viernes, 24 de junio de 2011

ANTICIPOS DEL PRÓXIMO LIBRO DE CUENTOS DE VÍCTOR DUPONT

LOROGONÍA,  por Víctor Dupont

El loro piensa en un Dios que creó el Mundo. Un Dios con alas de loro, patas  de loro, pico de oro, plumaje divino. En los primeros instantes, el Dios Loro creó de la nada las galaxias, los astros, los planetas.
Y contempló su obra, extasiado.
De pronto, se le ocurrió animar las cosas. Es decir, realizar la gran puesta en escena de las estrellas.
La danza cósmica.
 Cada astro giró en perfectos círculos concéntricos. Aunque el Dios Loro pronto se aburrió. El ritmo del baile era lento; el andar de los planetas, tedioso. El movimiento circular dejaba a los planetas quietos, pese a su baile siempre monótono (ahí se dio el dilema de los primeros loros filósofos: ¿movimiento o inmovilidad del Mundo?). El Dios Loro, sin contradicción, hizo girar a sus astros en elipses. Y, a la vez, decretó que los planetas se fueran alejando cada vez más entre sí.
La danza, al cabo de los minutos, fue caótica.
El Dios Loro vio cómo su obra podía echarse a perder. Los planetas enloquecidos no eran buena señal. Tiró el plan para atrás y volvió a la vieja y aburrida idea del cosmos perfecto, inmóvil, hecho de cuerpos que giran en esferas concéntricas. En un par de segundos se le ocurrió una gran idea: crear vida  (segunda controversia de los loros filósofos: ¿qué es la vida?). Crear animales, plantas (tercera controversia de los loros filósofos: ¿el Dios puede tener Ideas? Algunas escuelas de loros llegaron a pensar que el Dios sólo tiene Ideas, en su perfección eterna). El Dios Loro tuvo que dar un hogar a sus hijos. Para eso, otorgó forma a la tierra (cuarta controversia de los filósofos loros: ¿es la tierra el centro del cosmos?). Allí el Dios Loro los hizo vivir los primeros millones de años. A los loros les dio la palabra y a los humanos, la capacidad de imitar sus sonidos. Humanos vivían en jaulas creadas por loros, repitiendo vanas  palabras, sin saber qué decían.
Y aquí viene la tragedia del loro: un día, los humanos se rebelaron y encerraron a los loros (los loros filósofos hablaron de las fuerzas del mal).
Un distraído puede pensar que los loros repiten y repiten. Aunque la verdad es más rebuscada: los humanos repiten. Y repiten a los loros sin comprender sus propias palabras. Repiten sus fábulas, sus religiones, sus teologías y le dan forma humana. 
El loro piensa en la lorogonía, en la lorodicea y se regodea, con amargura. Aficionado a la filosofía de lo loro como es, piensa que los loros filósofos nunca reflexionaron en la condición lora y en la condición de la lora humana también, que resume, en sus callados pensamientos, así:
 “Mientras los humanos creen vivir en un mundo mediado por la palabra y se solazan con nuestros desesperados gritos, no saben que está inscripto en el destino de los astros el regreso a la armonía universal, esto es: allá por lejanos tiempos, cuando los humanos repetían sin comprender, en sus jaulas celestiales, las palabras de los loros”.
Aunque el loro no se percatará nunca de su error. No sabe que el Dios Loro se aburrirá de los dilemas de sus criaturas. Se aburrirá y pretenderá volver a su metié, entretenerse con la danza cósmica. Volverá a  expandir al universo y a aburrirse. Después, pretenderá: contemplarse mientras mira a las estrellas, las galaxias y planetas (los loros filósofos objetarán: si Él pretende contemplarse, deberá existir un tercer dios loro que contemple al Dios loro que contempla al Dios Loro contemplando, y así al infinito. Esta duplicación monstruosa hará suponer a muchos loros filósofos en la existencia de infinitos dioses loros, con sus infinitos ojos y picos en infinitos mundos loros).
Harto del tedio, la divinidad lora comenzará a echar alpiste por todo el cosmos. Alpiste, para una galaxia.
 Alpiste, para otra.
           Y para otra.
          Alpiste.
La locura de los astros y los cuerpos celestes hará que  empiecen a contraerse nuevamente en busca de más alpiste. El Dios loro los hará pasar hambre, para desesperarlos más. Debilitadas las fuerzas expansivas, las fuerzas gravitatorias volverán a actuar sobre su masa, reagrupándola hasta volver a concentrarla en un punto. En ese punto se juntará todo el universo, a la espera del alpiste de la divinidad lora maligna.
La espera será de algunas millonésimas de milésimas de segundo, tras de las cuales, el universo explotará y el alpiste y el Dios loro volarán por las aires en el vértigo del estallido. 


