está contenta.
             Sus pequeños ojos se posan en el vecino; impasible. Lo saluda y, como todos los
días, no obtiene respuesta. Los ojos del hombre, inyectados en sangre y en ausencia, no parpadean.
             El único hálito de vida lo aporta el animal que acompaña, en silencio, el paso de la
gente.
            Un robusto paseador de animales retira uno a uno los perros de la cuadra.
            Bajo el sol abrasador del mediodía, una mujer desciende de un auto con
dificultad. Tiene el cabello corto, de color negro. Es muy bonita.
            El anciano, recostado sobre la puerta.
            El perro, inquieto. El barrio se convulsiona. Pasados unos minutos, nada
parece haber cambiado. ¿Habrá algo más común que la muerte?. Sería absurdo determinar
las cosas infinitas.
            La vecina, tan apegada a la limpieza, cruza la calle con prisa. Se acerca a la
recién llegada.
            Dialogan.
            La figura estilizada de la morocha, con sus ojos marrones expresivos y las cejas perfec-
tamente delineadas, alumbra, al girar, un bello vientre. Está embarazada y sola. La conversación
es áspera, hasta el grito.
            Su estado de gravidez la incomoda.
            La vecina se retira espantada, no alcanza a comprender que el amor o el instinto maternal sean inciertos, frágiles e imperfectos.
            El paseador y sus libres correas se despiden hasta mañana.
            Cae la tarde,
las sombras del lugar van ganando terreno.
             Se mimetizan con la oscuridad de la noche.
             Alguien silba.
             Esquiva y fantasmal, emerge la figura de un hombre que, con paso vacilante,
intenta una confusa melodía. Con un hatillo en su mano derecha, se detiene junto a un árbol.
Siempre se detiene.
             Con mucho esfuerzo intenta mantenerse de pie, alza su mirada pero es vencido por el alcohol y el cansancio. Ese estado crepuscular, con la sonrisa dibujada en su rostro, resulta igualador.
            Una pareja de adolescentes, como escapándole a la noche, encuentra un rincón entre las sombras.  
            La prisa en el joven y el pudor de ella desnudan la torpeza del amor.
            Solo corregido por un abrazo.
                             
                                                                                   La noche, evanesce.
                                                                                 

            El día se despereza y el barrio se ha echado a andar.


                                                     

martes, 16 de diciembre de 2014

Cruzar el charco, un cuento de Francisco O. Famá, diciembre de 2014

CRUZAR EL CHARCO

El camino de acceso a la mansión en las afueras del pueblo se muestra verde primaveral. Llegado el caso de un ataque, ni el más osado realista podría atreverse hasta  allí. O, al menos, así lo creía Don Julio.
Verde, la hierba floreada. La huella bien marcada de los carruajes y el centro del sendero con el pasto cortado muy desprolijo. Cielo sin una nube, brisa cálida del mediodía, cantos muy solos. La escena se interrumpe con un ruido seco que espanta a la fauna cercana a la casona. Un hombre sale de la puerta principal muy tranquilo. Camina hasta su flete, monta y enfila por el camino de acceso.
Buscar en estos campos resulta muy incómodo. Encontrar el encargo de Don Julio va a llevar días.
-Quiero lo que le estoy pidiendo delante de mis ojos,…- dice Don Julio, acodado en su lujoso escritorio. – quiero que lo traiga en el estado en que lo encuentre.
-Aquí lo tendrá, Don. -responde Juan mientras mira directo a sus ojos.
Busca Don Julio, busca un cigarro al tiempo que, con un ademán, indica a Juan que se acerque.
-¿Qué tiene para mí, Juan?
Antes de caminar hacia el escritorio, Juan deja que pase la moza con una bandeja en la que lleva una botella de whisky por la mitad y el vaso ancho con una piedra de hielo. El pesado silencio  en el cuarto es interrumpido por la tela del vestido de María. El aroma del whisky se apodera del lugar. Don Julio suelta unas bocanadas de humo al techo, pronto se apreciará el buen tabaco. Mientras Don Julio se sirve el whisky, Juan recuerda días atrás delante del mismo escritorio.
-Años, meta confiar todos mis bienes… –comenta Don Julio. –…el campo, mi familia, la peonada, todo. – Muy molesto con el relato, saca del cajón frente a él un fajo de dinero y lo tira cerca de Juan. Señala el fajo con el vaso en su mano. -Lleve, quiero que cruce el charco, que encuentre lo que le pido y me lo traiga
-Una vez cruzado el charco, ¿dónde lo busco? –Juan, parado delante del escritorio.
-En Montevideo, límite con Colonia. Ahí lo estará esperando Jacinto, peón de un amigo.
Junto al dinero hay una lista de personas que Juan deberá ver antes de cruzar y ya cruzado el charco. En un papel apartado  y a mano alzada, el pedido de Don Julio. Juan lo lee muy en silencio.
-Ese papel solo lo tendrá usted, nadie tiene que saber a qué viaja.
Juan deja en un escondite interno de la bandolera el dinero. La nota va a parar a un bolsillo de su pantalón.
No se saludan. Solo un cabeceo, a modo de asentimiento.
Un pestañeo, la visión de un punto redondo negro-púrpura.
Juan camina por los pasillos de la mansión y el eco de sus pasos gana la puerta de entrada.


