martes, 24 de junio de 2014

Ya no me mojo, un cuento de Gaby Ramos, junio de 2014

Ya no me mojo
Hacía tres años que estaba en pareja con Irene. Se llevaban muy bien, compartían la cama con otros y otras cuando su amado no estaba cerca. No era una pareja muy convencional. Pero se llevaban tan bien que ninguno de los dos confesaba la existencia de terceros en la relación. Un día él le dijo a Irene que la amaba y, para demostrarle su confianza, quería que se acostaran con un hombre. Ella accedió y todo resultó un éxito: estuvieron tres meses completamente enamorados. Luego, notaron que algo no funcionaba bien, pero no tan mal como para terminar la relación y siguieron juntos.
Era sábado. Él había deseado que llegara el fin de la semana para ir a la feria, dar un paseo, comprar algunas cosas por capricho, ver la frondosidad de los árboles, la gente mullida en los caminos. Salió de su casa a las nueve de la mañana. A las nueve y quince se desató una terrible tormenta. Él no tenía paraguas. Caminó bajo los toldos hasta llegar al Abasto. Vio que había, entre la gente que corría y se refugiaba de la lluvia, un vendedor de paraguas con piloto, gritaba:
                -¡Usté, que no tiene con qué cubrirse, que siempre se le rompen los paragua’, compre uno bueno, que no le va a fallá!
Mario sintió que Dios estaba de su lado. Un paraguas con mango de madera, armadito, por sólo quince pesos. Lo compró. Era un paraguas grande, de calidad, con motivos florales, excelente para el paseo bajo la lluvia.  Mario siguió por la avenida Corrientes y  decidió ir caminando bajo el agua hasta la feria.
Caminaba con su paraguas: ¡Hacía tantos años que no tenía uno! No había comprado uno desde que tenía memoria. Ahora que lo pensaba nunca lo había hecho. Siempre se lo prestaban o se mojaba sin más. Cuando conoció a Irene, la madre de ella, Martina, le prestaba uno negro, roto, de mango azul marino y le decía:
                -¿Cuándo vas a comprarte uno como la gente? ¡Tengo que darte este cachivache que apenas te cubre!
Y él salía de la casa feliz, porque no tenía frío y podía disfrutar de la lluvia, no como esas veces que se empapaba y sólo quería llegar a una casa y cambiarse la ropa mojada y los zapatos hechos un desastre.
Ahora que lo pensaba eran muchas cosas las que no se había comprado, y que resultaban necesarias. Por ejemplo: un mosquitero, matamosquitos, unos guantes de invierno, una bufanda, condones espermaticidas, crema para las manos, desodorante, un rallador, una frutera…  Toda una lista. En todos los casos buscaba reemplazantes: la palma de la mano, los bolsillos de un saco, subirse la solapa del saco, eyacular afuera, ajarse las manos, colonia, usar un cuchillo, usar un bol… Es decir, su vida podía resolverse por izquierda, siempre. No era un hombre poco honesto, aunque tampoco completamente honesto. No era mentiroso, pero no decía siempre la verdad. Él era partidario de los términos medios. Consideraba que para la vida sólo había grises: cuando se entra en los blancos o negros no se hace más que blasfemar. Así pensaba él.
Ya  en avenida Pueyrredón la lluvia se hacía más pesada: el agua caía a borbotones. Pero, bajo su paraguas rosado, todo era paradisíaco: tenía un buen tapado y el agua apenas lo mojaba superficialmente, así que todo iba perfecto.
Irene aún no sabía sobre la compra: cuando volviera a la casa la sorprendería con un paraguas rosado con flores, bellísimo, elegante y de buena calidad. Él sabía  el  placer que ella sentiría, una de sus demandas cumplidas al fin.
Recordaba: cuando la conoció a Irene era un día de garúa. Ella salía de la facultad y él la esperaba bajo el techo de la estación de colectivos. Recordaba que mientras ella descendía la escalinata, al tiempo que caminaba, iba abriendo la cola de pavo real: un paraguas de hermosos colores y motivos que no la ayudarían en nada con la garúa en sesgo. Él le sonreía y le hacía gestos para que fuera lento y no se cayera por la humedad de las calles. Eran tiempos felices. Ella estudiaba y él apenas comenzaba la vida de trabajador adulto. Había conseguido un puesto en un juzgado, gracias a un amigo conocido de la facultad de derecho. Claro, en esos años él imaginaba que iba a llegar a ser un gran abogado y que solucionaría los grandes problemas del mundo. Quién diría que terminaría por trabajar de secretario en un estudio jurídico de por vida. En realidad, podría decirse: cadete. En fin, a él esto ya no le importaba, porque a pesar de que lo explotaban, a pesar de que no había llegado nunca a un título universitario, a pesar de la semana de estrés y cansancio, él podía ir a pasear a una feria los fines de semana y, hoy, más con un paraguas lleno de flores.
Cuando comenzó a trabajar, le dijeron: para secretario. Luego, podrías hacer esto, aquello. Se transformó en un trabajo de cadete. Era una máscara lo de secretario. Le habían mentido. Ni hablar cuando tenía que irse del microcentro hasta el bajo en esa bicicleta de mierda que le habían dado. En especial cuando llovía: aunque hubiera tenido paraguas, con la bicicleta se le hubiese hecho imposible: manejar y sostener un paraguas era muy difícil, a menos que hubiera sido acróbata. Y no lo era, aunque siempre se vio tentado a comenzar clown o circo.
En realidad, ese día era sábado y él lo único que quería era probar comprar esas cosas que nunca compraba y siempre sustituía por otras que pudieran cumplir una función análoga.
En la feria, con el paraguas en mano, compró una bufanda de alpaca, muy bonita, del norte. Se la puso con elegancia.
Debería comprar algunas cosas más, se dijo. Tal vez un bazar cerca de la feria le vendría bien. La lluvia amainaba y él sintió cierta tristeza, porque el perímetro que lo excedía  era un desastre, pero en lo que respectaba a él, resultaba seco y seguro y le daba gran placer.
Cayeron las últimas gotas. Cerró el paraguas con la gracia de Gene Kelly. Se sentía tranquilo, estable, feliz. Volvería a casa de Irene con regalos de bazar y ella se sorprendería a lo grande. Él sabía que había algo en su conducta que había cambiado: tomar lo dispensable por indispensable.
Tal vez, debería cambiar de trabajo. Uno de secretario, sin vueltas. Miró al cielo:

-Ya no me mojo-dijo, y se sonrió.

viernes, 13 de junio de 2014

Sin atajo, un cuento de Juan Carlos Pedot, junio de 2014

         SIN ATAJO

         Al  Tata y al Moncho les apareció el siguiente “trabajo”. El dato se los había tirado un tío abuelo del Moncho, retirado del oficio. Los dos amigos compinches planificaban con cierto rigor y meticulosidad, aun  la operación más sencilla en la que se metieran. Entraban en esa dinámica de los ansiosos e imperceptiblemente se alejaban de lo cotidiano.
Pero, entre intercalados periodos de inactividad, se dejaban ver. Con no más de 30 años, afloraba en ellos esa adhesión a la norma, que emparenta a todos los ciudadanos. Se comportaban entonces como seres comunes, apacibles. En esos recreos, se los veía preocupados  por atender los afectos, satisfacer a su compañera, comprarles juguetes a los chicos, andar prolijamente vestidos con la ropa a la última moda, con las zapatillas más caras. No se perdían  el shopping, después ver  la película de la semana, pasar por los juegos con los chicos y rematar  ese paseo- cuando el dinero no les era esquivo- en el  patio de comidas. Ya para cierre, vuelta feliz a casa.
Moncho tenía dos hijos varones, de 2 y 3 tres años, con la Carolina. El Tata vivía con sus padres.  El Tata y El Moncho parecían seres autónomos, libres. Cosa de no creer, se permitían preguntarse si algún día tendrían la fuerza de salir de la encerrona. A la droga, sombra oscura, que  los había sumergido y extraviado hacía tiempo, la tenían controlada. Robaban porque no sabían hacer otra cosa y, cuando estaban adentro- de vacaciones, como decían ellos -, nunca intentaban labor alguna. La reglamentación  y las formas autoritarias que les impartían en esos  oficios del encierro les causaban un rechazo visceral.
          El Tata le había prometido a la madre querida que nunca más lo iría a visitar a la cárcel; que se alejaría de todo, pero necesitaba un tiempo, por no decir un buen golpe. La idea fija era ser respetado en el ambiente. El solo se daba carpeta. Al Moncho sus seres cercanos intentaron apartarlo con recriminaciones y consejos.  Su familia, sus hijos, le tiraban….
         En vísperas de cualquier “trabajo” y  durante un tiempo después de algún robo,  un raro estado de ansiedad o  miedo los transformaba.  A partir de que se hacían cargo de lo que proyectaban, el Tata y el Moncho se deslizaban con sumo sigilo y delicadeza, parecían felinos que interpretaran una suave música. Desaparecían de las reuniones familiares, andaban como  distraídos, pero en  esos estados la imaginación caminaba urgente.
          Hacía tiempo no les caía nada. Estaban con los últimos mangos de la reducción  del “trabajo” anterior, cuando habían reventado una casa, mientras los dueños  veraneaban. Fue fácil. Rápidamente pudieron ubicar lo producido. Los revendedores tienen una gran demanda de tablets, celulares, notebooks. Hasta los clientes canas se volvían  locos, como chicos, con esos chiches electrónicos. Los canas eran, entonces, a veces clientes y a veces patrones, sobre todo, cuando los presionaban y hasta los obligaban  a “laburar” como mano de obra esclava.
         Las Wifi y las Notebooks se venden igual que pan caliente. Ni siquiera son necesarios los intermediarios con esos juguetes. El robo de las casas deshabitadas es plata dulce, solo hay que hacer una tarea previa- junar  los movimientos de la familia - y rinde como lo mejor.

         El punto era una nueva fábrica de zapatillas de unos paraguayos que la estaban levantando con pala, en Lomas de Zamora. El estudio previo aseguraba la cosa. La fábrica no tenía custodia. Irían armados por la dudas. Habían aprendido- a fuerza de comerse algún que otro garrón- a no tirar al pedo. Así que en lo posible el fierro era para asustar e inmovilizar a la víctima, fuere quien fuere,...y apurar el trámite. Eran tan precavidos que al Gato, un pibe descontrolado, le dieron un arma trucha. En un arrebato  a un camión repartidor, tiempo atrás, el pibe se mandó una cagada y no murió nadie de pura casualidad. Porque, a la menor tensión, el Gato soltaba las balas sin ton ni son. Dado este lábil carácter, el Tata y el Moncho esquivaban su colaboración o lo engañaban con el bufo trucho.