EL  ATARDECER, SEGÚN EL JARDÍN, por Víctor Dupont

Mi vida no ha sido más que  este rincón,  esta pared noble y  opaca.
A través de mí puede verse una porción del jardín - al costado - y otra pared, de frente.
Sobre ella,  una pintura. Una pintura de un paisaje con montañas nevadas, un territorio áspero donde el frío tiñe o petrifica las piedras, las cimas o las laderas.
                De día o de noche se acerca una señora.
Se acerca, sigilosa, hasta mí; saca un peine dorado - púas anchas - lo enreda en su pelo y, mientras desenreda o afila sus  rizos, me mira - levanta sus cejas – y arma su peinado alto; de repente, porque sí, se va.
Y otra vez la pared.
Algunas veces la señora vuelve, se acomoda una ceja, se va. Y otra vez la pared. Y el paisaje, las montañas según la luz  desde el jardín. Luz, a veces matinal - a veces nocturna -, otras vespertina. Se transforma el paisaje, según los colores, en un sitio de montañas entre un calor que pronto saldrá de la lava. 
                De día o de noche también llega un hombre. El traidor. 
Cuando se acerca a mí, tiene una peluca entre manos y, colocándosela, diserta sobre cuestiones de gobierno o s astronómicas o eróticas; como un orador se apresta ante su auditorio y -de vez en cuando- mira a los ojos de los escuchas y se cree un hombre elevado, que debe agacharse r y realizar sus muecas. Se va.  
Otra vez la pared.
Y las montañas con sus laderas o cimas o piedras congeladas. O incandescentes.
Ahora atardece, según el jardín.
Entra la mujer de los rizos a la habitación y habla de la luna, de la perfecta luna, su falsa luz, su faz parsimoniosa. “Los astros de la bóveda celeste nos acompañan, amado mío”, le dice al traidor. La pared.
La pintura, el paisaje según las coordenadas crepusculares. 
Se escucha la entrada del esposo engañado.
A los gritos el hombre traicionado le dice al traidor “¡miserable, te has acostado con mi dama en mi propio lecho!”. Sólo en un instante me atraviesa y refleja su cara de cejas furiosas, su cabellera tupida, su armadura que relumbra cuando la penetra la claridad del jardín.
Otra vez, la pared.
Los gritos se aplacan. Se sugiere un enfrentamiento durante el próximo amanecer. “Te espero aquí, cobarde”, le dice el esposo engañado al traidor, “para  nuestro duelo”.
Las horas se vuelven lentas.
El esposo de cejas furiosas prepara su arma frente a mí y parece querer dispararme - casi podrían escucharse los pedazos de vidrio por el suelo, pero no, no dispara - y parece afilar su mirada entre la dureza y una ironía de labios enmohecidos. “Cuando se haya disipado la luna, este hombre vencerá”, dice el esposo engañado. La hierba del jardín delata los colores del alba.
En la pintura, montaña y piedras imperceptibles.
 “Este hombre vencerá”, dice al filo de su sonrisa.
                Se oye un disparo de fuera. Se oye a la mujer: entra,  llora,  implora. “No lo hagas, yo no te amo”, dice, “lo amo a él, nada cambiará eso”.
Desde el jardín alguien proclama “llegó la hora, señores”. El esposo engañado sale. El traidor lo espera. La habitación se vacía.
                Se refleja desde mí la parte del jardín de siempre: en ella no hay nadie. Se escucha una extraña conversación. Una disputa, tras la cual los hombres deciden suspender el duelo. Hay llantos y súplicas. Aunque en mí no se refleja nada, sólo la sombra de un árbol. A medida que el día amanece, la claridad  inunda con su  sombra arbolada  el cuadro del paisaje. La sombra furiosa delinea la pintura. Elimina los marcos. Se refleja ahora un detalle: a través de la ladera de la montaña, un hombre cae con su cuerpo en llamas. 
               