Detrás de la casona, se encuentran el establo y la casa del mayordomo. El silencio de la siesta se interrumpe con una risotada de la dueña de casa. Al salir, ella se pone el sombrero antes de cruzar el patio. Muy alegre, entra a la mansión desde la cocina.
-¿Se le ofrece algo a la señora? -Dice la cocinera con la cabeza gacha, mientras mira el rostro de su patrona.
-Un té dulce en mi habitación, Ramona.
La cocinera asiente con un cabeceo.


El dueño de casa es el notario del pueblo. Durante la mañana concurre gente a la mansión; poca, después de siesta. Don Julio almuerza siempre al mismo horario. No importa si no alcanza a terminar con los documentos de algún cliente. Esto se cumple sin contemplaciones. Incluso, si hay mucha urgencia continúa después del té. Por la tarde, sale con su mayordomo a recorrer el campo. La brisa después del té va apagando el calor y da entrada al fresco que reinará en la noche. Ver los campos sembrados, los animales pastar y a los niños de la peonada jugar dentro de los estanques es el deleite de su dueño.
-Me satisface recorrer  mis instalaciones todos los días junto a usted, Don Mario –el rostro de Don Julio brilla con auténtico placer.
Don Mario asiente:
-Recuerde que debo ir a los campos del Uruguay. –afirma sin mirar a Don Julio a los ojos.
-Encontré quién lo reemplace.
Don Mario tose.


“Compadre”, esa es la palabra en la memoria de Don Mario, resuena como una ofrenda. La imagen de quien por primera vez se lo dijo no se borronea en su memoria.



Cercano al puerto de Montevideo desembarcan realistas, como parte del plan de conquista de la Banda Oriental. Los intrusos eligen la noche para poner pie en tierra. Se interrumpe el silencio de las cercanías portuarias  con los disparos a discreción de los militares orientales. Así, obligan a los conquistadores a internarse dentro de los campos abiertos. La noche trascurre dentro de una brisa fresca del mar,  mezclada con la humedad y los  relámpagos que no tardan en traer la lluvia de primavera. Los criollos sueltan amarras de los botes para que los realistas no regresen a sus barcos.
Amanece, la lluvia no cesa.
Los disparos de los mosquetes ya no se escuchan; sí, el rechinar de los sables, de las bayonetas, los gritos, las corridas y la caballería que se presenta en batalla. La tormenta favorece a los españoles para fondear y llegar a la playa. Sigue embravecido el cielo, los rayos en el mar y sobre los campos se repiten como lanzas de hierro en plena fragua. Los orientales junto a los criollos llegados del otro lado del río rodean al enemigo.  Se oyen los truenos de un bombardeo desde el cielo: los relámpagos iluminan los campos donde la batalla no descansa. La noche se hace presente, se silencia el campo.
Después de dos días, soldados de Buenos Aires desembarcan en Colonia.  Juan puede mezclarse con los pertrechos militares. En la confusión,  consigue hacerse de un caballo. Los campos donde  debe buscar el encargue de Don Julio están llenos de caídos en batalla.  Al avanzar hacia el norte de Colonia, los muertos se hacen más frecuentes. El olor hediondo a sangre se mezcla con la bosta. “Es mejor ir de a pie”, se dice Juan  mientras esquiva gente caída.
Un grupo de uniformados españoles  marcha desarmado a la orden de las milicias, de patricios y de orientales armados. Un uniformado de azul se queda parado, mientras levanta el brazo para que Juan lo vea.
“No es posible, es Don Mario”, se dice Juan, y va a su  encuentro.
El abrazo entre los dos criollos es muy sentido.
 Don Mario llama a un soldado:
-Un caballo con silla –señala al joven.
 Los hombres caminan sorteando cuerpos caídos de los dos bandos. Se escucha el galope cerca de ellos.
-Capitán, su caballo –Juan se asombra, nada dice.
-Gracias, soldado, continúe -.
Montan y se alejan hacia las instalaciones del campamento. Dos soldados corren al encuentro de los criollos y se ocupan de sus caballos. Don Mario indica a Juan dónde queda su escritorio dentro de las carpas. Allí  le han dispuesto también  un catre y dos sillas.
 El sol amaga con aparecer. El viento sopla con fuerza un momento. Los hombres se guarecen. El trinar de los pájaros dice que ya no lloverá.
Don Mario y Juan aprovechan para dialogar. Los dos intercambian objetos.
-Hasta siempre, Compadre –dice  Juan  mientras da un abrazo a Don Mario.
-Hasta siempre, compadre.


