viernes, 24 de junio de 2011

ANTICIPOS DEL PRÓXIMO LIBRO DE CUENTOS DE VÍCTOR DUPONT

LOROGONÍA,  por Víctor Dupont

El loro piensa en un Dios que creó el Mundo. Un Dios con alas de loro, patas  de loro, pico de oro, plumaje divino. En los primeros instantes, el Dios Loro creó de la nada las galaxias, los astros, los planetas.
Y contempló su obra, extasiado.
De pronto, se le ocurrió animar las cosas. Es decir, realizar la gran puesta en escena de las estrellas.
La danza cósmica.
 Cada astro giró en perfectos círculos concéntricos. Aunque el Dios Loro pronto se aburrió. El ritmo del baile era lento; el andar de los planetas, tedioso. El movimiento circular dejaba a los planetas quietos, pese a su baile siempre monótono (ahí se dio el dilema de los primeros loros filósofos: ¿movimiento o inmovilidad del Mundo?). El Dios Loro, sin contradicción, hizo girar a sus astros en elipses. Y, a la vez, decretó que los planetas se fueran alejando cada vez más entre sí.
La danza, al cabo de los minutos, fue caótica.
El Dios Loro vio cómo su obra podía echarse a perder. Los planetas enloquecidos no eran buena señal. Tiró el plan para atrás y volvió a la vieja y aburrida idea del cosmos perfecto, inmóvil, hecho de cuerpos que giran en esferas concéntricas. En un par de segundos se le ocurrió una gran idea: crear vida  (segunda controversia de los loros filósofos: ¿qué es la vida?). Crear animales, plantas (tercera controversia de los loros filósofos: ¿el Dios puede tener Ideas? Algunas escuelas de loros llegaron a pensar que el Dios sólo tiene Ideas, en su perfección eterna). El Dios Loro tuvo que dar un hogar a sus hijos. Para eso, otorgó forma a la tierra (cuarta controversia de los filósofos loros: ¿es la tierra el centro del cosmos?). Allí el Dios Loro los hizo vivir los primeros millones de años. A los loros les dio la palabra y a los humanos, la capacidad de imitar sus sonidos. Humanos vivían en jaulas creadas por loros, repitiendo vanas  palabras, sin saber qué decían.
Y aquí viene la tragedia del loro: un día, los humanos se rebelaron y encerraron a los loros (los loros filósofos hablaron de las fuerzas del mal).
Un distraído puede pensar que los loros repiten y repiten. Aunque la verdad es más rebuscada: los humanos repiten. Y repiten a los loros sin comprender sus propias palabras. Repiten sus fábulas, sus religiones, sus teologías y le dan forma humana. 
El loro piensa en la lorogonía, en la lorodicea y se regodea, con amargura. Aficionado a la filosofía de lo loro como es, piensa que los loros filósofos nunca reflexionaron en la condición lora y en la condición de la lora humana también, que resume, en sus callados pensamientos, así:
 “Mientras los humanos creen vivir en un mundo mediado por la palabra y se solazan con nuestros desesperados gritos, no saben que está inscripto en el destino de los astros el regreso a la armonía universal, esto es: allá por lejanos tiempos, cuando los humanos repetían sin comprender, en sus jaulas celestiales, las palabras de los loros”.
Aunque el loro no se percatará nunca de su error. No sabe que el Dios Loro se aburrirá de los dilemas de sus criaturas. Se aburrirá y pretenderá volver a su metié, entretenerse con la danza cósmica. Volverá a  expandir al universo y a aburrirse. Después, pretenderá: contemplarse mientras mira a las estrellas, las galaxias y planetas (los loros filósofos objetarán: si Él pretende contemplarse, deberá existir un tercer dios loro que contemple al Dios loro que contempla al Dios Loro contemplando, y así al infinito. Esta duplicación monstruosa hará suponer a muchos loros filósofos en la existencia de infinitos dioses loros, con sus infinitos ojos y picos en infinitos mundos loros).
Harto del tedio, la divinidad lora comenzará a echar alpiste por todo el cosmos. Alpiste, para una galaxia.
 Alpiste, para otra.
           Y para otra.
          Alpiste.
La locura de los astros y los cuerpos celestes hará que  empiecen a contraerse nuevamente en busca de más alpiste. El Dios loro los hará pasar hambre, para desesperarlos más. Debilitadas las fuerzas expansivas, las fuerzas gravitatorias volverán a actuar sobre su masa, reagrupándola hasta volver a concentrarla en un punto. En ese punto se juntará todo el universo, a la espera del alpiste de la divinidad lora maligna.
La espera será de algunas millonésimas de milésimas de segundo, tras de las cuales, el universo explotará y el alpiste y el Dios loro volarán por las aires en el vértigo del estallido. 