         Cayeron a la fábrica el lunes, a las 11 de la mañana. Al Gato lo dejaron afuera, de campana. El propietario llegaba siempre a las 12,12.30. Sin problemas inmovilizaron a los oficinistas de adelante y entraron al tradicional grito de “esto es un asalto”. Moncho tenía una voz potente de mandamás, así que no hubo ninguna resistencia. El Gerente, un tipo de unos 45 años, en ese momento estaba en el patio, en busca de una mejor señal para su celular. Hablaba con el dueño, le pedía más materia prima para las suelas. ”En estos momentos nos están asaltando”, le espetó al dueño y cortó. Cuando el Moncho y el Tata se iban con 150 lucas, tranquilísimos, se encontraron toda la manzana rodeada por la Bonaerense. Ellos ya la conocían, así que se entregaron sin resistir. El Gato tampoco zafó, fue el primero en caer.
 En el expediente, claro, figuraban otras armas, la Bonaerense es insaciable. El abogado les dio mucha tranquilidad, pronto andarían por la calle, las pruebas estaban contaminadas y  resultaban confusas. El Tata y el Moncho le creyeron porque  el boga les hizo precio. Seguro, más tarde que temprano, saldrían bajo fianza, se reunirían en la calle con la barra,  chuparían unas cervezas, se darían algunos toques para festejar.   
           El Tata está más grande y el Moncho tiene dos pibes. El tiempo, como la Bonaerense, es insaciable.  

miércoles, 11 de junio de 2014

Ensayo sobre la poesía de MIguel Ángel Bustos, junio de 2014, por Viviana García

MIGUEL ÁNGEL BUSTOS                   

Escribe mientras sea posible. Escribe cuando sea imposible. Ama el silencio.”

La poesía de Bustos,  de ida y vuelta recorre su sueño quebrado, se levanta y marcha de su frente para construir una ruda muralla de niños. Luego vuelve, “joven enamorado del agua”, abraza y besa a su corazón clavado en su cuerpo desnudo. Así también las espumas de luz y sombra lo hacen  “volar sobre el llanto” para llegar riendo hasta otras manos que, a su vez, amordazan sus besos y se alejan. Así el poeta muerde la vida y no le cansa la muerte. Lo inalcanzable opera como un paliativo de la muerte, como un objeto deseado que se pellizca apenas,  se puede rozar solo con la punta de los dedos, porque cuando está cerca, se aleja y luego vuelve a acercarse, transformado.

En los Fragmentos Fantásticos tienen lugar otras quimeras: “es el grito del espíritu que me posee”, “ángeles que pudieron existir”, “la puerta del sueño”, el tiempo como utopía de la sangre o la muerte como un sueño, sin perder el doble juego del oxímoron que no acaba nunca, aún después de la muerte. Así, despertaremos del sueño de la muerte “en el reino alucinante”, o una mujer amará nuevamente con el mismo amor que tenía por quien “anda en el Reino de los Muertos”. Lo eterno aparece en “la voz de las estrellas”, en el canto guardado de los  pájaros, en “la alucinada memoria”. Y también es negado en el olvido que nace con la muerte de su padre o en la pregunta: “¿Qué seré yo en cien años, sino una bocanada entre tablas y olvido?

Dios es una fuerza poderosa y, en cierto modo, amenazante. Desde el Dios que se gasta a fuerza de rezos, hasta la invocación casi violenta de la concepción de María en el fragmento 45, o la referencia clara de la comunión como salvación y espanto. Sin embargo, su fe se cuela en la idea del reino alucinante posterior a la muerte.

Arreglo con Frutas e instrumentos de viento celebra el amor físico que ya había convocado con el “mar de tu vientre, infierno de tu sexo”, pero nunca con imágenes de tanta belleza: “hasta cuándo serán naranjos las calles... pulpa de tu tremenda boca... apaga lamento de bronce y hierro.. ahí voy lava tu cuerpo...”. La mujer es una presencia casi constante: la madre, la virgen, la luz de la luna (y su sombra), “Ella, Ella y ausente la siento”, como una presencia constante.


