Una historia corta y
sencilla
Era una tarde de sol: los
movimientos de la calle formaban rutas en la pared, gran misterio para quien
apenas cumple los cuatro años. Ya hacía tiempo
circulaba un fantasmita de color celeste que me protegía en los momentos
más tristes y difíciles. Al comienzo se posaba sobre mis espaldas, luego sobre
los objetos, otras veces sobre países, mapas o aspectos desconocidos de la
vida.
En los momentos de juego, parecidos
a terremotos diminutos, el fantasmita no aparecía. Andaba solamente en los
momentos de mayor soledad y dificultad. Cuando estaba mi abuela, por ejemplo,
no aparecía. Si estaba con mamá, tampoco. Hubo tiempos realmente difíciles en
los que despareció. Pero reaparecía como una estrellita bien brillante, como
destello y me llenaba el corazón de esperanza y valentía. Yo sabía, en el fondo, que todo iba a ser
verdaderamente duro porque él brillaba por ausencia.
Un día, muy arduo, volvía del
jardín, mi mamá me esperaba con una caja de regalos. Era un pijama y una caja
de lápices de colores. Venía de Portugal:
esosignificaba algo así como un cuento, una poesía o un destello. Era de parte
del fantasmita.
-¿Cómo es él mamá? ¿Dónde está? ¿Qué
tiene que ver conmigo? ¿Me contás la historia en forma corta y sencilla, mami?
Era realmente complicado. Nunca
estaba. Pero existía por sí mismo. Tenía que ver con la historia de mamá. Me
protegía en ausencia. Y tal vez, algún día, sería real como mis propias manos.
Pasaron los años y se volvió más
grande, más de lo que yo crecía. Entré al primario y mi mamá se fue del país.
Fue un largo tiempo en el que mi abuela Blanca me cuidó en extremo, como
siempre lo hacía. Yo ya había pasado el verano, los juegos, los desafíos. Ahora
entraba en un gran palacio, la escuela, era el comienzo de algo diferente, mi
panza estaba repleta de mariposas y mi abuela estaba linda, muy linda: una
esfinge que me protegía, mi amuleto.
Caminé tanto como mis pasos cuidados y tímidos me lo permitieron. Una
nenita muy bonita me entró con preguntas, me invitó a sentarme en un banco de
la escuela; era un paso importante en mi vida:
-¿Cómo te llamás? ¿Esa es tu mamá?
¿Te diste cuenta, tu colita está atada como la mía? ¿Por qué sos tan rubia?
Podemos ser amigas.
…………
Una valija enorme repleta de regalos.
El momento llegó de sopetón. Mamá había vuelto. Regalos para todo el mundo y
una foto: mamá y papá. Ese hombre que
estaba junto a ella era él. La vecina decía que era muy alto. La abuela, que
era muy buen mozo. Yo apenas podía hacerme la idea de dónde había sido sacada,
si era de cuando yo había nacido, si era mentira… Era otra vez muy difícil.
Otra vez el fantasmita me tapaba los ojos y me hacía enigmática su existencia.
Los días de estudio ya eran arduos,
pero alegres. Tenía amigos. Los veranos eran con la abuela, mis tíos y mis
primos. Llegó una amiga de Mozambique.
Era el país donde yo había nacido, menos enigmático que decir papá. Con dos colitas, sonriente y gran
picardía, mi amiga. El fantasmita era todo un secreto y me ayudaba a combatir
con el fantasmita de ella, sin que ella lo supiera.
Los amigos de mamá se veían
diferentes a la gente que rodeaba a mis amigos. Eran una isla firme, pero
también ausente. Pero el fantasmita los cuidaba cuando yo no estaba.
Comenzaron las cartas: tenía que
cuidar mi letra, escribir “Papi”, dos puntos, hacer dibujitos y explicar algo
sobre mi vida, lo cual siempre resultaba ser un resumen sin mucho sentido. El
fantasmita me ayudaba a escribir “Papá” y cuidaba un gran puente entre él y yo.
Así pasaron los años. Me hice más
independiente. El fantasmita se volvió algo desconocido, la figura de papá se
dibujaba de manera más conflictiva. Todos mis amigos tenían uno. La explicación
de por qué tenía y no un papá, difícil. Pasé a ser “el pájaro africano” en la escuela.