 



miércoles, 8 de junio de 2011

ANTICIPO DE NOVELA, Por Gabriela Ramos

Murciélagos, por Gabriela Ramos
1
Somos como murciélagos: lanzándonos de un sitio firme a otro, intentamos hundir nuestras garras en un alma imperturbable, pisar tierra. Tierra. Es que nunca comprendemos el concepto o el alma de la palabra tierra. Tierra. Es siempre lo que no pudimos defender, lo que, a pesar de tener nombre, nos duele nombrar. No la sentimos. No la vivimos.
                El trayecto de un murciélago es espeluznante, caótico, vertiginoso. El nuestro, tal vez se distinga por una incógnita: no sabemos verdaderamente si volamos o saltamos a la muerte.
                Fondo.


2
Murciélago: Herido, Lucas, al levantar las mañanas lame las botas que saca de un paño verde que guarda en su bolsillo. Registra los objetos que lo rodean y sutilmente los va ordenando con la mirada. Gira la cabeza hacia la ventana y, con cuidado, se rasca la herida.
Por las noches juega con los malos presagios: los jerarquiza y arma y desarma su sonrisa de pájaro loco.
Él busca a Claudia, mientras ella pinta los sueños frente al corredor oscuro que llega al jardín.

3.
Murciélago dos: Lucas no imagina ni recuerda el peligro cuando las botas saben a naranja y a agrio rocío de una noche larga que alarga con sus alas.
Sus alas dibujan el cielo. Un tanto verde.
Volátil regresa por la ventana y clava sus garras en el filo del marco. Las gárgolas y molduras quedaron mejor esta noche.

sábado, 4 de junio de 2011

LOS MINICUENTOS DE JUNIO Y OTROS TEXTOS DE ALUMNOS

    CREPÚSCULO, por Ricardo Hugo Varela

               Anudado,
                            llega a su casa  y deja caer  el alma sobre la cama. Su mano va hacia
               un atado de puchos; flaco como él mismo, se asoma un cigarrillo.
             
                  -Es mi día de suerte-balbucea irónico.
                               Lo enciende y exhala el humo.
                                                         Allí se pierde.
             Toma su auto y sale a la ruta.
                                         Acelera el placer entre
             tres carriles por lado.



           Mucho verde, al desandar.


Se angosta y desluce.
                                      
            
              Desandado,           
                    acelera aún más
             el paisaje árido.
                              El viento sopla  sombras, tiempo, puchos.
             Entreabre
                               un desafío en su palma. Su mano entera va hacia allí.
               












POLIFONÍAS,  por Elena Liceaga


 
La fuga

     Despuntaba el sol a través de los maizales. Gunther mateó, como todas las mañanas, junto al fuego guardián de secretos. A su lado, el ovejero Fiel miraba a su amo. Interrogantes ojos perrunos sospechaban el acto, sabían la decisión tomada.
     Esa noche – media luna en asta sobre un cielo puro brillo negro-  dos siluetas se recortan en fuga hacia el oeste: una trinitaria – caballo, hombre y mujer-. Detrás, fiel, corre la sombra de un ovejero.


Desangelada
     Entre alboroto de luces y cantos de sirenas, el cuerpo de la mujer – en caída libre- impacta sobre el asfalto. Abrazo final para una desangelada.



Isabella
     Isabella atraviesa el parque. Marcha segura. Conoce sus árboles y arenas desde los dos años. Hoy no va a la escuela. Jeans ajustados, zapatillas rojas, el fuego de su pelo suelto brilla sobre el escote de la remera blanca. Con cuidado inexperto  ha delineado sus ojos celestes. Cerca de la calesita, una voz de varón la bautiza con el primer piropo:
-          ¡Quién pudiera ser sol para estar en el cielo de tus ojos y ocultarme en tus nevadas colinas!
Ella continúa, firme, su marcha. Por dentro – mitad pudor, mitad alegría- sabe que un hombre ha visto hoy a la mujer que despierta en ella.








