martes, 23 de diciembre de 2014

El remisero y la violinista, un cuento de Juan Carlos Pedot, diciembre de 2014

El remisero y la violinista



Noviembre del 91, un calor terrible, en el Gran Buenos Aires.   En estos días agobiantes cargados de humedad, si se tiene unos pesos, es preferible pagarse un remis que sufrir la espera del transporte público.

Sergio era chofer en la remisería la Universal de I. Casanova. Considerado buen pibe por los choferes más viejos, aunque un poco botarate como chofer. Apenas estrenó un Peugeot 406, flor de coche, le hizo un tremendo raspón  todo lo largo el costado derecho. El dueño del auto se lo quería comer, los otros remiseros, ya por costumbre, le daban manija al patrón en contra de su compañero, no por chupa medias sino por la puta costumbre de “denostar al otro.”
- No hay que confrontar con los colectivos, dejalos pasar, si no te llevan por delante sin importarles nada.-le aconsejaban.
Sergio,  joven remisero recién iniciado, si continuaba en esta actividad podría mejorar, según palabras de Lita, la dueña del negocio. Ser remisero era una posibilidad laboral a tener en cuenta, cuando otras han desaparecido. El remis, como un servicio de transporte público, apareció en los 90 y vino para quedarse. Como a su tiempo el colectivo y el taxi, hoy es el tiempo del remis, nueva modalidad de  la vida ciudadana. Ante la rapidez de los cambios, la gente se pregunta cómo se hacía tiempos atrás,  sin celulares, sin computadora y sin remis?
Sergio charlaba demasiado con los pasajeros.
   -Cuando se es profesional del volante, hay que charlar lo menos posible- consejos de los remiseros ya profesionalizados.
-   Tampoco hay discutir y menos de política por varias razones: te topas con algún zurdo o, peor, un recalcitrante peronista, y estás en problemas. Puede traerte algunos conflictos innecesarios, se te puede enojar  algún cliente y eso de alguna manera llega a Lita, la dueña de la remisería. No hay peor cosa que te rete una mujer. - consejo de los remiseros más cancheros.



El muchacho del que hablamos era un joven de unos 28 años delgado, bien parecido, de grandes ojos negros y una amplia sonrisa. Encarador con las minas, cualquiera le venía bien, no tenía ninguna especificidad, cuando de levante se trataba. Podríamos decir...un clásico "Don Juan demodé".

-Te toca a vos salir- le indicó Lida, la telefonista, a Sergio- , es su turno, otra vez la cliente de la calle Figueroa, la que llevaste el domingo a la casa de sus tíos en San Miguel, lindo viajecito, te quedaron algunas monedas-
Justamente en este caso, lo que menos le interesaba a Sergio era el dinero. Le había gustado esa chica de aspecto hippoide, de una pachorra poco común, como si hubiera estado en otro mundo o más allá de este, mundano. Siempre relajada, de polleras largas, muy pálida, con esos cabellos ondulados y su violín a cuestas. Además de su aspecto tipo hindú se destacaba esa impertérrita ajenidad a todo. Ana Cecilia era una bella muchacha de unos 23 años. Ese domingo que Sergio la llevó a San Miguel iba escuchando el partido de San Lorenzo y Boca en la cancha de Boca. Los cuervos ganaron 3 a O. Durante el viaje cruzaron pocas palabras. Ante cada gol de San Lorenzo, Sergio sanlorencista, gritaba y ella, en lugar de molestarse que hubiera sido lo más común, festejaba suavemente.
-Vos también sos cuerva- decía Sergio y ella asentía ondulando la cabeza que él seguía por el espejo retrovisor.
-Qué bueno contar el viaje con una hincha de San Lorenzo, tiene otro precio. ¿No te parece que estamos resurgiendo? No me cae bien Tinelli pero la ayuda que nos está dando...,  ¿no te parece?-
Ella asentía con un abrir y cerrar de ojos.
-El clima está pesado, hay mucha humedad ¿Prendo el aire?- Gentil, Sergio- ¿querés que lo ponga más fuerte?
- No, está bien-agregaba ella.
 Ana gustaba del trato diferente que recibía, no comparable con la parquedad de otros...  remiseros. Este lazo con un simpatizante femenino de San Lorenzo no estaba mal, justo con una chica con esas extrañas formas de vivir, tal vez, inexplicable, con la camiseta  del club de sus amores, para él era una novedad  que algún designio le enviaba. Cuanta aventura la vida le ofreciera, estaba dispuesto a correr los riesgos. Ningún contra tiempo le podría  traer esta flor que la vida de la calle le obsequiaba.



Ana no tenía memoria en amores. La memoria en amores siempre fue insustancial, efímera y fugaz con Sergio, en falta de amores entonces, estaban empatados.
 Aunque al final siempre hay un desempate y alguien pierde.
En el viaje a través del espejo retrovisor él le veía el rostro y parte de su torso, ella los profundos ojos negros que la hipnotizaban.
  