Mis amigas querían pasar más tiempo con la familia que tiempo de juego. Me
aburría sin el fantasmita y diseñaba escenas familiares, casas, relatos,
inventos en papel, cartón y también en mi imaginación diurna. Era una persona
vacía sin él. En los veranos hacía vestidos para mis muñecas en la máquina de
coser de la abuela, quien siempre me explicaba todo con detalle y me precavía
con todos los cuidados.
Fui muy feliz, intensamente feliz y
el vacío ya no pasaba por él. El vacío era motivo de juegos, historias, amigos.
Pero de pronto entré en el secundario. Comencé a vestirme como quería. A
hacerme amigos con los que me divertía mucho. Las relaciones con ellos eran
intensas, sinceras, éramos hermanos. Tuve un amor imposible. Sus ojos eran
profundos, indescriptibles. Hacía la fila con los más grandes y cuando me
miraba quedaba admirada de tanta belleza, tanto misterio: era maravilloso.
Llegó entonces la melancolía y los
momentos duros de verdad. Las ausencias enormes, los misterios, las
encrucijadas, los enigmas… Entonces, los llantos. Los dramas. Explorar esta vez
se trataba siempre de peligros reales y menos filosóficos. Pero en el fondo la
estrellita estaba, aunque tuviera otra forma, más parecida a una gran angustia,
el fantasmita me retaba, aunque en silencio.
Y llegó la noticia: mamá había
ganado una beca para ir a París. Viajábamos las dos. El fantasmita, en secreto,
me acompañó a Portugal. Fue cuando la historia con el fantasmita dio un vuelco:
Un hombre no tan alto, no tan buen mozo se me acercó y me saludó con frialdad,
un beso en una y otra mejilla. Estaba acompañado por una mujer rara y dos
chicos altísimos. El fantasmita nada
dijo de hombre porque se suponía que iba a ser diferente, pero era un hombre
terrenal, común, sin gracia. Era un humano, nada más. Entonces sucedieron cosas
extrañas en mi pensamiento y en mi cuerpo. La estrellita en su secreto había
muerto, ya no había una espera mágica que aguardaraa de la carroza. Al
atravesar el charco, sólo había una tierra con los mismos productos y
gente igual que en la Argentina , sólo que no sabían nada de mi país ni
de mí. Pobre fantasmita, en esta no podía acompañarme.
La visita a este hombre aniquiló el
amor, los misterios, la magia. Realmente la muerte del fantasmita había hecho
que mi vida sin estrellita se volviera una verdadera tragedia, una tierra sin
frutos, un mapa roto repleto de historias olvidadas.
Había que rearmar el deseo, el amor,
reconstruir el mapa con sus historias. Era una tarea muy ardua. Mi cuerpo ya no
era el mismo. Mi memoria estaba dañada. Mis relaciones con los demás se
disolvieron. Mi médico clínico me decía que no debía esperar un padre, que sólo
debía tomarlo como “un señor que vivía en Portugal”. Se trataba de revivir al
fantasmita y no contarle la historia, un puente entre las semanas, un cuerpo
sin espejo y sin historia, la tragedia que cobraba materia de a poco.
Muchos años dolorosos. Pero con el
fantasmita cobró vida la infancia otra vez, aunque ya nada quedaba entre los
escombros. El fantasmita me había dado esperanzas, futuro, valor.
Hasta que un día murió el
fantasmita.
Al final de esta historia, no sé si
volverán las fragancias, los terremotos diminutos en mis pies, las olas enormes
del mar, los puntos fugitivos del juego, esos besos lindos de mamá, los
cuidados de mi abuela, la ternura de sentirse querida, los desafíos en terreno
seguro, los amores verdaderos. Pasa que el fantasmita me aseguraba todo a la
nada y ya no está, no está más.
Ahora es tiempo de vivir con otro
cuerpo, reconstruir el mapa y sus historias, muchas terminadas ya. En la
crudeza del mundo, inventar en los cuerpos, el pensamiento y los sentimientos,
algo en conjunto, muy duro de armar, hay que usar la imaginación sin los
destellos, sin luz, en la enormidad de las dificultades porque los caminos ya
están hechos hace tiempo y sólo hay que aprender a caminarlos, sin magia:
sin
luz, sin misterio.
Si bien la historia es corta, no es
tan sencilla, porque tengo convicción de que el fantasmita me ayudó en mi vida
y siento en lo más profundo que ya no esté.