Gabriela contra el Dios Gerún, por Leandro Disanti

A Fernando Liendo le gustaba estar hablando, o sonriendo. Siendo auténticamente feliz también se lo solía ver sufriendo.
Cuando no podía comer iba picando, pensando que no es bueno el estómago descansando.
Su padre, Armando Liendo, estaba temiendo que Fernando estuviera flaqueando. Quiso hablarle, pero Fernando Liendo no era de andar oyendo.
Su madre, Clara Arcando de Liendo, vivía temiendo y analizando, preguntándose si habría sido bueno estar tanto tiempo amamantando, y luego consintiendo.
La vida de los Liendo fue terminando cuando a Orlando, hermano de Fernando al que le gustaba andar escribiendo, se le fue ocurriendo estar estudiando en lo de Gabriela Stoppelman.
Gabriela, siempre luchando, corrigiendo y  enseñando, mató al Dios Gerún sin andar dudando; así toda la familia Liendo y hasta los mismísimos Arcando, se fueron flagelando y se terminaron suicidando.









LETANÍA, por Ricardo Hugo Varela


   La noche avanza 
                                      en garras
                            Me devora,
                                                                        indolente,
                                                       con un niño mendigo
                                                                        en la calle
                                                       el silencio atruena
                                                           recuerdos.
                            Seré ausencia,
                                               luego  olvido.
                            Con el alba,
                                        mendiga en garras, 
                                          niña, ya no mendigo,
                                          todo habrá terminado.


                 
                          
                 
                                      
                                      
  
                                                 SERÁ DE MADRUGADA , por Ricardo Hugo Varela                   
              
                                                                                                                                                                                          

                             Ella vendrá,
                             altiva y misteriosa,
                             a velarme la sangre.
                             
Miedo y furia.
                                         Tibio temblor. Supino.
                             Lluvia y lágrimas,
                              relente  frío,  lecho
                             de prisión.
                             Dolor  en los huesos,
                                          ella se irá, sangre velada
                           Y, sin misterio,
                                  quedará la lluvia.
                              
                               











ALARDE DE RÍO, por Alberto César Haag.

El camino es pardo, húmedo y fangoso.
Intermitente,
llueve
 y, al frente, la fila de pinos se inclina al viento. Las calles se parecen demasiado, las casas también. Detrás de los pinos, un enorme baldío otoñal, amarillento y triste. Más allá un hilo de agua  pretende ser río y, en ese alarde, cursa el pueblerío. Tras el río un campo sin vacas, solo pastos secos
 y hacia el sur, el mar,
 el eterno mar, imponente y silencioso.
Llueve,
 intermitente.
Aquel camino,¿lo ve? ¡Allí, allí! Es el de Cuatreros, por allí  pasaron el indio, la cautiva y el ganado; sin edificios, sin la hilera de pinos, solo camino pelado, sin trazas transversales.
Gauchos-soldados vestidos con harapos, enfermos y hambrientos debieron recorrer las dos  leguas desde el salitral hasta la inútil zanja de Alsina, debieron ser muchos –s cinco o diez no más- , tuvieron miedo y lograron vivir sin él.
Llueve
       intermitente
Un joven lleva una mujer y huye perseguido, los gauchos se acercan, pero su pingo es veloz. Alguien bolea el caballo y ambos caen. La cautiva- con miedo-, pide vengarse –recuerda a su hija y a su hermana- ,  el joven ya no teme, acepta el frío filo y muere.









  RETOÑO, por Ricardo Hugo Varela


Anoche tuve un sueño. Un gran sueño. El cielo asombrosamente claro y, por primera vez,
las estrellas,  a muy baja altura.  Con sólo estirar los brazospodía tomar la que me placiera, la  más brillante, mi estrella.
,
Logré alcanzarla y tuve miedo  a regresar de la magia.
Mas,  con las primeras luces del día, la estrella se había marchado y-, extrañamente, con ella-, la angustia.
Mi cuerpo, tibia morada, se abre, regresa.
Fue anoche.
Asombrosamente, claro, ahora va el sueño por mi vigilia.







MAREAS, por Roberto Aguilar


Adherido a las piedras del cielo,
                 me lleva el río,
                                  cuesta abajo.


Soy el amor,
lloro, pido perdón,
las sombras me dan de beber
del charco en las avenidas.
Más allá escruto  cientos de manos
         golpear a las puertas  donde no estoy.



Beso a todos con la misma pasión.
Asiento mis rodillas
                      sobre ricos y pobres,
Pero
los hambrientos no me olvidarán.
Por eso, de nuevo, perdón,
                                  porque me voy.


La noche agiganta su luz negra para guiarme por mi senda.


Ciudades, cuencas y pueblos sueñan-,
con clavos en las sienes-,
un despertar de
                                           hamacas en
mi infancia.
Pero
       muchos se
                       levantan porque
                                                 gimo, subo
                                                                  y bajo.



