viernes, 13 de junio de 2014

Sin atajo, un cuento de Juan Carlos Pedot, junio de 2014

         SIN ATAJO

         Al  Tata y al Moncho les apareció el siguiente “trabajo”. El dato se los había tirado un tío abuelo del Moncho, retirado del oficio. Los dos amigos compinches planificaban con cierto rigor y meticulosidad, aun  la operación más sencilla en la que se metieran. Entraban en esa dinámica de los ansiosos e imperceptiblemente se alejaban de lo cotidiano.
Pero, entre intercalados periodos de inactividad, se dejaban ver. Con no más de 30 años, afloraba en ellos esa adhesión a la norma, que emparenta a todos los ciudadanos. Se comportaban entonces como seres comunes, apacibles. En esos recreos, se los veía preocupados  por atender los afectos, satisfacer a su compañera, comprarles juguetes a los chicos, andar prolijamente vestidos con la ropa a la última moda, con las zapatillas más caras. No se perdían  el shopping, después ver  la película de la semana, pasar por los juegos con los chicos y rematar  ese paseo- cuando el dinero no les era esquivo- en el  patio de comidas. Ya para cierre, vuelta feliz a casa.
Moncho tenía dos hijos varones, de 2 y 3 tres años, con la Carolina. El Tata vivía con sus padres.  El Tata y El Moncho parecían seres autónomos, libres. Cosa de no creer, se permitían preguntarse si algún día tendrían la fuerza de salir de la encerrona. A la droga, sombra oscura, que  los había sumergido y extraviado hacía tiempo, la tenían controlada. Robaban porque no sabían hacer otra cosa y, cuando estaban adentro- de vacaciones, como decían ellos -, nunca intentaban labor alguna. La reglamentación  y las formas autoritarias que les impartían en esos  oficios del encierro les causaban un rechazo visceral.
          El Tata le había prometido a la madre querida que nunca más lo iría a visitar a la cárcel; que se alejaría de todo, pero necesitaba un tiempo, por no decir un buen golpe. La idea fija era ser respetado en el ambiente. El solo se daba carpeta. Al Moncho sus seres cercanos intentaron apartarlo con recriminaciones y consejos.  Su familia, sus hijos, le tiraban….
         En vísperas de cualquier “trabajo” y  durante un tiempo después de algún robo,  un raro estado de ansiedad o  miedo los transformaba.  A partir de que se hacían cargo de lo que proyectaban, el Tata y el Moncho se deslizaban con sumo sigilo y delicadeza, parecían felinos que interpretaran una suave música. Desaparecían de las reuniones familiares, andaban como  distraídos, pero en  esos estados la imaginación caminaba urgente.
          Hacía tiempo no les caía nada. Estaban con los últimos mangos de la reducción  del “trabajo” anterior, cuando habían reventado una casa, mientras los dueños  veraneaban. Fue fácil. Rápidamente pudieron ubicar lo producido. Los revendedores tienen una gran demanda de tablets, celulares, notebooks. Hasta los clientes canas se volvían  locos, como chicos, con esos chiches electrónicos. Los canas eran, entonces, a veces clientes y a veces patrones, sobre todo, cuando los presionaban y hasta los obligaban  a “laburar” como mano de obra esclava.
         Las Wifi y las Notebooks se venden igual que pan caliente. Ni siquiera son necesarios los intermediarios con esos juguetes. El robo de las casas deshabitadas es plata dulce, solo hay que hacer una tarea previa- junar  los movimientos de la familia - y rinde como lo mejor.

         El punto era una nueva fábrica de zapatillas de unos paraguayos que la estaban levantando con pala, en Lomas de Zamora. El estudio previo aseguraba la cosa. La fábrica no tenía custodia. Irían armados por la dudas. Habían aprendido- a fuerza de comerse algún que otro garrón- a no tirar al pedo. Así que en lo posible el fierro era para asustar e inmovilizar a la víctima, fuere quien fuere,...y apurar el trámite. Eran tan precavidos que al Gato, un pibe descontrolado, le dieron un arma trucha. En un arrebato  a un camión repartidor, tiempo atrás, el pibe se mandó una cagada y no murió nadie de pura casualidad. Porque, a la menor tensión, el Gato soltaba las balas sin ton ni son. Dado este lábil carácter, el Tata y el Moncho esquivaban su colaboración o lo engañaban con el bufo trucho.

         Cayeron a la fábrica el lunes, a las 11 de la mañana. Al Gato lo dejaron afuera, de campana. El propietario llegaba siempre a las 12,12.30. Sin problemas inmovilizaron a los oficinistas de adelante y entraron al tradicional grito de “esto es un asalto”. Moncho tenía una voz potente de mandamás, así que no hubo ninguna resistencia. El Gerente, un tipo de unos 45 años, en ese momento estaba en el patio, en busca de una mejor señal para su celular. Hablaba con el dueño, le pedía más materia prima para las suelas. ”En estos momentos nos están asaltando”, le espetó al dueño y cortó. Cuando el Moncho y el Tata se iban con 150 lucas, tranquilísimos, se encontraron toda la manzana rodeada por la Bonaerense. Ellos ya la conocían, así que se entregaron sin resistir. El Gato tampoco zafó, fue el primero en caer.
 En el expediente, claro, figuraban otras armas, la Bonaerense es insaciable. El abogado les dio mucha tranquilidad, pronto andarían por la calle, las pruebas estaban contaminadas y  resultaban confusas. El Tata y el Moncho le creyeron porque  el boga les hizo precio. Seguro, más tarde que temprano, saldrían bajo fianza, se reunirían en la calle con la barra,  chuparían unas cervezas, se darían algunos toques para festejar.   
           El Tata está más grande y el Moncho tiene dos pibes. El tiempo, como la Bonaerense, es insaciable.  

3 comentarios:

  1. Me atrapo la historia, pero parece que tenia una urgencia el escritor porque desvanece todo en un segundo, y termina

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  2. Es muy bueno el relato pero el final queda a medio camino.Falto el remate.

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  3. Es muy bueno el relato pero queda el final medio truncado

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