Juan avanza desde la entrada a la mansión, mientras escucha el golpe del hielo en el vaso de whisky en la mano de Don Julio, quien hace girar el líquido y la piedra. Se detiene en el umbral, debajo del marco. Don Julio ve a Juan con un paquete anudado en una de sus manos.
-¿Qué tiene para mí, Juan?
El dueño de casa parece disfrutar el momento. Don Julio sonríe, inhala profundo antes de hacerlo pasar. Con paso muy firme Juan avanza hasta quedar pegado al escritorio. Deja el  lienzo en el centro. El humo del cigarro flota  en una nube de tormenta. El giro en el vaso  de la piedra de hielo rompe el silencio. Don Julio indica, con ademán y sin dejar de sonreír, que el hombre frente a él desate el nudo del atado. Juan no deja de mirar a su cliente, fija la mirada, en especial, en las manos e. Finalmente desata y deja ver: un poncho, un sombrero, el cinto con iniciales en la hebilla, una camisa bordada, las botas grabadas con las iniciales de su dueño, un trabuco y , para terminar, un anillo de oro con letras afiligranadas por un orfebre. El anillo llama la atención de Don Julio. Se endereza sobre el respaldo de su sillón. Pita el cigarro y hace crujir el tabaco en la brasa. Retiene un momento el humo que  luego suelta con mucho cuidado. Entre sus labios deja el cigarro, suelta el vaso y con sus dos manos abre el cajón delante de su abultado vientre. Uno, dos, tres fajos de billetes; los tira dentro del atado de lienzo, mira las prendas y saca el cuarto que queda arriba. Mira a Juan quien toma el anillo, lo mueve hacia la vista de Don Julio, se lo coloca en la mano izquierda. El rostro de Don Julio, de rojo pasa a blanco y traspira a mares. Juan toma el trabuco y   apoya su cañón en el centro de la frente del otro.
Dispara un sonido seco. Detrás de la nuca de Don Julio, queda un picadillo de sesos que baña el sillón. El humo del percutor flota y se entrelaza antes de disolverse.
Un punto redondo negro-púrpura.




  

martes, 9 de diciembre de 2014

El miedo, un cuento de Gaby Ramos, diciembre de 2014



El miedo

Ella caminaba por el parque, se sentía sola y triste. Su pelo largo dorado, su cuerpo esbelto, sus manos largas  como el viento, la brisa o la garúa. Parecía esconder el sol entre sus dedos flacos, como si lo hubiese atrapado entre el agua y la luz: parecía filtrarlo hasta volverlo transparente, una burbuja.
La gente paseaba con sus perros, de todos los tipos, con sus familias, con sus parejas… Todo parecía un juego de colores. Ella: una rosa de luz, un fantasma, un aleteo de mariposa, una promesa. Se sentó.
 En la telaraña tejida en un árbol una mosca temblaba, agitaba sus alas para escapar. La araña aún estaba ausente. Rosa miraba con atención el movimiento desesperado de la mosca.
La noche anterior en el barrio habían asesinado a una mujer. En la televisión se escuchaba:
Evalúan la posibilidad de que se trate de un asesino serial. Las dos mujeres asesinadas eran pelirrojas y los cadáveres presentan lesiones parecidas.
La policía científica comunicó que ambos cuerpos fueron hallados atados y sentados en cochecitos de bebé.
Se trata de una persona altamente peligrosa.

