martes, 24 de junio de 2014

Ya no me mojo, un cuento de Gaby Ramos, junio de 2014

Ya no me mojo
Hacía tres años que estaba en pareja con Irene. Se llevaban muy bien, compartían la cama con otros y otras cuando su amado no estaba cerca. No era una pareja muy convencional. Pero se llevaban tan bien que ninguno de los dos confesaba la existencia de terceros en la relación. Un día él le dijo a Irene que la amaba y, para demostrarle su confianza, quería que se acostaran con un hombre. Ella accedió y todo resultó un éxito: estuvieron tres meses completamente enamorados. Luego, notaron que algo no funcionaba bien, pero no tan mal como para terminar la relación y siguieron juntos.
Era sábado. Él había deseado que llegara el fin de la semana para ir a la feria, dar un paseo, comprar algunas cosas por capricho, ver la frondosidad de los árboles, la gente mullida en los caminos. Salió de su casa a las nueve de la mañana. A las nueve y quince se desató una terrible tormenta. Él no tenía paraguas. Caminó bajo los toldos hasta llegar al Abasto. Vio que había, entre la gente que corría y se refugiaba de la lluvia, un vendedor de paraguas con piloto, gritaba:
                -¡Usté, que no tiene con qué cubrirse, que siempre se le rompen los paragua’, compre uno bueno, que no le va a fallá!
Mario sintió que Dios estaba de su lado. Un paraguas con mango de madera, armadito, por sólo quince pesos. Lo compró. Era un paraguas grande, de calidad, con motivos florales, excelente para el paseo bajo la lluvia.  Mario siguió por la avenida Corrientes y  decidió ir caminando bajo el agua hasta la feria.
Caminaba con su paraguas: ¡Hacía tantos años que no tenía uno! No había comprado uno desde que tenía memoria. Ahora que lo pensaba nunca lo había hecho. Siempre se lo prestaban o se mojaba sin más. Cuando conoció a Irene, la madre de ella, Martina, le prestaba uno negro, roto, de mango azul marino y le decía:
                -¿Cuándo vas a comprarte uno como la gente? ¡Tengo que darte este cachivache que apenas te cubre!
Y él salía de la casa feliz, porque no tenía frío y podía disfrutar de la lluvia, no como esas veces que se empapaba y sólo quería llegar a una casa y cambiarse la ropa mojada y los zapatos hechos un desastre.
Ahora que lo pensaba eran muchas cosas las que no se había comprado, y que resultaban necesarias. Por ejemplo: un mosquitero, matamosquitos, unos guantes de invierno, una bufanda, condones espermaticidas, crema para las manos, desodorante, un rallador, una frutera…  Toda una lista. En todos los casos buscaba reemplazantes: la palma de la mano, los bolsillos de un saco, subirse la solapa del saco, eyacular afuera, ajarse las manos, colonia, usar un cuchillo, usar un bol… Es decir, su vida podía resolverse por izquierda, siempre. No era un hombre poco honesto, aunque tampoco completamente honesto. No era mentiroso, pero no decía siempre la verdad. Él era partidario de los términos medios. Consideraba que para la vida sólo había grises: cuando se entra en los blancos o negros no se hace más que blasfemar. Así pensaba él.
Ya  en avenida Pueyrredón la lluvia se hacía más pesada: el agua caía a borbotones. Pero, bajo su paraguas rosado, todo era paradisíaco: tenía un buen tapado y el agua apenas lo mojaba superficialmente, así que todo iba perfecto.
Irene aún no sabía sobre la compra: cuando volviera a la casa la sorprendería con un paraguas rosado con flores, bellísimo, elegante y de buena calidad. Él sabía  el  placer que ella sentiría, una de sus demandas cumplidas al fin.
Recordaba: cuando la conoció a Irene era un día de garúa. Ella salía de la facultad y él la esperaba bajo el techo de la estación de colectivos. Recordaba que mientras ella descendía la escalinata, al tiempo que caminaba, iba abriendo la cola de pavo real: un paraguas de hermosos colores y motivos que no la ayudarían en nada con la garúa en sesgo. Él le sonreía y le hacía gestos para que fuera lento y no se cayera por la humedad de las calles. Eran tiempos felices. Ella estudiaba y él apenas comenzaba la vida de trabajador adulto. Había conseguido un puesto en un juzgado, gracias a un amigo conocido de la facultad de derecho. Claro, en esos años él imaginaba que iba a llegar a ser un gran abogado y que solucionaría los grandes problemas del mundo. Quién diría que terminaría por trabajar de secretario en un estudio jurídico de por vida. En realidad, podría decirse: cadete. En fin, a él esto ya no le importaba, porque a pesar de que lo explotaban, a pesar de que no había llegado nunca a un título universitario, a pesar de la semana de estrés y cansancio, él podía ir a pasear a una feria los fines de semana y, hoy, más con un paraguas lleno de flores.
Cuando comenzó a trabajar, le dijeron: para secretario. Luego, podrías hacer esto, aquello. Se transformó en un trabajo de cadete. Era una máscara lo de secretario. Le habían mentido. Ni hablar cuando tenía que irse del microcentro hasta el bajo en esa bicicleta de mierda que le habían dado. En especial cuando llovía: aunque hubiera tenido paraguas, con la bicicleta se le hubiese hecho imposible: manejar y sostener un paraguas era muy difícil, a menos que hubiera sido acróbata. Y no lo era, aunque siempre se vio tentado a comenzar clown o circo.
En realidad, ese día era sábado y él lo único que quería era probar comprar esas cosas que nunca compraba y siempre sustituía por otras que pudieran cumplir una función análoga.
En la feria, con el paraguas en mano, compró una bufanda de alpaca, muy bonita, del norte. Se la puso con elegancia.
Debería comprar algunas cosas más, se dijo. Tal vez un bazar cerca de la feria le vendría bien. La lluvia amainaba y él sintió cierta tristeza, porque el perímetro que lo excedía  era un desastre, pero en lo que respectaba a él, resultaba seco y seguro y le daba gran placer.
Cayeron las últimas gotas. Cerró el paraguas con la gracia de Gene Kelly. Se sentía tranquilo, estable, feliz. Volvería a casa de Irene con regalos de bazar y ella se sorprendería a lo grande. Él sabía que había algo en su conducta que había cambiado: tomar lo dispensable por indispensable.
Tal vez, debería cambiar de trabajo. Uno de secretario, sin vueltas. Miró al cielo:

-Ya no me mojo-dijo, y se sonrió.

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