Marcelo estaba embobado y a la vez
totalmente inseguro. La esperaba los viernes a la tarde, a la salida de la
tienda donde trabajaba Silvia como empleada. Le parecía mentira haber ganado el
corazón de esa muchacha tan bella, portadora de unos ojos de un color indefinido entre el celeste y el
verde, rodeados de un bosque de pestañas arqueadas. Si sostenías la mirada, esos ojos te
subyugaban. Marcelo no estaba totalmente convencido de ese amor, no lo podía creer. Más, cuando las otras empleadas, compañeras
de Silvia, lo veían salir tomados del brazo
él se suponía que murmuraban ¿Qué le habrá visto a este tipo?
Ensimismados...
campantes... Ajenos a cruzar la acera, se alejaban rumbo al centro donde se
encuentran los cafés, las confiterías. A
dos cuadras doblaban por la av. Principal, como si el tiempo se hubiera
detenido, absortos caminaban mirando las vidrieras, lentamente la noche envolvía a la ciudad. El recuerdo más nítido es de cuando se alejaron por la peatonal y
recalaron en el barcito chiquito y coqueto frente a la plaza-parque
independencia. La vista atravesaba los cristales y se perdía entre los árboles.
A escasas cuadras, la pensión donde
alquilaban habitaciones a las parejas. Las piezas alquiladas daban a un patio lleno de plantas perfumadas.
Él se calificaba a sí mismo como un ganador de primera línea, más dudaba, más
se enamoraba. Silvia estaba acostumbrada a los halagos, eran naturales, nació
bella, la más linda de la primaria, igual en la secundaria y reina del carnaval del Distrito. El verso con ella no iba, no se
deleitaba con la zalamería barata. Justamente la conquistó en unos de esos
bailes que se hacen en el club la
Cieneguita de Panquehua donde ella fue la estrella de la noche.
Ella había correspondido a ese amor quizás al verlo
tan enamorado,
Le había echado el lente antes de que él la
registrara, fue en una cena en el círculo periodista, él estaba
acompañado.
Cinco
años de buen romance. Luego...se fueron a vivir juntos y allí empezó la
debacle.
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Esa
noche no lo esperó.
En el horno tenés un plato de ravioles- dijo Silvia,
cuando entró a la casa.
-Sabes
que los martes pasó por el Club- y él puso cara de nada.
-Es historia
vieja, ya me cansé.- y la piel le envejeció años en un instante.- Cenas en lo de tu madre, sin avisar. Nunca sé si
Doña Elvira está con los achaques, si son inventados por vos, por ella o por
los dos. A la “mama” nunca le caí simpática, bueno esa es otra, donde siempre
quedé pagando, ya tampoco importa.
- Sabés que el único que le da pelota a
la vieja soy yo- Como afligido
-Esto
no da para más, mañana me vuelvo a lo de mis padres, en este momento es el único lugar al que puedo
ir, ya lo discutimos, refutó Silvia.
A
la mañana Marcelo llamó a la oficina, se tomó el día por enfermedad. Si bien no
la podía retener, quería verla partir, quizás por última vez. La suerte estaba
echada, la rutina -según él- había consumido el amor. El destello se esfumó,
por esa puta costumbre que algunos hombres tenemos No más “a brillar, mi amor”.
La observó
calladamente vestirse con esa prolijidad sin apuro, sin tiempo que la
caracterizaba y que a él le molestaba.
Le
costó a Silvia salir con la valija, de la frustración, atropelló la mesa, el
portazo fue toda una contestación.
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