Leídos hoy, varios fragmentos parecen anticipar el país que unos años después estaría en llamas: “un país de mármol con ríos de leche” en el que una “luz como sangre” llena las cosas y las almas, mueren cabezas dentro de cestos y el puñal despide “olor a vísceras y espanto”. Nuevamente el cuchillo, el instrumento punzante, aparece en Casa De Silencio ligado a un niño, donde se entrelazan carne y hierro para provocar un cataclismo en el que la tierra alza al mar. La idea del niño como vehículo del mal, o simplemente, de la violencia, también aparece en el fragmento 21, en ese “aquelarre de niños vengativos”. En Luna de Herodes, inmóviles policías sujetan perros de boca en piedra y lo perseguirán por milenios. Hoy, su “velorio de estupor” se abre paso en el “vientre del tiempo” y resuena en mi cabeza como un anuncio de su desaparición.

viernes, 6 de junio de 2014

Breves relatos para tirar al techo, junio de 2014

                Roberto Aguilar:

                                                Las breves eternidades

  Amigo te escribo urgente esta cartita:
                                                                Mañana puede que camine por la cornisa de la ventana. El pequeño valor que me falta tal vez lo obtenga con esta taza de café y la píldora con los colores del arco iris. Quizás resulte y este dolor terrible acabe. Quiero conocer el otro lado del edificio. Aquí nunca sabremos qué hacer con el cuerpo que nos reste. En mi país descubrieron la pastilla de la vida eterna, sin embargo dijeron que la de la eterna juventud es imposible formularla.
                                                 Te quiero. Siempre te quise mucho.
                                                                                                           Prometeo


                                                         El rabo
       Estaba en la calle. Para él el mundo no tenía tiempo, sólo un infinito espacio. Jugaba con su corto rabo de aquí para allá. Daba un montón de vueltas y de golpe se detenía. Lo miraba y nunca lo alcanzaba. Por un momento se mareó. Escuchó a lo lejos el ulular de una sirena. ¿Sería la poli?, ¿una ambulancia?, ¿los bomberos? De pronto, la argolla retraída de la punta de una soga de acero le apretó el cuello. Entonces, alguien lo agarró por la cola, lo levantó en el aire y lo tiró entre rejas con otros amigos y enemigos de diferentes tamaños. Volvía.
‘Sí, claro, a partir desea vez me hice hombre. Sentí un gran dolor en las sienes, sobre todo, en el cuerpo que a fuerza de latigazos comenzó a pensar: primero para atrás, después para adelante y más tarde hacia mis costados’.



                                                          Con sueño real

      Le apretaban su garganta dos manos de mujer. No sabía si era niño, viejo o joven. Sintió un dolor inmensurable en el corazón. Escuchó a lo lejos, entre la noche, el fuego de un revólver en los suburbios de su barrio. El ruido irrumpió en su cuarto. Las manos de la mujer dejaron de acogotarlo. Ahora estaba de rodillas. La punta de un látigo pegaba sobre su espalda. Le comía toda la piel. Así  era mejor. Los tiros en la soledad de la calle se apagaban. El chasquido de la vara de goma le entró en los oídos hasta su corazón. Entonces gritó en el medio del sueño: ‘¡Hacelo con las manos ¡Hacelo con las manos!’ La mujer lo hizo. Cuando estaba por exhalar el último aliento, despertó sobre una canoa en el medio del mar. Sólo así comenzó a amarla, a soñarla para siempre. Pero la canoa tenía un agujero y se inclinaba sobre el agua. Miró hacia el horizonte a la espera de una luz en la noche. La imagen de la mujer se borró entre las olas. Nadie venía a rescatarlo. Aguardó, pero sólo por un instante:
      El primer tiro del ladrón le entró por el pecho y le hundió la espalda en el colchón. El segundo por la cabeza.



                                                           El duelo
       Las espadas chocaban. El ruido de los metales sonaba sobre el puente y su eco se perdía en el oscuro bosque. Los dos contrincantes peleaban por su honor, dignidad, coraje y demás yerbas. Usaban máscaras. Los animales escucharon los sonidos de la muerte. Husmearon en el aire y supieron que aquella no era su hora. Todavía no había llegado. Entonces, con tranquilidad y parsimonia, se escondieron uno por uno detrás de los árboles y rocas del río a mirar el duelo. De pronto, pasó sobre el cielo azul una gaviota venida del distante mar. Al instante, los espadachines se sacaron las máscaras, se miraron a los ojos lagrimosos  y se rieron con tal locura que los animales salieron de sus escondites. Cabezas con cabezas, fijaron sus vistas entre sí, gruñeron, gritaron, se chiflaron el moño y se despedazaron. Ya nada volvió a ser lo mismo. La gaviota les había cagado en los ojos. Fin de la contienda.
                                                            

      

                                                    La casa del sol naciente
      Vivo en una casa muy pobre. Soy amigo de las ratas, piojos, hormigas y pulgas. Entra el sol y el viento por todos los agujeros del techo y de la pared. Los ruidos pasan por los intersticios de la madera hasta mi cuarto. Inclusive de noche se escucha el sonido de las estrellas. Es la única casa de 150 años que subsiste en la metrópolis en condiciones originales, sin restauración alguna. L agente la odia, dicen que denigra a la ciudad de Buenos Aires. Así que los amigos del barrio encontraron la solución: La quemaron conmigo adentro.
     Después de varios años,  todo quedó en el recuerdo. Pero si alguno en de la multitud se olvida de sus sueños y hastiado de la vida quiere recuperarlos, a  viene a buscarlos a este lugar. Al lugar donde todo es posible e imposible a la vez. Sólo hace falta que se recueste sobre la hierba quemada. Luego vengo yo, le pongo la mano en la frente y lo ayudo a morir y a vivir en la casa del sol naciente.



