SIN ATAJO
Al Tata y al Moncho les apareció el siguiente
“trabajo”. El dato se los había tirado un tío abuelo del Moncho, retirado del
oficio. Los dos amigos compinches planificaban con cierto rigor y meticulosidad,
aun la operación más sencilla en la que se
metieran. Entraban en esa dinámica de los ansiosos e imperceptiblemente se
alejaban de lo cotidiano.
Pero, entre
intercalados periodos de inactividad, se dejaban ver. Con no más de 30 años,
afloraba en ellos esa adhesión a la norma, que emparenta a todos los
ciudadanos. Se comportaban entonces como seres comunes, apacibles. En esos
recreos, se los veía preocupados por
atender los afectos, satisfacer a su compañera, comprarles juguetes a los
chicos, andar prolijamente vestidos con la ropa a la última moda, con las
zapatillas más caras. No se perdían el
shopping, después ver la película de la
semana, pasar por los juegos con los chicos y rematar ese paseo- cuando el dinero no les era
esquivo- en el patio de comidas. Ya para
cierre, vuelta feliz a casa.
Moncho tenía
dos hijos varones, de 2 y 3 tres años, con la Carolina. El Tata vivía con sus
padres. El Tata y El Moncho parecían
seres autónomos, libres. Cosa de no creer, se permitían preguntarse si algún
día tendrían la fuerza de salir de la encerrona. A la droga, sombra oscura,
que los había sumergido y extraviado
hacía tiempo, la tenían controlada. Robaban porque no sabían hacer otra
cosa y, cuando estaban adentro- de vacaciones, como decían ellos -, nunca
intentaban labor alguna. La reglamentación
y las formas autoritarias que les impartían en esos oficios del encierro les causaban un rechazo
visceral.
El Tata le había prometido a la madre querida
que nunca más lo iría a visitar a la cárcel; que se alejaría de todo, pero
necesitaba un tiempo, por no decir un buen golpe. La idea fija era ser
respetado en el ambiente. El solo se daba carpeta. Al Moncho sus seres cercanos
intentaron apartarlo con recriminaciones y consejos. Su familia, sus hijos, le tiraban….
En
vísperas de cualquier “trabajo” y
durante un tiempo después de algún robo,
un raro estado de ansiedad o
miedo los transformaba. A partir
de que se hacían cargo de lo que proyectaban, el Tata y el Moncho se deslizaban
con sumo sigilo y delicadeza, parecían felinos que interpretaran una suave
música. Desaparecían de las reuniones familiares, andaban como distraídos, pero en esos estados la imaginación caminaba urgente.
Hacía tiempo no les caía nada. Estaban con los
últimos mangos de la reducción del
“trabajo” anterior, cuando habían reventado una casa, mientras los dueños veraneaban. Fue fácil. Rápidamente pudieron
ubicar lo producido. Los revendedores tienen una gran demanda de tablets,
celulares, notebooks. Hasta los clientes canas se volvían locos, como chicos, con esos chiches
electrónicos. Los canas eran, entonces, a veces clientes y a veces patrones,
sobre todo, cuando los presionaban y hasta los obligaban a “laburar” como mano de obra esclava.
Las
Wifi y las Notebooks se venden igual que pan caliente. Ni siquiera son
necesarios los intermediarios con esos juguetes. El robo de las casas
deshabitadas es plata dulce, solo hay que hacer una tarea previa- junar los movimientos de la familia - y rinde como
lo mejor.
El
punto era una nueva fábrica de zapatillas de unos paraguayos que la estaban
levantando con pala, en Lomas de Zamora. El estudio previo aseguraba la cosa.
La fábrica no tenía custodia. Irían armados por la dudas. Habían aprendido- a
fuerza de comerse algún que otro garrón- a no tirar al pedo. Así que en lo
posible el fierro era para asustar e inmovilizar a la víctima, fuere quien
fuere,...y apurar el trámite. Eran tan precavidos que al Gato, un pibe
descontrolado, le dieron un arma trucha. En un arrebato a un camión repartidor, tiempo atrás, el pibe
se mandó una cagada y no murió nadie de pura casualidad. Porque, a la menor
tensión, el Gato soltaba las balas sin ton ni son. Dado este lábil carácter, el
Tata y el Moncho esquivaban su colaboración o lo engañaban con el bufo trucho.
Cayeron
a la fábrica el lunes, a las 11 de la mañana. Al Gato lo dejaron afuera, de
campana. El propietario llegaba siempre a las 12,12.30. Sin problemas
inmovilizaron a los oficinistas de adelante y entraron al tradicional grito de
“esto es un asalto”. Moncho tenía una voz potente de mandamás, así que no hubo
ninguna resistencia. El Gerente, un tipo de unos 45 años, en ese momento estaba
en el patio, en busca de una mejor señal para su celular. Hablaba con el dueño,
le pedía más materia prima para las suelas. ”En estos momentos nos están
asaltando”, le espetó al dueño y cortó. Cuando el Moncho y el Tata se iban con
150 lucas, tranquilísimos, se encontraron toda la manzana rodeada por la
Bonaerense. Ellos ya la conocían, así que se entregaron sin resistir. El Gato
tampoco zafó, fue el primero en caer.
En el expediente,
claro, figuraban otras armas, la Bonaerense es insaciable. El abogado les dio
mucha tranquilidad, pronto andarían por la calle, las pruebas estaban contaminadas
y resultaban confusas. El Tata y el
Moncho le creyeron porque el boga les
hizo precio. Seguro, más tarde que temprano, saldrían bajo fianza, se reunirían
en la calle con la barra, chuparían unas
cervezas, se darían algunos toques para festejar.
El Tata está más grande
y el Moncho tiene dos pibes. El tiempo, como la Bonaerense, es insaciable.
Me atrapo la historia, pero parece que tenia una urgencia el escritor porque desvanece todo en un segundo, y termina
ResponderEliminarEs muy bueno el relato pero el final queda a medio camino.Falto el remate.
ResponderEliminarEs muy bueno el relato pero queda el final medio truncado
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