                “Parezco apática, pero cuando quiero me desvivo en besos”, pensaba internamente Ana.
 Sergio quedó atrapado por esa inmutabilidad de la chica, a las cosas de la vida cotidiana. Menos al  fútbol, claro, en el canto de las hinchadas algo hacía vibran su interior. Pensaba cómo viviría ella la música. Solo sabía que la acompañaba un violín. Ana la del violín. Él  chapurreaba algunas zambas en la guitarra y le parecía que el violín era un instrumento sublime. Ana, fina, delicada, insospechada de algún tipo de irritabilidad o violencia, una rara avis en los suburbios de I.Casanova. Justo allí, donde crudamente el fútbol rebela cierta violencia social Ana y el violín. ¿El violín y Ana  serían la misma cosa?
En una semana se produciría la marcha de San Lorenzo por volver al barrio de sus orígenes, 100.000 personas convocadas tras la consigan “volver a Boedo”. Sergio se subió a los micros que partieron custodiados por la policía, de I.Casanova. Grande fue la sorpresa cuando, en el fondo del colectivo, como una mosca en la leche, resaltó la figura de Ana en medio de gritos, estribillos e insultos de la parte  de la brava de Casanova. Entre el continuo batir de un enjambre de bombos,  Ana no era la misma a. A pesar de la alegría que vivía, una extraña dureza petrificaba  su mirada. Ana le hizo un lugar y, ante el asombro del amigo, saltaba sobre el asiento, se sacudía al ritmo. En plena tarde, el exuberante derroche de energía  los contagiaba. Envueltos en vahos  de la marihuana, que, como una fina niebla de un olor picante, flotaba dentro del colectivo.


Marcharon desde Boedo a Plaza de Mayo tomados de la mano y a los besos. Festejaban todos los cantos de los hinchas, lo único distinto de la masa en la cual se fundían eran los arrumacos que se regalaban generosamente a lo largo de cuadras y cuadras de caminata.

A la semana siguiente se juntaron en el departamento de Ana, aprovechando que Sergio estaba de franco.
-Venite a casa y vemos el partido- invitación de Ana.
- El domingo juega San Lorenzo y es una fiesta,
 Estaría bueno, yo llevo una picada y nos tomamos unas birras- la propuesta de Sergio le temblaba en la vos, ¿y si ella no aceptaba?
-Y si llueve es más emocionante-  la voz  de Ana no temblaba
-El domingo que juega San Lorenzo es un domingo especial.- Sergio pensaba que si remarcaba lo especial de la causa, destacaba lo especial del encuentro entre ellos.
-Nosotros también nos jugamos un partido entre los dos y espero que no sea una final- Ana  estaba tan seguro que se le encandilaba el rostro.
En el departamento flotaba una química entre dos, catalizada por  el deporte de las mayorías.

El referí pita, se abrazan, se inicia el partido, no vuela una mosca, silencio total. Ana sirve cerveza.
A los 15 minutos, penal a favor de Independiente, el penal puede engrosar la estadística futbolera pero la desazón del hincha es una cicatriz.
- Qué hijo de puta, cobró penal- Ana con la mirada desencajada como ante un hecho criminal.
- No te calientes, lo pueden errar- Sergio, con la voz apagada por cierto cansancio.
En ese momento, un estallido de vidrios rotos, un vaso rebota y rompe el vidrio de la mesita ratona. Es el vaso de Ana, Sergio, atento al televisor, no puede ver si se le ha caído o ella lo hizo explotar voluntariamente.  Se asombra al ver cómo Ana ni se inmuta. Es él  quien reacciona para limpiar y barrer las esquirlas de vidrios rotos y el enchastre de burbujas del líquido.


El partido lo ganó San Lorenzo, siguieron entre festejos y cerveza hasta que anocheció y la fiesta futbolera dio paso al amor en la cama, como a otro de triunfo de la vida.

Unos meses después, Sergio se enredó con amoríos con una viuda joven pero mayor que  él. Empezó a esquivar a Ana, quien lo perseguía telefónicamente. Sergio no lo soportó. Cambió de  número de celular  e indicó en la remisería que, sin su autorización, el número de su celular no se lo diera  nadie. Hasta cambió de turno, se pasó a la noche.



Una tarde, Ana se acercó a la remisería a preguntar por Sergio:
-Si te pierdo, mi vida no tiene sentido-, según Lidia que la atendió y la escuchó. Lidia asegura que Ana estaba sacada y no entendía razones.
  - A veces las remiserías cambian los turnos…- Lidia, displicentemente, como sin importancia.


Una noche en que los remiseros reunidos en su estar, miraban “Bailando por un sueño”, de Tinelli, ante cualquier agobio, o aburrimiento, culos y tetas para todos. Al finalizar la pulseada por la pareja ganadora, que aumenta la ficción arteramente, sintieron una terrible explosión en la playa de la remisería.
Afuera, el remis de Sergio era una tea que dibujaba la figura de un auto envuelto en llamas, ya  no había nada que hacer.
-Qué noche de horror-  balbuceó Sergio y su rostro reflejo la mueca del desconcierto.

De fondo, se escuchaba el relato de un gol, quién sabe de quién contra quién. Un gol, seguramente en contra.

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