                                                 La casa de las siete puertas


Después de un año, la prensa y la policía abandonaron el caso. Pero antes die-ron a conocer el texto de la esquela. Decía: ‘Te amo mucho. No soporto tu desprecio, tu indiferencia, la voz de tu adiós eterno. Antes de irme, te encontraré. Seré el sol desconocido. El azogue del espejo invertido de tu mundo. El sol que dará luz a la noche de la séptima puerta de tu casa. En la otra orilla, volverás a ser mortal.’ ‘Inmortal’ firmó la vieja tía, debajo del cuadro antes de enterrarlo.


Querido lector:
       Aborrezco tu presunción de erudito, desmitificador de imágenes  y palabras secas como las piedras muertas de tu camino. Odio todo lo que corta mis alas de águila y así  odio parecerme cada más a vos: un avestruz con la cabeza enterrada cien metros bajo tierra. No te quiero, lector. Te odio como todo lo que se ha amado antes del adiós. Sos piel cautiva en la libertad de tus ojos desorbitados entre  pestañas, sos boca cerrada como la de un pez en lo profundo del océano. Están tus cejas abiertas a tu cerrado entrecejo.  Te puedo degustar, lector, desde aquí, con mi lengua larga como víbora, en una casuela de maris- cos, en la revuelta lenta del cucharón de madera entre el dulce de leche preparado por mí. Te puedo tocar entre una coma y un punto como entre corcheas y blancas. Siempre estarás allí: Odiado y amado por la escritura, vivo pero muerto por algún espacio al otro renglón. Siempre serás lo blanco que debe llenarse con negro, el olvido que atesora la noche, la sombra de una piedra donde poder esculpir una pirámide. La cara visible que no se ve. Y, por sobre todas las cosas, son tus luces ignoradas (ni siquiera las puedo ver) por la misma piel de tu memoria seca, desplegada en el cuento, la novela, el relato y el poema sin la firma de ningún autor. No, no la quiero, no quiero los sellos como los querés vos. No te quiero, lector: sos el mentiroso agazapado que pide redención detrás de otro mentiroso. Te aborrezco como odio a la moral, a la cárcel, a las lagartijas de la buena educación. Es decir: con todo mi corazón. Pero te respeto cuando hacés un poquito de silencio en el medio de la lectura. Sólo entonces, como un par mío, un cielo invertido a la sombra de los caminos, un espacio sin fronteras donde la sangre fluye por tus dedos y los míos -darán vuelta la página hacia la próxima, sombreada por nuestras sonrisas-, sólo entonces, por un ratito de eternidad, podés ser mi amigo.  



                                                         Abecedario

       Había una vez un rincón limpio y ordenado en la vereda donde José podía aprender
a leer. Dormía de noche en un zaguán y de día preparaba la silla y la mesa al lado de un
almacén. Allí se ponía a deletrear las primeras lecciones del castellano. Quería salir del analfabetismo. Cuando dijo: a de amor, b de bueno, c de casa, d de duende, se le acercó Mefistófeles y le imploró: ‘Ven conmigo. Te daré las más lindas mujeres, los más ricos vinos, viajarás y tendrás mucho dinero’. Entonces él respondió: a de asesino, b de bolu- do, c de cagador, d de demonio. Se subió al asiento trasero de la Kawasaki de su nuevo amigo y se fue.    



                                                          Sobre el puente

      Su amor se había ido. La extrañaba día y noche. Por su culpa se había vuelto muy pobre. Unas veces pensaba que le había tendido una trampa y la maldecía por toda la eternidad. Otras veces recordaba: ‘Ella no era de estas tierras y con toda razón se sentía mal aquí, a disgusto, como una exiliada. Me alegro que haya cruzado el puente. La perdono, la perdono.’ Pero cuando las veces se hacían minutos y después segundos, sus decisiones de perdón y odio se entremezclaban s sin distinción. Un domingo nublado sin día y sin noche, cuando estaba a punto de enloquecer, vino una prostituta y se lo llevó. Sobre un puente, ella le dio su sexo. Él se sintió satisfecho de que el infierno entonces fuera artificial y no real como antes. Podía entonces él decir adiós a la nueva mujer y sin costo alguno. Pero al final del puente, la puta lo hizo desaparecer del aire, del mundo, con un sólo golpe de sus brazos. El desamorado cayó al agua junto al grueso salivazo de una boca roja.   




                                                                Traición

            Antes del sueño

       -¿Mamá, estás ahí?
       -Síii, m’hijo. Aquí estoy.
       -Con Dios me acuesto, con Dios me levanto, la virgen María y el espíritu Santo.
       - Que así sea, m’hijo. Dormí tranquilo

           Durante el sueño

        -¿Papá, estás ahí?
        - Sí, m’hijo. Aquí estoy.
        -Satán, rey de los cautivos: te pido el fuego, la tempestad, la lujuria y la locura por   
         siempre, mi Señor.      
         -Que así sea, m’hijo. Soñá tranquilo.




