lunes, 29 de diciembre de 2014

El dibujo, un cuento de Roberto Aguilar, diciembre de 2014

                                                           El dibujo


       Al principio me sentía una mujer muy alta, como la Olivia de Popeye. Después me acostumbré a mi nariz larga,  a mis ojos rasgados igual a los de una china, a mi voz con acento francés, en fin, a todo mi cuerpo. El que me hizo me nombró Abi Francesca Spanazini. Spanazini, con doble z y doble n. Me dio un documento argentino y el título de profesora de inglés. Las nubes y la lluvia me han contado que mi dibujante y escritor de historietas es brasileño. Linda mezcla, ¿no? A mi padre lo suelo llamar Dos Santos. Madre no tengo. Dos Santos me regaló una Yamaha XRV 100 en donde voy a casi todos lados y una memoria casi privilegiada. Con mi XRV salto por el mundo de un recuadro blanco a otro gris o negro o nuevamente blanco. Principalmente la uso para ir al trabajo. Uno de mis primeros laburos desde que llegué aquí –dice Dos Santos que vengo de París-  fue en una fábrica rara, antigua y fea. Desde afuera, parecía un predio abandonado con altas paredes sin pintar y una gran chapa como puerta por donde entré con mi moto. Antes de pasar los muros de la fábrica estacioné la Yamaha afuera, bien pegada contra el portón. Bajé  y pasé por una puerta lateral, pequeña y gris, ante el llamado insistente de un timbre que me invitaba a pasar por allí. Me agaché para no chocar con el dintel de la puertita. Una vez adentro, la voz, digamos el grito casi desesperado y tembloroso de ‘Por aquí’, salido detrás de una ventana gruesa y espejada, me detuvo.  Justo quedé ante un gran agujero, debajo del vidrio, por donde se pasaban las cartas y se atendía a la gente. Una voz masculina, entonces suave y segura se coló por el hueco y me preguntó por mi identidad. Le pasé mi documento a través del orificio. Esperé un poco hasta que la misma voz  me dijo: ‘Puede pasar. Entre por la primera puerta de reja y vaya hasta el edificio de enfrente. ¿Vio el cartel debajo del árbol contra la pared? Bueno, al lado hay una puerta doble hoja. Pase por allí. Puede esperar en la recepción al gerente Mascardi. Ese hombre va a ser su alumno. Antes, si es tan amable: ¿Podría estacionar su moto a 45 º sobre la línea negra al lado de las restantes? Están detrás de usted al final del playón. No se preocupe por las puertas. Desde aquí, se las abro a todas. Muchas gracias. ¡Bienvenida!’. Yo me sonreí e intenté mirar por el vidrio espejado a fin de ver la cara de tan gentil portero, pero fue imposible. Desde afuera apenas se veía la silueta de alguien que se movía adentro de una gran habitación hermética y cerrada o tal vez se quedaba quieto frente a una mesa o escritorio . Entonces, la imagen de mi nariz protuberante reflejada contra la ventana me hizo avergonzar por mi cara tan fea- dentro de mí, maldije a Dos Santos y a sus ocurrencias-. Alisé mi pelo y sonreí al portero. Después seguí sus indicaciones. Le hice caso en todo, hasta que llegué a la puerta doble hoja. Allí cambié de decisión: No entré a ver a mi alumno de inglés. Me puse bajo la sombra del árbol enredadera sostenido por los ladrillos de una pared sin revocar y esperé y esperé. ¿Habrán pasado unos minutos, unas horas, unos siglos? No lo sé. Lo que sí sé es que Dos Santos por fin se decidió a darme un corazón. Éste latía con toda intensidad por aquella voz de ultratumba venida detrás de aquel vidrio espejado. Como dije, desde afuera apenas se veía la sombra de alguien que atendía a las personas. Miré hacia allí. De pronto,el resplandor del sol detrás de las nubes encegueció mis ojos oscuros con sus rayos del mediodía. No podía creerlo . Toda mi cara se puso gris ceniza. ¡Mis brazos también! Mi cuerpo y mi pecho ardían dentro de un carozo a punto de estallar. ¡Quería dar mi  fruto maduro al pobre portero de la fábrica textil ‘Hoja negra’!. Cerré los ojos hasta queo alguien me despertó: Era la voz del gerente Mascardi: ‘Señorita, permítame acompañarla. Soy su alumno. Pero, ¿por qué no pasó? Por aquí, por favor’.  Seguí la nueva indicación atraída por el perfume francés de aquel gerente. Pero aquella voz, aquella voz del portero dibujada en mis oídos me derritió. El gerente me guiaba hacia adentro del edificio con sus buenos modales y sus ojos lagrimosos llenos de falso romanticismo. Sin embargo, todo el fuego dentro de mí lo contuve para el portero hasta que terminara de dar la clase al Sr. Mascardi. Después de dos horas salí al patio cochera de la fábrica y el rocío de un cielo encapotado me recibió. Cerré de vuelta los ojos, junté mi pelo largo lacio y lo até bien pegado contra mi nuca. Tomé con parsimonia mi casco de carbón y me lo puse sobre la cabeza. Sentía que él observaba cada detalle de mis movimientos detrás de la ventana. Ajusté mi mochila sobre mi espalda y arranqué la moto. Recordé cada espacio de la cochera y fui despacio rumbo a la salida. Allí me detuve. Abrí los ojos, entorné la vista y saludé con mi cabeza en dirección al vidrio espejado del portero. No se le veía la cara ni aún con una luz interna usada para escribir y cuyo resplandor me llegaba tenue hasta mi vista. De golpe, me pareció que una mano en zig-zag, como un parabrisas en movimiento y estampado contra el vidrio espejado, intentaba escribir algo. Sin embargo,ro creo que él sólo  me saludaba desde adentro con grandes ademanes. Yo hice lo mismo con mi mano liberada del acelerador de la moto y le sonreí. Mi corazón por fin se partió. Volví a cerrar los ojos. Hice lo imposible por retener, guardar cada momento de aquel suceso. El gran portón automático de la ‘Hoja negra’ se abrió lento hacia un nuevo espacio en blanco. La lluvia caía sobre mi fruto reventado. Su jugo naranja inundó la acera y después la calle. Salí despacio cuando oí el portón abierto trabarse en la pared. Escuché de nuevo su grito lleno de desesperación: ‘¡Por aquí!’. Detuve la marcha. Esperé, lo esperé con todo mi amor en el siguiente recuadro, pero el portón se cerró detrás de mí. Abrí los ojos, a mis costados se escuchaban las hojas mecidas por un viento norte entre los árboles verdes cargados con el tinte rojo de un atardecer y, atrás de mi figura, un arco enorme  hecho con líneas de siete colores que jamás había visto  hacía estallar el horizonte, el cielo en cientos de matices. Emocionada con este mundo de colores, olvidé para siempre todo mi pasado. Arranqué la moto. La avenida era ancha y brillante como un río. El olor de los eucaliptus alrededor me envolvía y guiaba. Más allá de esta celda un viaje nuevo me esperaba.   

No hay comentarios:

Publicar un comentario