Camino descalzo, piso vidrios rotos por los balcones.
No hay resplandor en mis ojos,
no es necesario.
                                   Miren, ahí va el odio
Miren cómo moja un pan duro
en una gota de diamante.


Adiós.


Llueve rojo.
Mis pies pequeños se llenan de hongos,
rasco los dedos del valle de la luna.
Los volcanes explotan de deseo.

Extraño.


Soy tu brisa.
                     Nado
                                 en la vertiente
                                                     de los
                                                              caídos.



Seco lomos de caballos,
ahuyento las moscas.
Acaricio las cosas.
En los confines del mundo, preparo el regreso.


Abraso.


¿No soy?
Cuando quiero vuelvo.
Parto las piernas del ladrón de mi copa de cristal.
Silbo, en el fondo de los ventisqueros,
Areno, ojeo por los ombligos del raso cielo.
Me arrojo.
Te busco de carne y hueso,
hurgo  por tu cuerpo
para sentirme herida riente
en tu boca andante.


Soy
              el río

cuesta
              arriba.                              







CORAZÓN DE BONGÓ, por Jazmín Cañete


            Un pueblo olvidado en el corazón de la estepa.
El dibujo es seco: delta enterrado en polvo, casas sin ventana. En una de ellas duerme una madre, desnuda. La sábana blanquísima se enrosca entre sus muslos empetrolados y brillantes. Un fogoncito templa las pupilas de su hija, mientras lee debajo de su cama.
            Zaira cumplió ocho hace dos días y el mejor regalo de todos es el libraco de tapa dura forrado en cuero escarlata con hojas de bordes dorados. Ahora, entre las patas del catre, a duras penas lo sostienen sus manitos azules.
            Un nene nigeriano todavía da sus primeros pasos cuando su mamá lo abandona en la selva amazónica. Con el tiempo, el chico aprende los secretos de sus nuevos hermanos: se alimenta con la carne tibia de animales pequeños y los frutos rozagantes de la tierra. Se protege de las palizas ardientes del sol entre el follaje y duerme sobre la barriga de su nueva madre: una leona vieja que lo cuida, por primera vez, desde el primer día. Una noche...
            La suave brisa zamarrea las hojas del silencio. Alguna brasa de hierro perforó la piel recién carbonizada del cosmos dejándole grabada una manchita blanca, perfectamente redonda, bien lejos. Desde entonces, la tersa córnea custodia la calma. De pronto, la imagen se resquebraja y estallan sus pedazos: se escucha un tiro.
            Zaira levanta la mirada –también es profunda la noche del llano bajo sus párpados–. Sin despegar las palmas transpiradas del cuero rojo que aprieta contra sus latidos de bongó, corre hasta la puerta y sale. Sólo casas sin ventana. Un grito a lo lejos: las pupilas de fuego descubren entre las ramas deseperadas de unos árboles, la sombra de un hombre que se aleja y se pierde para siempre.
            Una cosquilla cálida le sube por el cuerpo desde el suelo. Su camisón tiembla. Sobre sus piecitos descalzos, un hocico frío y mojado. Un cuerpazo suspira paciente y ronco mientras tinta amarronada brota lenta del agujero recién abierto en su pecho y moja su pelo blanco. Zaira se acuesta sobre la tierra, sus ojos se llenan de lágrimas y calman la sed de la estepa. Apoya la cabeza –y se duerme– sobre el pecho de su madre, tan blanca en la sombra de un pueblo tan olvidado. 


BORDE DE FRUTILLA, por Jazmín Cañete
                                                                        
            Una vez tuvo un sueño.
            Suena un grito ahogado desde el fondo tectónico. El océano, mudo, empieza a hincharse.
            Las cordilleras apaisadas se desgranan en los bordes. El horizonte media la batalla: las migas se expanden pero las olas son más rápidass (y se las comen).
            El aire huye por un agujerito en la luna al ver tanta agua acercarse.
            Por siempre jamás: la noche (y el revoloteo de interminables soles coloridos persiguiéndose, picaflores, los unos a los otros).
            Bajo el terrible cielo de neón, el hombre espera sobre la cordillera. Durante esos segundos finales, sostiene en el paladar el sabor remoto de un postre de frutilla abandonado en la infancia. Se entretiene. Cuando termina, cierra los ojos y se duerme pensando en qué va a soñar mañana.
           