                                                        Streap tease


      Cuando Tso-Se se enteró que al otro día sus compatriotas la iban a ejecutar, se dirigió a la escollera. Desató los botones de su tapado y empezó a correr con sus altos tacos rosas hacia la punta de la gran roca Mo. El frío era tal que cuando escupió al viento, el gargajo se hizo piedra. Su cuerpo tomó calor en la corrida. Al llegar a la punta balanceó sus caderas y, como si una multitud de gente sentada sobre las olas del mar la hubiera estado viendo, se sacó el abrigo y en forma lenta su corpiño mientras el viento la envolvía como una larga víbora roja del amanecer. El torbellino abrió sus fauces y la picó en su sexo volado de pendejos negros. Tso-Se se calentó más y continuó con el ritmo pausado de su baile de piernas flacas y desnudas. Agachada, los brazos largos tocaron sus rodillas. Su culo endemoniado y redondo, por donde se enroscaba y meneaba la víbora de aire al son del rugido de las olas, pegó contra la escollera. Poco a poco sus pies blancos se acercaron juntitos al vacío. Se balancearon entre la roca y la caída de la corriente. Pero tan grande fue la fiesta del mal tiempo, del rocío del mar en Zig-zag por sus tetas como gaviotas rosadas, que  el viento de música salvaje la voló por el cielo hasta tierra firme. Tso-Se cayó  frente al primer tanque de guerra de la Corea del Norte. Cayó parada, tan parada como las pijas de los soldados amarillos que detuvieron por un momento sus decenas de carros de acero ante la vista fantasmal de la prostituta. De cara al sol naciente, de cara al resplandor de los metales, ella contorneó por última vez su cintura de odalisca del aire en defensa de su amada Corea del Sur.



                                                           

                 Víctor Dupont:

HERMENÉUTICA
 

            La nota de un Memorioso Revisionista dice, al pie del papiro: “Versiones más blasfemas, aunque apócrifas, sentencian que el eructo fue de algún Gigante o Cíclope goloso de dentro del volcán. Sin olvidar el detalle de las carcajadas de fuego de Hefesto, que andaba divirtiéndose en su morada con el espectáculo de un sabio en llamas.”
Empédocles ardió, ardió cruelmente. Él, que dijo “Amor reúne, Discordia separa”. Él, que prometió volver y ser millones.  
Al observar el calzado intacto y sabio, los hombres dijeron:
El volcán del Etna erutó´ la sandalia del filósofo.



Luisa Lucchetta:

DEDO DEL MEDIO


“Levantate que llegás tarde, estudiá, tenés que levantar un montón de notas, te anoté en un curso de carpintería,¡cómo que ya no vas a taekwondo!, vago, ¡llegá a horario al psicólogo, alguna vez!, ¡No le contestes así a tu madre!, hoy tenés inglés, bañate, no seas sucio, ¿ otra vez te manchaste la remera con salsa?, tenés que terminar la secundaria, no veo la hora que empieces a laburar, ¿ya rompiste las zapatillas?, el hijo de Porota, la peluquera, es abanderado otra vez, ¡Qué bien le salió el hijo!, volvé temprano, ¡de nuevo, plata , te di ayer!, ¡contestá el celular, por Dios! 
Dibujó su nombre, tan grande como el murallón, celeste, rosa, cromo, iluminado con estrellas blancas, lo contorneó con negro.
            El policía, a su vez, dibujó los moretones.
Durmió en el correcional, junto a algunos rateros y un par de homicidas, recién estrenados.
                Sus padres están libres, o eso creen.


Norma Francomano:

 LA GRIETA
La grieta, entre el tren y el andén, está llena de seres y objetos diversos, acumulados. Se acompañan en medio de la tierra, el hollín y la grasa. Los envoltorios de golosinas ponen la  nota de color, el sonido crujiente, que invita. Allí, parado en el borde, el poeta se pregunta: ¿ser o no ser? Una mano lo sujeta. La turba lo empuja hacia dentro del coche. Él escribe luego su obvio poema. “Al filo de la…, no, Al borde del…no, Entre la vida y la …no, Sinfonía inconcl…” sugieren, alborotados, los habitantes de la grieta.