La mosca luchaba contra la seda de araña, parecía casi desprenderse pero Rosa veía que una pequeña ventisca la atrapaba otra vez.
Rosa se levantó. Se acercó a la feria. Había libros de todo tipo y de precios muy buenos. Tomó una edición vieja de Cortázar y lo ojeó con tranquilidad. Tal vez, comprarse un libro de cuentos la distraería un poco de su estado anímico poco deseable. Encontró “La dama del lago” y otro de Stephen King, que le recordó a la noticia del asesinato de las dos mujeres pelirrojas.  Se reía para adentro y pensaba que era gracioso. Se detuvo en el texto de una novela de S. King, IT, y notó que su cuerpo se erizaba y sintió espanto: por la avenida caminaban cinco mujeres pelirrojas vestidas de blanco. Se trataba de un desfile de navidad. Tan impresionada, nadie podía entenderla, las conexiones que ella encontraba eran tantas: el asesino serial, las pelirrojas, la novela sobre un payaso de pelo rojo asesino, la mosca… ¡pero eran tantas las variables y tan fuertes las coincidencias! Pagó el libro y se lo guardó en una bolsa verde. Decidió salir de la feria.
El sol ya casi se escondía, ella parecía una sombra fría en contraste con el jolgorio del parque. Se acercó a la calle. El desfile continuaba, escondía la primera fila y la última parecía un ciempiés (rojo).
Entró a un bar. Pidió un café. Prestó atención a las noticias. Se hacía de noche. No había nada en relación con el asesinato de las dos mujeres. Tal vez lo había imaginado. Recordó la telaraña, esa trampa tan filosa, tan endeble como la víctima y sin embargo tan eficaz.
La noche parecía entrar en Rosa: fría, larga, blanca. Sus pecas, su piel, su pelo se volvía azulado en la oscuridad. Ella notó que sus manos estaban heladas, las juntó para hacer algo de calor y tomó de un sorbo el café. Guardaba una luna en la panza.
Volvería a su departamento, leería la novela y rezaría a su dios chiquito, el que la protegía del miedo.
Puso las llaves en la cerradura. Hizo mucho ruido: el pasillo estaba oscuro y desolado. Entró. Una mano la tomó de la pierna derecha, otra le tapó la boca. El libro entre sus pies. La mosca tiembla, la ventisca… Un bebé reía en el fondo de la casa,  aja ha
Todo estaba frío. Una pesadilla. No podía mover las manos, sus piernas estaban hinchadas e inmóviles también. Frente a ella había un espejo: era ella, azul, cadáver, un bebé gateaba por ahí, feliz, sonreía.
De pronto: silencio.  Los segundos parecían temblar.
En la esquina del marco del espejo había una telaraña: en el centro una mosca, muerta, envuelta en seda de araña. La araña merodeaba a la mosca. Tenía unas patas enormes y llenas de filamentos, movía una, luego otra… Luego quietud. Pleno ejercicio: envolvió a la mosca por completo.
Rosa no estaba en el departamento Dentro de  una casa abandonada, penetrada por el rayo del sol en todas las direcciones. Giró, como pudo, la cabeza: un payaso con el pelo rojo se reía a carcajadas. En sus manos llevaba el libro de S. King y un cochecito de bebé:
-¿Y el be-bé?- Balbuceó ella-.
-Aja ha
Los ojos de Rosa parecían desbordar sus límites.
-La mos-ca
El payaso tomó una tela de arpillera y la envolvió hasta que ella no pudo moverse.

Rosa se despertó y notó que estaba enredada en su sábana. Se desperezó. En la mesa de luz había una novela de S. King y el dibujo de una mosca en una telaraña.
Un payaso de pelo color rojo le traía el desayuno. Medialunas y té. Rosa ya no estaba tan triste.
Acarició su panza redonda. Faltaban dos meses. Se escuchaba la noticia en la radio:


Encontraron al asesino de las dos mujeres pelirrojas. Se trata de un empleado de una guardería de niños. Se estima que le darán cadena perpetua.