MONTAÑA DE DIARIOS, por Jazmín Cañete


            Cuando cada noche se desploma encima de ella y se acurruca en su guarida con la tranquilidad que protege a los niños al dormir en su escondite.
           
            Cada noche, cuando la frazada se desploma encima de ella, se acurruca en su guarida con la tranquilidad que sólo protege a los niños al dormir en su escondite.  
           
           
LA ESCAPADA, por Jazmín Cañete


            Se perdió en el centro la grulla.
            Los autos le pasan por los costados, tambalea para un lado y para el otro. La suela de un zapato la arrima a la vereda. Una paloma aterriza ante migas de cemento y la levanta en vuelo. ¡No va y se engancha en la torcedumbre de las chapas de una cabina de teléfono! Los dedos de una mujer juegan a meterla en el espiral, sacudirlo y deshacerse de ella.
            La grulla viaja.
            Ahora, un nene la mira con la cabeza inclinada, en cuclillas. Espera que haga algo pero a ella sólo le place yacer en el suelo mientras el viento vibra en sus aletas de papel.
            Ante semejante decepción, los deditos índice y mayor la levantan, la doblan por su pliegue central y la guardan en el bolsillo del guardapolvo.
            La grulla, en penitencia, vuelve al hogar. 





Escalofriante de mí,  por Josefina Bravo

1.
A medida, juega, puerta de un placard.
                                               Una pinturita.

Plano, a puro ostente,
                        refleja estancia de aquel señor burgués.

Envuelto el espejo,
corretean mitos oscuros,
juega a las escondidas.
Escalofriante de mí.

Muestra leyendas,
sobre todo oculta
mi imagen, tan vacía
tan sin mí.

A su medida, no refleja, sin mí.


2.
Mis ausencias,
tan parecidas a las reales.      
                        Simétricas.

De mí
se olvidan por años.
Rincón negro de galpón,
                        no refleja.

Yo, puerta espejada,
a simple espejo pasé.
Lijan y lijan madera
de mí. 

Mutante de
forma, textura y color.
No hay más matices,
tan sólo simétricos, no reales.


3.
Ahora, invisible horizontal.
Medios cuerpos, medios muebles.
                        De este lado del espejo.

Ella me mira mirarla,
me clava en su media mirada.
Ni la tengo en cuenta,           
ni me tiene en cuenta.


Ahora,
me acerco.
Y cuando soy ella,
retrocede.

Apunto el dedo índice,
disparo su gesto.
Huesuda. Cadavérica: invisible, media y vertical.


4.
Luego gira a su izquierda
y se pierde la vista.

Qué ve, qué pienso.

Sigo acá,
la espero desde el inverso.

Sólo un reflejo,
desabrido de realidad.
Se ceba un mate.
´
Yo sigo su sed.

Se nos vuela el pelo.
En la ventana,
el frío de mi ausencia.
Invisible, como yo.

Nada. Acá nada.


5.
Se acerca y me mira,
nariz con nariz.
Espía,
quiere más allá.

Detrás de esa puerta a mis espaldas:
sólo vacío.
Reflejo y más ausencia.

No entiende que no hay, donde se acaba su mirada.

Y yo sigo acá.
Ya la he visto antes,
y también me ha visto
en las edades:
piedra, hierro, espejo.

De a dos,
una y otra vez.

Pupilas en busca de ausencias.
Aliento pegado en el vidrio,
afán de reverso,
figura oscura,
parodia.


6.
Ausente, esa fría versión que tanto desean ver.
Horas
y
horas
en descifrar sinsentidos.

No entienden,
sinsabor en mis vidrios engañosos.
Confunde mi reflejo
la verdad en otros ojos.


7.
Espejo, espejito,
mostrame la verdad, dice ella.

Le hago ver la belleza oscura.
Perfecta,
sobre todo, oscura.

Ella,
fiel espectador.
Yo, ilusionista
de magia negra.
Celador de espejismos.


8.
Ella y yo. Para ser ella,
que me vea.
Y para verla,
verla
ahí, expectante.

Entregada.

A su medida, simetría ausente.
Invisible, avanza
y retrocede.

Ella me busca,
medio horizontal
Quiero salir,
medio vertical.

Ella animada. Yo fría.
Sin ella entregada,
yo no puedo.