lunes, 2 de junio de 2014

Una mancha, bello cuento de Cecilia Illia, junio de 2014

Una mancha
Por suerte el sol comienza a asomarse, sus rayos tenues apagan las estrellas una a una. Sonríe al imaginarlo como una especie de farolero celeste, brazos extendidos, exhalaciones fogosas hacia cada punto luminoso. Esta vez, a diferencia de los días anteriores poblados de algodón, no hay nubes a la vista. El cielo, diáfano, muestra destellos rojizos; apenas algunos hilos de bruma, retoques agrisados, casi restos de la noche. No le preocupa la predicción de calor, para cuando el sol apriete habrá terminado su tarea. Por ahora, agradece algo de calidez. Se esfuerza en no tiritar, si bien no hace frío, la humedad matinal hace que la ropa se empaste un poco y no cumpla su función.
El disgusto acicatea su garganta, con una notable lentitud sorbe por una pajita tragos de agua bastante fresca pese al tiempo transcurrido. Nadie acudió a la cita. Es cierto que todavía no amaneció, aún hay esperanzas; de todos modos siente a la amargura invadir su cuerpo, desea tanto que se produzca el encuentro.
La brisa mueve los altos pastos en los que está sentado, llegan a taparlo casi del todo, parece una mancha amarronada. No sabe si debería mecerse al compás del viento. Ha intentado estilizarse como una brizna, lograr su plasticidad, hacerse verde claro.  
Nadie acudió a la cita. Es la tercera noche que permanece a la espera. Bañó su cuerpo en repelente de insectos, se instaló con una buena provisión de agua –aunque la administró para no tener urgencias que lo distrajeran de su tarea-, su cámara nocturna, su libreta de notas. ¿Será que eligió un mal lugar? Está cerca de una laguna en un pastizal extenso. La clave es lograr disolverse en el ambiente, transformarse en una gota de rocío, en uno de los tantos insectos que zumban laboriosos, en un grano de tierra rojiza.
Lo más difícil es quedarse quieto. Tuvo que tomar unas clases de meditación. Al principio le picaba el cuerpo, se le entumecían las piernas. No aguantaba más de una hora. Pero todo fuera por ese momento magnífico. Cada vez que recuerda alguno se estremece. Le sucedió aquella vez que un grupo de delfines lo sorprendió cerca de Puerto Pirámide. Primero lo vio el que manejaba la lancha, le dijo: “¡Delfines a la derecha!”. En un segundo se tiró al mar, veía y, sobre todo, sentía a la vida que pasaba como una tromba marina; decenas de delfines nadaban en círculos a su alrededor. Él era un concurrente privilegiado. Un instante íntimo con la vida más allá de los humanos.
Pero en la tierra no suceden esos encuentros casuales, para lograrlos hay que ser muy pacientes.
El sol avanzó un poco, ahora los destellos son amarillentos. Apenas la punta del círculo dorado asoma por el horizonte. Los pájaros empiezan a poblar el aire con cantos, gritos y chillidos. Sin embargo, los pájaros no se ocultan, protegidos por su capacidad de volar no temen a los hombres. Él busca seres discretos, reservados, esos seres que se ocultan de la mirada humana y le traen noticias de un mundo misterioso.
Hace ya un tiempo siente deseos de orinar. Si cede a su necesidad toda la espera habrá sido en vano. Sólo debe aguantar una hora más. Para acceder a un momento único hay que pagar su precio. Además, si logra sacar una buena foto, podría ver cómo publicarla. Aunque no es eso lo que más le importa, eso ya pertenece al mundo de los humanos y sus vanas pretensiones.
Una liebre pasa a la carrera a un par de metros de su escondite. No le genera mucha expectativa. Las liebres son solitarias, difícil que un predador se presente. Sin embargo, la ve detenerse cerca del tronco de un árbol, uno de los pocos que lo rodean, parece asustada. ¿Se le dará? Aguza todos sus sentidos, deja los músculos tensos e inmóviles, siente cómo punza su esfínter, cómo cabalga su corazón. La cámara preparada en su trípode, con el diafragma listo para atrapar la magia. La liebre retoma la carrera. Los pájaros cantan, chillan y trinan. La decepción lo golpea con una ola agria, el deseo de orinar le hace doler, el corazón vuelca su carga envenenada. Todavía le queda una media hora. Debe insistir.
Debe insistir.
Al menos su estructura es pequeña. No muy alto, delgado, bastante ágil. Esos rasgos le sirven para la ocasión. Aunque no sabe dónde ubicarse en la cadena vital. Allí, escondido entre la hierba alta, al acecho, parece un predador. Listo para el ataque, con paciencia, sentidos agudos pendientes del momento en que podrá apresar, ¿qué cosa? ¿Qué es lo que busca apresar? En realidad, experimentar, ¿qué busca experimentar?
Presa de su anhelo, ansioso y dolorido, allí, escondido entre la maleza, ¿qué busca?
Nueva alerta. Un par de carpinchos se acercan por la izquierda en paso resuelto hacia la laguna. Sus trancos rápidos se detienen, parecen conversar, retoman la marcha. Cuando están a dos metros de la costa lo distingue, apenas una mancha parda en el pastizal. Sus movimientos tan sigilosos como los de él, que gatilla la cámara una y otra vez con la loca idea de poder atraparlo. Ve a los carpinchos a punto de sumergirse, ve la mancha parda aún sigilosa. Va a perderlo. Tiene que saltar. Continúa con las fotos, el próximo segundo puede ser el decisivo. Los carpinchos ya se adentraron en la laguna. Todavía podría saltar. Vamos.
La mancha parda se difuminó en la mañana soleada. Se levanta presuroso. Todavía podría atrapar alguna huella. Aunque sea la marca de su paso secreto.  


Dan ganas de llorar y no es tango, un relato de Juan Carlos Pedot, junio de 2014

Dan ganas de llorar y no es tango.

         El Nacho era un tipo indómito, no le gustaban  las reglas. De haber nacido  100 años atrás, hubiera sido  orejano, como  la milonga de Atahualpa. Era simpático, dicharachero, algunos hoy no vacilarían en aplicarle este título de moda: ¡Qué jugador!
         Cuando ganó a la lotería, se compró el tan ansiado Torino, se sentía  realizado, tocaba el cielo con las manos, como si el Torino hubiese tenido alas. Salía  acompañado, por alguna circunstancial enamorada, a recorrer las rutas de la provincia de Buenos Aires con su flamante vehículo de llamativo rojo metalizado. Iba por la 29, a veces  por la 8 o la 9. Le gustaba la campiña, a pesar de ser un underground  que vivía de noche, se movía cómodo en  los suburbios de la ciudad, entre las callejuelas empedradas del antiguo SanTelmo. Para él era él barrio-dormitorio-: después de las trasnochadas,  sin pensar y cuasi soñoliento, recalaba en el viejo barrio de las viejas casas coloniales. Dormía hasta tarde, pues el sol- según él- verdaderamente lo dañaba. Los mozos de los bares que lo conocían, amistosamente le decían
-      Basta, Nacho, nos queremos ir.