EL  ATARDECER, SEGÚN EL JARDÍN, por Víctor Dupont

Mi vida no ha sido más que  este rincón,  esta pared noble y  opaca.
A través de mí puede verse una porción del jardín - al costado - y otra pared, de frente.
Sobre ella,  una pintura. Una pintura de un paisaje con montañas nevadas, un territorio áspero donde el frío tiñe o petrifica las piedras, las cimas o las laderas.
                De día o de noche se acerca una señora.
Se acerca, sigilosa, hasta mí; saca un peine dorado - púas anchas - lo enreda en su pelo y, mientras desenreda o afila sus  rizos, me mira - levanta sus cejas – y arma su peinado alto; de repente, porque sí, se va.
Y otra vez la pared.
Algunas veces la señora vuelve, se acomoda una ceja, se va. Y otra vez la pared. Y el paisaje, las montañas según la luz  desde el jardín. Luz, a veces matinal - a veces nocturna -, otras vespertina. Se transforma el paisaje, según los colores, en un sitio de montañas entre un calor que pronto saldrá de la lava. 
                De día o de noche también llega un hombre. El traidor. 
Cuando se acerca a mí, tiene una peluca entre manos y, colocándosela, diserta sobre cuestiones de gobierno o s astronómicas o eróticas; como un orador se apresta ante su auditorio y -de vez en cuando- mira a los ojos de los escuchas y se cree un hombre elevado, que debe agacharse r y realizar sus muecas. Se va.  
Otra vez la pared.
Y las montañas con sus laderas o cimas o piedras congeladas. O incandescentes.
Ahora atardece, según el jardín.
Entra la mujer de los rizos a la habitación y habla de la luna, de la perfecta luna, su falsa luz, su faz parsimoniosa. “Los astros de la bóveda celeste nos acompañan, amado mío”, le dice al traidor. La pared.
La pintura, el paisaje según las coordenadas crepusculares. 
Se escucha la entrada del esposo engañado.
A los gritos el hombre traicionado le dice al traidor “¡miserable, te has acostado con mi dama en mi propio lecho!”. Sólo en un instante me atraviesa y refleja su cara de cejas furiosas, su cabellera tupida, su armadura que relumbra cuando la penetra la claridad del jardín.
Otra vez, la pared.
Los gritos se aplacan. Se sugiere un enfrentamiento durante el próximo amanecer. “Te espero aquí, cobarde”, le dice el esposo engañado al traidor, “para  nuestro duelo”.
Las horas se vuelven lentas.
El esposo de cejas furiosas prepara su arma frente a mí y parece querer dispararme - casi podrían escucharse los pedazos de vidrio por el suelo, pero no, no dispara - y parece afilar su mirada entre la dureza y una ironía de labios enmohecidos. “Cuando se haya disipado la luna, este hombre vencerá”, dice el esposo engañado. La hierba del jardín delata los colores del alba.
En la pintura, montaña y piedras imperceptibles.
 “Este hombre vencerá”, dice al filo de su sonrisa.
                Se oye un disparo de fuera. Se oye a la mujer: entra,  llora,  implora. “No lo hagas, yo no te amo”, dice, “lo amo a él, nada cambiará eso”.
Desde el jardín alguien proclama “llegó la hora, señores”. El esposo engañado sale. El traidor lo espera. La habitación se vacía.
                Se refleja desde mí la parte del jardín de siempre: en ella no hay nadie. Se escucha una extraña conversación. Una disputa, tras la cual los hombres deciden suspender el duelo. Hay llantos y súplicas. Aunque en mí no se refleja nada, sólo la sombra de un árbol. A medida que el día amanece, la claridad  inunda con su  sombra arbolada  el cuadro del paisaje. La sombra furiosa delinea la pintura. Elimina los marcos. Se refleja ahora un detalle: a través de la ladera de la montaña, un hombre cae con su cuerpo en llamas. 
               




 



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