Si me celebrás, que sea vivo, crónica, por Lourdes Landeira

Si me celebrás, que sea vivo
“Lo mismo que las armas: en el campo están, tienen que estar. Esa sorda violencia que se vive en el campo, no tiene mucha vuelta. No podemos hacer una campaña de derechos internacionales por la no violencia de los campesinos del mundo. No hay nada más feroz que la muerte del chancho, pero al mismo tiempo no hay nada que los una más: cada uno tiene un rol en esa matanza.”
Cristian Alarcón

Sus ojos de niño ya están en el rincón preferido, acuclillados de dicha. El abuelo, su abuelo, cumple 107 años y se celebra que no haya muerto. Así es desde que lo recuerda. Cada año, al ocupar su lugar,  vuelve a pensar en el no cumpleaños del conejo blanco de Alicia en el país de las maravillas y se dice que esto es distinto, se trata de otra fiesta. No es el día en que no nació, es el día en que sí  nació, pero más aun, el día  en que no murió. O quizás sea lo mismo, no lo puede decidir porque se distrae en la ruta del humo del fogón del fondo que comienza a ondular entre quienes van llegando (son cientos). Amigos, familiares, conocidos de más acá y de muy allá.
                El abuelo está sentado. Su sillón, sin ser ostentoso, es el más grande y alto del salón. La  ubicación inicial es central, privilegiada; más tarde lo correrán hacia la esquina desde donde, ahora, lo mira el nieto, para abrir la pista de baile y hacer que por horas y horas el polvo de la tierra dance hacia el cielo. Uno a uno, los invitados llegan y le acercan una reverencia. El viejo responde con palabras entrecortadas por gestos de sus manos que van desde el abrazo apretado, hasta el tamborilear flaco de tres dedos. Más tarde hará con ellas – palabras y manos – un entretejido de historias y canciones  de seres de algún mundo, equilibristas entre fronteras, fantasmas clarividentes imantados al borde de oscuros abismos. Sí, el nieto ya lo sabe, pero quiere más y más. Es eso lo que espera arrinconado. El final de fiesta con su abuelo en el centro y la parentela absorta, en círculo compacto por donde siempre escapa un gato no encerrado.
                El nieto quiere saber por qué la celebración dura tres días pero cada vez que se lo pregunta a su madre obtiene la misma respuesta:” vamos, vamos, a ayudar se ha dicho, que es mucho lo que hay que hacer y usted ahí, mirando y preguntando. Vaya a hacer cosas de hombre y deje de pollerear en la cocina”.  Pero él prefiere el adentro en el que esas mujeres baten ollas mientras controlan fuegos, temperaturas y espesores. A él le fascina ver cómo la harina blanca e impalpable deviene torta esponjosa amarillenta. Cómo el tomate firme se hace líquido primero y se espesa después entre zanahorias y especias. Todo bajo la supervisión de los delantales floreados de esas mujeres enormes que proveen sus días de multi aromas.
                El afuera es otra cosa; ahí está su padre y sus compinches, meta bravuconear ante un ternero asustado que, sabe, va a morir para alimentar a sus ejecutores. Esos hombres marrones desdibujados por la nube en el viento; película protectora de ojos infantiles ante lo inevitable que podría ser diferente.  Venga acá, acérquese m´hijo. A ver si el otro año se suma a la ronda, que ya está grandecito. No, piensa el hijo - nieto; si el abuelo no muere un año más, se mantendrá alejado de esa faena. Pero que no muera un año más, por favor, diosito o lo que seas, que no muera un año más, que me siga nutriendo con sus historias de luciérnagas y aparecidos que, para desaparecer, siempre habrá tiempo y oscuridad suficiente.
                Ya la fiesta está en su apogeo y las voces se entremezclan en los oídos del viejo. Para él la muerte es un espejismo en el desierto; esa pura soledad a la que lo acompaña este centenar de familiares, tan reales que puede verlos – casi tocarlos -  aunque no estén ahí. Y un día la muerte será tangible,  se acartonará en un papel  y documentará la defunción que todavía no fue. Porque yo un día no fui, cuando llegué sin papeles ni nombre y entre los árboles escuché un silbido. Es la mejor parte, el nieto abre los ojos inmensos para escuchar mejor.