Cansado y medio encurdelado, se retiraba casi siempre solo, pues eran muy escasos  quienes  le podían seguir  tanto despliegue de vitalidad: cantar, bailar, tomar hasta cansarse, mantenerse lúcido y en pie.
   
         Cuando los muchachos de Mariano Acosta lo invitaron un sábado a la noche a un asado, no consiguió quién lo acompañara. ¡Cuánto hacía que no se juntaba con la barra de Mariano Acosta! Jugaban al truco, conversaban de tiempos idos, de alguna hazaña, siempre agrandada por  esa  minoría nostálgica que, como un máquina fotográfica, se disparaba en una especie de zoom automático, agrandando  las anécdotas  ciertas o inventadas. Así, entre relatos varias veces repetidos, transcurrían en esas veladas aburridas  pero cálidas al fin.

          A la tardecita partió hacia  provincia por Rivadavia, esperaba encontrar algún conocido que lo siguiera a la visita. En Marcos Paz, al doblar para tomar la ruta 7, una muchacha le hizo dedo. Él era gentil con las mujeres, al viejo estilo, y paró para levantarla. La piba tendría unos 26 años: toda una mujer en todas sus formas.
-¿Vas para Mariano Acosta?- Preguntó el Nacho, en un tono amigable- ¿No es un poco tarde, para una chica sola?-   Acotó
Inmediatamente, la piba sacó un revólver 
-      Esto es un asalto, seguí  en la misma dirección y  por ahora no te detengas.
 Los compinches estarían en el cruce de la 297.  Nacho no llevaba mucha plata, solo para bancar la partida de naipe: se juega fuerte, pero jamás se busca  empobrecer a nadie.  Sólo le preocupaba su Torino, tanto tiempo esperándolo...el  mundo se le había ensanchado  con ese coche.
 Mientras viajaban, la chica miraba hacia la derecha, alguien -supuestamente- la esperaba. Nacho, rápido de reflejos y en un momento de distracción, le arrebató el revólver y le apuntó a  las costillas.
         -Ahora yo soy en que tiene la batuta- le dijo el Nacho y le empujó el arma en el cuerpo por si no advertía la nueva situación.
-No me entregue a la policía, señor.
 -¿Vos sabes cómo se paga esto, no?
- Sí, señor, no me haga daño.
El Nacho salió de la ruta, tomó la colectora y entró en el telo “Los Recién Enamorados”. Él no nunca había pagado por sexo, no es necesario aclarar que tampoco había cobrado, aunque en alguna oportunidad le habían ofrecido. Entendía al sexo como una cosa natural, rayana en una necesidad fisiológica, sin mayores complicaciones mentales. También alguna vez se enamoró, siempre tenía mujeres a su disposición, era bien parecido, encarador y simpático... Nunca se vio a sí mismo compelido a violar, ninguna pulsión sicópata  lo perseguía,  justamente él que  sabía tener  simultáneamente dos o tres mujeres, con notable habilidad de conquista.
         Herido su machismo por el arrebato, además sorprendido por una mujer,  pensó en desquitarse a como viniera, sin demostrar una mínima tensión, parecía tranquilo. Con aguda frialdad, esperó el momento oportuno.  Como en una venganza y a modo de  una barata clase de moral le dijo:
-­  Tendrás que rebuscártelas de otra manera para conseguir dinero, esta forma te va a traer muchos problemas.   
Dejó el arma a un costado de él, lejos de la muchacha. Le pidió que se sacara la ropa e inmediatamente hizo lo mismo. Apreció la magia de una mujer en penumbra y, tiernamente, la besó y la acarició hasta llegar a encender esa energía sexual de una muchacha de 26. Frente a frente, en la intimidad de la habitación, eran simplemente dos personas con ganas de “castigarse” sexualmente, sin ningún tipo de formalismo, una necesidad carnal, de transar con  una persona de género opuesto. Fue un encuentro- equívoco de lugar y tiempo- en cierto modo desafortunado de dos almas solitarias que, en otras circunstancias, quizás en otro tipo de encuentro, se hubieran querido. El      Nacho liberó su escasa culpa machista cuando Natalia suspiró levemente y le dijo:
-      Estoy excitada.

         Hicieron dos veces  en amor y el Nacho se fumó un pucho y  se quedó dormido. Natalia se vistió lentamente, mientras observaba a su ocasional enamorado. Ese sexo, accidental, presionado no fue tan malo. Dio vueltas por la habitación y agarró el arma. Giró para irse en el preciso momento que Nacho saltó de la cama, forcejearon por el arma y se disparó. Nacho rebotó herido de muerte sobre la cama. Cuando el camarero entró a la habitación,  encontró el cuerpo sangrante de Nacho. De su boca espumosa se oyó  balbucear:
-Qué pena, nunca un polvo me había traído  tan mala suerte, los muchachos y el Torino me están esperando, dan ganar de llorar...

Ni rastro de Natalia.