CENIZAS
La
vio desde la vereda de enfrente, en la
entrada del edificio, con un cigarrillo entre los dedos de la mano derecha,
rígidos, ajenos a su cuerpo. La luz de
la recepción enmarcaba la silueta e impedía ver su rostro en la penumbra, aunque el contorno de la pelambre, enredada y
sucia, se destacaba. Recordó el tiempo
en el que el pelo le caía por la espalda en una caricia , cuando su cara, ahora
invisible, pero que presentía desencajada, mostraba una belleza perturbadora.
Vivieron juntos casi siete años. Durante ese tiempo se habían deslizado desde
lo más alto hasta la sima más profunda. El amor los asaltó y era un virus, lo vivieron con asombro, sin pensar en el día
siguiente. Miró los autos ir y venir, mientras ocultaban parcialmente la
silueta en la vereda de enfrente. Desde atrás del mostrador, lo sorprendió la
voz del carnicero:
-
¿Las milanesas las quiere preparadas?
-
Sí, sí... – despertaba de un sueño.
¿De
qué otra forma podría ser? No tenía demasiado tiempo para cocinar, entre el
trabajo, los dos chicos y todos los problemas que le traía esa silueta parada a
unos metros, del otro lado de la calle. Poco les había durado la felicidad,
apenas un par de años. Enseguida, sobre todo después del nacimiento del primer
hijo, ella había empezado a abandonarse. Discutían por eso y por muchas otras
cosas. Ella se volvió obsesiva, no quería que él se moviera de su lado ni para
ir al trabajo. Hacía largas escenas de celos cuando se demoraba unos minutos o
no le contestaba el celular. No parecía tener tiempo para otra cosa que jugar y
entretener al bebé. La casa siempre se veía como si hubiera pasado un huracán:
ropa por el piso, las camas deshechas, canillas abiertas, la comida sin hacer. Él
había tratado de cubrir todo eso, lo había negado con la ilusión de que hubiera
sido algo pasajero. Primero buscó una mucama para mantener un poco el orden. Después
del nacimiento del segundo hijo, fueron necesarias dos personas. Aun así, temía
llegar a su casa todas las noches, pensaba con qué calamidad se encontraría.
Podían estar los tres sentados en el
umbral porque ella se había olvidado la llave de la casa, o ella, tirada en el piso, rodeada de libros en
los que buscaba con desesperación algo
leído alguna vez, mientras los chicos daban vuelta todo, estaban sin
cambiarse o sin comer.
Pagó
y salió a la calle. Lo sorprendió la sirena de una ambulancia que pasaba justo
en ese momento por la puerta de su casa. Mientras cruzaba escuchó, no muy
lejos, el ruido de frenadas seguido del estruendo de un choque.
-
¿Qué hacés acá?
-
Vengo a ver a los chicos- contestó ella, mientras tiraba el cigarrillo, apenas
empezado. Parecía un alumno a quien descubren fumando en el baño de la escuela.
-
No.
-¿Cómo
que no? Son mis hijos, quiero verlos y no me lo podés impedir- arrastraba las
palabras. Su lengua se negaba a seguir el curso de sus pensamientos.
-
¿Te bañaste?- su voz sonaba ofensiva.
-
Sí- parecía no darse cuenta de la agresión.
-
¡Mentirosa! No hacés nada, como siempre. Se te pasan las horas sin pensar. ¿No
ves que hasta olés mal?
No
contestó. Entrecerró los ojos e inclinó la cabeza mientras lo miraba sin comprender.
-
¿No te mirás al espejo?- la hizo girar, con violencia, enfrentándola al vidrio
de la puerta- Mirate... - bajó la voz- ¿no ves esos pelos sucios, los dientes
sin lavar, los ojos lagañosos?
Miró,
obediente. No podía ver. La luz de la entrada, frente a ella, la
encegueció.
-
Los chicos... me esperan... les prometí... - balbuceó.
-
¿Qué les prometiste? Ni los chicos te creen- puso la llave en la cerradura y
pasó del otro lado. Ella quiso seguirlo y él no la dejó- Si los querés de
verdad, dejalos en paz.
Cerró
la puerta. Los ruidos de la calle se atenuaron. Caminó hacia el ascensor.
Cuando pasó el mostrador de vigilancia, giró y volvió a mirarla. Seguía de pie,
su figura, iluminada por la luz de la recepción. Los autos iban y venían, en la calle, detrás
de ella.
Había
encendido otro cigarrillo. Lo abrazaba con sus dedos, rígidos. Con descuido, sacudió la ceniza.
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