Ya no me mojo
Hacía tres años que estaba en pareja con Irene. Se llevaban muy
bien, compartían la cama con otros y otras cuando su amado no estaba cerca. No
era una pareja muy convencional. Pero se llevaban tan bien que ninguno de los
dos confesaba la existencia de terceros en la relación. Un día él le dijo a
Irene que la amaba y, para demostrarle su confianza, quería que se acostaran
con un hombre. Ella accedió y todo resultó un éxito: estuvieron tres meses
completamente enamorados. Luego, notaron que algo no funcionaba bien, pero no
tan mal como para terminar la relación y siguieron juntos.
Era sábado. Él había deseado que llegara el fin de la semana para ir
a la feria, dar un paseo, comprar algunas cosas por capricho, ver la
frondosidad de los árboles, la gente mullida en los caminos. Salió de su casa a
las nueve de la mañana. A las nueve y quince se desató una terrible tormenta.
Él no tenía paraguas. Caminó bajo los toldos hasta llegar al Abasto. Vio que
había, entre la gente que corría y se refugiaba de la lluvia, un vendedor de
paraguas con piloto, gritaba:
-¡Usté, que no
tiene con qué cubrirse, que siempre se le rompen los paragua’, compre uno
bueno, que no le va a fallá!
Mario sintió que Dios estaba de su lado. Un paraguas con mango de
madera, armadito, por sólo quince pesos. Lo compró. Era un paraguas grande, de
calidad, con motivos florales, excelente para el paseo bajo la lluvia. Mario siguió por la avenida Corrientes y decidió ir caminando bajo el agua hasta la
feria.
Caminaba con su paraguas: ¡Hacía tantos años que no tenía uno! No
había comprado uno desde que tenía memoria. Ahora que lo pensaba nunca lo había
hecho. Siempre se lo prestaban o se mojaba sin más. Cuando conoció a Irene, la
madre de ella, Martina, le prestaba uno negro, roto, de mango azul marino y le
decía:
-¿Cuándo vas a
comprarte uno como la gente? ¡Tengo que darte este cachivache que apenas te
cubre!
Y él salía de la casa feliz, porque no tenía frío y podía disfrutar
de la lluvia, no como esas veces que se empapaba y sólo quería llegar a una
casa y cambiarse la ropa mojada y los zapatos hechos un desastre.
Ahora que lo pensaba eran muchas cosas las que no se había comprado,
y que resultaban necesarias. Por ejemplo: un mosquitero, matamosquitos, unos
guantes de invierno, una bufanda, condones espermaticidas, crema para las
manos, desodorante, un rallador, una frutera…
Toda una lista. En todos los casos buscaba reemplazantes: la palma de la
mano, los bolsillos de un saco, subirse la solapa del saco, eyacular afuera,
ajarse las manos, colonia, usar un cuchillo, usar un bol… Es decir, su vida
podía resolverse por izquierda, siempre. No era un hombre poco honesto, aunque
tampoco completamente honesto. No era mentiroso, pero no decía siempre la
verdad. Él era partidario de los términos medios. Consideraba que para la vida
sólo había grises: cuando se entra en los blancos o negros no se hace más que
blasfemar. Así pensaba él.
Ya en avenida Pueyrredón la
lluvia se hacía más pesada: el agua caía a borbotones. Pero, bajo su paraguas rosado,
todo era paradisíaco: tenía un buen tapado y el agua apenas lo mojaba
superficialmente, así que todo iba perfecto.
Irene aún no sabía sobre la compra: cuando volviera a la casa la
sorprendería con un paraguas rosado con flores, bellísimo, elegante y de buena
calidad. Él sabía el placer que ella sentiría, una de sus demandas
cumplidas al fin.
Recordaba: cuando la conoció a Irene era un día de garúa. Ella salía
de la facultad y él la esperaba bajo el techo de la estación de colectivos.
Recordaba que mientras ella descendía la escalinata, al tiempo que caminaba,
iba abriendo la cola de pavo real: un paraguas de hermosos colores y motivos
que no la ayudarían en nada con la garúa en sesgo. Él le sonreía y le hacía
gestos para que fuera lento y no se cayera por la humedad de las calles. Eran
tiempos felices. Ella estudiaba y él apenas comenzaba la vida de trabajador
adulto. Había conseguido un puesto en un juzgado, gracias a un amigo conocido de
la facultad de derecho. Claro, en esos años él imaginaba que iba a llegar a ser
un gran abogado y que solucionaría los grandes problemas del mundo. Quién diría
que terminaría por trabajar de secretario en un estudio jurídico de por vida.
En realidad, podría decirse: cadete. En fin, a él esto ya no le importaba, porque
a pesar de que lo explotaban, a pesar de que no había llegado nunca a un título
universitario, a pesar de la semana de estrés y cansancio, él podía ir a pasear
a una feria los fines de semana y, hoy, más con un paraguas lleno de flores.
Cuando comenzó a trabajar, le dijeron: para secretario. Luego,
podrías hacer esto, aquello. Se transformó en un trabajo de cadete. Era una
máscara lo de secretario. Le habían mentido. Ni hablar cuando tenía que irse
del microcentro hasta el bajo en esa bicicleta de mierda que le habían dado. En
especial cuando llovía: aunque hubiera tenido paraguas, con la bicicleta se le
hubiese hecho imposible: manejar y sostener un paraguas era muy difícil, a
menos que hubiera sido acróbata. Y no lo era, aunque siempre se vio tentado a
comenzar clown o circo.
En realidad, ese día era sábado y él lo único que quería era probar
comprar esas cosas que nunca compraba y siempre sustituía por otras que
pudieran cumplir una función análoga.
En la feria, con el paraguas en mano, compró una bufanda de alpaca,
muy bonita, del norte. Se la puso con elegancia.
Debería comprar algunas cosas más, se dijo. Tal vez un bazar cerca
de la feria le vendría bien. La lluvia amainaba y él sintió cierta tristeza,
porque el perímetro que lo excedía era
un desastre, pero en lo que respectaba a él, resultaba seco y seguro y le daba
gran placer.
Cayeron las últimas gotas. Cerró el paraguas con la gracia de Gene
Kelly.
Se sentía tranquilo, estable, feliz. Volvería a casa de Irene con regalos de
bazar y ella se sorprendería a lo grande. Él sabía que había algo en su
conducta que había cambiado: tomar lo dispensable por indispensable.
Tal
vez, debería cambiar de trabajo. Uno de secretario, sin vueltas. Miró al cielo:
-Ya
no me mojo-dijo, y se sonrió.
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